El Nobel buscó no solo su genealogía gallega, sino la deuda de su propia literatura con la tradición gallega.
El escritor colombiano ganador de Premio Nobel Gabriel Garcia Márquez, en una visita a Barcelona en abril de 2005 – AFP /Cesar Rangel
Hace tres años, durante el festival literario La Commedie du Livre de Montpellier, fui invitado por una asociación cultural colombiana a un encuentro con lectoras del país de Gabriel García Márquez. Aquellas alegres damas -cultas, dicharacheras, informadas y espontáneas- habían elegido La balada de los miserables para su club de lectura y me comentaron orgullosas que habían rastreado en mi novela evidentes huellas del realismo mágico de su Gabo. Yo, anteponiendo mi sinceridad al deseo de agradar el patriotismo literario de mis anfitrionas, negué rotundamente la unánime aseveración.
-Os equivocáis de punta a punta, mis queridas guajiras -respondí humoroso pero tajante-. Soy yo quien ha influido sobre García Márquez, no viceversa.
Las carcajadas de mis interlocutoras se pudieron escuchar de Maracaibo a Barranquilla, e incluso alguna se acercó al estrado a brindar conmigo la ocurrencia, pues habían tenido la delicadeza de programar el encuentro en un local dotado de un muy hospitalario libre-bar. Estos gestos de amor a la cultura son desconocidos en España.
Yo continué mi argumentario con el aplomo de saber ya irremediablemente seducido a mi auditorio. Y hablé de Tranquilina Iguarán Cotes, abuela y musa de Gabo, panadera cuya familia había llegado desde Galicia a las cercanías de Macondo, y que distraía al nieto relatándole extraños episodios donde lo natural y lo sobrenatural convivían cordialmente.
Lo contó el propio novelista en un artículo de El País de 1983: «Surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia. Sólo entonces entendí de dónde había sacado la abuela aquella credulidad que le permitía vivir en un mundo sobrenatural donde todo era posible, donde las explicaciones racionales carecían por completo de validez».
A riesgo de ofender todavía más gravemente a mis anfitrionas, les di la mala nueva de que su realismo mágico había nacido, mucho antes de que lo etiquetaran en Aracataca los entomólogos culturales del boom, en alguna aldea umbrosa de Galicia. En todas las umbrosas aldeas de Galicia, más bien, hubo siempre una Tranquilina narradora. «Murió muy vieja, ciega, y con el sentido de la realidad trastornado por completo, hasta el punto de que hablaba de sus recuerdos más antiguos como si estuvieran ocurriendo en el instante, y conversaba con los muertos que había conocido vivos en su juventud remota», seguí leyendo la confesión de García Márquez sobre la tierra y las leyendas inspiradoras de su originalidad.
También les cité El olor de la guayaba (1982), libro de conversaciones de Gabo con su amigo Plinio Apuleyo, al que confiesa cómo redactó Cien años de soledad: «Usando el mismo método de mi abuela. Es decir, narrar las historias más extraordinarias, inverosímiles y conmovedoras con la cara de palo con que las contaba ella». Se había disipado tanto la incredulidad inicial de mis oyentes, que a todas, mágicamente, les habían desaparecido los párpados del rostro.
A García Márquez, con el descubrimiento tardío del origen gallego de su genio -continué martirizando a las lectoras colombianas- solo le quedaban las opciones de confesarse íntimamente impostor o de hacerse gallego. Y se hizo gallego, pues era hombre con alta estima de sí mismo.
Recuerda García Márquez en sus memorias un encuentro que mantuvo, a finales de los 60 y en un restaurante del Raval barcelonés, con el poeta, gastrónomo y novelista mágico gallego Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, 1911 – Vigo, 1981). No precisa el colombiano la fecha de aquella cena, pero casi con toda seguridad se produjo ya después de publicado Cien años de soledad (1967). Gabo sí recuerda que le habló a Cunqueiro de su abuela Tranquilina, y de cómo recreó su carácter en la esposa de José Arcadio Buendía, Úrsula Iguarán, que destrozó contra el suelo el astrolabio de su marido cuando este comprendió que la tierra era redonda: «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo. Pero no trates de inculcarle a los niños tus ideas de gitano».
Aunque Arturo Uslar Pietri (Caracas, 1906-2001) ya había usado en 1947 la expresión «realismo mágico» para calificar «una adivinación poética o una negación poética de la realidad», la expresión no alcanzó popularidad universal hasta la llegada de los Buendía a los hogares del mundo.
Desgraciadamente, ningún estudioso ni periodista se interesó, antes de la muerte de Cunqueiro y Gabo, en invitarlos a hacer memoria sobre aquel encuentro del Raval, sobre el contenido de la conversación, ni si el gallego -socarrón, dandi y bon vivant– le dijo a Gabo que él llevaba escribiendo realismo mágico desde mucho antes de Cien años. Ni que el gallego nacía, se culturizaba y moría en claves de realismo mágico. ¿Qué expresión más contundente que la santa compaña existe del realismo mágico? ¿O los hombres, niños y mujeres que en la romería de Santa Marta de Ribarteme (As Neves) procesionan dentro de ataúdes y amortajados mientras el público salmodia: Virxe Santa Marta, estrela do Norte, traémosche os que viron a morte (Virgen de Santa Marta, estrella del norte, te traemos a los que vieron la muerte)?
Tampoco nunca sabremos si Cunqueiro le habló a Gabo de Wenceslao Fernández Flórez o del mismo Ramón María del Valle-Inclán, otros autores gallegos que hacían realismo mágico incluso ya antes de que a mediados de los años 20 se acuñara el término para describir una corriente pictórica.
«Una noche en que la inquietud le había arrojado de su guarida llevándole a vagar cautelosamente por lo más intrincado de la fraga, tuvo una visión que le llenó de pavura. Por entre robles y castaños, siguiendo las sinuosidades de una vereda casi cubierta por los tojos, vio avanzar un fantasma. Era un fantasma enteramente igual a cualquier otro fantasma aldeano». Es un fragmento de El bosque animado, de 1943, para muchos primera novela encuadrable en el realismo mágico, tal como lo desarrollaron Márquez y otros autores del boom.
Así lo defendió la prestigiosa doctora en Filología y crítica madrileña Pilar Palomo, entre muchos otros estudiosos. Lo mismo que hace la también filóloga Massimila Diclorsi con Cunqueiro, cuyas «felices ocurrencias de realismo mágico» se resumen en un epigrama del propio autor mindoniense: «Todos mis personajes están en el prodigio como en una redoma de cristal». Difícil una declaración más josearcadiana.
Emundo Moure, escritor chileno, rastrea el realismo mágico de los autores gallegos incluso antes, en Valle-Inclán, que se esforzaba en convertirse en espectro antes de sentarse a escribir: «Yo quisiera ver el mundo desde la perspectiva de la otra ribera». Moure ya ve en El ruedo ibérico (1927-1932) unos «cien años de soledad» avant-la-lettre.
La obsesión gallega de Gabo, que a buen seguro ya había oído comparar su Macondo con el Cecebre de Fernández-Flórez, lo llevó incluso a realizar algún excéntrico encargo. Contrató o pidió a su hermana Ligia, historiadora, que robara tiempo investigador a rastrear la aldea de la que partió Tranquilina. Murió sin saberlo, para su desgracia. Como dijo Camilo José Cela, «no se es gallego impunemente».
Unos 20 años después de la cena del Raval con Cunquiero, García Márquez recibió en Los Angeles al periodista lucense Carlos G. Reigosa con estas palabras: «¿También tú por aquí? Ah, gallego, gallego. ¡Los gallegos somos los seres más testarudos del mundo! Se lo he dicho muchas veces a Fidel Castro, que, como buen gallego, es de una terquedad ilimitada».
Y así, ilimitado terco, el falso inventor del realismo mágico se sintió, por fin, gallego. A ver si la Santa Compaña no van a ser almas en pena de escritores que nunca pudieron ser gallegos. Habrá que investigarlo.
Fuente: https://www.publico.es/culturas/huella-gallega-realismo-magico-garcia-marquez.html