Comprendo que al PSOE le interese proteger al rey, pues sus dirigentes actuales aún recuerdan que, sin la intervención del coronado por el dictador Franco Bahamonde unos años antes, Felipe González no le habría ganado las elecciones del 82 a un Suárez que previamente no hubiera sido desalojado de La Moncloa. Fue Juan Carlos I […]
Comprendo que al PSOE le interese proteger al rey, pues sus dirigentes actuales aún recuerdan que, sin la intervención del coronado por el dictador Franco Bahamonde unos años antes, Felipe González no le habría ganado las elecciones del 82 a un Suárez que previamente no hubiera sido desalojado de La Moncloa. Fue Juan Carlos I quien, con intrigas y amenazas antidemocráticas, acabó con quien había sido elegido libre y legalmente en las elecciones de 1977 y 1979. Incluso la aventura se le fue de las manos al monarca, y Tejero y los suyos se atrevieron a entrar a base de tiros en el Congreso de los Diputados en la tarde noche del 23 de febrero de 1981. Querían pescar en el río revuelto por las penúltimas borbonadas de la historia de España.
Además, ambas partes, tan interesadas en una inviolabilidad real que más se parece a un negocio de interés compartido, han sido pilladas en delitos muy graves. Un PSOE con sus antiguos AVE y Filesa y sus modernos ERE’s y un ex rey acusado por su amante Corinna de robarnos a todos mediante el cobro de comisiones ilegales. Vinculadas, eso sí, a la venta de productos y servicios de empresas privadas españolas a dictaduras peligrosas para la estabilidad mundial. ¡¡Casi nada lo que les conviene ocultar!!
Pero este país, siempre dispuesto a encontrar miligramos de aire libre hasta en las cloacas más putrefactas, conseguirá romper también el blindaje real. Veamos cómo.
Dado que tanta protección convierte al rey de España en alguien, en realidad «algo», que no necesita defenderse de nada, la contrapartida necesaria es que nadie puede ni podrá jamás ofenderlo, pues ya se sabe que «no ofende quien quiere…». Abre así, el propio gobierno y sin saberlo, la veda, quedando autorizada toda clase de munición verbal durante las partidas de caza imaginaria a la busca de chistes buenos y malos, insultos, improperios y cualquier cosa que moleste a la Monarquía entera, la pasada, la presente y la futura, si esta última se atreviera a nacer, que hasta el cronista Peñafiel lo duda. Se trata, para el pueblo llano, de poder respirar sin miedo, pues siempre será mejor sobrevivir como sea que morir podridos de cursilería y cinismo. Además, ahora nos sentimos más seguros, pues sabemos que es Europa, y no nuestro «bunker judicial», quien protege la libertad de expresión en España. Con este panorama por delante, más les vale pensarse, a Felipe VI y su familia, abandonar para siempre La Zarzuela. O tendrán que aguantar todos los improperios sin mover un dedo, hasta que de repente uno, el más ingenioso y oportuno, los descomponga por dentro y terminen convertidos en juguetes rotos.
Siguiendo con los mismos protagonistas, hay ocasiones en las que se escribe por impulso. Como la de hoy. Paseas y te sientes ofendido por el nombre de una plaza. Siempre he respetado el valor de la memoria y, por eso, soy contrario a denominar lugares con los nombres de personas que sigan vivitas y coleando, esto último con cualquiera de los múltiples sentidos que usted le quiera conceder al comportamiento de nuestro emérito, todos procedentes si son inconfesables. Resulta que la vida que nos queda por delante es siempre tan larga, y tantas, tan inmensas y tan peligrosas las tentaciones que nos esperan a la vuelta de cada esquina, que hasta el héroe más templado puede terminar cubierto de caca de la mala y enmerdándonos a todos. «Sensu contrario», soy partidario de borrar de cualquier lugar público los nombres de los criminales muertos, entre otros los franquistas, pues ya no tienen oportunidad de blanquear su currículum ni con mil montañas de caridades y cinismos que quisieran levantar. Que los coloquen en su sitio, los libros de historia, no vaya a ocurrir que algún paseante incauto pueda pensar que los admiramos.
Este quiebro discursivo ha venido a cuenta de un paseo, ayer domingo, por la plaza más concurrida de Palma de Mallorca.
Encontré, junto a otros también terrenales, el cartel municipal que le da nombre: Pl. Joan Carles I.
Lo imaginé boca abajo y me sentí reconciliado.
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