Asomarse al pasado es una operación no exenta de trampas. Una de ellas es que nuestra ventaja sobre los que lo vivían -sabemos qué pasó después- lleva a menudo a incurrir en dos posibles yerros. El primero supone olvidar que ellos no podían saber lo que sucedería y enjuiciarles como si hubieran debido saberlo. El […]
Asomarse al pasado es una operación no exenta de trampas. Una de ellas es que nuestra ventaja sobre los que lo vivían -sabemos qué pasó después- lleva a menudo a incurrir en dos posibles yerros. El primero supone olvidar que ellos no podían saber lo que sucedería y enjuiciarles como si hubieran debido saberlo. El segundo consiste en que se puede concebir la historia como una cadena de hitos necesarios e inevitables, y su curso como el único posible. Los historiadores lo llamamos trampa teleológica, aunque estamos muy lejos de ser inmunes a ella.
Ninguna página de nuestro ayer es tan víctima de esa trampa como la II República que nació tal día como hoy hace 81 años. Como cinco años después estalló una brutal guerra civil, han sido muchos los que han sumado uno y uno y les ha salido que la una abocaba a la otra. Eso es lo que hizo durante décadas la dictadura franquista, que se legitimó a sí misma elaborando la imagen de una República caótica y sangrienta que solo podía acabar en una revolución comunista o en la lucha entre España y la Anti-España. Pero, aunque con tonos menos tétricos, la leyenda negra sobre la República ha tenido más cultivadores. Ante el poderoso foco de atracción que es la Guerra Civil, los años 1931-36 han tendido a verse solo como origen, prólogo e incluso primer acto del desgarro bélico, y a su vez eso ha llevado a presentarlos como la crónica de una muerte anunciada, como la historia de un fracaso inevitable y de un imparable descenso hacia la catástrofe.
Por supuesto, hay otra manera de ver las cosas. Cuando la República echó a andar no le acompañaban tambores de guerra. Las fuentes de época coinciden en pintar el clima de euforia popular, fiesta pacífica y enormes expectativas que rodeó su llegada aquel 14 de abril. Después de décadas de gobiernos cada vez más incapaces de responder a los retos y demandas generados por una sociedad en plena transformación, y con un sistema político en crisis que no dudó en asumir la fórmula dictatorial del general Primo de Rivera, todo se derrumbó como un castillo de naipes y sin que corriera una sola gota de sangre. Unas elecciones municipales acabaron con el reinado de Alfonso XIII, y con él cayeron en cadena la monarquía y el propio régimen de la Restauración. Hasta el calendario ayudaba a representar el nuevo régimen como radical cesura: la República llegaba un mes de abril, cual primavera que rompe tras un largo invierno y todo lo transforma.
Los cambios, además, no serían flor de un día. Los gobiernos del nuevo régimen pusieron al país en los rieles de las profundas reformas que parecían exigir sus bases y discursos. En pocos meses se intentó resolver problemas arrastrados durante décadas: se aplicó un ambicioso programa educativo; se abrieron para las mujeres nuevos espacios en los terrenos privado, laboral y político (derecho al voto); apareció el «Estado integral», precedente del actual Estado autonómico; fue regulado el mercado laboral implicando a ayuntamientos y sindicatos; se programó una anhelada reforma agraria que había de paliar la miseria de millones de campesinos sin tierras; se intentó modernizar y despolitizar al Ejército… No eran iniciativas dispersas, sino fruto de un amplio proyecto de democratización social y política que pasaba por la primacía del poder civil sobre el militar y eclesiástico y por la apertura del diseño institucional y de la vida política al conjunto de la sociedad. De hecho, como mostraba la Constitución de 1931, una de las más vanguardistas de su tiempo, no se trataba solo de corregir los límites del viejo Estado liberal decimonónico. Lo que se hizo con mayor o menor fortuna fue dar un paso más allá, el primero que aquí se dio hacia lo que andando el tiempo se denominaría Estado social de derecho.
Cierto es que tampoco conviene exagerar. Tratando de contrarrestar la leyenda negra de la República, se ha incurrido a veces en una visión cándida y acrítica con las sombras de ese régimen y en lo que alguien ha llamado «republicolatría». Bien mirado, aquel periodo no fue una balsa de aceite ni una arcadia de ilusiones, reformas y avances amenazada solo por unos cuantos generalotes y obispos recalcitrantes. Más aun, habrá que reconocer que una democracia como la actual no era, para bien o para mal, por lo que muchos votaron y lucharon en aquellos años. En esa línea, algunos historiadores subrayan los retos, grietas y carencias que lastraban al proyecto republicano. Los déficits democráticos, prácticas y retóricas excluyentes e inclusos tentaciones insurreccionales habitaban no solo a la derecha sino también a la izquierda del espectro político. A ese respecto, se insiste sobre todo en que los conflictos y la violencia fueron una realidad cotidiana en ámbitos tanto urbanos como rurales, en que las políticas republicanas incluyeron excesos radicales y nocivos -por ejemplo en su programa laicista frente a los privilegios de la Iglesia católica- y en que todo ese «clima» de enfrentamiento habría sido clave en el hundimiento de la República.
Con todo, nada de eso es suficiente para teñirla de negro, o de rojo sangre, y se imponen algunos elementos añadidos. Uno de ellos es que el impacto de la violencia fue magnificado por su visibilidad mediática, la propaganda derechista y su confusión con el alud de movilizaciones pacíficas, que no siempre era de naturaleza política y que provino sobre todo de las formaciones y sectores antirrepublicanos. Otro apunta a que la República no podía haber tenido peor fortuna a la hora de llegar. Lo hizo, por un lado, cuando se extendían a Europa los efectos de la gran crisis económica desatada en 1929, lo que contrajo los recursos que requerían las reformas, agravó el mercado laboral y agudizó las resistencias de los grandes intereses económicos. Y, por otro, vino a tratar de democratizar el país cuando en Europa las democracias caían una tras otra y los proyectos autoritarios y fascistas estaban en plena pleamar. Como no podía ser de otro modo, eso condicionó las actitudes y prácticas políticas, y no en vano ya se sabe que la República española sucumbió víctima de una ofensiva armada antidemocrática apoyada por las principales potencias fascistas.
Porque eso fue, y no ningún inevitable designio, lo que acabó con ella. No estaba escrito en las estrellas que debiera despeñarse hacia una guerra civil. Si esta fue haciéndose un horizonte posible en el tramo final de la República, ni mucho menos era el único y nada demuestra que lo fuera más que la consolidación del escenario de reformas que se estaba acometiendo. No fracasó, sino que fue fracasada por la fuerza de las armas.
Se podrá discutir, y ahí está quizá su nudo gordiano, el grado de democracia que definió a la República y sus apoyos. Si para ello se parte del concepto que se pueda tener hoy de ella, es obvio que dejará cosas que desear, aunque con ello estaremos incurriendo en otra trampa, la del presentismo, la de juzgar el pasado desde valores de hoy que son también perfectamente históricos y por tanto no eternos ni inmutables. Y se podrá debatir también si en una coyuntura tan crítica como la de 1931-1936 era mejor contemporizar para no afrentar a los sectores privilegiados o seguir pese a todo un programa de reformas que pretendía democratizar el país. Pero, por un lado, por muy mal que se estuvieran haciendo las cosas, el remedio -una rebelión armada que llevó a una brutal guerra civil y una interminable dictadura- fue infinitamente peor que la enfermedad. Y por otro, cuando hoy en día las «reformas» tienen el sentido contrario, no el de avanzar en derechos sociales y políticos frente a los grupos privilegiados sino retroceder en los primeros para dar confianza a los segundos, nada permite creer que funcionen mejor las fórmulas prudentes que las osadas. En realidad, tampoco la democracia actual cumpliría los requisitos que se da a sí misma. Tal vez ahí estén, nostalgias al margen, las herencias de la República para hoy: el valor no solo político sino también moral de las apuestas por la democratización del Estado y la sociedad, a pesar de las resistencias en contra; y la supeditación de los privilegios a lo colectivo, de lo privatización de lo social a lo público, a la res publica.
José Luis Ledesma es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
Fuente: http://www.publico.es/espana/429476/la-ii-republica-su-historia-y-la-nuestra