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Combatiendo el gran opio del pueblo de nuestros tiempos

La irracionalidad del nacionalismo

Fuentes: Rebelión

A lo largo de la Historia las élites de cualquier sociedad humana han utilizado distintas herramientas ideológicas para dominar al pueblo. Porque no basta con la fuerza física, hay que controlar el pensamiento de las masas también para dominarlas. Una de las herramientas ideológicas más importantes ha sido la religión. Pero en el siglo XXI esta herramienta ya no es tan útil. Otra de ellas ha sido el nacionalismo. Y en nuestros tiempos, cuando el capitalismo muestra signos cada vez más evidentes de decadencia, de llegar a su callejón sin salida, vuelve a resurgir con fuerza. Gracias a dicha herramienta, el fascismo vuelve a entrar en la escena de la Historia, aunque bajo otras formas, con otros disfraces. El resurgir del irracionalismo es necesario para las élites privilegiadas. No ocurre por casualidad cuando el (des)orden establecido entra en zona de riesgo. Por algo decía Bertold Brecht que no hay nada más parecido a un fascista que un burgués asustado. 

Es muy gracioso, por no decir vergonzoso, ver cómo quienes en España se han negado a condenar la dictadura franquista, hablen del orgullo que tienen por nuestra “democracia”. Cómo quienes justifican el golpe de Estado de 1936, que derivó en cruenta guerra civil y luego en dictadura, denuncien ahora un golpe de Estado. Cómo quienes pertenecen (o han pertenecido) a un partido fundado por un antiguo ministro franquista, gracias a la amnistía que se aplicó en su día con, entre otros, los protagonistas políticos del anterior régimen dictatorial, se escandalicen ahora porque se plantee otra posible amnistía política. El franquismo provocó muchos muertos (de hecho, ha sido uno de los regímenes más sanguinarios de la Historia), pero el “procés” independista catalán, que yo sepa, ninguna víctima mortal. Es muy “gracioso” ver cómo quienes más hacen para que aumente la desigualdad entre los españoles (privatizando servicios esenciales, retrocediendo en derechos básicos como el trabajo o la vivienda, haciendo que los ricos paguen menos impuestos que los pobres, permitiendo que los sueldos de los trabajadores se estanquen mientras que los beneficios de los grandes empresarios se disparan,…), quienes defienden a capa y espada una Constitución que dice alegremente que el jefe de Estado está por encima de la ley (obviando e incumpliendo otras partes de esa Constitución que no les interesa), quienes defienden que sólo los miembros de cierta familia puedan ostentar el máximo cargo de responsabilidad de nuestro país,…, hablen ahora de la igualdad de los españoles. Es muy “gracioso” ver cómo quienes obstaculizan sistemáticamente desde hace años la renovación del gobierno de los jueces (porque dicho poder judicial es designado de manera partidista por el poder político), reivindiquen ahora la separación de poderes. Es muy “gracioso” ver cómo quienes hicieron todo lo posible para que las reivindicaciones de más y mejor democracia del 15-M se perdieran por el camino (e incluso hicieron que nuestra “democracia” retrocediera, como con la ley mordaza), digan ahora que la democracia peligra. Etc., etc., etc. 

Pero no sólo hay que luchar contra la hipocresía de la derecha recordando sus numerosas y llamativas contradicciones, contra el uso interesado que hace del nacionalismo. También hay que combatir el propio concepto de nacionalismo. Es propósito de este artículo contribuir a esta lucha, aportar un grano de arena para intentar demostrar en unas pocas líneas que el nacionalismo es en sí mismo irracional y atenta contra los intereses de la inmensa mayoría de las personas. 

Existen múltiples definiciones de la palabra “nación”, pero en todas ellas hay algo recurrente: se trata sobre todo de un conjunto de personas con ciertas cosas en común (idioma, cultura, gobierno,…). Una nación tiene también normalmente un correspondiente territorio (aunque no siempre). Pero, en cualquier caso, parece claro que el “componente” más importante del concepto de nación es el conjunto de personas que la conforman. Por supuesto, también hay ciertos símbolos como la bandera, el himno,… Por consiguiente, alguien que se considere un patriota debería tener como su máxima prioridad que el conjunto de personas que forman su nación prospere. Debería movilizarse en las calles, votar,…, para que la vida del conjunto de sus compatriotas mejore, y no empeore. ¿Podemos decir que muchos ciudadanos que se consideran patriotas actúan para que sus compatriotas vivan en mejores condiciones? ¿Es más importante la gente que conforma una nación o la bandera? ¿La nación tiene que estar por encima de las personas? ¿Es lógico y lícito exterminar físicamente a una parte importante de la gente que conforma una nación en nombre de ésta (como así ocurrió en nuestro país en el siglo XX)? 

Es, cuando menos, muy curioso que precisamente quienes más agitan las banderas, quienes más presumen de patriotas, sean quienes más se esmeran para que el principal componente de una nación, a saber, la gente, el conjunto de las personas que la conforman, viva cada vez en peores condiciones. Muchos presuntos patriotas guardan sus inmensos ahorros en paraísos fiscales, o se van a otros países cuando sus escándalos ya no pueden pasar desapercibidos. Muchos de los que agitan tan pomposamente las banderas defraudan todo lo posible a Hacienda, es decir, a la nación a la que dicen defender tanto. Pero el problema no es sólo que algunos agiten las banderas para manipular a la gente y defender intereses que atentan contra la mayoría social, es decir, contra la propia nación, sino que muchas personas se dejen engañar tan fácilmente por tales artimañas, sino que muchos ciudadanos autoproclamados como patriotas atenten también contra los intereses de su país (aunque sea a menor escala). 

Evidentemente, hay que combatir a todos esos falsos patriotas, que haberlos haylos, y muchos (y no sólo entre las élites). Pero vayamos un poco más lejos, no sólo hay que combatir el falso nacionalismo, combatamos también el propio concepto de nacionalismo. Obviamente, todo conjunto de personas tiene derecho a conformar libremente una cierta comunidad con cierto gobierno en cierto territorio, así como tiene derecho a elegir con quién asociarse o no. Desde este punto de vista, no es malo el concepto de nación o incluso la reivindicación de ésta, es decir, el nacionalismo. Siempre que se tenga en cuenta que una nación consiste esencialmente en el conjunto de personas que la conforman, siempre que sea la nación la que esté al servicio de las personas que la conforman, y no al revés, siempre que el sujeto político protagonista de la nación sea el pueblo, siempre que la nación no sea un instrumento de opresión de las personas (de las que pertenecen a dicha nación, y de otras naciones).  

Dicho de otra manera, la soberanía nacional es legítima si coincide con la soberanía popular, no si la primera atenta contra la segunda. Pues en verdad una nación por encima de las personas, o en su contra, no tiene sentido, contradice el principal significado de la propia palabra nación. En otras palabras, ¿de qué le sirve al conjunto de la ciudadanía de una nación tener soberanía nacional si no tiene soberanía popular?, ¿de qué le sirve a la gente liberarse de la opresión de otras naciones (en verdad de las élites de otras naciones) si sustituye dicha opresión por la de las élites de su propia nación? Y es que la cuestión verdaderamente importante no es tanto la soberanía nacional, sino que sobre todo la soberanía popular. Es decir, la clave está en la democracia

La mayor parte de los nacionalismos que han existido, y que siguen existiendo, son simplemente la lucha entre las élites de distintos territorios para acaparar las riquezas generadas por los pueblos. En algunos casos han existido, y existen, nacionalismos liberadores, pero que casi siempre se traducen finalmente en que se sustituya unas élites por otras. La verdadera emancipación pasa por la lucha contra la existencia de élites. La lucha popular es sobre todo internacionalista, no tanto nacionalista. Aunque a veces el nacionalismo pueda ayudar a la lucha popular, nunca debe sustituirla, debe, en todo caso, complementarla. Por esto los revolucionarios “clásicos” fomentaban el internacionalismo. “Proletarios del mundo, uníos”. El nacionalismo es una herramienta que ha servido (y sigue sirviendo) sobre todo a la derecha. La izquierda, en caso de usarla, debe tener mucho cuidado para que no se vuelva en su contra.  

La izquierda real (la que pretende superar el capitalismo) debe ser sobre todo internacionalista. Para lo cual hay que mostrar a los pueblos que la lucha crucial es por la democracia, y no sólo, no tanto, por la nación. Para lo cual hay que combatir el mismo concepto de nacionalismo. Sólo merece la pena la lucha nacionalista si sirve para liberar a un pueblo de la nación extranjera que le oprime, pero también de las élites de su propia nación que también le oprimen o pueden oprimirle a continuación. Dicho de otra forma, sólo merece la pena la lucha nacionalista si es también, al mismo tiempo, revolucionaria, si le permite al pueblo quitar el poder a las élites de otras naciones que le oprimen para tomarlo él mismo (y no otras élites de su propio territorio). 

En verdad la derecha propugna el nacionalismo entre las masas, pero es internacionalista. Es nacionalista de cara a la galería pero internacionalista entre bastidores. O bien, según interese, pasa de ser nacionalista a internacionalista, o al revés. Si algún gobierno en un país osa cuestionar el capitalismo, la “patriótica” derecha de dicho país se vuelve internacionalista y pide auxilio a la “Internacional Capitalista” (porque la Internacional Socialista o Comunista está desaparecida en combate, pero la capitalista no), atentando incluso contra la soberanía nacional de su país si es preciso. El capitalismo es global y se ha provisto de instrumentos globales (económicos y políticos) para luchar contra quienes intenten superarlo o cuestionarlo. Véase el FMI, la Trilateral,… Recuérdese lo que le ocurrió a Syriza en Grecia cuando osó cuestionar el neoliberalismo, lo que hizo la UE. Como denunció Varoufakis, no hizo falta enviar los tanques para sofocar la “primavera griega”, bastó con un “ejército” de “hombres de negro” de la Troika. E incluso el titular alemán de finanzas (apoyado por los ministros de economía de unos cuantos países “democráticos” europeos), Wolfgang Schäuble, se permitió el lujo de decir sin tapujos que “unas elecciones no pueden cambiar la política económica”.  

Las élites económicas en verdad no creen en el nacionalismo, saben perfectamente que en un mundo tan globalizado como el actual el nacionalismo es algo anacrónico. Utilizan el nacionalismo o el internacionalismo, según las circunstancias, para su objetivo supremo: mantener su statu quo, su dominio económico. Para lo cual, por supuesto, deben vaciar de contenido la “democracia” liberal, evitar la auténtica democracia. La única “patria” de los ricos es el dinero, si hace falta se lleva a la Luna si ésta se convierte en un paraíso fiscal, si hace falta, para salvaguardar sus fortunas o privilegios, esos patriotas de boquilla se cambian de nación, como quien se cambia de camisa (“éstos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros” como diría Marx, Groucho Marx), si hace falta, esos “patriotas” se llevan sus empresas a las antípodas para aumentar todavía más sus escandalosos y obscenos beneficios,… Pero necesitan venderles humo a los pueblos. Actúan como el capo mafioso que trafica con heroína o cocaína, pero que se guarda bien de tomarla. O como quien predica cierta fe pero en verdad no cree en ella. Intoxican de nacionalismo a sus pueblos pero ellos no se intoxican. Nublan las mentes de los ingenuos ciudadanos corrientes, pero ellos tienen las ideas bien claras. 

El nacionalismo le sirve a la derecha (de cualquier país) para dos propósitos fundamentales: 1) desviar la atención para que las masas pierdan de vista que lo importante es la soberanía popular y las cuestiones sociales; 2) dividir a los pueblos para que los trabajadores luchen entre sí en vez de contra las élites que les explotan. Así que las clases opulentas de cara a sus respectivos pueblos son muy patriotas, pero luego se vuelven internacionalistas como por arte de magia y discuten de vez en cuando en foros internacionales cómo afianzar su chiringuito internacional llamado capitalismo. El nacionalismo le sirve a la derecha para que la lucha de clases la hagan sólo los ricos contra los pobres, pero no al revés. Por consiguiente, es primordial que el pueblo por sí mismo se desintoxique de esa droga. Quienes nos drogan, quienes necesitan que estemos dormidos, no nos van a desintoxicar, no nos van a despertar. La libertad hay que conquistarla, nunca es regalada. 

Y es que lo verdaderamente importante es la cuestión social, que nadie sea oprimido o explotado por nadie (ya sea de su propio país o no, hable su propio idioma o no, esté a unos pocos kilómetros o en las antípodas). La cuestión verdaderamente importante es la de los derechos humanos, que cualquier persona de cualquier nación tenga garantizados sus derechos más básicos. No sólo porque es lo más ético, sino que también por una cuestión práctica, porque no es posible la supervivencia de una sociedad a largo plazo (aunque dado nuestro actual grado de desarrollo tecnológico, ya no tan largo), si no es suficientemente civilizada, si no hay suficiente libertad e igualdad (en verdad que en la vida en sociedad la libertad no es posible sin la igualdad). La contradicción entre desarrollo tecnológico y subdesarrollo social es explosiva y sólo puede resolverse, tarde o pronto, con desarrollo social (o sea, democratización) o con autoextinción. Si una sociedad altamente tecnológica se sigue rigiendo por la ley de la jungla, es decir, por la ley del más fuerte, tarde o pronto acabará con todo, incluyendo ella misma.  

Pero vayamos un poco más lejos en nuestros razonamientos. ¿Por qué tengo que respetar más a quienes se parecen más a mí, a quienes viven más cerca de mí, a quienes hablan mi idioma? ¿Es que los derechos humanos no son aplicables para todos los seres humanos, independientemente, entre otras cosas, de la nación a la que pertenezcan? Francamente, yo no entiendo el nacionalismo, ese sentimiento que tienen muchos de mis conciudadanos de defender ciegamente a quienes pertenecen a mi grupo humano. ¡Cuántas guerras ha habido a lo largo de la Historia donde personas que ni se conocían, y que incluso pudieran haber congeniado en sus vidas privadas, se han matado mutuamente en nombre de sus respectivas naciones! Si quienes declaran las guerras (usando muchas veces el nacionalismo para enviar al frente bélico a sus conciudadanos, para que den su vida por ellos o por oscuros intereses) las hicieran, posiblemente, las guerras serían ya tan sólo un mal recuerdo de la humanidad. Y es que, entre otros motivos, el sometimiento al pensamiento de grupo provoca que hagamos cosas que no se nos ocurriría hacer si pensáramos un poco más por nosotros mismos, si actuáramos con más criterio propio, con más libertad, si no nos autoanuláramos como individuos, si nos comportáramos más como seres humanos y no tanto como ovejas dirigidas por pastores. 

El bienestar de uno mismo en una sociedad cada vez más interdependiente no es posible sin el bienestar del resto de quienes conviven conmigo, por lo menos de la inmensa mayoría social. Aunque para que se produzca el bienestar general, es necesario que los privilegios de unos pocos desaparezcan. El bienestar general sólo puede lograrse con la auténtica democracia, y no con oligocracia o plutocracia. En un mundo cada vez más globalizado, el nacionalismo, entendido como la preocupación sólo (o sobre todo) de la nación a la que pertenece uno, es cada vez más anacrónico, tiene cada vez menos sentido, es cada vez menos racional.  

A mí no me preocupa tanto mi nación, pertenecer a tal o cual nación, que mi nación se llame de tal o cual manera, que los colores de mi bandera sean unos u otros, me preocupa sobre todo que llegue a fin de mes, que tenga una sanidad que me responda cuando la necesite, que pueda expresar mis ideas sin miedo a ser reprimido, que pueda tener un trabajo digno, que mis hijos reciban una educación de calidad y puedan ejercer su derecho a la vivienda, que tengan futuro,… A mí me preocupa sobre todo que nuestra civilización se salve, que avance hacia un mundo más libre, más justo, más digno, más lógico, más pacífico, más sostenible (no sólo ecológicamente, también políticamente, socialmente). Puedo incluso tener más afinidad con una persona de otra nación que con muchos de mis compatriotas. No tenemos que prejuzgar a nadie por su orientación sexual, por sus convicciones religiosas o políticas, por su raza, por…, pero tampoco por la nación a la que pertenezca. ¿Tengo que defender a un compatriota si yo sé, analizando su comportamiento sin prejuicios, que no tiene razón? 

En un mundo tan globalizado como el nuestro, ¿tengo que preocuparme sólo por lo que ocurre a poca distancia de donde vivo?, ¿no he de preocuparme también si en otro país, por lejos que parezca, se produce alguna catástrofe ambiental, ocurre un accidente nuclear, o peor aún, una guerra que incluso pueda degenerar en un holocausto? La radioactividad no entiende de fronteras. Preocuparse sólo de lo que ocurre en mi entorno más inmediato es pecar de una gran estrechez de miras, de una gran inconsciencia. Los pocos afortunados que han podido ver nuestro planeta desde el Espacio son muy conscientes de que la naturaleza no entiende de las fronteras que nosotros los humanos le hemos puesto artificialmente. ¿Son realmente racionales las fronteras y por tanto los nacionalismos? 

Si combatimos el propio concepto de nacionalismo (lo cual no es incompatible con defender el derecho de autodeterminación de cualquier grupo humano, con el respeto a la diversidad cultural de nuestra especie), y no sólo el uso interesado e hipócrita del mismo, desarmamos a las élites que lo utilizan para drogar a las masas para seguir controlándolas. Pero, ¿cómo combatirlo? Como se combate cualquier irracionalidad, cualquier sentimiento ciego, cualquier religión: con la Razón. No hay una fórmula mágica. 

“Sólo” bastaría con que cada uno de nosotros piense un poco más, se pregunte por el porqué de las cosas, no se someta al pensamiento de grupo, no tenga miedo de ser diferente, de discrepar, de tener cierto criterio propio, de ser más libre. Como decía Plutarco, la verdadera libertad es sujetarse a las leyes de la Razón. Y como afirmaba Gandhi, no se nos otorgará la libertad externa más que en la medida exacta en que hayamos sabido, en un momento determinado, desarrollar nuestra libertad interna. Y yo me permito matizar un poco a Gandhi, no podremos conquistar la libertad externa más que en la medida exacta en que hayamos sabido, en un momento determinado, desarrollar nuestra libertad interna. Ya que en verdad la libertad nunca es otorgada, es conquistada. 

Fuente: https://joselopezsanchez.wordpress.com/

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