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Testimonio de un soldado español en la guerra de los Balcanes

La guerra que dormía

Fuentes: elotrodiario.com

La guerra es una niña que mira detrás de las alambradas y los sacos terreros. Estaba allí cuando hice mi primera guardia, como el cachorro tímido que espera su ración. Ocho años, flacos y sucios, me pidió «uno marco para manyare». No sé qué imagen pintaría su mirar azul. Un tanto de verde extendido a […]

La guerra es una niña que mira detrás de las alambradas y los sacos terreros. Estaba allí cuando hice mi primera guardia, como el cachorro tímido que espera su ración. Ocho años, flacos y sucios, me pidió «uno marco para manyare». No sé qué imagen pintaría su mirar azul. Un tanto de verde extendido a uno y otro lado del fusil. Soldado que mata o alimenta según el dictado del capricho. Dejé mi puesto para alargarle algunos céntimos y ensayé mi esquemático yugoslavo, tirando de unas tarjetas con frases de uso común. «Nema jelo», que no hay comida, pero la contestación descubrió el significado de la guerra. En un español estropeado por la falta de práctica, la niña me ofreció chupármela por diez marcos. Faltaban dientes en su sonrisa, y cualquier traza de duda. No era la primera vez que vendía sus huesos a cambio de una mejor sustancia.

Éramos soldados profesionales. Lo mejorcito de la rojigualda, orgullosos de nuestras boinas negras y las alas paracaidistas. No más que niños, en realidad, engordados por juegos de batalla, sin más bautismo que las imágenes del telediario. Dejamos España con el abril, los acogedores relieves de la base aérea de Torrejón de Ardoz, donde los músicos nos adelantaban triunfos cesarianos. Éramos tontos, y nos curamos de estupideces tras dos horas de vuelo, con la estampa abierta detrás del aeropuerto de Splitz. Bosnia Herzegovina era un paisaje de edificios quebrados, de vehículos que nadie se ha molestado en retirar, de tumbas improvisadas en los arcenes. Las heridas lo salpicaban todo, dando pistas sobre la crudeza de la lucha. No había muro intacto, sin el puño del mortero o la rociada de la cartuchería, ni trozo de tierra que no estuviera sembrado de lápidas. Demasiado cadáver para tan poca parcela. Las minas esperaban a orillas de vías y senderos, a veces confundidas deliberamente con los cementerios, para unir más vivos al ejército de los muertos.

Integrábamos la brigada SPABRI X, a las órdenes de la división francesa Salamandre, a pocos kilómetros de Mostar. Nuestra base se había levantado sobre bases industriales lastimadas por los combates. El perímetro se había marcado con alambre y terrones, aprovechando los tramos de muro que aún quedaba en pie, y módulos prefabricados nos servían de alojamiento. Yo no tuve mucho tiempo para la curiosidad. Después de soltar mi equipo, tenía que unirme a la guardia. Y allí descubriría ruinas más profundas que las del cemento.

Los turnos de trabajo empezaban a las ocho de la tarde, y terminaban a las ocho de la mañana, treinta y seis horas después. Con los soldados no eran generosos en detalles. Las misiones se resumían con una sola frase, momentos antes de embarcarse en los BMR, sin señalarnos ningún punto sobre el mapa. Ahora, años después, me doy cuenta que Bosnia no me ofrece una geometría coherente. Es una recopilación de paisajes aislados, sin más nombre que el relacionado con alguna anécdota. La Aldea de las Minas, donde nos echamos a dormir toda una noche, pisando aquí y allá sin desconfianzas. Dos días más tarde, el terreno había sido precintado por zapadores ucranianos, que nos enseñaron la media docena de minas antipersonales que acababan de desenterrar, sin creer que conserváramos intactas las piernas. El Pueblo del General. Campos de maíz eternos, que cruzábamos al ritmo de los Rolling Stones, hasta que vimos a un viejo levantando brazos en mitad del camino. Quería invitarnos a su casa a nosotros, héroes que habían proscrito las bombas y las bayonetas de los saqueadores. Hacienda de ladrillo macizo, enferma de edades y recuerdos, donde una vela alumbraba a un militar joven y orgulloso. Un general de la Armija bosnia caído en alguna batalla. El anciano se limpió lágrimas y levantó su copa de rakia, haciendo brindis contra la mala sangre, y no pudimos más que secundarle. La cosecha se pudría en la tierra porque las espaldas ya no estaban para fiestas, pero él no dudaba en compartir con nosotros sus escasas reservas, y no había perdido la fe en el futuro. El licor aligeraba gargantas. Aquel macerado de matorral que ardía sin llama y nos servía para limpiar la grasa de los fusiles.

Lugares como arcanos del Tarot, escenas detenidas pero plenas de simbolismo, que barajo sin ningún orden. Aldeas dejadas entre montañas, donde los viejos lloraban a sus hijos sin más consuelo que una fotografía. Mi sargento acababa de mover su reina, sin prever la trampa tendida por mi alfil. Pero dejamos la partida sorprendidos por una anciana. Con mímica y diccionario, logramos descifrar su discurso. Ella y su marido eran los únicos croatas que quedaban en la aldea. El resto eran serbios que habían ocupado el hueco de los desplazados, y ahora no moderaban sus ansias de revancha. Pudimos comprobarlo allí mismo, cuando una piedra alcanzó a la mujer en la nuca. Eran un grupo de niños. No escucharon nuestros rapapolvos, porque los croatas eran enemigos a exterminar, así fueran ancianas próximas a los ochenta. Ellos completarían el trabajo que sus padres dejaron pendiente. Nos lo explicaron en el vacilante español que aprendieron de los sucesivos relevos. Cuando comentamos el problema en la base, el mando se encogió de hombros, sin ver más opciones que el extremar la vigilancia. Pero fueron soldados serbios, los mismos que ilustraban las ansias de gloria de esos niños, quienes nos sugirieron la solución. Algunos colaboraban con la OTAN en las tareas de desminado y reconstrucción. Eran veteranos con el cuerpo estropeado por la lucha. Los niños contemplaron mudos los muñones, la piel marcada por las cicatrices, alguna cuenca vaciada por la metralla. Eso es la guerra, muchachos.

Pasé mi primera imaginaria entre tres cementerios. Cruces ortodoxas para los caídos serbios. Cruces católicas para los croatas. Y márgenes de mármol para las tumbas de los musulmanes bosnios. Había paz entre los muertos. Recopilé nombres entre la piedra, calculando edades entre fechas, sin más fantasmas que la brisa y el guiño de una luna entre nubes. Al extremo de la intersección, los vivos dormían entre casas desmoronadas, y traté de pintar la noche con el pasado. Existencias destruidas por la bala o el hierro, mujeres violadas hasta el amanecer, huérfanos arrojados al hambre o la prostitución. Las siguientes semanas confirmarían mis fantasías con testimonios de primera mano. Pero esa noche me conformé con el silencio de todos los muertos, aunque me hubiera gustado desenterrar uno con mis propias manos, y sacudirlo hasta lograr una respuesta. Si merecía la pena, quería saber.

Al día siguiente, patrullamos Nevesinje. La ciudad se arrimaba a los pies de una montaña, que los serbios habían decorado con su símbolo, el pentagrama. Una estrella de piedras encaladas. Los militares de la SFOR éramos su obstáculo para la gloria. Invasores que nos entrometíamos en sus asuntos. La población civil nos dedicaba hostilidad y desprecio. Alguna piedra saltaba contra los blindajes de nuestro BMR, los viejos mascullaban y escupían y los niños nos hacían cortes de manga. Que no se entienda, advierto, que el común de los serbios compartía esa naturaleza. Todos eran víctimas de todo, y podía encontrarse arrogancia y humildad en todos los bandos. Los ciudadanos de Nevesinje, sencillamente, tenían suerte. Los horrores no les habían alcanzado, y su orgullo estaba intacto. Nuestro objetivo era el cuartel de caballería. Apenas media docena de hombres, que gastaban el tiempo bebiendo y peleando, sin atender a los tres centenares de carros y vehículos blindados. A ojo, pocos eran operativos. Chatarra consumida por el óxido y la falta de cuidados, como monumentos a tiempos mejores. Días más tarde, estaba con el compañero dándole un tiento a una petaca de ron, a las tantas de la mañana, mientras el resto del pelotón descansaba en el BMR. Y oímos unos gritos a los pies del cerro, en la carretera de acceso a la ciudad. Los gritos de una mujer al que dos tipos habían obligado a detenerse. Le estaban quitando la ropa con idea de violarla. Bajamos al punto, tirando de cierre con la idea de volarles los huevos, y viendo claras las intenciones, se retiraron a toda prisa. No sin antes rajarle la cara a la chica, desde el pómulo a la barbilla.

El horror se diluye al peso. Una gota lleva al espanto, pero toda una lluvia invita a abrir el paraguas. Bajo el plástico se permanece seco. Hay momentos tan destacables como los narrados, pero no poco serviría el recuento. Además la memoria impone veto, que sólo levanta cuando quiere. Ayer miré un cuadro que lleva años en el salón, pero nunca me había dignado en estudiar. El puente de Mostar grabado a fuego sobre la madera. Lo compré a uno de los vendedores que se arracimaban a las luces de la base, con artesanía de factura propia, en la que gastábamos nuestros abundantes marcos alemanes, la moneda de pago de la OTAN. Les gustaba trabajar con la madera. Escudos, vajillas, pipas. Buen material para enviárselo de recuerdo a nuestros familiares, siempre preocupados por nosotros. A su lado, la rica industria del pirateo, a cinco marcos el disco. Los comprábamos por lotes, pese a las advertencias y cabreos de nuestros compañeros de la Guardia Civil. Que eso es delito, hombre. Otras opciones de consumo era los llamados PX, ignoro porqué razón, las tiendas levantadas por los distintos ejércitos. Comercios libres de impuesto donde se mercadeaba de todo, desde alimentos a juguetes tecnológicos. Pero nuestro lugar de paso favorito era la cantina, atendida por dos mozas del lugar de bastante buen ver, pero a la que nadie tiraba tejos, porque no gustaban de duchas ni métodos de depilación. De abril a agosto, que yo viera, conservaron las mismas camisas, acumulando aros de antigüedad bajo las axilas. Hacían buenas pizzas, excelentes círculos de carne bien salpimentados, pero dejamos de comerlas cuando sorprendimos a una de las camareras aplastando a una cucaracha. Con esa misma espumadera, extrajo una de las pizzas de la parrilla. El aporte proteínico es bueno para el cuerpo pero, coño, uno tiene sus escrúpulos.

De comida mal andaba la cosa. Los mandos atesoraban los recursos como si los costearan con su sueldo, y nuestro relevo heredó una despensa donde abundan los ibéricos, los filetes y los caldos de mejor pedigrí. Nuestro menú, si estábamos en la base, se resumía en esa «sopa de y patatas con» que ha alimentado al ejército patrio desde que María Castaña entró en párvulos. No pocas veces embestía el cabo primero, esbirro del responsable de cocina, para devolver unas natillas cogidas de más, como si nos asolara el hambre de los sitiados. Tampoco mejoraba la fiesta en exteriores. El rapaz primero tenía a bien darnos bolsas donde se mezclaban frutas con pan y huevo duro, formando un puré que se descomponía a las pocas horas de calor. Las raciones militares las evitaban hasta los perros, de tanto conservante. Tenían regusto a lejía. La mejor opción era el mercado local, donde uno podía abastecerse al gusto por unos pocos marcos. Con panza volvió a España más de un enclenque.

La inutilidad era un ingrediente raro, por cierto. Abundan los profesionales competentes en el ejército, sobre todo en los oficiales y suboficiales de nuevo cuño, libre de los vicios de periodos anteriores. Pero también medra la estupidez en todas sus variantes. Una muestra la dio un alférez, no importa su nombre, aunque bien merecería publicarse para su escarnio público. Nosotros nos sabíamos al servicio de aquella gente, y procurábamos serles útiles, minimizando cualquier molestia o posibilidad de roce. Era una política muy acertada, que el carácter propio del español nos daba ventaja para aplicar. La misma gente que brindaba indiferencia a soldados francesas o belgas, nos saludaban por nuestro nombre y aún estaban al tanto de nuestras tribulaciones personales. Fue en una aldea, comentando con una mujer cierto problema que tenía con sus gallinas, cuando apareció el dichoso alférez. Encabezaba una columna de marcha en orden de avanzada. Con cascos y chalecos para la guerra, y los fusiles terciados al pecho. Preguntamos si había motivo para la alarma, y la respuesta fue negativa. Que se jodan los campesinos si se asustan, nos espetó. Parecida respuesta a la del genera de brigada, cuando unos vecinos se quejaron de las patrullas de madrugaba, que alteraban su descanso. Que se jodan. Los franceses nos llegaron a comentar que estábamos destruyendo el trabajo de todos nuestros predecesores. Análisis, por fortuna, que no fue cierto.

Como soldados de la SFOR, la fuerza bajo mando de la OTAN, nuestras atribuciones eran militares. En exclusiva. Nuestro deber era neutralizar las acciones de los grupos armados, poner coto al tráfico con vigilancia y registros, escoltar a los refugiados de vuelta a sus hogares con la tutela de ACNUR. Pero la delincuencia quedaba fuera de nuestros límites, y eso entrañaba ciertas paradojas. La «Policija», mal pagada y dispuesta a la tropelía, solía evitarnos como la peste para eludir cualquier colaboración. Y eso atraía hasta nosotros a mafiosos de todo pelaje, que pagaban copas y buscaban charla, alimentando camaradería. Las salidas de la base eran contadas, porque dentro se ofrecía todo lo que necesitábamos. Salvo mujeres. Se alquilaban por copas o billetes en los bares que habían crecido a nuestra sombra, y solíamos verlas entre misión y misión. Algunas se conformaban con esperanzas de España, aunque las promesas se hubiesen viciado de tanto oírlas. Otras buscaban juventud en un país falto de hombres. Yo me enamoré de Senada. Metro ochenta de valquiria, rubia y de ojos celestes. Musulmana según las contradicciones de la tierra. Su español no existía más que mi croata, y teníamos que acercarnos con gestos y dibujos, el sendero lento de las consultas al diccionario. Con ella hablaba entre beso y beso, cuando vi a otro cliente con una pistola a la cintura. Mi mirada capturó su interés. Un gigante bien adornado de oro, con la piel tintada de dibujos, habituado a los desafíos. Senada me explicó que era uno de los malos. Algo que ver con el tráfico. Yo no suponía un gran obstáculo pese a mis rudimentos de defensa personal. Por eso se acercó tanteando culata, mientras yo buscaba armas útiles. La botella, tal vez, o la efectiva patada en la ingle. Sacó la pistola y la colocó sobre la mesa. Quería vendérmela. Cuando me llegó el alivio, conversamos en inglés. Traficaba con hierros de todos los calibres, y me aseguró que los militares éramos sus mejores clientes.

Las nieves de la primera arrancaron el calor más insoportable. El mercurio crecía en los interiores del BMR hasta tocar el techo de los cincuenta. Y allí estábamos nosotros, con casco y chaleco, desfallecidos por la falta de aire, plantados en la carretera del aeropuerto a la ciudad, para asegurar los pellejos de algunos mandamases extranjeros con ganas de reunión. Tres días cocidos baja la chapa, o bajo el martillo del sol, deteniendo vehículos y comprobando maleteros e identidades.

Hubo días peores, como raciones de infierno. Se repiten en sueños años después, a falta de digestión. El desminado de la aldea comenzó a primeras horas, después de una guardia. Yo tenía derecho a descansar, pero me excitaba la idea de compartir tiempos con los zapadores serbios. Ágiles para apostar sus dineros, pero no tanto para administrar sus cartas. Cien marcos me engordaron el bolsillo, hasta que el sargento me llamó aparte y me dijo que ya era suficiente, que esos tíos tan grandes se empiezan a mosquear. Nuestro trabajo era recoger el material desenterrado y entregarlo en la base. Había horas de sobra para buscarle las cosquillas a Alma, nuestra traductora. Decían que había pasado hambre durante la guerra, y aplacaba estómago ofreciéndose a los militares a cambio de una bolsa de comida. No parecía un rumor cierto. Alma se había contagiado de estrellas, y actuaba con la prepotencia de un comandante en jefe. Repetía con otros términos que era licenciada, y nosotros inmundos zoquetes sometidos a su capricho. Le gustaba discutir conmigo, que era pronto a las malas contestaciones y poco atraídos por sus tetas, las más celebradas de toda la base. Se acababa de comer un bocadillo de sardinas, y nos había dejado el vehículo como una porqueriza. Se lo hice limpiar con escoba y trapo húmedo, para asombro de toda la SPABRI. La anécdota llegó hasta el teniente coronel, que no dudó en abordarme algunos días más tarde, con un «Qué cojones los tuyos», habituado a los despotismos de la buena señora.

El desminado terminó a las tres de la tarde. A esas horas esperaba ganaba el descanso, pero el jefe de sección tenía otras ideas. Que viene el Ministro, tú, y hay que dedicarle un buen desfile. Y un, os, es, aro, a ensayar el acto y comérselo luego con doble guarnición de cámaras, que alguno aprovechó para tantearle el trasero a más de una corresponsal.

Dormiría, aposté, después de cuarenta y ocho horas en vela, que no hay bastante café para tanto sueño. Al día siguiente había revista de armamento, me contradijo el teniente, y a ti te toca dejar la ametralladora y el equipo de transmisiones como los chorros del oro, mi querido radiotirador. A darle al trapo hasta las cinco de la mañana, echando mano donde fuera necesario, luego dedicar un tiempo a montar la exposición de equipos y piezas para disfrute del general. Y allí plantado en descanso desde las ocho, con ojeras de viejo centenario, aguantando el baile.

La tragedia y lo amable se hermanaban con fronteras más finas que un cabello. Por la mañana se traficaban con revistas eróticas de camino a los baños, fuente de alivios más que de higiene, y por la tarde se barajaban las fotos de los caídos, de manos de sus entristecidos familiares. Las historias eran parte del mismo cuadro, y compartían texturas. Soldados traídos por las noches, a caballo del fuego, embrutecidos por el miedo y el odio. Ejecutaban a los hombres, forzaban a las mujeres, y ni los niños podían eludir sus iras. Fue en una casa cercana al río Buna donde encontré una diminuta calavera taladrada por el plomo. Las ruinas estaban prohibidas, porque podían conservar las trampas de uno y otro ejército, pero la curiosidad me empujó al interior. El polvo había paralizado los enseres, y algunas manchas de hollín gritaban sobre los suelos. Nadie se había acercado a esa casa desde los días de la muerte, tal vez porque estaba alejada de las rutas habituales, entre monte y cinta de agua. Encontré el cuerpecito en uno de los dormitorios. Alguien, tal vez las alimañas, había desperdigado los huesos menos interesantes, y los restos de ropa. El cráneo sonreía al pie de la mesita de noche cuando lo alumbré con la linterna. Me negué a tocarlo, como si temiese verme infectado por la muerte. Y salí de allí, esperando el grito olvidado de una existencia asesinada en hambres de venganza. Nunca he creído en fantasmas, pero no me parece prudente tentarlos. Uno de ellos me sorprendió poco después, a pocos minutos de concluir mi imaginaria, cuando manchaba el diario de reflexiones. Era un cerbero de hechuras taurinas, y eché mano del fusil para defenderme. Jamás vi perro tan grande, y tenía el cepo húmedo de babas, gustoso tal vez de mis relieves. Algunos instantes de mutua observación me enseñaron que no era agresivo. Me gané su confianza al punto, dándole una barra de chocolate. Cancerbero, como lo llamé, guardaba las porquerizas de cierto aldeano. Era amable como un cachorro, y nos daba su compañía a cambio de restos. A partir de esa noche siempre estuvo allí, a la espera, imitando sonrisa con sus temibles mandíbulas. Del horror a la amistad en un solo paso. La calavera dejó de existir cuando empecé a acariciar al perro.

Guardábamos la Casa de España cada semana. Plantados en la puerta, de cara al hotel Bristol, en una de las arterias de Mostar, aliviando esperas con minifaldas de transeúntes. A veces se detenían, atraídas por nuestras boinas e insignias, y el olor probable de nuestras carteras. Intercambio de papilla idiomática. Croata y castellano, pero también alemán o ruso. Los niños eran nuestro público más fiel, y su palabra nos daba temores y esperanzas. Sonreíamos al ver como jugaban sin cuestionar etnias ni pasados, pero nos asombraba la curiosidad por el fusil. Algunos tenían hambre de gloria, herencia de padres, y prometían reemprender una guerra que dormía.

Nuestro lugar de descanso estaba próximo, un parking abandonado. Descender por sus cinco plantas era visitar un Hades de sombras y silencios, que los más gamberros evitaban. Había historias que abrumaban a la vista, sobre familias hacinadas al abrigo de la artillería. Restos de fuego contra la oscuridad, mantas conquistadas por los piojos, algunas latas. Una tela de araña se extendía entre columna y columna, trabajo de un monstruo que acechaba en lo invisible. Impresionaba su tamaño, pero no más que su simbolismo. Abandoné la trampa, dejando allí el valor de volver.

A las cinco de la mañana, el canto de muecín vibraba sobre los tejados, levantando luces. Mostar despertaba sin muchas fuerzas, pero las horas traían sustancia de humanidad y vehículos. Si uno ignoraba la cicatrices sobre el cemento, o el ánimo guerrero de los párvulos, se creía vivir en una plácida ciudad de nuestra España. Luego supimos que estábamos allí por su bandera. Al general le importaba un pimiento las entrañas del edificio, y sólo preservaba la dignidad del trapo. Nos lo hizo saber en una de sus visitas traicioneras, y no hubo indignación entre nosotros. Estábamos bien disciplinados e inmune al espanto.

Tal vez fue ese día, no puedo recordarlo, cuando Senada no quería besos, y limpiaba sus lágrimas con cerveza. Hacía turnos de hasta catorce horas en la barra, para costear los amores de su padre por la bebida. Yo sabía que no la trataba bien. Había golpes marcados en sus piernas, en sus caderas, en la línea de su espalda. Toda pregunta era inútil, pero aquella tarde fui más insistente. El dolor bailaba en sus ojos y le hacía temblar la boca. Con las caricias llegaron las primeras repuestas. Se ayudó del cuaderno. Una niña de círculos de palos, tendiendo ropa. Y un monstruo de ángulos, tres veces más grande, avanzando desde la izquierda. El monstruo la abordó por detrás, pum, y la tiró de bruces. El llanto y el idioma entorpecían su relato, así que extendió los brazos sobre la mesa y simuló manos que no eran las suyas, tanteando muslos y nalgas. Cerradas, quería mantener las piernas cerradas, pero un nuevo ¡pum! le cortó respiración y suministro de fuerzas. Se derrumbó entonces sobre mi hombro, con detalles que no necesitaba comprender. Su padre la había violado.

Esa noche tomé una decisión. Dejé la base sin permiso, con ropa de civil en una mochila, y me vestí en los servicios de un bar. Localicé al vendedor de armas, y le puse doscientas marcos en la mano a cambio de su ayuda. No quiso aceptar el dinero. El también apreciaba a la muchacha y trabajaría con gusto. Nos presentamos en el cercano pueblo de Blagaj, donde vivía Senada. Ella no había vuelto del bar, y encontramos al padre solo, apurando rakia frente al televisor. No estoy orgulloso de lo que hice, pero hasta ahora no he visto motivos para el arrepentimiento. Después de algunas bofetadas, le hice saber que en mi siguiente visita llevaría pistola y el ánimo de usarla. El buen traficante, que me ayudaba a traducir, estaría vigilando por mí cuando yo me fuera. A modo de ejemplo, le hundió el puño en el estómago. Senada me confirmaría, semanas después, que su padre ya no se atrevía a levantarle la voz. Si sospechaba que yo tenía algo que ver, nunca lo dijo.

El regreso a España se buscaba con el primer paso. Cuatro meses parecían un ciclo de eternidad del que jamás escaparíamos. Las semanas entibiaron nuestros deseos. Nos habíamos acostumbrado a otros usos y moldes, al tacto de fusil, a ser útiles para algo más que desfilar y pulir las botas. Sin uniforme estábamos desnudos como criaturas, y admito que gustábamos ser blanco de amores y odios, siempre inalcanzables salvo por el camino de la carne. Apuramos bastantes botellas en la última noche, recopilando memorias que se erosionarían al abandonar el país. Las fotos se perdieron, cosecha de muchas tardes, estropeadas por las cámaras baratas y mi falta de talento. Los diarios nunca se terminaron de escribir, confiando en las seguridades del recuerdo. En ocasiones me pregunto si estuve realmente allí, o es un delirio de mi mente escritora, y entonces busco el cuadro de Mostar, donde su símbolo el puente aún no ha sido destruido; la medalla de la OTAN, ni buscada ni merecida, juguete del polvo en una estantería; el brazalete de la división Salamandre, ajado de años y maltratos.

Cuando termine de escribir todo esto, agotaré mis reservas de licor Maraska.