A pesar de que el desarrollo de los acontecimientos alrededor de la invasión rusa a Ucrania sigue siendo el principal foco de atención del grueso de la prensa mainstream en Occidente (incluyendo los grandes medios corporativos que acaparan el sector en América), en estos primeros días de julio de 2022, Francia logró convertirse en una de las noticias más relevantes a ambos lados del Atlántico debido al anuncio hecho por la primera ministra, Élisabeth Borne, acerca de la pretensión del Estado francés de hacerse con el 100% del control accionario de la multinacional Electricité de France (EDF). La noticia, por supuesto, no es en estricto sentido una novedad, desde hacía varios meses, Emmanuel Macron había venido barajando la posibilidad de nacionalizar EDF para garantizar que el Estado que preside contase con un amplísimo margen de soberanía energética entre las economías de Europa.
Ese objetivo, de hecho, se convirtió en uno de los principales caballos de batalla de Macron en los comicios presidenciales de abril pasado, en los que, dicho sea de paso, el mandatario reelecto se dejó ver en una de sus facetas más abiertamente cargadas hacia la derecha del espectro ideológico, demostrando, una vez más, que cuando el liberalismo de centro se siente acosado por ambos extremos (por una izquierda mucho más radical y una derecha mucho más extrema), la solución fácil siempre resulta ser decantarse por la derecha antes que ofrecer alguna alternativa por la izquierda.
Y lo cierto es que no era para menos. Antes, inclusive, de que la guerra en Ucrania estallase en febrero de 2022, Macron ya había advertido en algunas declaraciones del presidente ruso, Vladimir Putin, acerca de la dependencia energética de Europa del gas ruso, ciertas amenazas que, en diversas ocasiones, lo llevaron a plantear, hasta en el seno del entramado institucional de la Unión, la necesidad de que las economías de Europa fuesen capaces de garantizarse un mínimo de autonomía y/o independencia energética hacia el futuro, dada la previsible volatilidad de los años por venir.
Ese argumento, de hecho, fue uno de los principales esgrimidos por la Primera Ministra francesa, Borne, cuando buscó justificar, ante adeptos y detractores, la decisión de nacionalizar EDF tomada por el gobierno al que representa. Dados los tiempos que corren y, sobre todo, habiéndose observado las consecuencias que para sociedades como la alemana, de manera directa, o la española, indirectamente, han tenido los vaivenes en los precios de los combustibles en los últimos meses, la lógica de fondo tanto de Macron como de Borne en realidad parece ser un punto de partida sensato que, en perspectiva regional, en teoría tendría que animar al resto de las naciones europeas a tomar previsiones similares no sólo en lo tocante al sector eléctrico sino, antes bien, en cualquier aspecto que, de acuerdo con sus propias necesidades, consideren ámbitos estratégicos que no deberían de quedar al amparo de ningún tipo de dependencia internacional (previsiones que, por cierto, ya se están mostrando con cada vez mayor insistencia entre algunos círculos intelectuales extasiados por el atrevimiento y el arrojo galos en tiempos de crisis).
La nacionalización propuesta de EDF, por eso, por lo menos entre los balances de la progresía mediática en Occidente (esa parte de la prensa que no es, en estricto sentido baluarte de la izquierda, pero tampoco alfil de la derecha), casi que en automático fue asumida como una consecuencia clara de lo que habría sido, para el gobierno francés, un cálculo geopolítico estratégico, sumamente realista, acertado y adecuado. De tal suerte que, en general, después de tantos meses de haber estado la noticia rodando en el debate público y en la agenda de los medios, muy pocos y muy pocas analistas han procurado abordar el tema desde una perspectiva crítica que en verdad ponga en cuestión algunos de los matices que es necesario hacer al momento de abordar tanto las motivaciones como los objetivos perseguidos con tal política.
Y es que entre el vendaval de loas y de adulaciones que se han proferido en favor y en respaldo de la decisión francesa, algunas de ellas llaman la atención por ser poco menos que burdas vulgarizaciones ideológicas ante una decisión gubernamental que, a todas luces, llama la atención. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que un presidente abiertamente identificado como un defensor del corporativismo de las grandes finanzas internacionales esté, hoy por hoy, tomando una decisión que no únicamente ha sido, históricamente, mucho más característica de las agendas políticas de la izquierda que de la derecha, sino, asimismo, un recurso que ideológicamente se opone, palmo a palmo, al mantra ideológico del neoliberalismo?, ¿no debería de resultar extraño, después de todo, un proceso de nacionalización de un sector estratégico llevado a cabo por un mandatario que, a nivel internacional, ha buscado, por todos los medios a su alcance, ser el sucesor de Estados Unidos como principal portavoz e impulsor del neoliberalismo?
No son éstas, por supuesto, preguntas azarosas. Antes, incluso, de que se celebrasen los comicios presidenciales de abril pasado, en los que Emmanuel Macron se vio forzado a desplazarse ideológicamente más hacia la derecha del centro (por un lado para contrarrestar el arrastre popular que consiguió Jean-Luc Mélenchon desde la izquierda, y por el otro para buscar capturar al electorado más moderado de Marine Le Pen, la personera de la extrema derecha conservadora), a lo largo de dos años de confinamiento causados por la pandemia de SARS-CoV-2, Macron no tuvo empacho en comportarse como un presidente encargado, sobre todo, de velar por los intereses de los grandes capitales franceses que se veían más afectados por las restricciones a la movilidad y, en general, por los efectos del confinamiento en el desarrollo cotidiano de la actividad económica. ¿A qué se debe, entonces, una decisión tan contrastante con ese credo ideológico que tanto profesa, como lo es una nacionalización en materia eléctrica?
Algunas de las principales respuestas que se han ensayado (hoy esgrimidas, aún, por la intelectualidad más rabiosamente neoliberal que ve en todo lo público un virus comunistoide capaz de sovietizar economías nacionales enteras) han intentado apuntar en dirección hacia una supuesta veta populista del presidente francés según la cual, por mas liberal que sean su propia ideología y su programa de gobierno, al final del día, no le deja escapar de los encantos de la popularidad en masa, en tiempos en los que personajes como Donald J. Trump, en estados Unidos, demostraron que hasta la más pedante y soez de las incorrecciones políticas tiene potencial electoral, en coyunturas específicas, y efectos de legitimación ciudadana, en tanto dure la vigencia de un mandato determinado. Respuestas como ésta son plausibles. Y, sin embargo, Macron no parece encajar en el perfil, sus resultados electorales, en primera y segunda vuelta, lo demuestran.
Desde la progresía mediática, por otra parte, el enfoque ha tendido más bien a gravitar alrededor sí de las previsiones de guerra de Macron (o, para expresarlo mejor, sobre sus precauciones sobre los efectos de la guerra en Europa), pero, sobre todo, alrededor de los dos o tres argumentos que ha esgrimido desde un supuesto ambientalismo que, de hecho, en diversas ocasiones empleó para mostrarse a sí mismo como el mandatario de la Unión Europea que más estaba haciendo por recuperar el espíritu del Acuerdo de París (2015) de cara a una catástrofe climática ya innegable desde donde se la observe. Entre las justificaciones dadas por la primera ministra ante el parlamento francés, de hecho, esa misma batería de argumentos salió a relucir cuando pomposamente afirmó que la nacionalización de EDF Francia sería «la primera gran nación ecológica que abandonará los combustibles fósiles».
El tema de fondo con esas declaraciones (síntesis del recién descubierta actitud ecofriendly de Macron) es que en alguna parte no son del todo ciertas. Y de hecho, antes bien, son declaraciones que parecen ocultar alguna que otra verdad relevante no sólo para pensar en serio lo que en Francia se está haciendo para mitigar el cambio climático, sino, ante todo, para analizar en profundidad las diversidad de estrategias de las que se vale el neoliberalismo en tiempos de crisis para salvar industrias y corporaciones transnacionales estratégicas.
Y es que, en efecto, piénsese, por un lado, que esta decisión en Francia viene acompañada de una resolución del Parlamento Europeo según la cual el gas y la energía nuclear serán consideradas, en adelante, como parte de la canasta de «inversiones verdes» en materia energética. Por el otro, no debería de ser un factor de análisis menor el hecho de que EDF acumule una deuda financiera neta de 43.000 millones de euros y una reducción en la cotización de sus acciones que pasó de sus niveles más altos, en 2007, cuando cada acción rondaba los 75 euros; a uno de sus niveles más bajos, en medio de la decisión de nacionalizarla, contabilizando nueve euros por acción. Estos tres factores, de hecho, deberían de leerse en conjunto, para alcanzar a observar un panorama mucho mas completo de todo lo que podría estar abarcando la decisión francesa, y dejar de entender grandes decisiones como ésta de manera fragmentaria.
Dimensionar en su justa proporción la decisión tomada en el Parlamento Europeo implica, por principio de cuentas, comprender la mentira detrás de la nueva Taxonomía de energías verdes que se pretende instaurar como norma en la Unión. A saber, que el gas metano (el gas natural de consumo doméstico) y la energía nuclear, a pesar de sus enormes efectos devastadores en la profundización y en la aceleración del cambio, a partir de un decretazo dejaran de ser consideradas como fuentes de energía destructivas del medio ambiente. Organizaciones y colectivos ambientalistas no tardaron en identificar esta acción como un acto de blanqueamiento (o de greenwashing) de energías contaminantes y quizá no exista mejor manera de expresarlo.
Para ponerlo en términos sencillos de comprender, el gas metano, en comparación con el CO2 (dióxido de carbono), tiene un potencial de efecto invernadero de más de veinticinco veces. Es decir, en términos de los efectos que estos dos gases tienen al momento de sobrecalentar el planeta al atrapar el calor en la atmósfera, el metano es 25 veces más mortífero que el CO2. Pero además, por si ello fuese poco, mientras que el dióxido de carbono, una vez liberado a la atmósfera, permanece en ella cerca de dos a tres décadas, el metano perdura por más de un siglo de vida. Eso significa que todo el metano quemado hoy, en pleno 2022, permanecerá calentando la atmósfera del planeta hasta el año 2122, mientras que el CO2 se desintegraría, expulsándolo hoy, para el año 2050. Las diferencias son abismales y las dificultades para revertir los cambios generados por cada uno de estos gases se incremental en la medida en que el factor de efecto invernadero y el periodo de vida de cada gas en la atmósfera se incrementan.
En cuanto a la producción de la energía nuclear, los efectos adversos parecen ser menores y mucho menos palpables en la vida cotidiana de las personas. Y, sin embargo, los tres principales problemas tienen que ver con: a) las cantidades ingentes de agua potable que se requieren en los reactores para poder llevar a cabo los procesos de enfriamiento (15 millones de metros cúbicos, en promedio, por cada mil megawatts); b) los desechos radioactivos que son liberados al ambiente como subproducto de la generación de energía; y, c) el potencial catastrófico que acompaña a la posibilidad de que se repita un Chernóbil o un Fukushima (derrames cuyos efectos ni son localizados ni temporalmente acotados). Ésta es, sin duda, una mejor alternativa al petróleo y al gas natural. Sin embargo, no es inocua.
Ahora bien, además de las consecuencias inmediatas y directas de la decisión del Parlamento Europeo, en el caso del gas, en su relación con el sector eléctrico, lo relevante de este análisis es comprender que la electricidad no es una fuente primaria de energía, para producirse en las generadoras, éstas deben de valerse de fuentes primarias de energía como la cinética, en el caso de los campos eólicos; la hídrica, que mueve las turbinas a partir de las cuales se produce electricidad o la térmica, que se vale del calor y la presión también para movilizar turbinas y echar a andar procesos electromagnéticos. A nivel global, sin embargo, éstas no son las principales fuentes generadoras de electricidad, lo son, de hecho, el gas y, en menor medida, el petróleo.
Queda claro, por ello, que, cuando el gobierno francés afirma que con esta nacionalización se convertirán en la primera nación ecológica que abandonará el uso de los combustibles fósiles, se oculta la verdad de las condiciones tecnológicas actuales en las que se encuentra Francia para producir su electricidad. Dadas las capacidades de producción de sus reactores nucleares, en relación con las necesidades de consumo de su sociedad, en ese Estado la fuente principal de energía para generar electricidad (que tenga la capacidad de generar los watts necesarios para no entrar en una situación de desabasto) seguirá siendo, por algunas décadas, el gas natural, como en la mayor parte del mundo.
Ahora que la Unión Europea decidió asumir la quema de este combustible (que también es un hidrocarburo, un combustible fósil) como una «inversión verde», quizá habría que comenzar a prever no tanto una oleada de nacionalizaciones de industrias eléctricas por toda Europa (algo que ya empiezan a vaticinar desde la progresía mediática), sino, antes bien, un incremento exponencial en la demanda y en el consumo de gas para la generación de electricidad; en particular, teniendo en cuenta el avance, a pasos agigantados, de las tecnologías de automatización de procesos que requieren de un mayor consumo eléctrico para operar (reacomodos geopolíticos también serán necesarios para obtener ese gas de otras fuentes que no sean la rusa, pero esa es otra historia).
La deuda financiera acumulada a lo largo de una década por EDF, por eso, también viene a cuento en este texto, si se lo medita un poco, es cierto que históricamente las derechas también han recurrido a nacionalizaciones en determinadas coyunturas y que en economías neoliberales procesos de nacionalización en determinadas industrias y sectores económicos llegaron a ocurrir (sobre todo en América). La cuestión de fondo es, no obstante, que en esos poquísimos casos, el móvil de las nacionalizaciones tuvo que ver con la necesidad de rescatar a determinadas élites empresariales y políticas cuando el endeudamiento en la corporación, en el sector o la industria ya era insostenible, el caso paradigmático la mayor parte del tiempo es el de los rescates bancarios. Por eso, no sería aventurado sospechar que la decisión ecofriendly de Macron y Borne acerca de EDF quizá también se halla visto motivada por la necesidad de rescatar a la compañía y a algún perfil empresarial de un probable impasse financiero.
No es un dato menor, después de todo, que con unos niveles tan elevados de deuda, y a pesar de que la tendencia en el sector eléctrico ha sido alcista, EDF se halle cotizando sus acciones por debajo de los diez euros. ¿Qué procesos de desmantelamiento atravesó EDF a lo largo de los últimos años que se ha vuelto necesario socializar los costos de su rescate, por medio de un proceso de nacionalización de sus activos?
En tanto las respuestas adecuadas a estas preguntas empiezan a ser formuladas, quizá valdría la pena cerrar estas breves reflexiones reiterando que, en casos como este, el problema de fondo radica en discernir entre un sí o un no a la nacionalización de industrias como la eléctrica. Sociedades como la mexicana necesitan transitar hacia allá para dejar de ser expoliadas a través de un bien que debería de ser público, por parte de corporaciones transnacionales y sus intereses privados. El tema de fondo, en realidad, está, por lo menos en lo planteado a lo largo de estas líneas, en dos vetas de análisis: a) en saber reconocer lo que son falsas acciones y falsas declaraciones ambientalistas o ecologistas; y, b) en no perder de vista que, en tiempos de crisis aguda, las nacionalizaciones en efecto pueden llegar a constituir una estrategia para las élites a través de las cuales puedan socializar los costos de sus pérdidas.
Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México, @r_zco
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