La filosofía de Georg Lukács es fundamental en el desarrollo del marxismo occidental y de la propia filosofía marxista que en este siglo XXI renace.
Es determinante para una recepción filosófica de Marx -asumiendo como central el tema de la enajenación y del humanismo-, y para recuperar su problemática ética, que es la línea que recorre y vertebra la evolución del pensamiento de quien fue considerado el más relevante filósofo marxista del siglo XX o, por lo menos, como dice Michael Lowy, “el intelectual ‘tradicional’ (con todas las implicaciones universitarias y/o culturales) más importante que se ha pasado a las filas del movimiento obrero.” (1)
En todo caso, Georg Lukács es el primer filósofo que con una rigurosa formación filosófica y cultural estudia a Marx, recuperando el núcleo central de su pensamiento, la dialéctica de la enajenación, que utiliza tanto para una crítica radical de la realidad capitalista como para un proyecto humanista de emancipación ético-político, inaugurando al mismo tiempo al “marxismo occidental.” (2)
Estudiaremos el desarrollo de la filosofía del joven Georg Lukács siguiendo las fases de su ciclo vital, tratando de determinar el peso de la ética y de la estética en cada una de las problemáticas que abordó, hasta su salto a la política revolucionaria que tiene en Historia y consciencia de clase su más destacada expresión.
La filosofía del joven Lukács
Estética y ética
Georg Lukács, el filósofo comunista que desde principios del siglo XX denunció la cosificación capitalista, nació el 13 de abril de 1885 en Budapest, paradójicamente, en el seno de una familia burguesa e incluso de la nobleza judío-húngara, ya que fue el segundo de cuatro hijos cuyo padre fue el director del banco más grande de Hungría, quien se ganó el título de nobleza por sus lucrativas actividades financieras. Predestinado por los planes familiares a los negocios, el joven Lukács se rebeló muy temprano y decidió consagrar su vida por entero a los estudios filosóficos y al arte, asumiendo sin dificultad el radicalismo típico del romanticismo anticapitalista que florecía en esos terrenos. Mientras estudiaba filosofía y literatura, se integró de 1903 a 1904 al grupo de teatro libre Thalia de Budapest, que promovía obras tanto de los clásicos como de Ibsen, Strindberg y otros. El intelectual húngaro estudió hasta el doctorado en la Universidad de su ciudad natal y después va sucesivamente a las Universidades de Berlín y Heidelberg, de modo que tuvo como maestros a Windelband, Lask y Simmel, entre otros. Sus estudios se centraron en la estética formándose filosóficamente en la llamada “filosofía de la vida” y el neokantismo de Baden; fue atraído, como muchos otros, por aquellos filósofos que tomaron a la Vida como centro de sus reflexiones; estudió a Dilthey, quien llevó el vitalismo a las “ciencias del espíritu”, pero también leía y conocía muy bien a Bergson, e incluso fue discípulo directo de Simmel. Esta corriente filosófica se fusionó con el neokantismo de Wilhelm Windelband, Heinrich Rickert y Max Weber, que intentaban fundamentar y desarrollar a “las ciencias del espíritu”, escribiendo diversos estudios sobre el sentido de la historia, la cultura y la teoría de los valores. De esta amalgama de vitalismo y neokantismo viene la fenomenología y el existencialismo, que algunos autores (Goldmann y Colletti) siempre han ligado con el joven Lukács y con cierta tendencia del marxismo humanista occidental. En una especie de biografía intelectual sobre Georg Lukács, el investigador inglés George Lichtheim afirma lo siguiente sobre la formación intelectual del joven filósofo húngaro:
“Lo cierto es, en definitiva, que durante esos años anteriores a la primera guerra mundial, Lukács se debatía entre el neokantismo de Lask, el neohegelianismo de Dilthey, el irracionalismo religioso de Kierkegaard y el esteticismo del círculo de Gundolf y George; su pensamiento político reflejaba la influencia de Sorel, admirador, por entonces, de Bergson en el plano filosófico.” (3)
En esos años el pensador húngaro también recibe la influencia fundamental del poeta húngaro Endre Ady, “el representante más revolucionario de la democracia jacobina húngaro” (Lowy) y asume su rechazo radical al orden existente. Según el propio Lukács (en un ensayo sobre la literatura húngara de 1969), “la influencia determinante de Ady residía justamente en el hecho de que jamás, ni un solo instante, él se ha reconciliado con la realidad húngara y, a través de ella, con el conjunto de lo real de la época.” (4) Michael Lowy, en su estudio sobre “la evolución política de Lukács”, traza el desarrollo del pensamiento de este filósofo húngaro partiendo del juvenil y utopista rechazo radical a lo real de Ady (“el revolucionario sin revolución”) hasta la derrotada madurez de la reconciliación hegeliana-staliniana con la realidad, sin dejar de valorar a un viejo Lukács, otra vez radical y utopista, que consideró “un fenómeno extraordinariamente positivo” el movimiento estudiantil de los años 1968-1971. Con todo, en esta trayectoria que describe Lowy se pierde la vertiente ética que Lukács permanentemente desarrolla. Otra influencia relevante del joven Lukács es la de Ernst Bloch. En 1910 el pensador húngaro se encuentra con Bloch, “el representante más radical del anticapitalismo cultural alemán” (Lowy), quien “da un impulso determinante” a su desarrollo filosófico y lo convence para integrarse al Círculo de Heidelberg, presidido por Max Weber, al que asistía una importante corriente anticapitalista romántica alemana con pensadores como Georg Simmel, Paul Ernst, Martin Buber, Karl Jaspers, Emil Lask, entre otros. En ese ámbito destacan Bloch (el filósofo de la Utopía) y Lukács (el filósofo de la Vida) que, viviendo una “simbiosis ideológica” y unidos por “un mismo utopismo ético-mesiánico”, resultan ser los más radicales e intransigentes. Un testimonio de la época describe al pensador húngaro como “totalmente opuesto a la burguesía, al liberalismo, al estado constitucional, al parlamentarismo, al socialismo revisionista, a la Luces, al relativismo y al individualismo.” (5) Ya desde los primeros años del siglo XX, todavía en Budapest, el joven Lukács empezó a colaborar en dos periódicos húngaros escribiendo sus destacados ensayos filosófico-estéticos mientras estudiaba a fondo la filosofía y la cultura alemana. Había investigado el pensamiento de Marx, pero tomándolo como un sociólogo de la cultura. En un breve esbozo de su trayectoria intelectual -“Mi camino hacia Marx”-, el filósofo húngaro contaba que leyó a Marx al terminar el bachillerato, impresionándolo favorablemente, aunque sus intereses eran, más bien, estéticos:
“Mi primer contacto con Marx… lo tuve al terminar mis años de bachiller. La impresión que me dejó fue enorme. Como estudiante universitario leí algunos ensayos de Marx y Engels…, pero en especial el primer tomo de El Capital que me estudié de cabo a rabo. Estas lecturas me dejaron convencido de su verdad en lo que respecta al meollo del marxismo… Pero como es habitual en un intelectual burgués, limité esta influencia a la economía y ante todo a la sociología.” (6)
La inicial sociología de Lukács, en la que reúne a Marx con Weber y Simmel (de quien fue “discípulo personal”), fue la plataforma filosófica de sus primeros ensayos sobre la Literatura. En ellos se ejercita en la “kulturkritik de la civilización burguesa”, denunciando el mundo cosificado y la vida enajenada característicos del mundo occidental moderno, desde un anticapitalismo romántico. Es necesario subrayar que todo este período está marcado por interrogantes éticos: Lukács cuestiona la vida enajenada y se pregunta cómo vivir de manera auténtica, humana, verdadera –y acaso ésta sea la pregunta que define tanto a su filosofía como a su propia vida. En esa primera “filosofía ensayística” (como dicen Arato y Breines) Lukács sintetiza su anticapitalismo romántico (la crítica a la cosificación y a la enajenación) con una visión existencialista y trágica del mundo, que no deja de lado cierto mesianismo místico. En 1911 Lukács publica en Hungría La historia del desarrollo del drama moderno, de la que sólo se ha traducido al alemán una parte, significativamente llamada “Sociología del drama moderno”. Ese “drama moderno” es, por supuesto, el de la burguesía, porque sólo una clase en decadencia puede vivir y crear una tragedia; y la tragedia es la del mundo cosificado y enajenado en la que está condenada a vivir, en el que se impone cada vez más “la tendencia a la despersonalización y la reducción de lo cualitativo a lo cuantitativo”, la racionalización que reduce “todo a cifras y fórmulas”, eliminando de la vida cultural lo sensible y no definible, descomponiendo lo comunitario en hombres aislados (7). Sin duda, lo han señalado algunos estudiosos, Simmel le permite a Lukács profundizar en Marx, pero también es verdad que éste le permite ir más allá de la Filosofía del Dinero para penetrar en la misma filosofía de El Capital (la dialéctica de la enajenación), concibiendo a éste como producto enajenado que se vuelve productor que domina a los seres humanos; así decía el joven Lukács en ese escrito:
“Desde el punto de vista del individuo, la esencia de la moderna división del trabajo reside en que separa el trabajo de las capacidades siempre irracionales y por tanto creadoras del obrero para dirigirlo con criterios objetivos, finalistas, que, externos, no guardan relación con la personalidad del obrero. Esta cosificación de la producción es precisamente la principal tendencia económica del capitalismo: separar la producción de la personalidad de los productores. Con el desarrollo de la economía capitalista, una abstracción objetiva, el capital, se convierte en el verdadero productor, aunque el capital no tenga ninguna relación orgánica ni siquiera con sus dueños. De hecho, cada vez resulta más irrelevante saber si los dueños son personas o no…” (8)
El vivido drama moderno, el que nos impone a todos la cultura burguesa, consiste fundamentalmente -resume con tino Lowy- “en el conflicto trágico entre el deseo de autorrealización de la persona y la realidad objetiva reificada”. Estos son los temas que Lukács desarrolla en obras como “Metodología de la historia de la literatura” y “Cultura estética” (ambas publicadas en 1910). En esta última, el autor de Historia y consciencia de clase contrapone la predominante cultura intelectual racionalizante, que cuantifica y calcula (¡la racionalidad instrumental que denunciará años después la Escuela de Frankfurt!), con la cultura estética, esto es: la creación artística humanizante y autorreflexiva, pero el autor se lamenta de que la enajenación invada incluso este ámbito:
“Actualmente la operación artística muestra un carácter hondamente profesional: los escritores escriben para escritores; los pintores pintan para pintores (o al menos para escritores y pintores frustrados). La razón es que no tienen casi nada que decir… sólo los expertos pueden disfrutar sus obras… Y puesto que la tendencia (paralela) del desarrollo cultural en general, que utiliza a los hombres sólo de pasada sin afectar su individualidad, es el debilitamiento de lo humano en el hombre, lo espiritual no necesita entrar en contacto con ninguna forma de arte, pues sobrevive apenas, confusa, débilmente.”(9)
El alma y las formas
Esta visión del mundo se condensa en la obra más representativa que en este primer período escribe el joven Lukács: El alma y las formas (publicada en húngaro en 1910 y en alemán, con una versión ampliada, en 1911). Para Lucien Goldmann este libro es “la primera obra existencialista” de la filosofía del siglo XX (10); y lo es no sólo porque plantea los problemas filosóficos de la época “como urgentes y vivos para la vida de los hombres” (11), sino porque coloca en el centro de la reflexión “el problema de la vida auténtica opuesta a la vida concreta y cotidiana y por el de la limitación, de la muerte y de su significación para a vida del hombre.”(12) Aunque la “angustia” no se vuelve concepto filosófico (como en Kierkegaard, Heidegger o Sartre), esta obra de Lukács gira alrededor de la reflexión sobre la “vida auténtica”, determinando su límite y su dilema existencial, explicado de esta manera por Goldmann:
“Para el hombre consciente de su condición hay sólo extremos: lo auténtico y lo inauténtico, lo verdadero y lo falso, los justo y lo injusto, el valor y el no-valor, sin ningún intermediario. Ahora bien, este hombre se enfrenta a un mundo en el que nunca se encuentra valores absolutos; todo es en él relativo y, en cuanto tal, inexistente y desprovisto totalmente de valor. No se podrá realizar ningún proyecto valioso, pues el yo es limitado, limitado ante todo por el límite absoluto: la muerte. La grandeza del hombre no es, sin embargo, menos real, pues todavía le resulta accesible un valor: la conciencia de su propia limitación y del no-valor del mundo. Y esta conciencia sólo podrá pasar a ser acto mediante el rechazo radical del mundo relativo y de la vida: mediante la actitud trágica.” (13)
Esta obra del joven filósofo se compone de varios ensayos, independientes entre sí, que tratan sobre nueve escritores que, según Lukács, expresan la crisis del arte y del alma en la modernidad. Aunque todo parece una reflexión meramente estética, en realidad los ensayos de esta obra quieren tratar las “cuestiones últimas de la vida” (14), por lo que la temática estética está -dice con razón Lowy- “íntimamente articulada con una problemática ética, una toma de posición moral con relación a la vida y a la sociedad capitalista de su tiempo” (15). La “cuestión última” de este libro es la oposición de tintes kantianos entre la “vida absoluta” o auténtica, la vida que adquiere Forma, y la “vida relativa” o inauténtica, la Vida informe. Se anuncia ya un elitismo ético en este planteamiento: el “individuo problemático”, que es el verdadero protagonista de esta obra (y, en particular del segundo ensayo: “Platonismo, poesía y las formas”), se dirige hacia la Forma, “a aquella unidad que puede atar el máximo de las fuerzas divergentes”, y si es “capaz de dar forma”, entonces es artista (16), y no debemos olvidar que en el primer ensayo (“Sobre la esencia y la forma del ensayo”) reivindica a éste como “un género artístico, la configuración propia y sin resto de una vida propia, completa” (17). Sin embargo, la exigencia de la Forma es rigurosa:
“El camino de todo hombre problemático va de la contingencia a la necesidad; llegar allí donde todo se hace necesario porque todo expresa la esencia del hombre; nada más que eso, pero del todo, sin resto; allí donde todo se hace simbólico, donde todo, como en la música, no es más que lo significa, y no significa más que lo que es.” (18)
Pero, por esa misma exigencia de necesidad, se vuelve problemático todo y, en primer lugar, la propia exigencia: ¿es posible, acaso, dar forma a la vida misma? El tercer ensayo, dedicado a Kierkegaard, parece dar una respuesta desde el propio título: “La forma se rompe al chocar con la vida”. En este ensayo, el más artísticamente logrado del joven Lukács y cargado de referencias autobiográficas (su problemática relación con Irma Seidler), se nos da un ejemplo claro de un gesto que da forma a la existencia: la renuncia de Kierkegaard a la joven y hermosa Regina Olsen por su entrega al amor a Dios; se nos muestra, entonces, cómo “Kierkegaard ha poetizado su vida” (19), cómo ha sido consecuente con su filosofía colocando con un gesto y de manera inequívoca “puntos fijos bajo las transiciones contantemente oscilantes de la vida y diferencias de cualidad absolutas en el fundido caos de los matices” (20). Él vive y elige, hace diferencia y da forma a su vida, y no pretende alcanzar una “unidad superior” ni disolver las contraposiciones en un sistema, como lo pretendía el sistema hegeliano de filosofía:
“Pues un sistema no se puede vivir, pues un sistema es siempre un castillo gigantesco … La vida no tiene nunca lugar en un sistema lógico de ideas, y desde este punto de vista el punto de partida del sistema es siempre arbitrario, y lo que es construye es sólo cerrado en sí, y sólo relativo desde la perspectiva de la vida, sólo una posibilidad. No hay ningún sistema para la vida. En la vida sólo existe lo singular, lo concreto. Existir significa ser diferente. Y lo absoluto, lo sin transiciones, lo inequívoco, es sólo lo concreto, el fenómeno singular. La verdad es sólo subjetiva; tal vez; pero lo que es seguro es que la subjetividad es la verdad; la cosa singular es el único ente; el individuo es el hombre real.” (21)
Pero, entonces, ¿por qué “la forma se rompe al chocar con la vida”? Porque sólo alcanzó, en realidad, la tragedia: fue heroico y “quiso crear formas con la vida”, fue sincero consigo mismo y recorrió hasta el final el camino “por el cual se había decidido.” “Su tragedia: quiso vivir lo que no se puede vivir” (22). Y no se puede vivir porque la existencia sólo es relativa y no absoluta, porque tanto su muerte como su vida misma no resultaron inequívocas, ya que “apuntan a varias posibilidades”, “cobran mil posibilidades de significación”; de modo que el gesto de Kierkegaard, puro e inequívoco, con el que trató de dar forma a su vida, fue sólo un “vano esfuerzo”, y, en el fondo, “no es tampoco un gesto” (23). En ese sentido, la vida rompe, siempre romperá, las formas. En el ensayo siguiente (“A propósito de la filosofía romántica de la vida”) se remite al siglo XVIII alemán y a su interrogante fundamental: “¿cómo se puede y se tiene que vivir hoy? Se buscaba una ética de la genialidad … e incluso, por encima de eso, una religión; pues la ética misma no podía ser más que un medio para alcanzar aquella meta lejana, aquella armonía definitiva” (24). De inmediato se pasa al contraste entre “Goethe y el romanticismo”: el romántico Novalis consideraba, como todos sus contemporáneos, que Goethe ya había alcanzado esa armonía, pero empobrecida, sin intensidad, con compromisos con la realidad. Por eso quiere ir más allá, “quiere alcanzar la armonía última ampliando ese individualismo hasta los límites extremos” (25). Y el romanticismo piensa que sólo la puede alcanzar con la poesía; su camino ético es la poesía. La poesía debe dar forma a la vida. Todo debía ser poesía:
“La concepción del mundo del romanticismo es el más auténtico panpoetismo: todo es poesía, y la poesía es el ‘Uno y Todo’. Nunca y para nadie ha sido la palabra ‘poesía’ tan multisignificativa, tan santa y tan omnicomprensiva como para el romanticismo.” (26)
La vida se guiaba, para ellos, por la poesía, por las propias leyes del arte poético; este compromiso vital con la poesía significó un apartamiento de la vida, sustituyendo “la efectiva realidad de la vida” por un mundo poético, “homogéneo, unitario en sí mismo y orgánico” que “identificaron con lo real”, perdiendo así “la tremenda tensión que existe entre la poesía y la vida, la tensión que procura a ambas las fuerzas reales y creadoras de valores.” Perdieron por ello mismo la posibilidad de alcanzar la tragedia o “una obra verdadera y auténtica.” “Los límites fueron para ellos una catástrofe, el despertar de un hermoso sueño febril, un final triste y trágico sin impulso ni enriquecimiento” (27). Mientras fueron poetas románticos, nunca distinguieron la poesía de la realidad; cuando lo hicieron, renegaron de sí mismos. A excepción de Novalis, quien fundió su poética romántica con su existencia, por lo que fue “el único verdadero poeta del romanticismo.” Sin embargo, su vida-poema sólo dio lugar a una “hermosa muerte”. Esta contradicción entre la vida a la que se le da forma y el mundo duro y prosaico se sigue desarrollando en los otros ensayos y tiene su culminación en el último: “Metafísica de la tragedia”, en donde la derrota de la forma y de la propia vida es puesta en claro:
“La vida es una anarquía del claroscuro: nada se cumple del todo en ella y nada llega a su fin; siempre se mezclan nuevas voces, que todo lo confunden, en el coro de las que sonaban antes. Todo fluye y se mezcla, sin inhibiciones, en mezcla impura; todo se destruye y derriba, jamás florece nada hasta la vida real. Vida es poder vivir algo hasta el final. La vida: nunca se vive nada completamente y hasta el final. La vida es el ser más irreal y menos vivo de todos los imaginables; sólo se la puede describir mediante negaciones: siempre aparece algo perturbador por en medio…” (28)
La contraposición entre la “vida verdadera” y la “vida empírica” es absoluta: “la vida verdadera es siempre irreal”; incluso si de pronto parece elevarse por encima de la trivial vida empírica, sólo lo hará por un instante, no durará porque no se puede soportar vivir a su altura, de modo que es preciso “recaer en lo sordo, hay que negar la vida para poder vivir” (29). Es clara la tensión entre la tentativa de dar forma a la vida y el inevitable fracaso ante la propia vida y la Historia, de modo que la forma trágica resulta ser la única forma auténtica. En la tragedia “todo cuenta” y “todo cuenta con la misma fuerza y el mismo peso. Hay aquí un umbral de la posibilidad de vida, del estar-despierto-a-la-vida, pero lo que puede vivir está siempre presente y todo tiene la misma presencia. El ser-perfecto es el existir de los hombres de la tragedia” (30). La vida corriente vive periféricamente, pero la vida esencial, trágica, es, aunque sea por “grandes instantes”, la “vivencia de la mismidad”; la tragedia revela lo esencial, funde la vida con lo esencial, porque “es la forma de los puntos culminantes de la existencia, de sus últimos objetivos y sus últimos límites” (31). En ella se fusionan vida y muerte, mismidad y disolución, en la lucha, en el choque aniquilador.
“La vida real no alcanza nunca el límite y no conoce la muerte mas que como algo espantosamente amenazador, sin sentido, que corta repentinamente su curso… Para la tragedia la muerte -el límite en sí- es una realidad siempre inmanente, indisolublemente unida con cada uno de sus acontecimientos. No se trata sólo de que su ética tiene que afirmar como un imperativo categórico el llevar hasta la muerte lo empezado… sino también en sentido positivo y afirmador de la vida. La vivencia del límite de la vivencia del despertar del alma a la consciencia, a la autoconsciencia; es por su limitación; es sólo porque y en la medida en que es limitada.” (32)
Las contradicciones irresolubles de esta concepción “protoexistencialista”, vivida a fondo por el propio Lukács en su relación con Irma Seidler, se expresan en otro texto fundamental de este período: “De la pobreza del espíritu” (publicado en la revista Neu Blätter en 1912), una verdadera “confesión personal” según Agnes Heller. Con la estructura de una carta y un diálogo, se expone justamente un caso trágico en el que la vida llega a su límite: en él reflexiona un hombre incapaz de impedir el suicidio de la mujer que ama por sus convicciones filosóficas y su tentativa de dar forma a la vida con su obra, tal y como le sucedió al propio Lukács con Irma. En este diálogo nuevamente se contrapone la “vida ordinaria” y la “vida verdadera”, y ésta implica, según el hombre que defiende su concepción, el “descenso del reino del cielo a la tierra”, expresando abiertamente una concepción místico-individualista, ya que la frase se refiere a la manifestación del milagro de la Bondad incondicionada, no como virtud adquirida sino como don de la gracia que tiene como precondición la “pobreza del espíritu” (término místico que retoma de Meister Eckhart). Otra vez se hace evidente la tendencia elitista-mística en su concepción ya que hay dos vidas, la de quienes pueden ser poseídos por la gracia y ser buenos, por un lado, y la de quienes están condenados a la vida ordinaria. La mujer del diálogo le reclama al otro su pretensión de “reconstruir las castas sobre un fundamento metafísico” y el hombre lo acepta, explicando además que cada casta “tiene sus propios deberes”. Él le explica a ella la diferencia que impide su relación: “Si quisiera vivir, eso sería una transgresión de mi casta. El hecho de amarla y de querer ayudarla era ya una transgresión. La Bondad es el deber y la virtud de una casta superior a la mía»(33). Después de esa declaración, ella se suicida y él, sin romper su idea de castas y comprendiendo que carece de esa gracia de la Bondad, decide suicidarse también. Agnes Heller ha revelado el fondo existencial del asunto en un ensayo magistral sobre su maestro, en el que relaciona su artículo sobre Kierkegaard con su íntima y trágica relación con Irma Seidler, enfatizando el fracaso de esa filosofía juvenil ya que en ella “la forma se rompe al chocar con la vida” (Lukács) y la vida naufraga ante la forma (Heller). El ensayo se titula, y no por casualidad, “El naufragio de la vida ante la forma: Georg Lukács e Irma Seidler” (34), y está apoyado en diarios y cartas de 1910-1911 del filósofo húngaro descubiertos en 1973, en donde se revela, en efecto, a un filósofo que renuncia a su amor por la pretensión de crear su obra, un aristócrata del espíritu (un albatros, dice Heller, que no puede caminar ya que tropieza con sus alas y que está obligado a volar), un pensador al que la forma que Irma configura con su suicidio lo hace naufragar y vivir el vértigo del suicidio… Lowy hace una aclaración pertinente sobre esta fase de la vida del joven Lukács:
“La huida hacia lo místico, la desesperación suicida, el aristocratismo espiritual ascético, la visión trágica del mundo de Lukács no pueden ser comprendidos más que en relación con un rechazo profundo, radical, absoluto e intransigente del mundo burgués impuro e inauténtico.”(35)
A finales de 1911 siente que su crisis ha terminado, pero ahora piensa su vida como decadencia que no asumió la exigencia de su ética-estética, individualista y mística. Busca, entonces, otro fundamento y lo encuentra en los principales escritores rusos, Tolstoi primero y luego Dostoievski. En 1912 se dirige a Heidelberg y se integra a su Círculo, mientras continúa elaborando su estética con un trasfondo ético y colabora de manera regular en el Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik que dirige, entre otros, Max Weber. Lukács mantiene e incluso radicaliza su rechazo revolucionario al mundo burgués y occidental (incluido la reformista Socialdemocracia de la Segunda Internacional), buscando en Dostoievski la posibilidad de una ética-política. En esa fase de su vida escribe varios ensayos en la revista de Weber que nos permiten reconstruir la evolución de su pensamiento en esos años. Publica en 1913 una reseña a Historia y filosofía de la religión rusa de Msaryk en donde abiertamente rechaza al marxismo “metafísico” de Kautsky y Plejanov, los teóricos principales de la Segunda Internacional, defendiendo al marxismo como sociología de la cultura más que como determinismo tecnológico (36); un año después publica en alemán su Sobre la sociología del drama moderno, en donde afirma que lo sustancial de Marx viene de Fichte, lo que más que determinar la posición filosófica del propio Marx, explica al joven filósofo húngaro y su manera de comprender a aquél (37); ese mismo año publica Sobre la esencia y el método de la sociología de la cultura, en donde reflexiona sobre la posibilidad de que emerja una nueva cultura a partir de los obreros (con “un nuevo predominio de lo general sobre lo personal, de la comunidad sobre la libertad aislada… a una nueva universalidad” que vaya más allá del racionalismo y el individualismo fragmentado de la civilización burguesa) o que éstos se integren a la cultura dominante, ya que es muy posible “que el avance cultural del mundo de los obreros conduzca también, dentro de ese mismo mundo, al individualismo, a las diferencias ajenas al contenido de clase y al surgimiento de autocracias espirituales tan desorientadas y refinadas como las de la burguesía y, al mismo tiempo, manipuladoras y enemigas del resto pasivo e indiferente de los obreros”(38). En 1915, en una reseña a la Teoría e historia de la historiografía de Croce, Lukács reconoce que el Materialismo Histórico de Marx es “el método sociológico más importante hasta la fecha”, aunque “casi siempre utilizado como una filosofía metafísica de la historia” (39). No obstante, su trabajo teórico principal sigue siendo una reflexión ético-estética, aunque la primera guerra mundial lo conducirá a una filosofía ético-política, expresada en una forma estética (La teoría de la novela). De 1912 a 1914 trabaja una “Filosofía del arte” de la que quedan fragmentos, en la que sigue distinguiendo entre la “la vida cotidiana”, fragmentaria y solipsista, y la “realidad utópica” del arte. Si lo que predomina es una vida cotidiana enajenada de la experiencia y sin sentido, el arte parece imposible, a menos que exprese una realidad utópica, reconociendo, aboliendo y creando un nuevo sentido. Arato y Breines resumen de esta manera los rasgos de la obra de arte que detecta Lukács en ese escrito:
“La obra de arte es una totalidad armoniosa que excluye el desequilibrio y la fragmentación; la obra de arte une al ser en el tiempo (historicidad) con la forma atemporal, eterna. En fin, es la utopía creada de la no-enajenación, opuesta radicalmente a la enajenación ontológica de la realidad de la experiencia.”(40)
La obra de arte, dice el joven Lukács, lleva en sí una “totalidad de felicidad”, “una especie de utopía” que todos añoramos y deseamos; pero incluso si el arte recupera y expone un “profundo sentimiento de la humanidad”, plantea un mundo inadecuado “al que se le puede agregar otro”, utópico pero adecuado. Por eso, resumen Arato y Breines, “la realidad utópica del arte es la utopía de la realidad empírica misma; es su realidad utópica” (41). Con todo, el arte no cambia la vida enajenada, ni siquiera para el creador o el receptor: ellos también sufren la “eterna condición humana” de la enajenación. Consecuente con esta conclusión, el joven Lukács cuestiona al propio arte como solución utópica pero no real de “la época de la pecaminosidad consumada” (Fichte), orientándose ya hacia una ética-política (42). Cabe recordar que Bloch y Marcuse también plantearon a La estética como utopía antropológica (43) según el estudio así titulado de José Jiménez.
La teoría de la novela
La insatisfacción de la alternativa artística-utópica debió resultar evidente cuando estalló la primera guerra mundial; este hecho, como lo ha reconocido el marxista húngaro, lo alejó de la problemática ético-estética y lo llevó hacia una primera ética-política, de carácter dostoievskiana; poco a poco radicaliza sus posiciones filosóficas hasta acercarse a los bolcheviques e ingresar al recién fundado Partido Comunista húngaro. Su primera reacción política ante la guerra fue rabiosamente antimilitarista, pero ello venía de su anticapitalismo romántico, en la medida que la guerra no sólo manifestaba abiertamente el carácter inhumano de la civilización occidental, sino que exacerbaba la cosificación y mecanización de la propia vida. En un artículo de 1915, “Los intelectuales alemanes y la guerra”, consideraba a los combatientes de la guerra meros engranajes de un “proceso cosificado, técnico e impersonal”, a diferencia de los terroristas éticos de la revolución rusa, siempre iluminados por su objetivo ideal y dispuestos al autosacrificio.
En ese contexto, y como parte de un magno proyecto filosófico sobre Dostoievski, escribe La teoría de la novela, que Lukács proyecta en el verano de 1914, escribe en el invierno de 1914-1915 y publica en 1916 en la Revista de estética y ciencia general del arte. En un Prólogo del autor de 1962, aclara que esta obra fue determinada por estallido de la guerra de 1914 y su rechazo “vehemente y global” contra ella y el espíritu bélico; cuenta que en una plática de aquellos días, previendo la derrota de Rusia y el triunfo de Occidente, él se preguntó con horror: “¿quién nos salva de la civilización occidental?” (44) Y todavía lo enfatiza más: “El libro, pues, ha nacido de un estado de ánimo de desesperación permanente acerca de la situación del mundo” (45). Pero este texto también es un “representante típico de las ‘ciencias del espíritu’” y de su incipiente hegelianismo; más allá de esas referencias, Lukács aclara que la base filosófica del libro es su contradictorio “anticapitalismo romántico”, radical y utopista, así fuera tan ingenuo al pensar que la caída del capitalismo implicara, sin más, “una vida natural, digna del hombre” a la que apuntaba alusivamente con Tolstoi y Dostoievski (46), por lo que sostenía una “ética de izquierda”.
La Teoría de la novela del joven Lukács está dividida en dos capítulos, cada uno integrado por varias partes. En el primer capítulo (“Las formas de la épica grande”) se parte de un idílico momento de reconciliación entre la esencia y la existencia, y la obra terminará con un mundo desgarrado en el que los escritores rusos del siglo XIX parecen ofrecer alternativas; el hegeliano desarrollo de este capítulo cuenta la ruptura de esa unidad idílica, cómo se generan históricamente diversas formas literarias, entre ellas la forma de la novela:
“La novela es la epopeya de una época para la cual no está ya sensiblemente dada la totalidad extensiva de la vida, una época para la cual la inmanencia del sentido de la vida se ha hecho problema pero que, sin embargo, conserva el espíritu que busca totalidad, el temple de la totalidad.” (47)
La influencia hegeliana se sobrepone a la de Marx en la recuperación de la enajenación en este libro: Lukács distingue una naturaleza primera y una segunda naturaleza de las formaciones humanas como objetivación de la alienación o extrañación, de modo que el héroe de la novela “nace de aquella extrañeza respecto del mundo externo” (48) y la disonancia de la novela “exige una colaboración de fuerzas éticas y estéticas” (49) más explícita y resuelta que las otras formas artísticas. La novela implica, necesariamente, un proceso: “el camino del individuo problemático hasta sí mismo” (50), la transición de la heterogeneidad sin sentido a la homogeneidad con sentido, de la enajenación empírica al “autoconocimiento claro” (51). Anunciando su concepción filosóficamente madura del arte, Lukács afirma lo siguiente:
“Tras la consecución de ese autoconocimiento el ideal hallado penetra sin duda con su luz, como sentido de la vida, en la inmanencia de ésta, pero con eso no se supera la escisión de ser y deber-ser, ni se puede tampoco superar en la esfera en que esto ocurre, en la esfera vital de la novela; lo único que se puede conseguir es un máximo de aproximación, una profunda e intensa iluminación del hombre por el sentido de su vida. La inmanencia del sentido requerido por la forma se consigue por su vivencia de que esa pura mirada del sentido es lo más alto que puede dar la vida, lo único que es digno de que uno ponga a contribución su entera vida, lo único por lo cual vale la pena luchar.” (52)
Si la poesía lírica es juvenil y soñadora, “la novela es la forma de la virilidad madura” (53) ya que ha perdido la fe en la reconciliación con lo esencial, sabe que lo suyo “es la epopeya del mundo abandonado por los dioses”, comprende que “el sentido no consigue penetrar nunca totalmente la realidad” aunque ésta lo requiera; por la fuerza de su madurez, las grandes novelas “crecen hasta convertirse en símbolos de lo esencial que hay que decir.” (54) Y lo que hay que decir es la historia del alma:
“La novela es la forma de la aventura, del valor propio de la interioridad; su contenido es la historia del alma que parte para conocerse, que busca aventuras para ser probada en ellas, para hallar, sosteniéndose en ellas, su propia esencialidad.” (55)
En el segundo capítulo (“Tipología de la forma novelística”) se parte de dos tipos de inadecuación entre el alma y el mundo: “el alma puede ser más estrecha o más ancha que el mundo externo que se le da como escenario y sustrato de sus acciones.” (56) Lo significativo de esta parte es que Lukács esclarece por qué en la compleja composición de la novela “el último principio unificador tiene que ser la ética” (57), lo que remite a la relación entre el mundo de la novela y la realidad externa a ella.
“La cuestión jerárquica de la relación de supra y subordinación entre la realidad externa y la interna es el problema ético de la utopía; es la cuestión de en qué medida se puede justificar éticamente la posibilidad de pensar mejor el mundo, y en qué medida se puede construir sobre ese pensamiento, como punto de partida de la configuración, una vida que sea conclusa en sí y no presente … un agujero en vez de un final.” (58)
En ese sentido Lukács vuelve a contraponer a Goethe y Novalis: los dos aspiran a la armonía, pero el primero la logra con un resignado pacto con la sociedad dada, e incluso la romantiza; el segundo la rechaza y le reclama a Goethe su mundo prosaico que mata lo verdaderamente romántico, su realidad apoética, defendiendo su exaltado romanticismo que sólo logra un divorcio con la realidad, sin alcanzar “una totalidad verdadera” (59). Por eso, la actitud más radical es la “novela de la desilusión”:
“La actitud más radical no se presenta sino en la novela de la desilusión, en la cual la incongruencia de la interioridad con el mundo convencional conduce necesariamente a una total negación del último.” (60)
La polémica Goethe (reconciliación clásica)/Novalis (rechazo romántico) no proporciona alternativas, pero la literatura rusa del siglo XIX sí, por la mayor proximidad a las “condiciones orgánicas naturales y primitivas” (61): y se refiere, primero, a Tolstoi, que “crea esta forma novelística de trascendencia suma en el sentido de la epopeya”, trazando la imagen de una utopía de “una vida fundada en la comunidad de hombres de igual sensibilidad, sencillos, íntimamente unidos con la naturaleza, una vida que se adecúe al gran ritmo de la naturaleza, que se mueva a su compás de nacimiento y muerte, y que excluya de sí todo lo mezquino que separa, descompone y cristaliza en las formas no naturales”(62). Pero en este escritor ruso sólo “se daban ya barruntos de la irrupción de una nueva época del mundo”, pero “polémicos, nostálgicos y abstractos” (63). Es en la obra de Dostoievski donde se dibuja ese nuevo mundo y por eso “no ha escrito novelas” ya que “la novela es la forma de la época de pecaminosidad consumada, según la palabra de Fichte, y tiene que seguir siendo forma dominante mientras el mundo siga bajo el dominio de esta constelación” (64). Dostoievski “pertenece ya al mundo nuevo” y por eso puede ser el Homero o el Dante, un comienzo o una plenitud, “de ese mundo nuevo” (65).
Michael Lowy concluye que La teoría de la novela termina “en el límite preciso entre lo literario y lo político, la estética y la revolución” (66), en una “ética de izquierda” de un Lukács politizado por el impacto de la guerra. Pero, aclara, la política de Lukács en ese período es abstracta y utópica (67), pero sin duda es una ética de izquierda inspirada en Dostoievski, que le reafirma su radicalismo ético, esto es: el vivir para lo absoluto, sin compromisos, y le transmite su ideal de un socialismo ateo pero fundamentalmente ético, entendido como “el descenso del cielo a la tierra.”
Sin embargo, la influencia de Dostoievski es más decisiva y más global en Lukács. La teoría de la novela, lo han destacado todos los estudiosos del tema, sólo era la introducción para una obra más ambiciosa sobre el autor de Los hermanos Karamazov.
En el proyecto de esta obra inconclusa, como lo han hecho Arato y Breiner, se puede percibir la concepción global del filósofo húngaro en esa época:
“El plan de la obra … contemplaba más de un libro sobre Dostoievski. Lukács tenía en mente una confrontación historicomundial entre el espíritu objetivo (el Estado, la Iglesia, la ley, la ética formal, la guerra alemana, la civilización occidental) y el alma (la comunidad, la religión, la moral, la ética sustantiva, la Idea rusa). El proyecto consistía en sustituir, radicalmente, la primera por la segunda. Para Lukács, el triunfo del Estado en la historia, anticipado y facilitado por la Iglesia, se traducía en una historia de la manera en que se había privado de formas al espíritu…” (68)
Bajo esta “idea rusa”, para Lukács, los héroes de Dostoievski son prolongados en los revolucionarios bolcheviques. En un artículo de 1916 (“Solovieff”) presenta a Aliocha Karamazov como prototipo de “hombre nuevo”. ¿Qué quería decir con eso? En un ensayo muy posterior (de 1943) del propio Lukács sobre este escritor ruso se aclara la relación entre el mesianismo del joven húngaro y el utopismo positivo del ruso:
“La edad de oro; relaciones auténticas y armoniosas entre seres humanos auténticos y armoniosos. Los personajes de Dostoievski saben que en su presente esto es un sueño, pero no quieren abandonarlo […] Ese sueño es el genuino auténtico núcleo, el verdadero contenido en oro de la utopía de Dostoievski, un mundo en el que los hombres pueden conocerse y amarse, en el que la cultura y la civilización no serán un obstáculo al desarrollo del alma de los hombres. La rebelión espontánea, salvaje y ciega de los personajes de Dostoievski se produce en nombre de esa edad de oro, y tiene siempre, cualquiera que sea el contenido de la experiencia espiritual, una intención inconsciente hacia esa edad de oro. Esa rebelión es la grandeza poética e históricamente progresista de Dostoievski; aquí surge verdaderamente una luz en la oscuridad de la miseria de San Petersburgo; una luz que ilumina los caminos para el porvenir de la humanidad.” (69)
Continuando las reflexiones de la “Filosofía del arte”, en los fragmentos de la “Estética de Heidelberg” (1916-1917) Lukács deja atrás su identificación entre arte y utopía de la realidad y, en consecuencia, revalora a la vida cotidiana: si bien ya no es “caos, solipsismo, irracionalidad” y es una enajenada “actitud dogmática, acrítica, pasiva” ante las objetivaciones sociales, puede, sin embargo, modificar su actitud y desenajenarse con actividades éticas y creativas. (70) La absoluta (y kantiana) contraposición entre la vida auténtica (del deber-ser incondicionado) y la vida inauténtica (empírica) por fin es abandonada, dejando lugar para la acción, que ya es ética y política (dostoievskiana), más allá de las formas estéticas. El joven Lukács estaba listo para participar en la política, con tal de que ésta fuera ética y con el mensaje de Dostoievski.
Revolución rusa de 1917
Un hecho determinante en la vida de este joven intelectual húngaro es la Revolución rusa de 1917, en la que parece conjuntarse su anticapitalismo y su ética-política. Como se sabe, en febrero de ese año hay una revolución social en Rusia que derriba al zarismo, la instauración de un gobierno provisional y una revolución permanente dirigida por los bolcheviques que instituye el poder de los Soviets.
Con la revolución rusa de 1917 Lukács siente que esa ética-política que buscaba empieza a manifestarse y crece su “politización”, por lo menos en sus intereses intelectuales: estudia a Sorel, a los anarcosindicalistas y a la extrema izquierda holandesa (Pannekock). Sin embargo, en un artículo publicado de un periódico húngaro de 1917, “Juventud moral”, manifiesta sus reservas con la izquierda: “la ideología del proletariado, su comprensión de la solidaridad -decía- es hoy en día todavía tan abstracta que no es capaz -puesta aparte el arma militar de la lucha de clases- de proporcionar una verdadera ética, que abarque todos los aspectos de la vida” (71). En ese artículo contrapone a la ideología del proletariado, la ética de Dostoievski, que no es exclusiva para una clase social sino que se dirige a todos los “que han encontrado la realidad concreta del alma.” En 1918 un ensayo suyo, “Idealismo conservador e idealismo progresista”, trata de dilucidar las relaciones entre la ética y la política: parte del marco teórico, neokantiano y fichteano, que ha usado en todo este período y vuelve a oponer de modo absoluto la autenticidad (incondicionada e independiente de sus consecuencias) y la vida empírica, defendiendo un imperativo categórico en el que la “idea rusa” se introduce: “Hacer descender en el instante mismo el reino de Dios a la tierra” (72); de ahí deriva la “acción directa ética” que pretende transformar el alma y la acción política que sirve a la ética para “crear instituciones que correspondan de la mejor manera posible a los ideales éticos, y hacer desaparecer aquellos que sean obstáculo para la realización de esos ideales”(73). El “idealismo progresista” es una ética que subordina a la política para la transformación moral de las almas, es una “revolución permanente”:
“El idealismo ético es una revolución permanente contra lo existente en cuanto existente, en cuanto que no alcanza su ideal ético; y porque es revolución permanente, porque es revolución absoluta, es capaz de definir y de corregir la orientación y la marcha del verdadero progreso, el que no alcanza jamás un punto de equilibrio.” (74)
Política y ética
De la mano de la ética-política del “idealismo progresista” inspirado en Dostoievski, el joven Lukács ha llegado a las puertas del compromiso político, al punto de su conversión comunista. Como hemos visto, el puente de transición del vitalismo historicista de Lukács al marxismo comunista es un “idealismo ético”, una ética dostievskiana, utópica y mesiánica. Es por eso que su “conversión” al bolchevismo depende de la relación de éste con aquella.
Esta última transición se da en dos pasos: su inicial rechazo moral y su posterior justificación ética. En 1915 el joven Georg Lukács regresó a Budapest, aunque constantemente viaja a Heidelberg. En su país se integró a un heterogéneo círculo de intelectuales en el que participaban pensadores y artistas como Fogarasi, Mannheim, Hauser, Bártok y muchos otros. En 1918 escribe sobre “George Simmel” enfatizando que su pensamiento fue “una protesta de la Vida en contra de las formas obstruidas y que no pueden por lo tanto absorber la plenitud de la vida” (75). Ese mismo año, en noviembre, publica en la revista Pensamiento libre su primer artículo propiamente político, en el que expresa de manera abierta un rechazo ético a los comunistas bolcheviques; no obstante, un mes después, en diciembre de 1918, se incorpora al recién fundado Partido Comunista Húngaro por invitación directa de su dirigente Béla Kun, sorprendiendo a propios (a los intelectuales que frecuentaba) y a extraños (a los intelectuales comunistas). En los primeros meses de 1919 justifica su adhesión al comunismo con su ensayo “Táctica y Ética”. Este pasaje de las comodidades y privilegios del campo intelectual a los riesgos de las actividades políticas del campo revolucionario, del vitalismo historicista al comunismo marxista, “de la estética a la política, de la crítica cultural del capitalismo a la praxis revolucionaria del proletariado” (Lowy), resultó inexplicable para muchos, pero de acuerdo a la trayectoria intelectual y vital de este joven filósofo húngaro -que hemos tratado de esclarecer-, este cambio no resulta una casi religiosa “conversión” al comunismo, pues existen muchos elementos que nos permiten comprenderlo, como los que rescatan Arato y Breines en su libro sobre el joven Lukács:
“Finalmente hay que señalar que los diversos aspectos teóricos y vitales del cambio de Lukács están de hecho íntimamente ligados entre sí gracias a una serie de elementos básicos. El primero de ellos es el radicalismo de la crítica cultural que hacía Lukács del capitalismo. Más aún, no hay duda de que en los días o en las horas en que Lukács tomó su decisión, debió pensar en la posibilidad de una revolución total, radical, que fuera expresión concreta, social, de los motivos más profundos de su pensamiento: el ‘sueño del hombre total’; la eliminación de la enajenación y de la ‘tragedia de la cultura’ (el término de Simmel para la derrota de la vida y del espíritu a manos de sus propios productos objetivados); la realización, al fin, de un mundo en el cual el hombre estuviera ‘siempre en casa’, de la ‘época de un mundo nuevo’ evocada al final de La Teoría de la novela.”(76)
El ensayo “El bolchevismo como problema moral” es la directa expresión de una conciencia que asume de manera ética la necesidad de cambiar el mundo, pero que se desgarra entre la exaltada voluntad ética-utópica de intentar hacerlo ya (que parecen encarnar los bolcheviques) o la resignada aceptación de la árida realidad empírica que debe posponer la realización de su utopía y hacer compromisos con la realidad (que identifica con la socialdemocracia). Puesto así el dilema, toda la trayectoria intelectual ética-utópica del joven Lukács debería llevarlo ya con los bolcheviques. Sin embargo, tiene “la vacilación última ante la decisión definitiva” (Lukács) y, en un primero momento, en este ensayo, niega la salida utópica de los bolcheviques -pero no por una toma de posición teórica (es imposible una revolución socialista en un país atrasado) o política (no existen condiciones objetivas), sino por escrúpulos morales, por la asunción vivida de un clásico dilema ético: ¿el fin (bueno) justifica los medios (malos)? Por eso insistimos en que todo el pensamiento de Lukács está vertebrado por reflexiones y posiciones éticas y que, por tanto, su entrada a la política va de la mano con consideraciones ético-políticas. De hecho, en este ensayo sobre los bolcheviques (es decir: sobre el sentido de la revolución rusa), el filósofo húngaro deja de lado, de entrada, toda consideración sobre las posibilidades políticas de los bolcheviques o sobre las consecuencias de sus actos, enfocándose directamente sobre la cuestión del fin: la realización de una sociedad que instaure “la era de la verdadera libertad sin opresores ni oprimidos”.
Para abordar esta cuestión distingue en el pensamiento de Marx, su sociología realista del análisis de clases sociales y su filosofía de la Historia que lleva en sí un proyecto ético-utópico. Acepta que el proletariado es la “clase mesías de la historia del mundo” (77) porque puede realizar la liberación de la humanidad -Béla Baláz, un amigo de Lukács de esa época, hablaba del mesianismo judío del filósofo desde 1914. El mesianismo se funde con la filosofía cuando el pensador húngaro sostiene que esa clase es la legítima heredera de la filosofía clásica alemana, pero no de Hegel sino del “idealismo ético” de Kant y Fichte. Marx, hegeliano al fin y al cabo, mezcló ambas perspectivas (la sociológica y la utópica) con una “astucia de la razón” que ligó el interés de la clase proletaria con su voluntad utópica. El utopismo de Lukács se afirma claramente cuando, en vez de descartar la utopía, la reivindica y la vuelve el origen de su dilema moral. Si esa voluntad utópica no importa, dice, el interés de clase sólo producirá una nueva ideología y una nueva división social; si el Fin se deja de lado, entonces no hay dilema moral. La “fuerza fascinante” de los bolcheviques es la insistencia en el Fin y el plantear la cercanía de su realización. Por eso, el bolchevismo se vuelve un problema moral. El dilema puede ser formulado así: lucho por una sociedad que termine con toda opresión (guiado por la idea de la realización cercana del Fin), pasando por una dictadura que pretende destruir toda opresión social, o pugno por una “verdadera democracia” y no trato de imponerla (me quedo en el Medio), con el riesgo de posponer el Fin y “esperar, enseñar, difundir la fe en la espera” (78). O puede ser planteado de la manera clásica: “¿es posible llegar a lo bueno por procedimientos malos, es posible alcanzar la libertad por vía de la opresión? ¿Puede nacer un mundo nuevo cuando los medios para realizarlo no difieren más que técnicamente de los medios justamente detestados y despreciados del mundo antiguo?” (79) ¿Buscamos el Fin (la sociedad libre de opresión) aunque sea a través de la Dictadura, sin compromisos, o nos comprometemos con la realidad, tratamos de realizar la “verdadera democracia” como Medio que desplaza el Fin a un futuro indeterminado, y sólo deja lugar para la esperanza?
Este dilema moral, planteado según Lukács por la revolución rusa, es decir, por los bolcheviques, tiene implicaciones muy grandes pues lleva en sí la posibilidad de crímenes espantosos y errores inconmensurables, de los que se tiene que asumir la responsabilidad. Y lo peor de todo es que no hay respuestas, conocimiento pleno o garantías; por eso sólo queda la fe. O fe en el “brusco heroísmo” de la decisión bolchevique o fe en la “lucha lenta, aparentemente menos heroica”; o la fe del revolucionario que se mantiene en la pureza de su convicción o la fe de quien sacrifica su pureza en la larga realización de “la socialdemocracia en su totalidad” (80). Después de plantear el dilema de ese modo, Lukács concluye, apelando a la ética dostoievskiana, lo siguiente:
“Repito: el bolchevismo se basa en la hipótesis metafísica siguiente: el bien puede surgir del mal, y es posible, como dice Razumijin en Crimen y castigo, llegar hasta la verdad mintiendo. El autor de estas líneas es incapaz de compartir esa fe, y es porque ve un dilema insoluble en la raíz misma de la actitud bolchevique, mientras que la democracia –según cree- no exige de quienes quieran realizarla hasta el fin consciente y honestamente más que una renunciación sobrehumana y el sacrificio de sí mismo. Y sin embargo, aun cuando esa solución exija una fuerza sobrehumana, no es insoluble en el fondo, como lo es el problema moral planteado por el bolchevismo” (81)
En esta retorcida argumentación, Lukács se pronuncia en contra de los bolcheviques, pero sin abandonar su ética-utópica al asumir la tragedia del dilema moral planteado por los bolcheviques; al final, fiel a Dostoievski, al aparente sacrificio bolchevique le opone un autosacrificio mayor, en el que, sin embargo, parece diluirse la utopía e incluso la propia ética. Unos meses después continúa con esta argumentación y reflexión moral, ahora para apoyar a los bolcheviques, en “Táctica y Ética”, pero transfiriendo el criterio del autosacrificio a los revolucionarios. Cuando Lukács se integra al recién formado Partido Comunista Húngaro lleva con sí, dice Lowy atinadamente, “una combinación ardiente y sofisticada de mesianismo utópico, de fe escatológica, de moralismo revolucionario, de ética absoluta y de idealismo neohegeliano” (82). Por eso concibe al proletariado revolucionario como un Mesías utópico, portador de los valores éticos auténticos que puede oponerse frontalmente a una sociedad corrupta y corruptora. Podemos distinguir (siguiendo a Lowy) tres etapas en el desarrollo del joven y comunista Lukács (83), y una misma concepción humanista de una Revolución desenajenante, a saber: la etapa del “Izquierdismo ético” (de 1919); la etapa del “Izquierdismo político” (de 1920) y la etapa del “Bolchevismo de izquierda” (de 1921). El escrito central de la etapa del “izquierdismo ético” es “Táctica y ética”, que prolonga la reflexión de su artículo anterior, “El bolchevismo como problema moral”. En “Táctica y ética” deja de lado la oposición irreductible entre el Fin (la sociedad libre) y los Medios (revolucionarios), ya que éstos son necesarios para la realización del objetivo superior. El hecho es, añade, que estamos obligados a actuar y cargar la responsabilidad de lo que hagamos o no hagamos. Tanto la posición comunista como la capitalista implican destrucción y muerte, y la ética no puede resolver o dejar de lado los “conflictos trágicos, insuperables, del destino humano” (84). Ahora el problema moral es el de elegir en una situación trágica, la revolucionaria, de modo que es imposible actuar sin mancharse las manos; por tanto, se debe elegir la más justa aunque lleve sobre sí la falta y la culpa. ¿Cuál es la más justa en esas circunstancias? ¿Cuál es el criterio para determinarlo? Y Lukács responde, otra vez apelando a su ética dostoievskiana: el sacrificio, o mejor dicho: el autosacrificio. Es más justa aquella acción consciente, incluso de su falta, en la que “el individuo sacrifica la ética de su yo particular en el altar de una idea superior, de una misión histórica universal” (85). El joven comunista Lukács lo dice así:
“Existen situaciones -situaciones trágicas- en las cuales es imposible actuar evitando la culpabilidad. Pero al mismo tiempo nos enseña que, en los casos en que debemos escoger entre dos formas de culpabilidad, no deja de existir un criterio para los falsos y los verdaderos actos. Este criterio es el sacrificio.”(86)
Equipara la posición bolchevique, otra vez, con la de los terroristas rusos, que pese a su estricta ética que no les permitía el asesinato, lo cometían como un pecado injustificable e imperdonable, como un autosacrificio de sí mismos; sabían que no debían hacerlo pero comprendían -contradictoriamente, trágicamente- que debían hacerlo, sacrificando sus vidas y sus almas. Así lo planteaba el comunista ético que era y fue Lukács:
“Para expresar este pensamiento de la más grande tragedia humana con las palabras incomparablemente bellas de Judith de Hebbel: ‘Y si Dios ha puesto un pecado entre mí y la acción que me es impuesta, ¿quién soy yo para sustraerme de ello?”(87)
Con este “izquierdismo ético” podemos seguir el cambio de un socialista ético, penetrado por los problemas morales de la literatura rusa, en un bolchevique revolucionario; la transformación de un kantiano trágico, que oponía sin solución el deber-ser y el ser, en un comunista que trata de realizar el deber-ser trascendente en algo inmanente. Constatamos, de esta manera, la transmutación profunda del pensamiento del joven Lukács, “el paso de una visión del mundo a otra” (88). Esta metamorfosis del intelectual húngaro, no se dio en frío y sólo por impulsos intelectuales o éticos, se dio al calor de la revolución social que sacudió a Hungría en esos intensos meses. De hecho, el paso de Lukács al comunismo significó esencialmente su integración completa a una revolución social en curso.
Revolución húngara e izquierdismo ético
Hungría era una sociedad históricamente atrasada: sometida políticamente a la monarquía de los Habsburgo austriacos y a la nobleza terrateniente húngara, con una estructura económica semifeudal e incipientes enclaves capitalistas. En la revolución europea de 1848 los húngaros lucharon por su derecho a ser una nación independiente pero fueron derrotados, intensificándose su opresión. Fueron ejecutados más de diez mil nacionalistas húngaros, se prohibieron sus periódicos y hasta la educación fue controlada por los austriacos. Cuando en 1866 Austria fue vencida por Prusia, el emperador Francisco José llegó a un acuerdo con la aristocracia húngara, permitiéndoles compartir el poder mientras se mantenía la opresión de los campesinos y de las naciones que vivían en su territorio. Los nobles poseían enormes fincas (el 5% de ellos tenía el 85% de la tierra) y los campesinos vivían como siervos feudales, aunque la servidumbre estaba formalmente abolida, en condiciones de extrema pobreza y opresión. Existía una burguesía húngara, pero reducida (82 cárteles controlaban toda la industria capitalista, en su mayoría austro-húngaros), económicamente débil, dominada por el capital financiero extranjero y ligada estrechamente a la aristocracia feudal. Respecto a la enorme masa campesina, la clase obrera era una clara minoría que cubría aproximadamente el 20% de la población. Una estructura social conflictiva definía el problema nacional de Hungría: no sólo era un país semicolonial que dependía de Austria, también tenía a la mitad de su población húngara (diez millones de un total de veintiún millones en 1919) y más de cinco nacionalidades minoritarias y oprimidas (croatas, polacos, checos, eslovacos, rumanos, rutenios). Hasta la primera guerra mundial, Hungría era una semicolonia de Austria y Alemania, con una economía fundamentalmente agrícola destinada a las necesidades austriacas, con una burguesía nacional estrechamente ligada a la oligarquía terrateniente y a la burocracia política austro-húngara, cuyos intereses se expresaban en el dominante Partido Liberal y el gobierno del Conde Tsiza. La primera guerra mundial agudizó las tensiones sociales, generando más miseria tanto para los campesinos como para los obreros; las jornadas de trabajo aumentaban pero el salario se reducía y el valor de la moneda se derrumbaba junto con la industria. Más de dos millones de húngaros, reclutados por la fuerza entre los oprimidos, perecieron en la guerra. Por todo ello, en vísperas del hundimiento del régimen político y de la efímera revolución socialista, Hungría era la parte más inestable del imperio austro-húngaro: de 1915 a 1916 una oleada de huelgas atravesó el país; miles de soldados desertaron del frente de guerra; en 1915 el conde Karolyi fundó el Partido de la Independencia, antialemán y pacifista; el 1° de mayo de 1917 una huelga generalizada y constantes manifestaciones populares precipitaron el fin del gobierno del conde Tsiza el 23 de mayo de ese mismo año. Se formó entonces un gobierno de coalición, integrando a diferentes grupos de la burguesía y al propio Partido Socialdemócrata Húngaro. Pero las protestas y las huelgas no terminaron, organizándose una huelga general contra la guerra, el 18 de enero de 1918 en Budapest. El gobierno concedió el derecho al sufragio universal y trató de impulsar algunas reformas sociales; los dirigentes socialdemócratas trataron de detener la huelga, pero fueron rebasados por la izquierda. Tratando de frenar las movilizaciones, el 20 de junio de 1918 el gobierno reprime una manifestación de trabajadores a disparos, provocando otra huelga general y la organización de Soviets (consejos de obreros, campesinos y soldados) que retomaron las consignas de los bolcheviques rusos: independencia, paz, sufragio universal y todo el poder a los soviets. La derrota militar en el frente búlgaro alimentó con más desertores un movimiento social que lo mismo se expresaba en una huelga cada vez más generalizada que en motines en el ejército y ocupaciones de tierras. La guerra estaba perdida y el nuevo gobierno se había derrumbado, pero el movimiento social impuso la independencia de Hungría el 29 de octubre de ese año. Nada podía detener en esos momentos la revolución social. Al otro día, el 30 de octubre, estalló en la capital de Hungría una insurrección de trabajadores, soldados, marineros y estudiantes que tomó el poder organizando un gobierno encabezado por el independentista Karolyi. Los revolucionarios tomaron las calles y todas las posiciones estratégicas del gobierno mientras gritaban consignas como: «¡Larga vida a una Hungría independiente y democrática!» «¡Abajo los condes!» «¡No más guerras!» «¡Sólo aceptamos órdenes del consejo de soldados!». En la noche del 31 de octubre, sin resistencia, se instaló el “Consejo Nacional” del liberal Karolyi, que contaba sobre todo con el apoyo de la pequeña burguesía por su lucha independentista y pacifista, para fundar una república soberana y democrática. Integrado en ese gobierno, el Partido Socialdemócrata Húngaro creció en número e influencia hasta volverse la primera fuerza política de la naciente república: contaba con las organizaciones obreras pero también era apoyado por numerosos intelectuales, profesionales, e incluso funcionarios y policías del antiguo régimen. En ese período se forma el Partido Comunista Húngaro, dirigido por Béla Kun, siguiendo los lineamientos de la recién creada III Internacional Comunista y bajo el influjo de la revolución rusa comandada por los bolcheviques. Tanto era la influencia de las ideas socialistas que el 16 de noviembre una enorme manifestación exigió, frente al parlamento, la instauración de una república socialista. De hecho, el gobierno del liberal Karolyi sólo era formal pues no controlaba ni al ejército ni a las fuerzas económicas o políticas de un país que vivía un intenso proceso revolucionario mientras seguía inmerso en un conflicto bélico. Presionado por un movimiento social incontenible, el gobierno Karolyi decretó una reforma agraria que atacaba los latifundios y buscaba distribuir la tierra entre los trabajadores, comprometiendo al gobierno a compensar económicamente a los propietarios antiguos. El propio Karolyi, que era un terrateniente, entregó sus tierras al campesinado, aunque no todos los terratenientes lo hicieron y organizaron las fuerzas contrarrevolucionarias. En diciembre de 1918 el joven Lukács decide ingresar al Partido Comunista e incorporarse a la revolución social en curso, ocupando un lugar en su Comité Central. En un documento autobiográfico inédito del filósofo húngaro, éste explica su conversión al comunismo apelando a la pacífica caída de la monarquía de Habsburgo y a la ilusión de que en lo futuro también una vía no violenta “podría conducir al triunfo completo de la democracia y aun a la victoria del socialismo” (89). Poco tiempo después de su incorporación al Partido Comunista, el gobierno los declara ilegales, esto es: pone fuera de la ley a una organización creada para dirigir una revolución que crece a pasos agigantados en el acelerado proceso revolucionario que vive Hungría, y encarcela a sus principales dirigentes. Lukács forma parte de un Comité Central clandestino que radicaliza la impugnación contra el gobierno de Karolyi, con una política izquierdista y golpista. En un artículo, “Orden legal y violencia”, Lukács apuesta por la violencia revolucionaria, justificada por “el proceso de redención del mundo” (90). Pero el golpe definitivo a este gobierno vino del exterior: el 20 de marzo de 1919 las fuerzas militares victoriosas le mandaron un ultimátum al gobierno de Karolyi, imponiendo el reconocimiento de una nueva frontera a Hungría que implicaba la pérdida de un territorio ocupado por más de dos millones de húngaros. Karolyi propuso la celebración de un referéndum para tomar una decisión, pero sólo recibió la negativa de las fuerzas militares aliadas, que le exigían una respuesta inmediata, y de las fuerzas revolucionarias, que rechazaban el ultimátum. Presionado por estas circunstancias, Karolyi abandonó el poder y el 21 de marzo de 1919, pacíficamente, se proclamó la República Soviética Húngara, que duraría 133 días, hasta el 1° de agosto, cuando fue derrocada con la entrada del ejército rumano en Budapest. La caída del gobierno de Karolyi modificó bruscamente la situación de los comunistas. Con un partido recién formado, integrado por la conjunción de la ultraizquierda juvenil y sindical con las fuerzas radicales de la socialdemocracia que se pasaron a su bando en el proceso revolucionario, creciendo y pesando en los sectores movilizados de la clase obrera, se enfrentaron casi de inmediato, prácticamente sin experiencia política, con el problema del poder. Un movimiento social desbordado y radicalizado obligó al Partido Socialdemócrata, que se quedó con el poder después de la dimisión de Karolyi, a negociar con los comunistas encarcelados; primero les solicitaron su apoyo desde fuera del gobierno, pero como los comunistas se negaron, les propusieron la fusión de ambos partidos para ejercer el poder. Con algunos reclamos internos, los comunistas aceptaron y la fusión se llevó a cabo. Lenin mismo vio con mucha desconfianza este arreglo: “La primera comunicación que hemos recibido sobre el tema [la unificación ] nos hace temer que, quizá los llamados socialistas, socialtraidores, han recurrido a alguna artimaña, para embaucar a los comunistas, aprovechándose de que éstos estaban en prisión.” Y en un telegrama a Béla Kun, Lenin seguía manifestando sus dudas: «Les ruego nos informen de las garantías existentes de que el nuevo gobierno húngaro será un gobierno verdaderamente comunista, y no sólo socialista, es decir, un gobierno de socialtraidores. ¿Tendrán los comunistas mayoría en el gobierno? ¿Cuándo se celebrará el congreso de los soviets? ¿En qué consiste realmente el reconocimiento de la dictadura del proletariado por parte de los socialistas? Sería un error aplicar las mismas tácticas rusas, imitar cada pequeño detalle, e imponerlas a las condiciones particulares de la revolución húngara. Mi deber es advertirles de estos errores, pero me gustaría conocer qué garantías tienen.» El dirigente comunista húngaro le garantizó que se formaría una República Soviética sobre la base programática de la Internacional Comunista. Lenin siguió pensando que lo mejor era formar un bloque de ambos partidos, conservando su independencia para seguir impulsando los deberes revolucionarios. La fusión se llevó a cabo y los dirigentes socialdemócratas se quedaron con los principales puestos en el partido, el gobierno y los sindicatos. Lukács escribe, en “Partido y Clase”, con entusiasmo e ingenuidad que “los partidos han dejado de existir, ahora existe un proletariado unificado” (91). Los comunistas húngaros quisieron imponer el socialismo de inmediato y plantearon medidas más radicales que los propios bolcheviques rusos. Nombraron presidente honorario del Soviet de Budapest a Lenin y, en su política campesina, promovieron no el reparto de tierras sino su colectivización, para desarrollar así una “producción socialista agrícola”; esta política no sólo provocó el descontento de los campesinos sino graves problemas en la producción y el suministro de los productos agrícolas, manifestándose esto en las ciudades como escasez de comida y ropa. También impulsaron, sólo cinco días después de acceder al poder, la nacionalización de todas las empresas con más de cincuenta trabajadores, lo que era muy prematuro para un país atrasado en el que la gran industria todavía era relativamente pequeña y el gobierno carecía de condiciones para organizarla. En poco tiempo, se nacionalizaron más de 27 mil empresas (la mayoría con menos de veinte trabajadores). El joven comunista Lukács desempeñó el puesto de Comisario delegado de Educación Pública y Cultura, promoviendo medidas que constituyen, según Lowy, “una notable combinación de clasicismo y de osadía revolucionaria”: se impulsaban representaciones teatrales de obras de Lessing, Gogol, Moliére, Ibsen, etc. dirigidas a los trabajadores, programas avanzados de educación sexual, folletos que cuestionaban la opresión de la mujer, la socialización de las instituciones culturales, etc. Lenin se quejó de estas medidas en una carta que le mandó al revolucionario Laszlo Rudas: «¿Qué tipo de dictadura [del proletariado] se consigue con la socialización de los teatros y sociedades musicales? ¿Realmente pensáis que ahora éstas son las tareas más importantes?” El dirigente ruso no sabía que el joven Lukács pretendía, como tituló un escrito de esa época, “La revolucionarización de las almas”, generando una nueva cultura y una nueva moral. Con todo, en sus 133 días de existencia, la república soviética público 531 decretos y tomaron medidas importantes, como la jornada laboral de 8 horas junto con varias reformas que mejoraban las condiciones de vida de la población, todo ello mientras enfrentaban el enorme caos político y económico del país, la resistencia de las fuerzas contrarrevolucionarias y la presión militar de un conflicto bélico sin solución. Pese a ese intenso activismo político, los jóvenes intelectuales y dirigentes comunistas se dieron tiempo para reflexionar y discutir los problemas morales de la acción revolucionaria:
“Los peligros acechaban desde todas partes, pero ellos se reunían… en la Casa del Soviet, entregándose a debates interminables y virulentos. Allí estaban Georg Lukács, filósofo formado en Heidelberg; József Révai, ex empleado de banco y esteta… Ervin Sinkó, el joven escritor cristiano y tolstoiano… y Elena Andreevna Grabenko, la esposa rusa de Lukács. También podían verse algunos ideólogos precipitados y volubles. Citas de Hegel, Marx, Kierkegaard, Fichte, Weber, Jean Paul, Hölderlin y Novalis planeaban por el aire…”(92)
El izquierdismo ético y utópico de Lukács se expresa claramente en otro artículo que escribe en ese período, “El papel de la moral en la producción capitalista”, en donde reitera su idea del comunismo como una sociedad de la libertad, en donde la “libertad de la decisión moral reemplace la imposición de la ley en la determinación de todas las actividades.” Este principio ético lo aplica en el problema de la escasez y la producción que vivía la revolución, planteando dos alternativas a los obreros: la disciplina externa, legal y estatal, creando instituciones que “el desarrollo histórico no pueda destruir automáticamente” pero que deben de ser destruidas porque limitan la libertad; o bien, la autodisciplina interna y moral, que desvanece “la imposición externa de la ley” y del Estado, inaugurando “la verdadera historia de la humanidad” (93). Sin embargo, la Comuna húngara estaba muy lejos de esa libertad utópica (sin leyes ni instituciones) y muy cerca de un desastre político y militar. En esos meses Lukács redacta la primera versión de “¿Qué es el marxismo ortodoxo?”, criticando implacablemente al marxismo vulgar de la II Internacional. No cabe duda que el intenso proceso revolucionario que vivía el joven Lukács le permitió la superación teórica y filosófica del marxismo vulgar reduccionista, determinista y economicista, abriendo el camino del “marxismo occidental” con densidad filosófica.
Los problemas de la república soviética se agudizaron cuando el 16 de abril los rumanos iniciaron un ataque contra ella; los primeros resultados fueron catastróficos pues el Ejército Rojo se desmoronó de inmediato; los rumanos penetraron, casi sin encontrar resistencia, en territorio húngaro; al mismo tiempo, los serbios invadieron el sur de Hungría y los checos atacaron desde el occidente, con tropas asesoradas por oficiales franceses e italianos. Para colmo de males, los socialdemócratas de Bohm buscaban negociar pero los comunistas de Béla Kun deseaban retomar la ofensiva. Los trabajadores mandaron apoyo material a los frentes de guerra y miles de voluntarios al Ejército Rojo, de modo que obligaron a las fuerzas invasoras a retroceder. En siete días se pasó de la defensiva a la ofensiva, recuperando ciudades y pueblos. De hecho, el Ejército Rojo avanzó sobre Eslovaquia y el 6 de junio instauró la República Soviética Eslovaca. Los dirigentes socialdemócratas se quejaban de la dureza y “crueldad innecesaria” de la guerra, como forma de cuestionar la ofensiva húngara y promover las negociaciones con el enemigo.
Mientras la catástrofe se acercaba, Lukács dictaba una conferencia en la inauguración del efímero Instituto de Investigaciones del Materialismo Histórico en la que reflexionó sobre el “salto” del “reino de la necesidad” al “reino de la libertad”; esa libertad significaba que “los hombres hacen ellos mismos su historia” con una voluntad y un plan consciente, terminando así con el poder enajenado de la economía, haciendo que ésta “sea la sierva de la sociedad” y se ponga “al servicio del hombre y de su desarrollo como hombre.” Con la revolución socialista, la violencia y la economía “han comenzado a desempeñar el último acto de su actividad histórica.” En eso consistía, justamente, “El cambio de función del materialismo histórico”, como tituló a su conferencia (que luego publicó en Historia y consciencia de clase), en la aplicación del marxismo ya no en el presente capitalista sino en la determinación de la futura sociedad socialista. Reelaborando estas ideas escribió su “Vieja y nueva cultura” (que luego publicó en Kommunismus), apuntando a una nueva sociedad desenajenada. La kulturkritik en la que se había ejercitado antes le permitió ir más allá de la crítica estrechamente económica o política de los marxistas de la época para comprender la dialéctica de la enajenación que trazó Marx y el sentido de su utopía humanista. Analizando estos escritos en los que se expresa su ética-utópica, Arato y Breines comentan lo siguiente:
“El hilo literalmente rojo que recorre todas las reflexiones de Lukács en 1919 es el intento de formular una idea de las relaciones entre la economía, la política y la cultura en ese ‘período de transición’ profundamente difícil que va del capitalismo al comunismo. Si retrospectivamente podemos ver ahora que también en este caso sus esfuerzos contienen enormes tensiones y problemas, no por ello debemos dejar de insistir en su originalidad y en su frecuente y asombrosa perspicacia.”(94)
La utopía que traza Lukács es la de una sociedad nueva que debía invertir la relación entre la economía y la política existente en el capitalismo, de modo que la economía perdiera su poder enajenante y fuera dominada por una política democrática (planeación colectiva), promoviendo la autonomía del proletariado y el despliegue de su esencia humana. Sin embargo, este ejercicio utópico se hace pedazos en unos días, cuando el pasado volvió a dominar el presente terminando con la Comuna húngara, ya que entre las fuerzas gobernantes, los comunistas radicalizados y los socialdemócratas moderados, se radicalizaba la confrontación y, ante una ultimátum de los aliados, el dirigente del partido socialdemócrata Bohm lanzó la campaña por “la paz a cualquier precio” imponiendo las negociaciones. El 24 de junio los socialdemócratas nacionales intentaron dar un golpe contrarrevolucionario en Budapest, rápidamente sofocado. El 26 de junio comenzaron las negociaciones y el Ejército Rojo se vio obligado a iniciar la retirada, entregando a los enemigos la República Soviética Eslovaca. El 20 de julio los aliados declararon al gobierno húngaro como incompetente para negociar y demandaron un nuevo gobierno sin comunistas; los dirigentes socialdemócratas aceptaron esas condiciones, según ellos, para evitar un inútil derramamiento de sangre, dando un golpe de Estado al gobierno que ellos mismos conformaron. De inmediato, el nuevo gobierno socialdemócrata deshizo todas las medidas revolucionarias, regresó las empresas y las tierras a sus antiguos propietarios, arrestaron a los comunistas y excarcelaron a los contrarrevolucionarios, intentando preservar su existencia política. No obstante, el 6 de agosto, un grupo de militares derroca al nuevo gobierno e instaura el reino del terror, apoyados por el ejército rumano que entró a Budapest el 1° de agosto. El terror contrarrevolucionario del nuevo régimen de Horthy fue implacable: sacaron de los hospitales a los soldados heridos del Ejército Rojo y los asesinaron; más de cien mil húngaros fueron expulsados del país y 75 mil personas fueron arrestadas y muchos de ellas torturadas con métodos medievales bárbaros, acusados de simpatizar con los comunistas; al final de esa revancha histórica, fueron ejecutados cinco mil revolucionarios. El joven Lukács todavía permaneció dos meses en Budapest, viviendo en la clandestinidad, intentando reorganizar al partido; cuando sus contactos fueron arrestados se vió obligado a emigrar a Austria.