En el Estado español, la corrupción no solo no se esconde: se institucionaliza, se subvenciona y, si se tercia, se premia con una embajada o con un cargo en el FMI como director gerente. Lo que en otros países es escándalo, aquí es tradición, incluso deporte. Y como toda buena tradición, tiene sus ritos, sus protagonistas y, por supuesto, su banda sonora. Pero esta vez, el sainete ha superado al guion. La última entrega de esta tragicomedia tiene nombre propio: Koldo García, el último de la fila, el secundario que se cansó de ser sombra y decidió encender la luz del proyector. A su lado, José Luis Ábalos, el ministro que no sabía nada pero firmaba todo, y Santos Cerdán, el organizador de lo inconfesable, el que tejía la trama con la destreza de un sastre de Génova.
Acto I: El esperpento como forma de gobierno. Si Berlanga viviera, no sabría si reír o demandar derechos de autor. Porque lo que estamos viendo no es nuevo: es “La escopeta nacional” reescrita con sobres, adjudicaciones y audios filtrados. En la cinta original, un empresario catalán intenta vender porteros automáticos a la élite franquista durante una cacería. Hoy, los porteros han sido sustituidos por contratos públicos, y la cacería se celebra en despachos ministeriales, viajes en coches oficiales o encuentros con prostitutas. El escenario ha cambiado, pero los personajes siguen siendo los mismos: cortesanos, trepas, mediocres con ínfulas y pícaros con carné de partido.
Santos Cerdán, ese hombre de partido que parece salido de un casting de “Patrimonio nacional”, aparece en los informes de la UCO como el cerebro organizador, el que daba las órdenes sin dejar huella, el que manejaba los hilos desde Nafarroa como si fuera el mayordomo de una finca decadente, eso sí, con una carrera meteórica ue le llevo de trabajar en una fábrica de verduras y ejercer de camarero a ser el segundo del presidente Sanchez.
Acto II: Koldo, el bufón que incendia el palacio. Pero si hay un personaje que merece su propia película es Koldo García. Nacido, se dice, en Baracaldo, ex aizkolari, ex escolta, ex colaborador de la Guardia Civil, ex concejal, ex todo. Un hombre que parecía salido de una novela de Delibes, pero que ha terminado protagonizando un thriller de espionaje cutre. Como “El verdugo” de Berlanga, Koldo no eligió el papel, fue la propia vida la que se lo fue dando en forma de innumerables actuaciones que aceptó e interpretó con entusiasmo. Fue chófer, guardaespaldas, recadero, portero de un puticlub, miembro del consejo de administración de Renfe Mercancías y, finalmente, el hombre que grabó a sus jefes y entregó las pruebas que hoy hacen tambalear al PSOE.
Su figura recuerda al personaje de Luis Ciges en tantas películas: el tipo anodino, torpe, que nadie toma en serio… hasta que aprieta el botón equivocado de este Armageddón político en forma de escándalo intergaláctico. Koldo es el bufón que, sin quererlo o queriéndolo mucho, incendia el castillo. En los audios filtrados, se le oye hablar de billetes de quinientos, de adjudicaciones amañadas, de prostitutas, de mordidas que pasaban por sus manos como si fueran gulas en una cesta de Navidad. Y lo más grotesco: grabó a todos. Como si supiera que, en esta película, el que no tiene copia de seguridad acaba en el foso.
Koldo García es el Lazaro posmoderno, críado humilde y astuto, el pícaro que se cuela en los pasillos del poder y, cuando lo echan, se lleva las grabaciones. Es el Torrente sin parodia, el funcionario que no necesita exageración para resultar grotesco. Y como buen personaje buñueliano, su venganza no es violenta, sino simbólica: dejar que los demás se hundan con sus propias palabras.
Acto III: Ábalos, el ministro que pasaba por allí. José Luis Ábalos, por su parte, es el personaje más berlanguiano de todos. Ministro de Transportes, secretario de Organización del PSOE, y ahora, actor involuntario de una tragicomedia judicial. En los informes de la Guardia Civil, aparece como beneficiario de adjudicaciones irregulares, receptor de favores y cómplice de una red que operaba como una empresa familiar. Pero él, como buen protagonista de “El discreto encanto de la burguesía”, asegura que no sabía nada. Que todo era cosa de otros. Que él solo pasaba por allí.
Como en la película de Buñuel, donde los comensales nunca logran cenar porque siempre ocurre algo absurdo, Ábalos nunca logra explicar nada porque siempre hay un nuevo escándalo que lo interrumpe. Su defensa es el desconcierto, su estrategia, la amnesia selectiva. Y mientras tanto, el personal aue ve esta película asiste a su caída con una mezcla de estupor y déjà vu.
Ábalos es el funcionario de Camus, el que cree que el sistema lo protege hasta que el sistema lo sacrifica. Es el verdugo que no quiere matar, pero que acaba firmando ejecuciones administrativas con una sonrisa de trámite. Su tragedia no es solo la charca de la presunta corrupción que le envuelve, sino su torpeza.
Acto IV: Todos a la cárcel (o no). En “Todos a la cárcel”, Berlanga reunió a lo peor de cada casa en una prisión valenciana. Hoy, la cárcel sigue vacía, pero los despachos están llenos. La trama de Cerdán, Ábalos y Koldo no es una excepción: es la norma. Desde los tiempos de Bárcenas, Rato o Gürtel y desde mucho antes, en el Estado español, incluidas sus periferias, se ha perfeccionado el arte de la corrupción como si fuera una disciplina olímpica. Lo nuevo es el tono: ya ni se disimula. Se graba, se filtra, se comenta en tertulias. La corrupción ha dejado de ser un escándalo para convertirse en un género narrativo.
Y como en “Los santos inocentes”, los de abajo siguen mirando desde el barro cómo los de arriba se reparten el festín. La diferencia es que ahora los inocentes tienen móviles, redes sociales y una paciencia que empieza a agotarse. Pero siguen sin voz, sin justicia, sin final feliz.
Epílogo: El cine como profecía. Quizá el cine español no era sátira, sino profecía. Quizá Berlanga, Buñuel y Camus no estaban exagerando, sino documentando. Lo que parecía grotesco era, en realidad, un retrato fiel de lo que vendría. Y lo que vendría ya está aquí: grabaciones, sobres, adjudicaciones, y un país (?) que asiste, entre la risa y la rabia, a una película que no pidió ver… pero que ya ha pagado.
Koldo, el último de la fila, ha sido el detonante. El bufón que se cansó de hacer reír y decidió contar el chiste final. Y como en toda buena película hispana, el final no es feliz. Pero al menos, esta vez, alguien ha encendido la luz del proyector. Pero, ¿alguien ha dicho final, o es “suma y sigue”? Y una última cuestión, ya solo falta saber si en esta película también hay una X.
Txema García, periodista y escritor
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