«Allí había una esquina oscura donde los perros, dóberman adiestrados como vigilantes, descuartizaban a los prisioneros díscolos y se los comían». Silvia Dinhof-Cueto nunca olvidará las explicaciones que su padre, el naveto Víctor Cueto, le dio cuando por primera vez visitaron juntos lo que durante la Segunda Guerra Mundial había sido el campo de exterminio […]
«Allí había una esquina oscura donde los perros, dóberman adiestrados como vigilantes, descuartizaban a los prisioneros díscolos y se los comían». Silvia Dinhof-Cueto nunca olvidará las explicaciones que su padre, el naveto Víctor Cueto, le dio cuando por primera vez visitaron juntos lo que durante la Segunda Guerra Mundial había sido el campo de exterminio nazi de Mauthausen. Víctor Cueto, nacido en Ceceda en 1918 y fallecido en 1990 en la localidad austriaca de Lenzing, sabía bien de lo que hablaba. Había sido el prisionero número 3.438 de este enclave austriaco convertido en sucursal del infierno sobre la tierra. Cueto fue uno de los 7.200 republicanos españoles repudiados por Franco y después esclavizados por Hitler. Hoy, aquella niña que puso escenario a los horrores paternos ha conseguido que la Audiencia Nacional de España procese a tres de los vigilantes nazis que esclavizaron a su padre.
Años después de la liberación del campo de Mauthausen, ocurrida el 5 de mayo de 1945 por tropas de la 11.ª división acorazada del Ejército americano, Víctor Cueto regresó al campo con su mujer austriaca y su hija de la mano. Quería que ellas vieran el cruel escenario del infierno que tantas veces había intentado explicarles con palabras. La pequeña Silvia, hoy lo recuerda, entendió todo nada más entrar. Cuando Víctor le habló de los perros. «Aquella esquina era tremenda», dice esta mujer, residente en Austria. A los tres les temblaron las manos. Los ecos de aquellos ladridos parecían seguir allí.
Víctor Cueto era republicano, razón de más para que en 1939 tuviese que huir a Francia escapando del régimen franquista. Tenía 21 años. Medio millar de españoles cruzó los Pirineos una vez finalizada la Guerra Civil española. Una vez en el país galo, el naveto se afilió a las compañías de trabajo que hacían obras para el Gobierno francés. Trabajó en las fortificaciones de defensa francesas contra los nazis, la fracasada «línea Manigot». No había pasado ni un año de su llegada a Francia cuando el Ejército alemán le arrolló, al igual que a millones de europeos. Franco había dado vía libre a Hitler para hacer con los republicanos lo que quisiera y se negaba a reconocerles la nacionalidad. Franco consideró que los verdaderos españoles ya estaban dentro del país. La orden del Fürher fue clara: a los campos de concentración y, más concretamente, a Mauthausen, uno de los más duros. Allí iban a parar los «enemigos políticos incorregibles del Reich». A Víctor Cueto no le hizo falta ser judío, ni gitano ni alemán contrario a Führer para convertirse en un esclavo en Mauthausen, le bastó con ser republicano de Ceceda.
Víctor Cueto fue trasladado en tren a un «stalag» en Alemania, un campo de concentración transitorio que en realidad no era más que un barracón infestado de ratas y podredumbre, el paso previo al horror de Mauthausen.
En pleno verano de 1940, Víctor Cueto cruza por primera vez la puerta de Mauthausen. «Vosotros que entráis, dejad aquí toda esperanza», se leía en el acceso. Era la misma advertencia que escribió Dante Alighieri al entrar en el infierno. Nada más entrar, Víctor Cueto fue enviado a trabajar a la cantera.
En la solapa, un triángulo azul señalaba su condición de apátrida y su número de entrada al campo: 3.438. «Mi padre siempre dijo que si no le hubiesen cambiado a trabajar al huerto abría muerto en poco tiempo», explica Silvia Dinhof-Cueto. Ser destinado a la cantera suponía trabajar a destajo subiendo bloques de granito de entre 18 y 35 kilos por una escalera con 180 escalones. Pero el asturiano tuvo suerte o, al menos, así lo relató él a su familia en varias ocasiones, cuando un guardián de las SS le seleccionó a dedo para trabajar en el huerto de los señores de aquel infierno. Víctor Cueto mataba el hambre a base de algún calabacín que conseguía robar, aunque cada vez el hambre era menor pues el estómago iba reduciéndose y las cenizas del crematorio donde los prisioneros eran aniquilados cada día también restaban fuerza al apetito. Los vivos respiraban a los muertos, y en «la esquina oscura» los dóberman devoraban a los díscolos. Pero Cueto aguantó. «Se convirtió en un veterano de Mauthausen», explica su hija.
Corría 1945, el III Reich se desmoronaba y en Mauthausen comenzó a correrse la voz de que los nazis iban a hacer una matanza masiva «para borrar las huellas del campo, querían que todos bajasen allí y exterminarlos», explica Silvia Dinhof, que reproduce las palabras de su padre. El 5 de mayo de 1945 fue liberado. Ese día Víctor Cueto pesa 39 kilos, pero aún tiene fuerza para elevar una pancarta: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras». La lucha de Víctor Cueto tuvo su recompensa: la vida. Y su hija, luchadora como su padre, no está dispuesta a dejar de combatir. Ha logrado que la Audiencia Nacional procese a tres nazis que esclavizaron a su padre en Mauthausen. Pero Silvia no piensa detenerse ahí y quiere más responsabilidades. «Mi padre no fue a Austria porque quisiera, sino por el fascismo español y el nazismo alemán. Tan culpable fue Franco como Hitler», denuncia. Sólo pide a la Justicia «que no le tiemble la mano». A ella, le temblaron al entrar a Mauthausen.
Fuente: http://www.lne.es/asturias/