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Fragmento del libro Culturas de cualquiera. Estudios sobre democratización cultural en la crisis del neoliberalismo español

La guerra de los mundos: voces autorizadas contra voces de cualquiera

Fuentes: Ctxt

De vez en cuando, un artículo como el que publicó recientemente Antonio Navalón en El País sobre/contra los millennials enciende las redes. Unos se indignan y responden argumentadamente, otros caricaturizan con mucha gracia (y justicia) a esos «intelectuales viejunos» que siguen copando la primera plana de la escena cultural, esos «señores mayores que opinan de […]

De vez en cuando, un artículo como el que publicó recientemente Antonio Navalón en El País sobre/contra los millennials enciende las redes. Unos se indignan y responden argumentadamente, otros caricaturizan con mucha gracia (y justicia) a esos «intelectuales viejunos» que siguen copando la primera plana de la escena cultural, esos «señores mayores que opinan de todo lo que no entienden (juventud, tecnología, música u homosexualidad) desde la amargura y la inquina».

Pero, ¿qué hay tras un artículo como el de Navalón? ¿Se trata simplemente de una reedición del clásico conflicto generacional entre lo viejo y lo nuevo? Luis Moreno-Caballud, en su libro Culturas de cualquiera de reciente aparición, detecta más bien lo que podríamos llamar una «guerra de los mundos». Y hace su arqueología.

Por un lado, el mundo de la autoridad cultural establecida que divide a los seres humanos entre «los que saben» (expertos, intelectuales, voces autorizadas) y «los que no saben» (la gente común), considerando que la tarea de los primeros es enseñar y tutelar a los segundos (que sin ellos estarían huérfanos). Por otro lado, las emergentes «culturas de cualquiera» (culturas colaborativas en la red, movimientos sociales horizontales y antielitistas como el 15M) para las cuales todo el mundo sabe algo, nadie lo sabe todo y nuestras capacidades se desarrollan mejor cuando aprendemos juntos que cuando nos relacionamos jerárquicamente.

Si los «señores mayores» opinan hoy en día con tanta «amargura e inquina» es porque algo se les escapa, porque su legitimidad para establecer la realidad se ve cuestionada, porque los públicos se rebelan. El capítulo del libro de Luis Moreno-Caballud que ofrecemos aquí analiza ese «choque entre mundos» a partir de, por un lado, lo que dijeron sobre el 15M algunas voces autorizadas del panorama intelectual español (Reverte, Javier Cercas, Eduardo Arroyo, Félix de Azúa, Vila-Matas) y, por otro, de algunas «tomas de la palabra» por parte de voces de cualquiera que se reapropian del derecho a hablar sobre el mundo común interrumpiendo los monólogos del poder cultural establecido.

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El «líder intelectual» en su círculo de la impotencia

El 27 de octubre de 2013, unos 4,7 millones de personas escucharon al periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte decir las siguientes cosas en el programa de televisión Salvados:

¿No se puede hacer nada, no hay nada que hacer? Pues a veces la respuesta es no, al menos la respuesta que yo me doy es no. […] No va a cambiar nada, no va a cambiar nada de nada. Si hoy hubiera una revolución la gente saldría a ver si le han quemado el coche lo primero. […] ¿Tú sabes por qué quiere la gente que pase la crisis? Para volver a hacer exactamente lo mismo que hacía antes: para volver a comprarse un coche, una hipoteca, para irse de nuevo a Cancún de vacaciones…

Pérez-Reverte señalaba con cierta nostalgia algunas causas de esta supuesta situación de egoísmo generalizado:

Antes, cuando las cosas iban mal, en otros tiempos, había ideologías que sostenían esas cosas, había ideas, había incluso intelectuales que tiraban de esas ideas y que las extendían entre la gente… Ahora ya no existen esos líderes, la sociedad está indefensa, está huérfana.

Y concluía:

La gente no quiere educación, no exige educación para sus hijos […] Todo el problema de España es un problema de educación, porque somos nosotros; los políticos son solo una manifestación, el síntoma de una enfermedad que somos nosotros: el acriticismo, la incultura, el cainismo, la vileza, la envidia, eso somos nosotros, somos los españoles. El político no es más que la oficialización de nuestra esencia… es un problema de cultura.

De entre las innumerables reflexiones y críticas que los intelectuales, opinadores, tertulianos y demás figuras herederas de la concepción elitista y exclusivista de la cultura han emitido sobre la crisis económica española y sus posibles alternativas, éstas expresadas por Pérez-Reverte tienen la virtud de enunciar con claridad los estereotipos centrales de dicha tradición: «la gente» es inculta y egoísta, solo los líderes intelectuales pueden cambiar las cosas, sin ellos la sociedad está «huérfana».

En este sentido, me parece que la posición de Pérez-Reverte ejemplifica perfectamente un tipo de mirada sobre los fenómenos que vengo estudiando -fenómenos de empoderamiento de «culturas de cualquiera» y de su composición con saberes especializados- que, más que despreciarlos o atacarlos, más bien los ignora, porque, me atrevería a decir, no entran dentro de su «marco de lo posible». La concepción de lo político que expresa Pérez-Reverte es a la vez de un esencialismo pesimista y de un individualismo tan nítidos que no parece concebir la posibilidad de que existan formas colaborativas, solidarias, capaces de articular respetuosamente la interdependencia humana y de empoderar las capacidades de cualquiera, más que como hechos aislados e incluso «heroicos»:

Lo que impide que uno diga: ‘¡qué llueva napalm!’ es justamente que siempre hay un justo en Sodoma, que siempre hay esa semillita, ese maestro, ese héroe solitario que está ahí haciendo su pequeña batalla individual y conseguirá que otro chico la haga también.

Desde esta concepción, me parece que no es de extrañar que, en esa misma aparición en el programa Salvados, Pérez-Reverte proyectara también una visión pesimista sobre el movimiento 15M:

Yo el 15M cuando lo vi surgir dije: ‘mira, hay héroes todavía. Los héroes todavía se pueden poner de acuerdo’ […] Al cabo de pocos días lo estuve observando y empecé a ver como cambiaba, como el chico desaparecía, como el demagogo ocupaba el lugar, como el discurso retórico sustituía al discurso racional, como el más populista y el más bruto sustituían al más listo o al más clarividente, y como poco a poco se deshacía en la miserable condición humana.

Sin duda este triunfo inevitable de «la miserable condición humana» resuena con aquel «este país no tiene remedio» del que hablaba Javier Marías y con ese «lo natural es la barbarie» que afirmaba Muñoz Molina. Pero cabría preguntarse: ¿por qué este tipo de lectura del 15M, y en general de lo político y de lo humano, que ignora el «clima» de posibilidad que se ha abierto en los últimos años, sigue resultando tan atractivo y consiguiendo tanta audiencia? (1)

Obviamente, siglos de hegemonía del complejo saber-poder moderno no van a desvanecerse en un día, ni probablemente en décadas de proliferación de culturas colaborativas en la Red o de movimientos sociales horizontales y anti-elitistas. Pero además, quizás la mayor potencia de la creencia moderna en la desigualdad cultural de los seres humanos -en la existencia de una minoría de héroes e intelectuales y una mayoría de egoístas y estúpidos- sigue siendo el proporcionar un tipo de justificación moral para la inacción política que resulta especialmente útil en tiempos de crisis.

Por supuesto, la existencia en cualquier sociedad de actitudes egoístas, pasivas o simplemente estúpidas como las que señala Pérez-Reverte es también siempre innegable, y sobre esa existencia se vuelve una y otra vez para justificar el desprecio a lo humano y la vanidad de todo esfuerzo político. Pero, como señalaba antes de la mano de Rancière, ese tipo de crítica derrotista forma parte del «círculo de la impotencia» asociado a la «pedagogización de la sociedad»: se postula que para alcanzar «la cultura» hay que someterse a la tutela de las vanguardias que la detentan, con lo cual ya se está convirtiendo al resto de la población en seres supuestamente ignorantes y dependientes que, lo que es peor, van a interiorizar este juicio y se van creer realmente incapaces de aprender por sí mismos y por tanto de cambiar las cosas. De esta forma, se consolida la imagen de una sociedad dividida entre unos pocos «que saben» y una mayoría estúpida, lo cual tiene un efecto corrosivo para todos, sembrando tanto el desprecio elitista como los complejos de inferioridad por doquier, y por tanto una estructural desconfianza en el otro que lleva a ese mismo «egoísmo» que critica Pérez-Reverte.

Se deja únicamente la puerta abierta al cambio a través de la «educación», como hace el propio Pérez-Reverte, pero a menudo a una educación que, como exige el mito pedagógico, tiene que estar autorizada por «los que saben», perpetuando así la existencia de ese grupo y por tanto de la desigualdad cultural (2).

Frente a este «círculo de la impotencia», he intentado mostrar como el 15M y procesos sociales posteriores como las Mareas o la PAH son, entre otras cosas, justamente esfuerzos políticos en los que se rechaza la necesidad de «maestros» o de líderes intelectuales como guías que lleven a los demás hacia la «educación», la «cultura» o el cambio social. Por el contrario, en estos movimientos se asume que las cosas se hacen mejor entre todos, cuando cada cual aporta sus capacidades y saberes. Su dinámica consiste en multiplicar estas capacidades y saberes creando redes de colaboración en las que cualquiera puede participar. Eso no significa, una vez más, que no se puedan valorar en su diferencia dichas capacidades y saberes: los movimientos entienden perfectamente que para algunas cosas hacen falta saberes técnicos o especializados, y para otras saberes cotidianos o experienciales; del mismo modo que entiende que no todo tiene el mismo valor dentro de cada uno de estos tipos de saber, y por ello se implementan mecanismos de filtrado y refinamiento destinados a crear «inteligencia colectiva». Pero sobre todo lo que plantean las prácticas de estos movimientos es justamente que la política y la cultura son cosas en las que todo el mundo debe participar activamente, porque todo el mundo vive en sociedad y necesita dar sentido a su existencia, y porque no es digno que otros decidan cómo debe hacerlo.

En este sentido, tal vez más aún incluso que las autoridades técnicas o expertas, han sido las intelectuales y políticas las que han resultado profundamente cuestionadas -si bien de modo implícito- por este ciclo de movimientos y su emergente «poder cultural». Las respuestas a ese cuestionamiento no se han hecho esperar. Pero hasta donde yo he podido investigar, han tendido a materializarse en críticas que, como las de Pérez-Reverte, en realidad no abordan esta cuestión central de la transformación cultural que supone la aparición de redes de colaboración que rechazan la tutela de cualquier vanguardia, sino que se limitan a esgrimir múltiples razones de lo más variopintas -y a menudo contradictorias- para restar valor a los movimientos, y particularmente al 15M.

Oídos sordos, insultos, consejos y reafirmaciones de autoridad

El artículo de opinión titulado «5 artículos no escritos sobre el 15M», publicado por el escritor y columnista Javier Cercas en El País el 24 de junio de 2011, resulta especialmente útil para emprender un rápido repaso a esas críticas, porque sugiere una tipificación de algunas de ellas. Cercas comienza el texto afirmando que lleva semanas queriendo escribir sobre el 15M, pero que nunca llega a hacerlo por varias razones. En esa primera apreciación se esconde ya una característica central de la manera en que muchos intelectuales se han relacionado con el 15M: han querido escribir sobre el movimiento, es decir, han querido tomarlo como uno más de la infinidad de «temas» o «asuntos» de actualidad sobre los que escriben cotidianamente desde la autoridad que les otorga la tradición que avala a la figura del intelectual y gozando de la difusión que les permite su participación en grandes medios de comunicación, cuyo papel es clave para mantener en pocas manos y dentro de una lógica neoliberal de competencia generalizada lo que Michel de Certeau llama el «establecimiento de la realidad».

Han querido, a menudo, leer la cultura no autoritaria ni competitiva del 15M desde las lógicas de una tradición intelectual autoritaria y de una economía política competitiva. Con lo cual, quizás inevitablemente, han tendido a destacar o incluso a inventar aspectos más bien parciales y menores del movimiento que les permitían leerlo sin poner en cuestión la propia cultura desde la que lo leían.

Así por ejemplo, el primero de los 5 artículos sobre el 15M que Cercas dice no haber escrito -y que es justamente el que «más se alegra de no haber escrito»- hubiera sido «un artículo que hubiera escrito en caliente», o más bien, dice, «un acto»; pues en él hubiera anunciado que abandonaba su columna en el periódico, la novela que estaba escribiendo y sus «deberes paterno-filiales» para irse a Plaza Cataluña a «echar mi suerte con los acampados».

Por supuesto Cercas recurre aquí a un tono humorístico, pero no deja de ser significativo el tipo de broma que decide hacer, comparando el acudir a las plazas del 15M durante los primeros días del movimiento -algo que, recordemos, hicieron varios millones de personas de todas las edades en todo el Estado español-, con una especie de alistamiento voluntario en una guerra. Esta comprensión del movimiento en clave de ruptura (violenta) de lo cotidiano, impide ver toda esa otra dimensión fundamental de sostenimiento colaborativo de la vida diaria que tuvieron las plazas desde muy pronto -las guarderías, los espacios para mayores, la alimentación y todos los otros dispositivos de cuidado mutuo y sensible a la vulnerabilidad- estaban presentes ya en los primeros días, y cuadran bastante mal con esa metáfora bélica que usa aquí Cercas.

En ese sentido, curiosamente, la propia posición de Cercas quizás no estaría tan alejada de ese otro tipo de artículos que él quisiera haber parodiado, y que son los de antiguos «revolucionarios» o sesentayochistas que reaccionan críticamente ante los indignados primero calificándonos, dice Cercas -de nuevo en un registro humorístico-, «de nenazas, y a su movimiento, de mariconada: una revolución seria quema el Parlament o toma a sangre y fuego la Bastilla o el Palacio de Invierno, coño»; para después, sin embargo, tachar también «al 15-M de demagógico, populista, fanático, antipolítico y antisistema, y a los acampados, de horda o turba violenta». Digo que su posición quizás no estaría tan alejada de estos revolucionarios convertidos en -dice- «ultraderechistas a fuer de modernos», porque coincide con ella en centrar la mirada sobre los aspectos de protesta del movimiento, ignorando su capacidad de sostenimiento colaborativo de culturas democráticas y vida cotidiana en las plazas. Sobre esto último ni Cercas ni casi nadie en los grandes medios de comunicación ha dicho nada, que yo sepa (3).

Tuve ocasión ya, por lo demás, en otro texto de llamar la atención sobre la existencia de algunas curiosas contradicciones parecidas a las que señala Cercas en intervenciones de intelectuales, notablemente en la conversación publicada por El País entre el editor Mario Muchnik y al pintor Eduardo Arroyo, titulada «Sol visto desde mayo del ’68». En ella aparecía esa idea recurrente a la que alude Cercas: el 15-M es una «revolución de mentiras», un simulacro de revolución, un gesto insuficiente. «Estos quieren arreglar el sistema. Nosotros queríamos volarlo», decía Eduardo Arroyo. En un artículo en La Vanguardia, el escritor catalán Quim Monzó, por su parte, afirmaba por un lado que resultaba vergonzoso llamar al 15-M «revolución» porque no se trata de un verdadero cambio en las estructuras políticas y económicas, sino tan solo de una acampada, y al mismo tiempo, desahogándose con un «no seré yo quien defienda a los políticos con poltrona, que en general me dan arcadas», instaba a usar las urnas como única forma de luchar contra el bipartidismo (4).

También Félix de Azúa se movía en terrenos pantanosos y ambiguos, al afirmar que «la incapacidad para entender la violencia, el olvido absoluto de lo que significa una guerra, el analfabetismo funcional, conducen a la revuelta de patio de colegio»; y sintiéndose obligado a aclarar: «no estoy insinuando que el 15M deba pasarse al terrorismo» (…), «digo que si un movimiento quiere enfrentar esta guerra con éxito necesita dirigentes, estudio, planificación y programa». Por lo demás, para Azúa, como para Pérez-Reverte, todo pasa por un problema de educación: «No se les ha educado en el estudio, la disciplina, el esfuerzo, el sacrificio». Aunque, en realidad, con educación o sin ella, «la manera de vivir de los seres humanos» consiste en «grandes catástrofes generadas por nuestra propia estupidez» (5).

Me parece que este tipo de críticas, junto con el propio artículo de Cercas, cabrían también en otra categoría de intervenciones, que quizás han sido en realidad las más numerosas entre los intelectuales respecto al 15M: las que consisten en decir al movimiento lo que tiene que hacer. Ignorando por completo la posibilidad de ponerse a construir el 15M desde dentro para que sus ideas se sumen a su inteligencia colectiva -esa posibilidad que tantos otros millones de personas habían asumido-, intelectuales como Cercas prefieren simplemente recomendar desde fuera que, por ejemplo, se ponga «un énfasis mayor en Europa», porque Europa, dice, es «nuestra única utopía razonable». Lo cual, por cierto, confirma la adscripción de Cercas a esa tradición intelectual que, voluntaria o involuntariamente, tanto ha ayudado a justificar la construcción del neoliberalismo mediante su europeísmo, como traté de mostrar en la primera parte del libro.

En el mundo de los intelectuales, cada cual tiene su recomendación para los «indignados«, sin que importe demasiado su adscripción ideológica: así, Ignacio Ramonet, en una conferencia en Heidelberg, echa en falta más preocupación por el poder de los mass media en el movimiento, porque la ha visto poco reflejada en sus slogans; mientras, Francisco R. Adrados responde a una encuesta a «intelectuales» en La Razón diciendo que «las informaciones, todavía escasas, indican decadencia» y recomienda que el 15M «no debe vivir de una fecha, de una obligación autoimpuesta». En un manifiesto titulado «Una ilusión compartida», firmas conocidas como García Montero, Almudena Grandes o Joaquín Sabina, por su parte, hablaban de «aprovechar la energía cívica del 15M» para movilizar a la izquierda. Otro de los encuestados por La Razón, el catedrático Ángel Alonso Cortés, sin embargo, señalaba que «su fuerza es escasa porque su capacidad de persuasión es débil, y para tener futuro necesitaría una disciplina ideológica».

Los ejemplos son muchos más, y si algo resulta sorprendente en ellos, al menos cuando se conoce mínimamente el 15M, es lo olímpicamente que ignoran todos la posibilidad de usar los canales abiertos por el movimiento para integrar cualquier propuesta. Estos intelectuales lanzan las suyas como si estuvieran necesariamente -por alguna especie de mágica cualidad existencial que los haría diferentes a millones de sus conciudadanos- imposibilitados de llevar sus ideas a pie de calle, como uno más.

Finalmente, se podría hablar de otro tipo de intervenciones que, si bien no valoran positivamente ni por lo demás exploran en profundidad esas dimensiones culturales del 15M que chocan directamente con la propia tradición de la autoridad intelectual moderna, sí que al menos las «huelen», es decir, advierten alguno de sus aspectos. Tal vez se podría incluir aquí el artículo del escritor Enrique Vila-Matas «Empobrecimiento» en el que se ponía en relación al 15M con el uso de las redes sociales digitales, en concreto de Twitter, por más que para señalar que la brevedad del formato de los mensajes o tuits que usaban los indignados eran un indicador más del empobrecimiento generalizado del lenguaje en nuestra época. Afirmación que no dejaba de ser, como tuve oportunidad de señalar, bastante curiosa viniendo de un escritor heredero de la vanguardia, defensor de la «literatura portátil», de la escritura que practica la auto-restricción y los juegos con formatos auto-impuestos.

Algo parecido estaría haciendo Sánchez Dragó, que pareció captar la dimensión de apertura de la política a cualquiera que tiene el 15M, pero solo para criticarla y reivindicar justamente lo contrario: un tipo de política que funcione como la tarea profesional desempeñada por una serie de técnicos a sueldo, es decir una «tecnocracia». Decía al respecto:

Pago, como cada quisque, a unos señores para que administren la cosa pública y no para que me permitan o me obliguen a meter baza en algo que me aburre. Si un empresario contrata a un contable es para quitarse de encima el muermo de la contabilidad y no para fisgar en ella. ¡Estaría bueno! Cornudo y apaleado… Gestionen la política los políticos con honradez y eficacia, y déjennos en paz a quienes tenemos otras profesiones, vocaciones e intereses.

En una línea parecida, si bien utilizando formas menos expresivas, se situaron las respuestas de muchos de esos políticos «profesionales» como los que le gustan a Sánchez Dragó: recordando a la ciudadanía que la política se hace en las urnas y punto, y en algún caso incluso instado al 15M a que haga un partido político, o más bien a que se integre en los suyos. No entraré a recoger éste tipo de respuestas, mucho más monótonas que las de los intelectuales, por falta de espacio aquí, pero sí me interesa atender a los cruces de ambas con las representaciones del 15M y su «clima» ofrecidas desde algunas de las lógicas imperantes en los grandes medios de comunicación. Sobre todo porque, a su vez, estas representaciones mediáticas -y en general todas las provenientes del establishment cultural, han suscitado respuestas directas e indirectas por parte de los movimientos que permiten comprender mejor el conflicto entre formas diversas de autoridad que se está poniendo en juego en estos diálogos.

Cuando «cualquiera» contesta a la autoridad cultural

Se ha hablado mucho de la distancia creciente entre los políticos y la ciudadanía en España, algo menos sobre la posible emancipación de ésta respecto al establecimiento de la realidad que llevan a cabo los medios de comunicación de masas, y quizás aún menos sobre el también creciente distanciamiento entre los intelectuales y la ciudadanía. Sin embargo, son fenómenos fuertemente relacionados, y así se hizo patente en muchos momentos del 15M.

Recordemos, por ejemplo, la emisión del programa de Radio Nacional de España «En días como hoy» el martes 17 de mayo de 2011. Dos días después de la manifestación del 15 de mayo, y ante la incipiente acampada en la Puerta del Sol, los «tertulianos» (esa especie híbrida entre la figura del intelectual y la del periodista) presentes en este magazine matutino de la radio pública, Miguel Larrea y Javier García Vila, se despacharon a gusto acerca del tema con opiniones como las siguientes:

«Es un embrión de algo, pero confuso», «hay un conglomerado ahí de fuerzas antisistema y fuerzas de todo tipo», «la consigna está tomada del libro de Stéphane Hessel Indignaos, un libro que no es nada», «‘democracia real’: como decía Churchill, la democracia es el peor de todos los sistemas posibles excepto todos los demás, y esa es la realidad, no hay otra alternativa a la democracia», «todo lo que es asambleario está tan superado desde la Revolución Francesa, que no tiene mucho sentido», «me parece muy bien que se les haya desalojado, porque estaban convirtiendo la Puerta del Sol de Madrid en un campamento al que estaban llegando hoy gentes de todo pelaje…».

Ante todo esto, dicho por Larrea, se manifestaba de acuerdo García Vila, que añadía que en Sol se expresaba «un sentimiento de orfandad en relación con la clase política», pero que se trataba de «asambleas confusas que no conducen a nada» y que además «se utilizan por grupos antisistemas y violentos, para hacer sus cositas». A partir de ahí ambos tertulianos entraron en una espiral de reafirmación mutua que les llevó a ir desgranando la siguiente serie de estereotipos: «¿se puede cambiar el mundo? Es muy difícil, estamos viendo un mundo dominado por el dinero, por el consumismo, esto es lo que hay…», «Esperanza Aguirre dijo que lo que tienen que hacer es ir a votar, pero precisamente lo que no va a hacer es ir a votar, este tipo de joven que tenemos», «es necesario organizarse, tener portavoces, es necesario establecer unas estructuras que son precisamente las que critican», «uno de los líderes es un abogado que está opositando, lo digo con todo cariño, pero no hay nada más burgués», y en definitiva: «los jóvenes de hoy viven mucho mejor que hace 40 años».

Hasta aquí todo discurría como algo que podríamos llamar «un día cualquiera en la Cultura de la Transición», un día cualquiera en el mundo de los tertulianos, defensores cotidianos de los límites de lo posible desde su posición de autoridad semi-intelectual y semi-mediática. Pero algo estaba cambiando. Pocos minutos después el programa daba paso a la llamada telefónica de una oyente -Cristina, desde Burgos- que iba a circular pronto viralmente por las redes:

«¿Estoy hablando con la radio pública, ¿no? ¿La que nos representa a todos, la que estamos pagando con nuestros impuestos?», así comenzaba su intervención Cristina, para pasar a exponer enseguida con voz clara y sin titubear todo lo siguiente:

Tengo 46 años, estuve en la manifestación de Madrid este domingo y tengo que decir algo: había muchísima gente joven, pero éramos gente de todas las edades y condiciones. ¿Antisistema? Sí, evidentemente: los políticos y los banqueros y los que realmente están apoyando esas medidas que están recortando todos los derechos que a nuestros padres y a nuestros abuelos les costó sangre, sudor y lágrimas ganar, nuestros políticos a los que hemos votado, que están dirigidos evidentemente por las mismas manos del capital que están dirigiendo también los medios de comunicación, son los que están convirtiendo a nuestros jóvenes, a nuestros hijos, en antisistema. Porque los están dejando fuera del sistema.

Tras continuar desarrollando estas ideas, Cristina aludió directamente a los tertulianos: «uno de ellos ha dicho: ‘este tipo de joven que tenemos'», y replicó: «este tipo de joven es el que nos va a dar una gran sorpresa». Finalmente, concluyó con estas palabras:

los han echado de la Puerta del Sol, pero ahí estamos todos, apoyándolos. Y no necesitamos partidos políticos ni partidos económicos, no necesitamos nada de eso. Nos bastamos y nos sobramos: nuestros padres y nuestros abuelos ya nos educaron en la dignidad de seguir siempre al frente persiguiendo nuestros sueños. Ahí estamos todos. No, no hay antisistemas, no hay cuatro descerebrados, no. Somos todos los que estamos reivindicando un mundo mejor. Es lo único que quería decir.

Momentos como estos ejemplifican de un modo bastante literal la «rebelión de los públicos» a la que se han referido textos de Amador Fernández-Savater y de Ángel Luis Lara, entre otros. Casi siempre este tipo de situaciones tienden a explicarse en términos de contestación a la «manipulación mediática de la información», pero me parece que es importante ponerlos también en ese contexto más amplio de la proliferación de culturas participativas al que, con Henry Jenkins, me refería en el capítulo anterior. En este sentido, no solo habría contestaciones directas a tergiversaciones o visiones sesgadas de la realidad por parte de los grandes medios, sino que, de forma muy importante, éstas se darían dentro de un clima generalizado de circulación de voces «post-mediáticas» en la esfera digital, capaces a su vez de contar sus propias versiones.

La «llamada de Cristina a la radio», este es el título del vídeo de You-Tube que en realidad popularizó la anécdota que he citado, pertenece a una especie de subgénero tácito de lo que podríamos llamar «contestaciones directas al poder mediático en su propio terreno» que cuando ocurren, siempre con un aura de excepcionalidad y de desafío, alcanzan gran difusión, precisamente, en las redes sociales. Son momentos en los que la palabra de un «cualquiera» (de alguien que no pretende dar valor a lo que dice desde un saber supuestamente excepcional, sino desde una posición cotidiana y experiencial), se enfrenta directamente al discurso autorizado de los medios, los tertulianos o los intelectuales, y que después la esfera post-mediática celebra y difunde. No podrían existir como tales, al menos, no podrían alcanzar una difusión masiva, sin esa esfera post-mediática que se encarga de seleccionarlos, extraerlos del océano mediático -que a veces incluso los censura-, y distribuirlos viralmente.

Un par de buenos ejemplos más de este género se produjeron a raíz de otra de las victorias importantes de los movimientos sociales en la estela del malestar provocado por la crisis y la corrupción política: la de los vecinos del barrio burgalés de Gamonal, que consiguieron en enero de 2014 detener un plan urbanístico sospechoso de corrupción política en su zona.

Así, el vídeo «Un vecino corrige a un periodista de Radio Nacional que estaba mintiendo» (con casi un millón y medio de vistas en YouTube) muestra una irrupción todavía más directa de la voz de un «cualquiera» en el discurso mediático. De hecho se trata literalmente de interrupción, distinta por ello a la llamada de Cristina, a la que se dio cabida dentro de la sección «El parlamento del oyente». En este caso lo que tenemos es a un locutor de radio en la calle, cubriendo las protestas en directo, y diciendo: «grupos de ciudadanos han actuado de manera violenta, han quemado contenedores y han roto las lunas de algunos comercios». Pero conforme habla, oímos que unas voces intentan replicarle, hasta que al fin una de ellas le interrumpe directamente -entendemos que probablemente alguien le ha arrebatado el micrófono- y reclama: «no digas mentiras: comercios ni uno, bancos. Bancos, que entendemos que también son culpables, también. Comercios ni uno».

Otro vídeo relacionado con las protestas de Gamonal alcanzó también notable difusión en las redes, mostrando un enfrentamiento dialéctico entre Manuel Alonso, un portavoz de los vecinos de Gamonal y un grupo de tertulianos de TVE. Ante la insistencia de la presentadora Mariló Montero en preguntar acerca del lanzamiento de líquidos y huevos por parte de los manifestantes de Gamonal, Alonso replicó: «y de todos los problemas que tiene la gente ¿esto es lo importante? ¿Si se tira un huevo o un líquido de cerveza eso es lo importante, o son los problemas que la gente, que los vecinos, que los ciudadanos en general tienen?». Montero respondió enunciando el mito de la objetividad periodística: «mi opinión aquí no es trascendente, yo me tengo que limitar también a la información de lo que estamos viendo».

Ante esa respuesta, tal vez diez años atrás -si se me permite este pequeño ejercicio de imaginación contra-fáctica-, antes de que las redes sociales convirtieran la esfera pública en un espacio mucho más plural y accesible para muchos ciudadanos; tal vez entonces, digo, el portavoz de los vecinos se hubiera quedado sin argumentos. Pero en esta ocasión lo que demuestra con la reacción de Manuel Alonso es que el mito de la objetividad periodística ha perdido mucha fuerza en estos últimos lustros, y que aunque mucha gente no utilice el término «agenda-setting«, no por ello dejan de saber muy bien que la veracidad de la información depende tanto de una representación ajustada de los hechos, como de qué hechos se elige representar y con qué grado de prioridad unos sobre otros.

«Mire, yo le voy a dar una información prioritaria, ¿eh?», dice Manuel Alonso, y saca un documento en el que se certifica la relación de los empresarios promotores que habían negado una y otra vez implicación alguna con el proyecto urbanístico de Gamonal con la empresa que iba a proporcionar todo el hormigón a las obras y por tanto a lucrarse con el proyecto.

La periodista de TVE responde con un tono algo desconcertado y decide dar paso a la conexión con otra periodista, no sin antes dejar caer un cuestionamiento solapado de la autoridad de ese «papel» -lo llama «papel», no «documento»-, que por lo demás ya ha sido claramente identificado por Alonso como un documento oficial del Registro Mercantil: «María, hazme un favor», dice, «vamos a ver con detalle ese papel, mientras me voy al pleno, quiero ver con detalle ese papel, el lacrado de ese papel, el encabezamiento de ese papel, quién ha sellado ese papel, qué documentación es…». Pronuncia esta enumeración enfatizando su ritmo monótono, como dando a entender que son muchos los requisitos que va a tener que cumplir «ese papel» para conseguir alguna credibilidad ante ella como «documento».

Me parece especialmente revelador este intercambio porque muestra cómo el mito del periodismo objetivo se apoya en último término en el poder tecnocrático y experto que está en la médula espinal de la autoridad cultural en el Occidente moderno. En primera instancia, lo que hace Manuel Alonso aquí, y lo que ha hecho la conjunción del clima de falta de legitimidad generalizado que ha provocado la crisis económica con la pluralidad informativa abierta por las culturas digitales, es romper el círculo de la creencia en los medios de masas al que me referí en el primer capítulo, a partir del análisis de Michel de Certeau. Manuel Alonso y los vecinos de Gamonal han dejado de creer que la realidad es lo que se hace visible a través de los medios, han dejado de creer en que esa es la realidad porque se trata de lo que todo el mundo cree. El mito de la objetividad mediática está desnudo, los vecinos pueden producir sus propias versiones de la realidad, que saben bien que son mucho más justas, y lo hacen aportando documentos si hace falta.

Entonces, ante ese gesto, al discurso mediático no le queda más que dar un paso atrás, recurriendo a una supuesta autoridad mayor que la suya propia; una autoridad que tendría el poder de «lacrar» con su sello lo que es verdaderamente real, de entre las diferentes versiones. Esa autoridad, por más que no se la nombre directamente, no puede ser más que la que emana del complejo saber-poder moderno en sus múltiples y diferentes fuentes de legitimidad, desde la científico-técnica a la intelectual, pasando por sus derivados burocráticos e institucionales. La tradición a la que, por lo demás, recurre también el propio vecino Manuel Alonso al presentar ese documento legal, pero no desde la posición de poder de la Televisión Pública, ni escudándose en una supuesta objetividad informativa, sino desde un movimiento vecinal en el que se valoran también otro tipo de autoridades: principalmente la autoridad que tiene cualquiera para intervenir en el debate necesariamente colectivo sobre cuál es una vida digna -ese debate sobre «qué es lo verdaderamente importante» que le plantea Manuel Alonso a la periodista, y en el que ella no quiere entrar si no es con sello lacrado.

Pues en efecto, no es otra cosa lo que reclaman esas «voces de cualquiera» de los nuevos movimientos surgidos en la estela del 15M cuando irrumpen en los medios u en otros foros públicos: qué se les deje hablar sobre lo que es verdaderamente importante, pero no desde la autoridad cultural hegemónica (científico-técnica, intelectual, mediática, etc.). En ese sentido, me parece que lo que hacen es algo más complejo que «desmentir» o «corregir» una mala información, aunque ese sea el propósito inmediato muchas veces. Se trata también, al menos tácitamente- de reclamar que las arenas públicas en absoluto «neutrales» ni «objetivas» en las que se establece lo que va a pasar por real para un grupo humano, y en las que, por tanto, se construyen también las expectativas acerca de lo que debe ser una vida digna, no sean monopolizadas por voces que esgrimen autoridades expertas (como son las de los tertulianos, periodistas, intelectuales, políticos y otros pertenecientes al grupo de «los que saben»). Pues ese monopolio supondría que van a dilucidar de forma exclusiva algo que nadie debería delegar en otros: el sentido y la dignidad de sus vidas.

Este «conflicto de autoridades» se expresa a menudo como confrontación, como choque, a la manera de estas respuestas indignadas en los medios, interrupciones, e intercambios de pruebas y contrapruebas. Los últimos años han sido proclives a desafíos públicos a la autoridad en el Estado español, y así, hemos podido ver a estudiantes que al recibir sus Premios Nacionales de Fin de Carrera negaban el saludo al ministro Wert, responsable de recortes en educación; hemos visto a la portavoz de la PAH Ada Colau llamar criminales en el Congreso de los Diputados, a «supuestos expertos financieros» que alaban la legislación española sobre desahucios «mientras hay gente que se está quitando la vida por ese problema» (momento que ocasionó otro vídeo viral); hemos visto a españoles emigrados en París y pertenecientes a la Marea Granate (la de los exiliados por la crisis económica) confrontando públicamente a la candidata del PSOE a las elecciones europeas para recordarle que su partido es también responsable de la «austeridad» contra la cual ahora enfoca su campaña; hemos visto a una mujer acercarse al Felipe de Borbón en plena calle para exigirle un referéndum sobre la permanencia de la monarquía, y hemos visto también, por citar solo algunos casos, numerosísimas grabaciones circulando por las redes en las que se mostraban hechos que contradecían versiones oficiales y mediáticas, como, notablemente, el papel activo de la policía secreta en la provocación de enfrentamientos violentos en la calle -incluyendo ese vídeo en el que uno de estos policías secretas, disfrazado de «antisistema», era vapuleado por los propios antidisturbios, a los que gritaba: «¡qué soy compañero, coño!».

Manifestaciones todas ellas de ese conflicto entre la autoridad de los poderes culturales establecidos y la de «los cualquiera» que colaboran para impedir el monopolio de esos poderes sobre el sentido y la dignidad de la vida humana.

Notas al pie:

1- Si contextualizamos estas palabras de Pérez-Reverte en el programa en que aparecen, nos damos cuenta de que en realidad tal vez mantienen la seducción de un pesimismo familiar y paralizador, que, por lo demás, se ha debilitado en parte durante estos años de la crisis. De hecho el propio presentador del programa, Jordi Évole, plantea toda la entrevista como un intento de llevar a Pérez-Reverte más allá de su pesimismo, lo cual no significaría necesariamente llevarlo más allá de su elitismo y de su individualismo -y en ese sentido Salvados tiende a alimentar su propio optimismo a menudo con la lógica de los «gestos heroicos aislados»-, pero sí una expresión de cierto cansancio con ese tipo de explicaciones derrotistas que, probablemente, es uno de los factores principales que han llevado a este programa de televisión al éxito masivo. En este sentido, minutos antes otro «testimonio» convocado por Évole, el del filósofo Txetxu Ausín, había puesto en este mismo programa a la Marea Blanca como ejemplo movilización ciudadana, destacando su capacidad para luchar y ganar en el ámbito jurídico. Y sugiriendo así, por más que de forma desdibujada y pasajera, el argumento sobre la capacidad de mezclar los saberes cotidianos con los especializados que caracteriza a estos movimientos.

2- En una entrevista (Arjona 2013), el filósofo César Rendueles afirmó lo siguiente acerca de la interiorización del elitismo cultural y el desprecio a las masas en la cultura española: «Las élites del siglo XIX no ocultaban su pánico y su asco ante la posibilidad de que las clases trabajadoras accedieran a las instituciones políticas. Creían que el populacho mancillaría la civilización occidental hasta acabar con ella. A principios del siglo XX, durante la época colonial, ese odio se convirtió en un miedo racista a que los pueblos sometidos por el imperialismo se descontrolaran y acabaran invadiendo la metrópoli. Hoy hemos internalizado ese discurso. Nos vemos a nosotros mismos como antes los ricos veían a las clases peligrosas. Hemos incorporado el elitismo a nuestro genotipo ideológico. Por eso los proyectos igualitaristas prácticamente han desaparecido del espacio político. Desconfiamos radicalmente de nuestra capacidad para deliberar en común, entendemos la democracia como una competición entre preferencias privadas».

3- Excepciones notables, entre otras, serían José Luis Sampedro y Manuel Castells.

4- Kiko Amat y Manolo Martínez le contestaron en una carta abierta. Afirmaban que Monzó había preferido centrarse en aspectos superficiales del movimiento que tratar de entenderlo y tomárselo en serio, recomendándole la lectura de varios de los primeros documentos de propuestas políticas producidas en las plazas. Además, ironizaban también sobre sus críticas al 15M por no ser «suficientemente revolucionario»: ‘En una última pirueta, Monzó también sugiere que la razón de su desinterés por el movimiento de los Indignats es que es insuficientemente revolucionario, y que lo de estos no es revolución sino «acampada»; tal vez insinuando que, si fuesen armados y con pasamontañas, echaría a un lado el laptop y saldría a la calle puño en ristre a combatir a esos ‘políticos con poltrona’ que tanto afirma detestar, como un sans culotte enloquecido. (Amat and Martínez 2011, 43).

5- http://vozpopuli.com/ocio-y-cultura/3507-felix-de-azua-el-15m-me-parece-un-movimiento-narcisista

Culturas de cualquiera. Estudios sobre democratización cultural en la crisis del neoliberalismo español. Luis Moreno Caballud. Antonio Machado Libros, 2017.

Fuente: http://ctxt.es/es/20170621/Politica/13447/ctxt-moreno-caballud-intelectuales-azua-mu%C3%B1oz-molina-perez-reverte-cercas.htm