«Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos.» [1] Con estas conmovedoras palabras Fidel inició, de hecho, el cuerpo esencial de su alegato de autodefensa conocido como La Historia me absolverá. En estas breves reflexiones sobre […]
«Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos.» [1] Con estas conmovedoras palabras Fidel inició, de hecho, el cuerpo esencial de su alegato de autodefensa conocido como La Historia me absolverá.
En estas breves reflexiones sobre ese documento trascendental de nuestra Historia quisiera abordar varias cuestiones que considero esenciales y que responden a los objetivos del evento que nos reúne. De un lado, el que considero significativo y necesario examen de los más esenciales propósitos de aquella extraordinaria pieza de oratoria forense que, increíblemente, era pronunciada desde una pequeña sala del Hospital municipal de Santiago de Cuba, donde se celebraba la vista del juicio oral, con el evidente propósito de que la misma quedara silenciada, tanto en aquel mismo momento, cuanto de modo especial para la posteridad.
Asimismo quisiera adelantar algunas reflexiones sobre el inestimable valor jurídico y político de ese alegato y su significación en aquellos momentos y en la historia posterior de nuestras ideas políticas y jurídicas y nuestras luchas revolucionarias.
Como recordaba el mismo acusado, los magistrados de la Audiencia habían calificado aquel juicio como el más trascendental de la historia republicana, no obstante lo cual permitieron que se celebrara en un oscuro rincón, casi en un antro en el que se pretendió acallar la voz de los valientes y ocultar a la opinión pública las verdades que allí habrían de resplandecer.
Santiago de Cuba disponía de amplios e idóneos locales para administrar justicia con decoro, solemnidad y todo género de garantías formales y materiales, pero la tiranía batistiana quería impedir que se conocieran los detalles, no solo del combate librado en el Cuartel Moncada el 26 de Julio de ese año, sino de la cadena de crímenes horrendos que se cometieron sobre los prisioneros y los heridos; querían ocultar los móviles profundos que habían llevado a aquellos jóvenes a enfrentar, con armas precarias, al segundo bastión militar de la dictadura.
Desde el día de su captura se habían cernido sobre los que iban a ser juzgados, y especialmente sobre el Cro. Fidel, todo género de violaciones de los derechos y garantías que establecían las leyes y la Constitución, pero ninguna de esas acciones había podido debilitar ni en un ápice la fortaleza de espíritu, la decisión de lucha y el decoro de aquellos hombres.
Yo quisiera decir que no conservo una imagen mayor de la gallardía de Fidel que aquella que plasmó una foto de la época, en que se le ve esposado, derrotado militarmente, pero con la mirada llena de firmeza, y la valentía que no pudieron jamás doblegar sus carceleros. Para completar esa imagen, por casualidad o no, váyase a saber, esa foto del preso invencible tenía como fondo un retrato del Héroe Nacional, José Martí, como si su sombra alentara el gesto y la voluntad indoblegable del que consideraban derrotado prisionero. Así es fácil imaginarlo en aquel pequeño salón, al hacer su autodefensa.
Cuando aquel 16 de octubre quisieron silenciarlo -al menos para el testimonio de la posteridad, porque tenían que hacer siquiera un simulacro de juicio-, se enfrentaron a la más viril y estremecedora acusación, no solo contra aquel régimen político, sino contra todo el sistema social de explotación e injusticia.
Hazaña semejante solo podría encontrarse en el alegato de defensa que hizo ante sus jueces el heroico dirigente comunista búlgaro Jorge Dimitrov, cuando al ser procesado en Leipzig acusado por el incendio del Reichstag, convirtió su defensa en una extraordinaria acusación al régimen fascista.
En el caso de la autodefensa pronunciada aquel día por Fidel, creo que hay una primera cuestión que no siempre se ha apreciado en toda su hondura. Se trata, a mi modesto entender de lo que envuelve la pregunta siguiente: ¿Para quién hablaba aquel hombre escarnecido, incomunicado, que no podía esperar más que, como el mismo reconociera, el silencio en torno a su obra y la cárcel dura como no lo había sido para nadie, preñada de amenazas y de ruin y cobarde ensañamiento? En aquella pequeñísima salita del Hospital Municipal, contra lo que disponía la Ley Procesal, no se había dejado entrar al público. Como el mismo Fidel significó entonces, «solo habían dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en cuyos periódicos la censura no permitirá publicar una palabra.» Había allí, por único público, apiñados en la salita y en los pasillos, casi cien militares de la tiranía. A ellos se dirigió Fidel y sin ironía ni burla les agradeció la amable atención que le estaban prestando, y agregó que «Ojalá tuviera delante de mí a todo el Ejército.»
No es inútil ni baladí respondernos esa pregunta: entonces, ¿para quién hablaba aquel acusado? ¿Solo para los jueces, a los cuales sabía de antemano comprometidos con una sentencia sancionadora?
Creo, queridos compañeros, que aquel hombre hablaba para la Historia, para un pueblo que no había podido entrar en aquel rinconcito prohibido pero que miraba hacia aquel lugar, hacia aquella hazaña y hacia aquellos jóvenes como la última esperanza del decoro y el honor; hablaba para una posteridad que tendría que abrirse paso fatigosamente, en medio de un tortuoso camino, pero que indefectiblemente se abriría paso. Hablaba en fin, lo repito, para el juicio inequívoco de la Historia que llegaría -tenía fe absoluta en ello- a descubrir la verdad de aquellos amargos días, y se sometía a ese juicio inevitable: «Condenadme -terminaba diciendo- no importa, la Historia me absolverá».
Antes había dicho con toda su pasión: «Sé que me obligarán al silencio durante muchos años; sé que tratarán de ocultar la verdad por todos los medios posibles; sé que contra mí se alzará la conjura del olvido. Pero mi voz no se ahogará por eso: cobra fuerzas en mi pecho mientras más solo me siento y quiero darle en mi corazón todo el calor que le niegan las almas cobardes.»
Por eso pienso que la primera grandeza de aquel extraordinario alegato hay que encontrarla en la fe irreductible en el pueblo; en la fe inagotable en las potencialidades de los hombres decorosos; en la convicción sobre la certeza de aquella afirmación martiana de que en el mundo tiene que haber una cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz, y que cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres.
La primera grandeza de aquel alegato está, además, en la convicción de que era aquella la comprometida conducta consecuente con el honor y con la deuda de la patria con el Apóstol, y que en esa conducta nunca habría la cosecha del triunfo con sus ventajas. Quiero subrayarlo: la grandeza mayor consistió, a mi juicio, en el altruismo, en el desprendimiento, en el desinterés y en el sacrificio sin precio de aquel hombre que con sus palabras sintetizaba el sentir y el pensar de todos sus compañeros. No había pose, ni histrionismo, ni siembra provechosa para un mañana mejor. Había entrega total; valentía sin límites; honor sin recompensa; toda la grandeza del desprendimiento y de la modestia, es decir, toda la grandeza del genuino revolucionario que lo entrega todo sin esperar nada personal de su sacrificio.
Precisamente por eso podía decir Fidel, 50 años después, en ocasión de clausurar la Conferencia Internacional por el Equilibrio del Mundo, en homenaje al aniversario 150 del natalicio de Martí, que «De él recibimos igualmente su inspirador patriotismo y un concepto tan alto del honor y la dignidad humana como nadie en el mundo podría habérnoslo enseñado» [2] .
Y es precisamente por la sencillez de lo que se hace naturalmente, de lo que se hace con genuina convicción y con una perspectiva radical, que aquel alegato devino no solo testimonio del honor absoluto, sino programa fecundo para unir a un pueblo; proyecto de acción y de esperanza para aunar las voluntades dispersas; pensamiento fecundo para abrir las expectativas y mostrar los caminos.
La última de mis modestas reflexiones las dirigiré a este ángulo del alegato: su valor como programa político y como enlace histórico con toda la tradición revolucionaria anterior.
Ahora quisiera hacer brevísimas consideraciones sobre otra cuestión que ha sido abordada varias veces por juristas cubanos esclarecidos, pero sobre la que vale la pena volver en esta oportunidad, esto es, el valor jurídico y sobre todo jusfilosófico de la autodefensa de Fidel.
Ante todo quiero significar que en la misma estructuración técnica de su defensa, considerada desde el punto de vista estrictamente jurídico, hay un elemento que no siempre se pone de relieve: Fidel no se reduce a desbaratar la acusación con la más rigurosa lógica jurídica, demostrando que su conducta no tipifica el o los delitos imputados, sino que, yendo más allá de esos marcos normativos, esenciales, sin duda, no se deja aprisionar por el normativismo kelseniano que impera entonces en el pensamiento jurídico cubano y, por el contrario, entra en consideraciones políticas y jusfilosóficas, tanto cuando se defiende como cuando ataca, y siempre pone de manifiesto el alto vuelo de su pensamiento filosófico, jurídico de largo alcance, político y cultural en general.
Quisiera ampliar la anterior afirmación general. Siempre he recordado que en una de sus primeras intervenciones públicas, apenas a los meses de haber triunfado la insurrección en 1959, Fidel aludió a que era «hombre de mentalidad jurídica.» En aquella ocasión no solo yo, sino otros compañeros no nos conformamos con la simple admisión de que con ello Fidel hacía referencia a que era abogado o jurista, sino que estaba aludiendo a una forma especial de afrontar la realidad objetiva; a una lógica determinada, quizás más allá aún, a un proceso gnoseológico singular, característico de los que se forman en el trabajo jurídico. Muchas veces he vuelto sobre este asunto, desde distintas perspectivas, pero casi siempre en torno a la cuestión central que podría sintetizarse de este modo: ¿Cómo debe discurrir el pensamiento lógico de un jurista en el desempeño de su trabajo?, ¿cuáles deben ser los requerimientos esenciales de la gnoseología en que se apoye el jurista para alcanzar la verdad objetiva, la verdad jurídica y, con ellas, la justicia?
Tanto para el ejercicio mismo de la profesión y la constante necesidad de interpretar las normas jurídicas, cuanto para el anterior objetivo de formar profesionalmente a los juristas he tenido siempre muy presente que en el discurso del profesional del derecho hay una lógica que aparecía ya esbozada en el procedimiento que los romanos del siglo II a.n.e. (Lex Aebutia del 126) llamaron «formulario», por cuanto los magistrados que recibían las demandas, después de conocidas las oposiciones a ellas y antes de pasar la litis a los jueces o a los árbitros, redactaban un documento al que llamaron «fórmula», que tenía por objeto precisamente facilitar y esclarecer el trabajo de esos jueces o árbitros, disponiendo de forma inteligible y esencial, los términos de la litis, es decir, del debate legal.
Pues bien, en esa fórmula estaba ya, como he dicho, la esencia de la lógica que debe presidir el pensamiento jurídico: ante todo se reseñaba la demostratio, que no era más que la relación de los hechos fríamente señalados, simple exposición fáctica, sin ningún elemento valorativo; después venía la Intentio, es decir, la pretensión, lo que se quería alcanzar, el objetivo de la demanda; seguidamente la condemnatio que era la parte de la fórmula en que el Magistrado otorgaba jurisdicción o capacidad de juris dicere a los jueces o los árbitros y, si se trataba de cosas que podían perderse durante el litigio, se intercalaba la Adjudicatio que era, según el decir de Gayo, la parte de la fórmula que permitía adjudicar provisionalmente la cosa a uno de los contendientes o a un depositario judicial.
Por último estaban los argumentos tanto legales como éticos con que se pretendía calzar la Intentio, según los hechos descritos en la demostratio.
Véase que lógica más clara y directa: el pensamiento debe ir del dato sensible, de la señal empírica, sin adornos subjetivos, a la posterior valoración de su alcance y significado.
Siglos después Carlos Marx, recogiendo lo más sagaz y fecundo del pensamiento filosófico, señalaba que el conocimiento debía ir de la realidad sensible a la elaboración racional y nuevamente elevarse a lo concreto pensado.
No otra es la lógica que sigue presidiendo y ordenando nuestros actuales escritos judiciales y más aún, es la misma que está presente en el discurso contenido en las sentencias de los tribunales. Después de identificado el tribunal juzgador y la causa que se conoce, se describen en los Resultando Probados, solo los hechos materiales, probados realmente, fríamente descritos, sin adornos conceptuales o valoraciones subjetivas. Solo cuando se cuenta con tales hechos incontrastables se pasa a señalar en los Considerandos, qué elementos jurídicos atañen a esos hechos o, dicho en otras palabras, qué consideraciones jurídicas deben promover los mismos y en qué preceptos legales quedan subsumidos -lo cual supone también, dicho sea de paso- una importante acción lógico-formal. Solo cuando se han conjugado los hechos y sus consideraciones racionales es que el tribunal dicta el Fallo, su sentencia, su decisión final.
Este camino discursivo, inevitable ejercicio gnoseológico es el que permite que el jurista tome distancia de pasiones, resentimientos, falacias derivadas de situaciones emotivas y otros elementos que puedan alterar su escrupulosa valoración de cada asunto. Esa es la que muchos llaman lógica del jurista, y es el ademán y el hábito discursivo que conocemos como «mentalidad jurídica».
Es esa la lógica que tiene que estar también presente en el camino pedagógico de formación profesional del jurista. En este sentido, un jurista tan importante como Ronald Dworkin, aunque pensando desde las posiciones del sistema jurídico anglosajón o del Common Law, decía con absoluta propiedad que «A un abogado se le enseña a analizar las leyes y las opiniones judiciales para extraer de esas fuentes oficiales la doctrina jurídica. Se le enseña a analizar situaciones fácticas complejas a fin de resumir con precisión los hechos esenciales. Y se le enseña a pensar en términos tácticos, a diseñar leyes e instituciones legales que produzcan determinados cambios sociales decididos de antemano.» [3]
Pero esa lógica puede conducir a una inconsecuencia y de hecho muchas veces ha conducido a ella: en la vertiente de pensamiento normativista, tan arraigada entre nosotros, todo el trabajo discursivo se reduce a la estructura normativa y su sistema y se abandona toda otra consideración de contenido, especialmente las apreciaciones éticas, políticas, económicas, etcétera.
En el alegato de Fidel advertimos un perfecto manejo de la lógica jurídica, de eso que llamamos «mentalidad jurídica», pero sin las limitaciones normativistas. De inmediato vemos como su pensamiento se apoya en consideraciones doctrinales, históricas, políticas y económicas.
En ese sentido Fidel se queja precisamente de que el Fiscal se ha limitado exclusivamente a leer el Artículo 148 del Código de Defensa Social, en función del cual y de la concurrencia de agravantes solicitó la respetable cantidad de 26 años de privación de libertad. Con elegante ironía declara que «Dos minutos me parece muy poco para pedir y justificar que un hombre se pase a la sombra más de un cuarto de siglo.»
De inmediato pasa a desbaratar el argumento fiscal, demostrando que su conducta y la de sus compañeros de acción no tipifican el delito contenido en el citado Art. 148. Dicho artículo, que Fidel cita textualmente decía: «Se impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevase a efecto la insurrección.»
Entonces Fidel se empina sobre la mejor doctrina jurídica y toda la lógica del Derecho y comienza a batir políticamente la acusación fiscal: «¿En qué país está viviendo el señor fiscal? ¿Quién le ha dicho que nosotros hemos promovido alzamiento contra los Poderes Constitucionales del Estado?». Y entonces afirma contundentemente que la dictadura que oprime a la nación «no es un poder constitucional, sino inconstitucional; se engendró contra la Constitución, por encima de la Constitución, violando la Constitución legítima de la República.» Y por cierto que a renglón seguido afirma algo que muchos han querido olvidar dentro de la doctrina constitucional: «Constitución legítima es aquella que emana directamente del pueblo soberano».
De tal modo, al mismo tiempo que desmontaba uno de los esenciales elementos de tipificación del delito imputado por el Fiscal, comenzaba el que sería estremecedor ataque jurídico y político contra la tiranía.
Pero todavía Fidel alude a otro elemento de falta de tipificación: el artículo 148 del Código de Defensa Social se refiere a alzamientos armados contra los poderes constituidos, considerándolos en plural, según la adhesión iusfilosófica a la doctrina de la tripartición de poderes sostenida por Montesquieu, y Fidel dice que ellos no habían atacado esos tres poderes clásicos admitidos por la doctrina constitucional, «Nosotros -afirma- hemos promovido rebelión contra un poder único, ilegítimo, que ha usurpado y reunido en uno solo los Poderes Legislativo y Ejecutivo de la nación, destruyendo todo el sistema que precisamente trataba de proteger el artículo del código que estamos analizando».
Es entonces que Fidel narra con verdadero dramatismo tanto todos los hechos relacionados con la preparación del ataque, cuanto el desarrollo del mismo y los horrendos crímenes que siguieron a la derrota militar aquella madrugada.
Para una valoración normativista y formal de una prudente estrategia de defensa hubiera bastado con desmontar, como ya vemos que lo logró, los elementos de tipificación del delito imputado. Sin embargo, Fidel no se detuvo en tan estrechos límites. De inmediato paso al ataque, a convertir a los acusadores en reos de los enormes delitos que habían cometido contra la Constitución y contra el pueblo; a sentar en el banquillo de los acusados a aquellos que habían usurpado el poder constituido y ahora pretendían sancionarlo por defender los más esenciales valores democráticos y martianos.
Entonces aquel hombre declara al Tribunal: «Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía una Constitución, sus leyes, sus libertades;… El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya solo faltaban unos días para hacerlo.» Y siguió señalando que cuando la ciudadanía dormía, los espectros del pasado se habían conjurado y ahora la tenían agarrada por las manos, por los pies, y por el cuello. Se había producido el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 y Fidel da a conocer al Tribunal que entonces un humilde ciudadano que quería creer en las leyes de la república y en la integridad de sus magistrados se personó ante el Tribunal penal competente y acusó al tirano por la comisión de varios y horrendos delitos.
En todos los casos hacía referencia al mismo Código de Defensa Social que ahora se esgrimía para pretender imponerle una sanción de 26 años de privación de libertad. En aquella ocasión el joven abogado pedía al Tribunal penal para el tirano usurpador, sanciones mucho mayores por la comisión de varios delitos perfectamente tipificados en su conducta golpista.
«Incurrirá en una sanción de privación de libertad de seis a diez años -decía el mismo Código de Defensa Social- el que ejecutare cualquier hecho encaminado directamente a cambiar en todo o en parte, por medio de la violencia, la Constitución del Estado o la forma de gobierno establecida.»
Esgrimía otro precepto de la Ley penal entonces vigente: «Se impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevase a efecto la insurrección.»
Pero no terminaban ahí los delitos en que había incurrido el golpista de marzo y que denunciaba aquel viril joven abogado: el mismo Código de Defensa Social señalaba que «El que ejecutare un hecho con el fin determinado de impedir, en todo o en parte, aunque fuese temporalmente al Senado, a la Cámara de Representantes, al Presidente de la República, o al Tribunal Supremo de Justicia, el ejercicio de sus funciones constitucionales, incurrirá en una sanción de privación de libertad de seis a diez años».
Otros preceptos invocaba aquel acusador: «El que tratare de impedir o estorbar la celebración de elecciones generales, incurrirá en una sanción de privación de libertad de cuatro a ocho años».
Otro precepto tipificaba la conducta del que «…introdujere, publicare, propagare o tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho, orden o decreto que tienda… a provocar la inobservancia de las leyes vigente, incurrirá en una sanción de privación de libertad de dos a seis años.»
Los actos realizados por el tirano asumiendo la jefatura del Ejército con su subrepticia entrada en el campamento militar de Columbia también quedaban tipificados en la Ley Penal: «El que sin facultad legal para ello ni orden del Gobierno, tomare el mando de tropas, plazas, fortalezas, puestos imitares, poblaciones o barcos o aeronaves de guerra incurrirá en una sanción de privación de libertad de cinco a diez años».
Finalmente declaraba el mismo Código de Defensa Social que «Igual sanción se impondrá al que usurpare el ejercicio de una función atribuida por la Constitución como propia de alguno de los Poderes del Estado.»
Y entonces Fidel daba a conocer al Tribunal que lo juzgaba, que ese joven abogado pidió al Tribunal Penal competente, con todos esos elementos de juicio irrebatibles, nada menos que la sanción, para Fulgencio Batista y sus 17 cómplices, de 108 años de cárcel, como establecía inequívocamente el Código de Defensa Social, con toda las agravantes de reincidencia, alevosía y nocturnidad.
Fidel, llegado a este momento, hace una de las declaraciones más sorprendentes de su alegato: «Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde que un día se presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que castigaran a los ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones, y ahora, cuando es a mí a quien se acusa de querer derrocar este régimen ilegal y restablecer la Constitución legítima de la república, se me tiene setenta y seis días incomunicado en una celda, sin hablar con nadie ni ver siquiera a mi hijo; se me conduce por la ciudad entre dos ametralladoras de trípode, se me traslada a este hospital para juzgarme secretamente con toda severidad y un fiscal con el Código en la mano, muy solemnemente, pide para mí veintiséis años de cárcel».
Pero lo más significativo de aquellas denuncias de Fidel, considerándolas dentro de los estrictos límites jurídicos, consiste sin duda en que las mismas no se reducen a los marcos del normativismo sino que, por el contrario, Fidel hace gala del más profundo dominio de la doctrina constitucional y de sus más importantes significados y valores políticos.
En ese sentido se adelanta a los posibles contrargumentos de la fiscalía y aborda directamente el problema de la Revolución como fuente de derecho. Cincuenta años después de aquellas palabras tendremos que reconocer los juristas cubanos que muy poco, para no decir que nada, se ha escrito y reflexionado al respecto con el nivel de profundidad y sagacidad con q1ue lo hizo en aquella ocasión Fidel, acusado, incomunicado y privado en gran medida del acceso a fuentes bibliográficas deseadas.
En su alegato declaró de inmediato, «Admito y creo que la revolución sea fuente de derecho; pero no podrá llamarse jamás revolución al asalto nocturno a mano armada del 10 de marzo.»
Yendo a la esencia del problema y asumiéndolo en todo su alcance deja claro que una revolución es un cambio profundo en el organismo social. Y es sorprendente con qué profundidad e incluso erudición entra a considerar la doctrina del derecho a la defensa de la Constitución o, el derecho a la resistencia violenta. No se limita, quiero repetirlo, a alegar el Art. 40 de la Constitución del 40, que rezaba: «Es legítima la resistencia adecuada para la protección de los derechos individuales garantizados anteriormente», sino que hace referencia a las afirmaciones del entonces profesor de Derecho Constitucional Ramón Infiesta, y la diferencia que el mismo establecía entre la que llamaba Constitución Política y Constitución Jurídica, significando sus interesantes apreciaciones en el sentido de que «a veces se incluyen en la Constitución Jurídica principios constitucionales que, sin ello, obligarían igualmente por el consentimiento del pueblo, como el principio de la mayoría o de la representación en nuestras democracias».
Alude a las pragmáticas conclusiones de León Duguit, que fuera respetado Decano de la Facultad de Derecho de Burdeos, en su famoso y entonces casi sacrosanto Tratado de Derecho Constitucional.
En sus argumentaciones, al paralelo de ir destrozando la supuesta legitimidad de los Estatutos Constitucionales de 1952 va articulando los soportes doctrinales y iusfilosóficos del derecho a la resistencia armada contra los regímenes tiránicos. Véase como desborda sus conocimientos históricos señalando que el derecho de rebelión contra el despotismo ha sido reconocido desde la más remota antigüedad, por hombres de todas las posiciones doctrinales, todas las ideas políticas y sociales y todas las creencias religiosas.
Hace referencia entonces a la existencia de ese derecho en las monarquías teocráticas de la antigua China, en la India, de la cual recuerda que uno de sus guías espirituales decía que «una opinión sostenida por muchos es más fuerte que el mismo rey. La soga tejida por muchas fibras es suficiente para arrastrar a un león».
Recuerda como en la Grecia antigua no solo se admitía, sino que se apologizaba la muerte violenta de los tiranos; y su recuento doctrinal de este derecho político esencial la sigue con todo rigor en la Edad Media, aludiendo al pensamiento de Juan de Salisbury en su obra Libro del Hombre de Estado; hace referencia a Santo Tomás de Aquino en la Summa Teológica en cuya obra si bien rechazó la doctrina del tiranicidio admitió que los tiranos debían ser depuestos por el pueblo.
Menciona, por supuesto, las tesis de Martín Lutero y de su discípulo Felipe Melanchton, ambos sosteniendo la legitimidad del derecho de resistencia contra los gobiernos que devienen tiránicos. Recuerda que Calvino, «el pensador más notable de la Reforma desde el punto de vista de las ideas políticas, postula que el pueblo tiene derecho a tomar las armas para oponerse a cualquier usurpación».
Lleva su rastreo de esa doctrina del derecho a la resistencia hasta la referencia a un jesuita español de la época de Felipe II, Juan Mariana, quien en su libro De Rege et Regis Institutione, para recordar que ese religioso había dicho que cuando el gobernante usurpa el poder, o cuando, elegido, rige la vida pública de manera tiránica, es lícito el asesinato por el simple particular.»
Hace referencia incluso a un escritor francés de segundo rango Francisco Hotman, señalando que este sostenía la idea de que entre gobernantes y subiditos existía el vínculo de un contrato y que el pueblo podía alzarse en rebelión frente a la tiranía de los gobiernos que violaran los términos de esa especie de contrato social.
Menciona un folleto que según Fidel fue muy leído en esa misma época de Hotman, titulado Vindiciae Contra Tyrannos, que había sido firmado con el seudónimo de Stephanus Junius Brutus en el que se proclamaba igualmente el derecho a la resistencia a los gobernantes que oprimían al pueblo.
En ese recorrido exhaustivo por la doctrina del derecho de resistencia no deja de mencionar a Juan Knox y Juan Poynet que sostuvieron igual punto de vista, y hace una mención especial a Jorge Buchman que también sostiene que si el gobierno logra el poder de manera arbitraria o rige los destinos del pueblo de forma injusta y tiránica, existe el derecho a que se le destituya e incluso a que se le prive de la vida.
De forma casi aplastante, en ese recorrido por la historia del pensamiento político de la humanidad, poniendo de relieve la casi unanimidad del filón progresista de dicho pensamiento en cuanto a la admisión del derecho a la resistencia, se refiere a Juan Altusio, ya en el siglo XVII, quien en su Tratado de Política, declara que la soberanía como autoridad suprema del Estado nace del concurso voluntario de todos sus miembros y que la autoridad de todo gobierno se apoya en el pueblo y en consecuencia, el ejercicio injusto o extralegal o arbitrario exime al pueblo del deber de obediencia y justifica la rebelión y la resistencia.
Aquel hombre amenazado, cuya voz habían querido silenciar; aquel hombre derrotado militarmente, para el cual el señor Fiscal pedía tranquilamente veintiséis años de privación de libertad hacia doctrina política y filosofía del Derecho en aquella sala del Hospital Municipal, para ilustración de los que le juzgaban. A esos hombres les señalaba que ese derecho a la resistencia estaba en la raíz misma de nuestra existencia política, y que gracias a él esos magistrados podían vestir sus togas con las cuales ojalá hicieran verdadera justicia.
Con gran penetración recuerda que en Inglaterra, en el siglo XVII fueron destronados dos reyes, Carlos I y Jacobo II, por actos de despotismo. Entonces Fidel señala que: «Estos hechos coincidieron con el nacimiento de la filosofía política liberal, esencia ideológica de una nueva clase social que pugnaba entonces por romper las cadenas del feudalismo. Frente a las tiranías de derecho divino esa filosofía opuso el principio del contrato social y el consentimiento de los gobernados, y sirvió de fundamento a la revolución inglesa de 1688, y a las revoluciones americana y francesa de 1775 y 1789».
Deja claro entonces Fidel que esos acontecimientos fueron los que trazaron el camino de la liberación de las colonias españolas en América.
Señala que esa filosofía alentó el pensamiento político y constitucional que entre nosotros se abre paso desde la constitución de Guáimaro hasta la misma de 1940, pero agrega con tremenda audacia, «influida esta última ya por las corrientes socialistas del mundo actual que consagraron en ella el principio de la función social de la propiedad y el derecho inalienable del hombre a una existencia decorosa, cuya plena vigencia han impedido los grandes intereses creados.»
Tomando entonces otro ángulo no menos importante de estas nociones de la iuspublicística avanzada recuerda que ya en 1649 Juan Milton declaraba que el poder o la soberanía residía en el pueblo y que este, en consecuencia, podía nombrar y destituir a los reyes; que John Locke en su Tratado del Gobierno Civil levantó también las ideas de que ante la violación de los derechos naturales del hombre, el pueblo tenía el derecho y el deber de suprimir o cambiar al gobierno. Citaba incluso palabras textuales del inglés: «El único remedio contra la fuerza sin autoridad está en oponerle la fuerza».
Recordaba también al ginebrino Juan Jacobo Rousseau, paradigma iuspublicístico de la democracia más avanzada dentro del pensamiento del siglo XVIII quien había dicho en su obra cumbre El Contrato Social que «Mientras un pueblo se ve forzado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo y lo sacude, hace mejor, recuperando su libertad por el mismo derecho que se la han quitado». Hace una larga cita de la misma obra de Rousseau en que se aborda este problema y de la cual quiero consignar estas palabras: «Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad de hombre, a los derechos de la Humanidad, incluso a sus deberes. No hay recompensa posible para aquel que renuncia a todo. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y quitar toda la libertad a la voluntad es quitar toda la moralidad a las acciones».
Recuerda también a Thomas Paine quien dijera que un hombre justo es más digno de respeto que un rufián coronado.
Pero acude también a la mejor tradición constitucional del pensamiento liberal avanzado y recuerda que la Declaración de Independencia adoptada en el Congreso de Filadelfia el 4 de julio de 1776 declaró que «Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales se cuenta la vida, la libertad y la consecución de la felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tienda destruir esos fines, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y organice sus poderes en la forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y felicidad».
También recuerda la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la cual, según sus propias palabras, legó a las generaciones posteriores este principio: «Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para este el más sagrado de los derechos y el más imperioso de los deberes».
Seguidamente enlaza todos esos argumentos con lo que resulta esencial, a mi juicio, en las razones profundas de esos razonamientos anteriores, esto es, con el imperativo patriótico de nuestra Historia y su tradición libertaria.
Porque quisiera formular nuevamente una pregunta semejante a la que ya antes me hice: ¿Por qué ese acusado se desgasta en argumentos iusfilosóficos, políticos, doctrinales, sobre el Derecho de resistencia y los soportes morales del mismo, cuando ellos no han sido aludidos por el Ministerio Fiscal y apenas se ha hecho una pésima tipificación de un delito de rebelión que muy pronto quedó desmantelada? ¿Por qué el acusado no se limita al contenido normativo y formal de la acusación y, por el contrario, aplasta a la misma, además, en sus fundamentos filosóficos, éticos, políticos e históricos?
¿Hablaba para el Fiscal que no se había mostrado interesado en este ángulo del problema, que no parecía importarle y que seguramente apenas entendería sus razones a ese respecto? ¿Hablaba para el Tribunal, que aún admitiendo que tuviera más cultura política y iusfilosófica indudablemente no iba a variar sus decisiones por la concurrencia de razones puramente doctrinales y filosóficas? ¿Hablaba para los ignorantes soldados que le escuchaban o apenas para dos o tres periodistas allí presentes?
Creo que la razón hay que encontrarle en la percepción que evidentemente tenía entonces Fidel, y ha tenido después ininterrumpidamente, de que las ideas políticas y jurídicas avanzadas forman cuerpo y sangre de nuestra tradición libertaria y están en la esencia de nuestra historia constitucional desde los días de Guáimaro. Me resulta claro que siempre para Fidel el Derecho ha sido en Cuba reservorio de las expresiones políticas del camino de independencia y libertad; el Derecho ha sido algo más que esqueleto normativo en tanto es cuerpo de conductas que expresan los más altos ideales de la libertad humana, de la justicia social y de la desalienación del hombre.
Al hacer ese recuento por la historia del pensamiento jurídico y por los brillantes caminos del pensamiento iusfilosófico Fidel ponía sobre la mesa todo el aliento y la fuerza motora que daba inspiración a las ideas de justicia y libertad que alentaban en el pecho de los asaltantes del Moncada.
No era retórica, no era simple maniobra jurídica dentro del plan de la defensa. Era proclamación de los valores esenciales en que se sostenía y se ha seguido sosteniendo el legado libertario de nuestros antepasados.
No quiero detenerme en otros particulares del alegato que han merecido en algunos momentos la atención de historiadores y politólogos. Sólo quiero mencionar la extraordinaria significación que tiene, en aquellos contextos, el concepto o el alcance que Fidel otorga a la categoría «pueblo».
No creo necesario recordar que la burguesía revolucionaria del siglo XVIII había traducido demos, vocablo griego de exacto valor social, político y económico, por la vaga connotación de «pueblo» en cuyo concepto se perdieron las precisiones sociales y económicas y se eliminaron con ello las connotaciones clasistas. Desde entonces el concepto se ha llenado de vacuidades. De hecho daría lugar a muchísimas interrogantes: ¿Es pueblo también la alta burguesía? ¿O es pueblo solo la alta burguesía, como pretendió un ala conservadora de los girondinos? ¿Eran pueblo y debían entenderse como pueblo solo a los propietarios contribuyentes, como también asumió e incluso impuso el ala girondina de la revolución?
Claro que se trataba de una manipulación que levantaba el concepto de pueblo como una abstracción muy elástica, sustrayéndole su contenido clasista, con lo cual se iniciaba el camino de las vacuidades conceptuales que se han ido incorporando a toda la politología moderna y, de paso o esencialmente, al concepto de «democracia«.
Entonces es admirable comprobar cómo Fidel retoma ese concepto vaporizado y le introduce todo el contenido clasista de que han querido despojarlo.
Dice firmemente contestando a preguntas que se ha hecho el mismo Fiscal en cuanto a las fuerzas o los medios con que contaban los asaltantes y responde que contaban, sobre todo, con el pueblo. Pero inmediatamente agrega: «Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre». Y seguidamente empieza a decir que llama pueblo, si de lucha se trata a los 600 mil cubanos sin empleo; a los 500 mil obreros del campo que habitan en bohíos; a los maestros sin escuela y, en fin, a la larga cadena de los desposeídos y explotados que son enumerados en una relación conmovedora. Entonces levanta su voz y declara «¡Ese es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje!
¡A ese pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: «te vamos a dar», sino: «Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad y la felicidad».
Finalmente quisiera señalar, de manera muy breve, la significación que tuvo en el plano inmediato, y también en el mediano plazo aquel alegato formidable. No me refiero al alcance histórico absoluto del mismo. Creo que ese alcance ha sido apreciado con creces y poco podría agregar a las sabias reflexiones que ya se han hecho al respecto. Quiero solo subrayar lo que significó en aquellos días, meses, años, en que fraguaba el propósito de rebeldía contra la tiranía.
De hecho, todos lo sabemos, cuando aquellas palabras fueron salvadas gracias a la acción de una periodista revolucionaria y el esfuerzo, la abnegación y el heroísmo de los combatientes clandestinos del incipiente Movimiento 26 de Julio, y comienzan a correr de mano en mano, de círculo en círculo, de célula en célula en que empiezan a agruparse las fuerzas de la rebeldía, cuando eso ocurre, ese discurso se convierte no solo en conciencia de compromiso para aquella generación, sino que deviene el por todos conocido como Programa del Moncada.
Desde ese momento la Revolución no es una duda abierta a la especulación; la Revolución está ya dotada de un programa en que se sintetizan con radicalismo y profunda pupila los problemas principales de nuestra nación, arrastrados en cien años de lucha frustrada e inacabada. Es el programa de la revolución que expresa y brinda solución al centenario problema nacional cubano.
Al proclamar las leyes que se dictarían una vez asumido el poder, al establecer el alcance de aquel movimiento, al mostrar sus elevados objetivos aquel hombre acorralado, evidentemente sancionado, derrotado militarmente, abría a los ojos de las juventudes sedientas de justicia, el camino de la unidad y la perspectiva realista de la lucha.
Pero quiero agregar, además, que al hacerlo, como único era posible en aquellos momentos, no solo mostraba el camino o ideario pragmático al cual se sujetarían las acciones revolucionarias una vez vencida la lucha armada; no solo establecía los caminos y bordes de la gran obra transformadora que habría que emprender, sino que mostraba el enlace esencial entre todo el caudal de ideas libertarias a que antes nos hemos referido y el destino inequívoco de nuestro pueblo, según sus más puras y nobles tradiciones.
Antes dije, y ahora quiero retomar, que al recorrer toda la doctrina del derecho a la resistencia y poner de relieve que la misma y su ideario de libertad y democracia estaban en la médula de nuestra tradición constitucional, enlazaba ese depósito universal de ideas y valores con nuestra Historia particular, y mas aún, ponía al desnudo la necesidad de que la conciencia nacional asumiera ahora, en aquellas horas dramáticas, ese legado de luz y lucha.
Por eso, casi al terminar, cuando ha desenvuelto todo el rosario de ideas antes señaladas, dice: «Pero hay una razón que nos asiste más poderosa que todas las demás: somos cubanos, y ser cubano implica un deber, no cumplirlo es crimen y es traición. Vivimos orgullosos de la historia de nuestra patria; la aprendimos en la escuela y hemos crecido oyendo hablar de libertad, de justicia y de derechos. Se nos enseñó a venerar desde temprano el ejemplo glorioso de nuestros héroes y de nuestros mártires. Céspedes, Agramonte, Maceo Gómez y Martí fueron los primeros nombres que se grabaron en nuestro cerebro… Nacimos en un país libre que nos legaron nuestros padres, y primero se hundirá la Isla en el mar antes que consintamos en ser esclavos de nadie… Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es digno, su pueblo es fiel a su recuerdo… ¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!».
Fidel entrega entonces, para la generación en que vive y las que le suceden, no solo el Programa político del Moncada, de la fase inicial de la Revolución, sino el legado de dignidad y honor que Cuba no puede abandonar jamás.
Notas:
[1] Fidel Castro Ruz. La Historia me absolverá. Ediciones Políticas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. De aquí en adelante todas las citas de La Historia me absolverá se harán por esta edición.
[2] Fidel Castro. Discurso clausura de la Conferencia Internacional por el Equilibrio del Mundo. Notas taquigráficas. Diario Juventud Rebelde. La Habana, 30.1.2003. Pág. 4.
[3] Ronald Dworkin. Los derechos en serio . Editorial Ariel Derecho. España 1995. Título original en inglés: Taking Rights Seriously. Artículo, «La jurisprudencia». En obra citada. Pág. 44.
Fuente:http://www.lajiribilla.co.cu/2009/n448_12/448_08.html