El futuro de las empresas públicas de energía es factible, pero para ello es imprescindible romper con las lógicas crecentistas, extractivistas y de acumulación de capital en detrimento de millones de desposeídas y ecosistemas arrasados
En el año 2015 los líderes mundiales adoptaron un conjunto de objetivos globales para erradicar la pobreza, proteger los ecosistemas que aún siguen funcionando y asegurar la prosperidad para toda la humanidad como parte de una nueva agenda de desarrollo sostenible que culminaría en el año 2030: la Agenda 2030.
Septiembre de 2023 supuso el ecuador del proyecto, y se convocó una reunión que acogió la sede de Naciones Unidas para realizar un gran repaso. Nuevamente los líderes mundiales se reunieron para observar qué se había hecho bien y qué no. Algunos analistas económicos y sociales comentaron que se habían desarrollado apenas un 15% de las metas a alcanzar en el 50% del plazo; la culpa, obviamente, es de la pandemia de covid-19 declarada por la OMS en 2020 y la guerra en Ucrania. Otros, más descarnados, directamente denunciaron una situación peor a la de la casilla de salida, es decir, peor que en 2015.
Superando el ecuador
Apenas se ha desarrollado un 15% de las metas a alcanzar en el 50% del plazo
Como indican numerosos informes internacionales, no hemos conseguido erradicar el avance de la destrucción de la mayoría de los ecosistemas ni la desposesión de las comunidades que los habitan. Tampoco la minería, que irrumpió con fuerza tras el colapso de los mercados de 2008 como pilar fundamental para una transición justa, ha podido ser reconvertida, y de hecho es cada vez más especulativa. Nos propusimos sustituirla por modelos de extracción sostenibles que debían mitigar los impactos ambientales y sociales de manera notable, presentándose como el sector más transversal de los 17 Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS) y presente desde el primero de ellos u ODS1: la minería y el fin de la pobreza, o el segundo ODS2: la minería y la erradicación del hambre, y así sucesivamente, la minería y la salud, el bienestar, igualdad, trabajo digno, cambio climático, paz, fortalecimiento de las instituciones…
El resultado, por el contrario, ha sido una creciente intensificación de la presión ambiental y social por unidad de actividad económica, tal y como se deduce de los trabajos de autores como William Rees, del Post Carbon Institute, o desde hace años por el International Resource Panel (IRP) del Programa Medioambiental de las Naciones Unidas. Se desmienten así las afirmaciones genéricas de itinerarios de transición ecológica que reposan sobre la idea de lograr un crecimiento verde con el apoyo de programas al estilo Green Deal que, derivado de los 17 ODS, se han puesto en marcha en Europa, especialmente tras la pandemia. Además, se consolida tal contradicción con un hecho bien contrastado del que la minería es la gran protagonista: que la eficiencia del mercado gracias a la tecnología digital (gran consumidora de energía y minerales) ha facilitado el saqueo a las comunidades locales y a sus territorios. Otra manifestación más del efecto rebote o paradoja de Jevons de carácter extractivo.
Cuando nacieron los 17 ODS en septiembre de 2015, áreas extensas del planeta ya habían tenido que ser abandonadas o estaban en declive irreversible
Cuando nacieron los 17 ODS en septiembre de 2015, áreas extensas del planeta ya habían tenido que ser abandonadas o estaban en declive irreversible. Los valores utilitaristas fomentados por el sistema neoliberal que, a su vez normaliza la visión de la naturaleza como fábrica de materias primas, ha supuesto la hegemonía de un modelo relacional de dominación respecto a la naturaleza con objetivos extractivistas. Este modelo extractivo erosiona el medio que nos sustenta y es incapaz de evitar su destrucción si el beneficio económico depende de que los impactos ambientales sean externalizados a otros lugares y cargados a sus habitantes, incluidos los no humanos, ya que éstos no tienen influencia en las decisiones que determinan la rentabilidad del mercado de materias primas.
Por tanto, un sistema energético que sustente nuestras sociedades termoindustriales exactamente como hasta ahora, pero con muy pocas o sin energías fósiles, basado en modernas tecnologías de captura de energía renovable con un grado de optimización y eficiencia máximo, con una gestión digitalizada y automatizada en su uso gracias a la inteligencia artificial, sería igual de cuestionable a la luz de las experiencias previas. No deberíamos repetir viejos postulados de una sustitución mineral que nunca jamás en la historia se ha dado. El último fracaso, el Proyecto Smart 2020, con la implantación de la automatización, internet de las cosas, industria 4.0 y otros procesos digitales fue pensado bajo la tutela de Merkel y Sarkozy en 2008 para “refundar el capitalismo” tras su último batacazo, pero ya vimos que ninguna de aquellas metas y objetivos de optimización, emisiones, eficiencia ni ahorro se produjo. No obstante, esta vez se va asumiendo una realidad incuestionable: la irrupción de la descentralización en las matrices energéticas como factor novedoso de gestión más eficiente.
Energía pública
Dentro de las posibilidades que se presentaron para enderezar el fracaso manifiesto de Smart 2020 y ahora de la Agenda 2030, que algunas personas vieron venir y que se reflejan en sesudos estudios científicos y sociales, informes del IPCC, IPBES, etc., que puso a prueba la capacidad de cooperación transnacional, se barajaron varias soluciones. Una de ellas fue la creación de empresas públicas de energía. Existen muchos modelos, desde la propiedad completa del Estado, como en Francia, hasta el papel del Estado como accionista minoritario, como en el caso de Italia. En 2022, la propuesta de Unidas Podemos de crear una empresa pública de energía de carácter estatal fue rechazada por el Congreso de España. No obstante, varias formaciones políticas han seguido trabajando en esa misma línea abriendo la posibilidad de hacerlo a nivel autonómico, local o comunitario con diferentes variedades de participación, incluso público-privada.
La idea parece adecuada y esperanzadora porque podría suponer la ruptura definitiva del viejo régimen de oligopolios político-empresariales y puertas giratorias del sector energético que tanto sangra, especialmente a la ciudadanía. ¿O no?
Según se dirigían los mandatarios mundiales a la reunión de Nueva York, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunció en el Discurso sobre el estado de la Unión un paquete extraordinario de medidas para la industria eólica. La mayoría de los analistas hablan directamente de un rescate. La Unión Europea fijó, con la firma de los Gobiernos de Europa, el objetivo de 420 GW de capacidad eólica en 2030. Sin embargo, la industria eólica nunca se creyó semejante ambición. Las dificultades técnicas en algunos diseños y unas cadenas de suministro que hacía más de un lustro no funcionaban just in time hicieron que la propia industria considerase un riesgo muy real “que la expansión de la energía eólica se iba a hacer en China, no en Europa”.
El cobalto de nuestros dispositivos digitales ha convertido a la República Democrática del Congo en uno de los países más pobres y esclavistas del mundo
Por si era poco, los científicos chinos se han vuelto reticentes a seguir explotando a precio de ganga los valiosos recursos geológicos necesarios para nuestra “transición verde” y ahora, ellos mismos nos advierten de que sólo “la prospección geológica intensiva de los depósitos de minerales clave causa un daño extremo al medio ambiente”. Como si de repente se hubieran dado cuenta de lo que en occidente conocemos muy bien.
De momento, las tres cuartas partes del cobalto de nuestros dispositivos digitales y de nuestras infraestructuras de transformación y captación de energías “limpias” –con la ayuda de fondos chinos y capital occidental–, han convertido a la República Democrática del Congo en uno de los países más pobres y esclavistas del mundo (el 74% de su población vive por debajo del umbral de pobreza). No son pocas las voces que intentan frenar semejante injusticia ambiental, pues choca directamente contra los 17 ODS. Pero el mundo permanece indiferente porque al parecer no somos capaces o no queremos ver otra salida que el sueño del crecimiento verde, público o privado.
En un contexto de creciente acumulación de activos tóxicos, la creación de una empresa pública de energía, puede ser vista como una navaja de doble filo. Serviría en cierto modo para reunir aquellos activos tóxicos que van creciendo a golpes por la colisión constante con los límites ecosistémicos, geológicos, termodinámicos y éticos de nuestras sociedades extractivistas y su consiguiente aniquilamiento de vidas y territorios en miles de rincones del Planeta. O, en su caso, el modelo de empresa pública de energía también podría ofrecer palancas interesantes para acompañar una transformación real del modelo energético y así guiar una auténtica revolución verde también desde una perspectiva tecnológica y humanitaria.
El primer caso puede constituir un rescate adicional del sector energético que tiene una gran dosis de responsabilidad en la crisis ecosocial. Este rescate estaría movido por la misma visión del crecimiento y de acumulación de riqueza en las manos que mecen la cuna del sistema neoliberal, como el gas y la nuclear desde 2022. El segundo caso, el que supondría una auténtica transformación o revolución, dependiendo del ritmo y profundidad de los cambios estructurales del sistema económico actual, asumiría la imposibilidad del crecimiento material y energético, ni sostenido ni sostenible, en un planeta que ve cómo se siguen sobrepasando sus límites físicos y sociales. En este segundo caso se pondrían en marcha cuanto antes todas las fórmulas de disminución, optimización, descentralización y decrecimiento controlado previstas en cada vez más estudios e informes científicos, sociales y humanitarios o en documentos tan valiosos como el Dictamen SC/048 del Comité Económico y Social Europeo (CESE) de la UE sobre nuevos modelos económicos sostenibles.
Pero para ello es requisito necesario, aunque no suficiente, romper con las lógicas crecentistas, extractivistas y por supuesto, de acumulación de capital en detrimento de millones de desposeídas y ecosistemas vaciados, arrasados o abandonados, cual infames vertederos. El futuro de las empresas públicas de energía puede ser brillante, por supuesto, pero siempre y cuando la garantía de su funcionalidad pase por que el concepto de sostenibilidad, en todo su prostituido esplendor, recupere su significado esencial: el mantenimiento del equilibrio y las funciones básicas de la naturaleza que ofrecen el soporte vital del sistema socioecológico.