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La indigna confesionalidad del rey

Fuentes: Rebelión

Los Reyes encabezaron la delegación española que participó, el 27 de abril, en las canonizaciones de Juan Pablo II y Juan XXIII. Los medios aprovecharon para recordar los encuentros reales con los distintos papas, y para dar cuenta de algunas de las misas de inicio de pontificado y de beatificación a las que han asistido […]

Los Reyes encabezaron la delegación española que participó, el 27 de abril, en las canonizaciones de Juan Pablo II y Juan XXIII. Los medios aprovecharon para recordar los encuentros reales con los distintos papas, y para dar cuenta de algunas de las misas de inicio de pontificado y de beatificación a las que han asistido Juan Carlos I y el príncipe Felipe.

Según la propia Casa Real, el día anterior hubo «una cena en la Embajada de España ante la Santa Sede ofrecida por Don Juan Carlos y Doña Sofía con ocasión de la Canonización de Sus Santidades los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II». Asistió una treintena de personas, entre ellas tres ministros y ocho arzobispos y cardenales españoles. El rey, en su discurso, quiso rendir homenaje «a la memoria de aquellos pontífices, a su grandeza y a su santidad». El día siguiente a la canonización, tras mantener un encuentro con el secretario de Estado del Vaticano, los reyes son recibidos en audiencia por «Su Santidad el Papa Francisco».

Esta no es más que la enésima muestra de la confesionalidad católica del rey Juan Carlos… y de toda la familia y la Casa reales. El detalle añadido de la cena, con su boato y desmesura (también verbal) en época de crisis, es sólo una muestra de lo que san Josemaría Escrivá tal vez habría descrito, satisfecho, como «santa (y regia) desvergüenza».

No sólo hemos visto al rey en numerosas misas y actos religiosos, sino que ha tenido la osadía de dirigirse al país diciendo «nosotros los cristianos», o le ha hablado públicamente al apóstol Santiago, en nombre de todo el pueblo español, para mostrarle devoción y hacerle peticiones (ignorando aparentemente que el personaje supuestamente enterrado en Galicia lleva unos dos mil años muerto). Hemos visto al rey hincando la rodilla ante jefes de Estado extranjeros (de la Santa Sede) y besándoles el anillo, en todo un signo de sumisión y humillación. No una humillación personal (que allá él), sino del símbolo vivo de la unidad de España: cuando actúa así, ¿no rebaja, degrada, deshonra, al Estado español? Esta degeneración de la principal tarea del monarca es de una gravedad extraordinaria: dada la naturaleza sustancialmente simbólica de su cargo (art. 56.1 de la Constitución), pocas acciones más indebidas podríamos imaginarle.

En cuanto al príncipe Felipe, sigue con fervor los confesionales pasos de su padre. No se queda atrás en actitudes públicas beatas, y hasta parece que toma sus propias iniciativas pías. De modo que para él es una gimnasia habitual doblar públicamente la cerviz ante papas y cardenales.

No debería hacer falta decir que Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, y su hijo Felipe Juan Pablo Alfonso de la Trinidad y de Todos los Santos de Borbón y de Grecia, pueden ser católicos, musulmanes, ateos o lo que les venga en gana, pero como Rey y como Príncipe están obligados a mantenerse al margen de las creencias particulares. El rey, en particular, dado el citado mandato constitucional que lo caracteriza como «símbolo» de la unidad del Estado, debería ser muy escrupuloso con el respeto a la misma Constitución que proclama que «ninguna confesión tendrá carácter estatal» (art.16.3). El príncipe, como heredero de la jefatura del Estado (y, de hecho, sustituto del rey en algunas ocasiones), debe someterse a las mismas exigencias. Si ya es inaceptable que presidentes (del gobierno y autonómicos), ministros, alcaldes, concejales, policías, militares y otras autoridades y cargos públicos hagan profesión institucional de fe participando en misas, procesiones, y todo tipo de eventos religiosos, llegando al extremo grotesco de entregar bastones de mando municipales y fajines militares a entes ultramundanos o a figuras minerales, que esto (incluido lo del fajín) lo haga el rey tiene el agravante de provenir de la máxima autoridad del Estado, de la que se espera máxima ejemplaridad. ¿Cabe mayor burla a la Constitución y, sobre todo, a la ciudadanía? Esta falta de respeto nos permite denunciar que el rey, al no actuar en correspondencia a la dignidad de su posición, está siendo persistentemente indigno de su elevado cargo: precisamente la indignidad es tanto mayor cuanto más reprobable el comportamiento y más alto el cargo. Y no cabe la atenuante de ignorancia, pues las denuncias desde las asociaciones laicistas, y desde voces defensoras, sencillamente, de la democracia, son continuas desde hace muchos años.

Me apresuro a aclarar, tembloroso, que sé que el rey no es responsable de sus actos (art. 56.3 de la Constitución), por lo que debo decir que hay que redirigir mis denuncias a todos y cada uno de los presidentes de gobierno democráticos, o mejor dicho, de la «democracia»: a Suárez, Calvo, González, Aznar, Rodríguez y Rajoy. No entraré aquí en la paradoja de que la máxima autoridad del Estado tenga la mínima responsabilidad -como si fuera un tonto perdido o un loco de atar, de lo que no tiene un pelo-. Sólo diré que esta paradoja evidencia el carácter radicalmente antidemocrático de la monarquía.

Cabe añadir que todos esos presidentes no han hecho sino consolidar y maquillar, e incluso acrecentar en algunos aspectos, las principales prerrogativas que la Iglesia tenía con el dictador Franco en aquel nacionalcatolicismo de marcado carácter criminal. El confesionalismo desapareció sobre el papel constitucional y en algunas esferas (las más impresentables en el escaparate internacional), pero en otras sigue, Concordato mediante y para vergüenza nacional, muy vivo: en el ámbito económico, en el educativo, en el denunciado aquí… Las lamentables actuaciones confesionales del rey y el príncipe son, tal vez como en el fondo corresponde, un simbólico exponente de ese nacionalcatolicismo malamente enmascarado. No puedo decir hasta qué punto hay una relación entre estos deplorables comportamientos reales y la herencia franquista -política e ideológica- del monarca. En todo caso, y como nos explica magistralmente Gonzalo Puente Ojea en su libro «La cruz y la corona», seguimos asistiendo a la tradicional y turbia alianza entre el trono y el altar. Una alianza comprensible por las «egoístas apetencias» de ambas instancias, que siempre invocan un «bien común»… que es sólo común a ambas. Por eso es una alianza que repugna en una democracia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.