A la izquierda abertzale le llega el tiempo de definir. Tras varios meses en los que ha estado esbozando los elementos sobre los que asentar la estrategia eficaz de la que tanto ha hablado, y que en algunas ocasiones ha llevado incluso a la práctica política, se abre un nuevo curso que brinda la oportunidad […]
A la izquierda abertzale le llega el tiempo de definir. Tras varios meses en los que ha estado esbozando los elementos sobre los que asentar la estrategia eficaz de la que tanto ha hablado, y que en algunas ocasiones ha llevado incluso a la práctica política, se abre un nuevo curso que brinda la oportunidad de fijar posición. Dos años y tres meses después de su clausura, existe ya una distancia suficiente para analizar con perspectiva el último intento negociador, y se presume que ha habido tiempo para extraer conclusiones para una apuesta de futuro. Los retos que se vislumbran como muy importantes en el horizonte están cada vez más cercanos. A nadie se le escapa la trascendencia, por ejemplo, del próximo ciclo electoral, con las elecciones municipales y forales de 2011 como primera pieza estelar, aunque mayor es el desafío de responder adecuadamente a las condiciones políticas y sociales para el cambio de ciclo político que la propia izquierda abertzale asegura haber construido en estos años, de modo que pueda alumbrarse un nuevo escenario de resolución del conflicto en términos democráticos.
En el pasado reciente, la izquierda independentista tiene como referencia el último proceso de negociación (2005-2007), que, si bien sirvió para definir con bastante exactitud por dónde debiera trascurrir el tránsito democrático pendiente, también dejó patente que muchas de las recetas y esquemas tradiciones de la izquierda abertzale no son suficientes para pasar el umbral que va de la necesidad del cambio de escenario a su materialización. Sólo logra quedarse a las puertas. Es una realidad objetiva que no sólo reconoce la izquierda abertzale (Arnaldo Otegi: «Hemos desgastado sus instrumentos, pero no alcanzamos a construir un marco nuevo»), sino también otros sectores (Joseba Egibar: «El Estado nos ha tomado la medida»).
La capacidad de bloqueo del Estado y la incapacidad de ir articulando progresivamente una correlación de fuerzas que oriente positivamente ese proceso, hasta llegar a poder superar los obstáculos y vencer a sus enemigos declarados, ha marcado también este último ensayo. Las tentativas de forzar la posición del Gobierno y del PSOE en un plazo concreto de tiempo, a golpe en ocasiones de ultimátum, no da un resultado definitivo, porque, entre otras cosas, a los representantes de éstos les es suficiente una palabra («no») para mantener la posición y salir del atolladero.
Cierto es que, en primera instancia, la resaca de aquel proceso dejó en evidencia la escasa voluntad del Gobierno del PSOE y, también, el alineamiento con sus tesis del PNV de Imaz y Urkullu. Sin embargo, la distancia ha hecho que la actuación de cada agente en aquella ocasión pierda importancia, por lo que, una vez abierto de nuevo el ciclo de confrontación en toda su intensidad, la cuestión se centra en quién sale beneficiado, con el inexorable paso del tiempo, de la situación abierta tras el final del proceso de negociación.
En este sentido, varios referentes de la izquierda abertzale inciden en que por vez primera es el Estado quien sale beneficiado de la fase de resistencia. Por citar un ejemplo, el que fuera portavoz de HB Floren Aoiz afirmaba en un artículo que «no basta con tener paciencia y seguir andando, porque puede que estemos dando vueltas en círculo sin darnos cuenta».
En ese contexto, el Ejecutivo español ha marcado con claridad sus prioridades: la desnaturalización del conflicto político, la reoxigenación de los marcos vigentes y la neutralización de la izquierda abertzale. Ahí están tanto los acuerdos en Nafarroa Garaia entre PSN y UPN como la toma de Ajuria Enea por parte del PSE, con su profundización en la estrategia represiva.
Esa apuesta ha traído consigo, en el terreno político-institucional, que el PSOE abandone por el momento el debate sobre una posible reforma del marco autonómico y asuma directamente la gestión de gobierno en detrimento del PNV. Por una parte, porque a José Luis Rodríguez Zapatero no le interesa abrir el melón de la reforma estatutaria en una situación, derivada de la crisis económica, de debilidad de su Gobierno, que se encuentra además a la espera del fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatut catalán; y, por otra parte, porque esa herramienta tendría que utilizarla en un eventual futuro acuerdo con el PNV, posiblemente en una jugada de jaque mate a la izquierda abertzale. Pero, hoy por hoy, su relación con los jelkides está aún en el alero, tras el trauma del cambio en Lakua.
El segundo gran eje de actuación que Rodolfo Ares y compañía han denominado como «deslegitimación de la violencia» tiene como principal objetivo anular políticamente al independentismo vasco. La pieza a cazar va más allá de la propia ETA, aunque, como se ha visto en los últimos meses, el debilitamiento de esa organización es una prioridad absoluta para los estados español y francés. Comparten el objetivo confeso de hacer creíble la vía de la victoria policial (Rubalcaba hasta le puso fecha: 2016) en detrimento, qué duda cabe, de la salida política que exige cualquier conflicto de esta índole. Pero, pese a las importantes detenciones y operaciones policiales, o precisamente por ello, las acciones de ETA de este verano han vuelto a poner en duda la viabilidad de tan recurrente receta.
Entre tanto, el independentismo tiene que padecer un constante intento de neutralización y bloqueo, como muestran a las claras el proceso de ilegalización y la prohibición de actos e iniciativas, así como la detención, procesamiento o encarcelamiento de sus cuadros políticos. La última muestra es, esta misma semana, la oleada de procesamientos contra las listas D3M y Askatasuna o la decisión de mantener en prisión preventiva durante cuatro años a Joseba Permach, Joseba Álvarez o Juan Kruz Aldasoro. Visto todo ello, resulta incuestionable que, como recalcan los representantes de la izquierda abertzale, el objetivo de esa estrategia represiva es precisamente «gripar el motor del cambio».
A dibujar ese horizonte contribuiría también la posible extensión de un sentimiento de frustración por la falta de expectativas. Dicho de otra manera: en medio de está situación de sufrimiento, prohibición y persecución, ¿se puede hablar de posibilidades reales de cambio? ¿O a la izquierda independentista sólo le queda la disyuntiva entre resistir en una larga y dura travesía o rendirse?
Su respuesta a esas preguntas debería venir de la mano del análisis que la propia izquierda abertzale ha realizado del proceso político vasco de las últimas tres décadas, y que ha expuesto en numerosas ocasiones en los últimos tiempos. De ese análisis se deduce que existen condiciones para abrir un nuevo tiempo político que lleve, primero, a un escenario mínimamente democrático y, después, a un marco jurídico legal de libertades plenas, donde poder materializar cualquier proyecto político, incluida la constitución de un Estado vasco.
Para llegar a esa conclusión, las diferentes organizaciones de lo que históricamente se ha conocido como el MLNV (Movimiento de Liberación Nacional Vasco) han manifestado con reiteración que el desgaste provocado a los marcos vigentes -cuyo objetivo, a su juicio, no era otro que el de la asimilación y adulteración del proyecto nacional vasco- ha llegado a un punto en el que resulta lógico plantear un proceso para su superación. Asimismo, con los espejos de Lizarra-Garazi y, con mayor nitidez, con el del último intento negociador, han constatado que las claves del conflicto y de su resolución se encuentran bien definidas, a lo que habría que sumar que, en la sociedad vasca, ha prendido mayoritariamente el derecho a decidir y la posición en favor de una salida dialogada.
También cabe analizar los activos que se podrían lograr desde el ámbito internacional, sin por ello olvidar que quien manda en el mundo son los estados y que los criterios de las principales instituciones internacionales del entorno son los que son. Esa circunstancia ha hecho que los procesos de liberación que practican la lucha armada encuentren muchas dificultades en estos ámbitos. Paradójicamente, la existencia del enfrentamiento armado suele ser también un acicate para recabar el interés de los agentes internacionales dedicados a la resolución del conflictos, como se mostró en el último proceso, en el que se implicaron incluso varios gobiernos europeos. Pero hay que saber aprovechar los momentos en los que esa atención se posa en un lugar determinado, porque ese interés no sigue imperturbable si no hay visos de cambio de posiciones.
Lo que resulta evidente es que las soluciones de corte dialogado cuentan con la aquiescencia de la comunidad internacional. Igualmente, la constitución de nuevos estados, incluso en Europa, ya no es un tema tabú que escandalice en esa esfera, que está acogiendo con absoluta naturalidad el plan para llevar a cabo un referéndum de independencia en Escocia. Cada vez más voces sostienen que, si se logran las mayorías sociales suficientes, no habrá ni statu quo ni ruido de sables que pueda parar la voluntad popular.
A los componentes para el cambio macerados con esfuerzo en la última década, la izquierda abertzale suma otras condiciones que le permitirían aspirar a importantes cotas de iniciativa política. El curso pasado quedaron certificadas. La experiencia electoral de Iniciativa Internacionalista (140.028 votos en Euskal Herria según el recuento final, pese a las irregularidades y el pobre índice de participación en las europeas) o la huelga general de abril apuntan a la existencia de una masa crítica por el cambio político y social en términos democráticos que espera una oferta y liderazgo claros. Hace ahora un año, sin embargo, parecía que la izquierda abertzale se enfrentaba como única alternativa a una muy larga travesía en el desierto, sin expectativa alguna de poder incidir en el ámbito electoral y con posibilidades muy limitadas para el trabajo político y social. Condenada a «echarse al monte», a la espera de lograr alguna vez las condiciones para poder abordar otro proceso de solución y con el riesgo de perecer en el camino.
Un año después se puede concluir que, con las iniciativas citadas y otras de diferente calado, la izquierda independentista ha logrado articular discurso y actividad para una nueva fase política, pues corría -y puede que aún corra- el peligro de quedarse instalada en la frustración de lo que pudo ser y no fue el último intento negociador. Tampoco se puede negar que, desde el punto de vista de quien ve la botella medio vacía, sus dificultades estructurales siguen ahí y que pasan factura gravosa cada día, así como que, si no da continuidad a la apuesta de cambio de escenario dibujada por sus representantes, los elementos positivos de estos meses pueden quedarse en flor de un día.
Por consiguiente, la izquierda abertzale tiene ante sí el reto de confirmar la estrategia eficaz que, según sus palabras, debe articular para lograr un nuevo escenario. Sus portavoces han marcado varios ámbitos de acción: la creación y consolidación de un amplio bloque independentista-soberanista, la activación de la respuesta a las embestidas represivas y el trabajo en favor de una solución política negociada, todo ello bajo un paraguas -el llamado proceso democrático- que sería el instrumento del cambio de ciclo. Una representación aglutinadora de la izquierda abertzale anunció en marzo el inicio de contactos con ese objetivo.
Destaca, por tanto, la apuesta por construir ese proceso democrático, seguramente con nuevas premisas. La primera debe responder al hecho cierto de que el Estado español muestra nula disposición a moverse, y tiene activados todos sus mecanismos represivos. Se siente cómodo en esta situación de confrontación y cree que el mantenimiento de la misma perjudicará a la recuperación de la izquierda abertzale y a las condiciones de cambio gestadas en la última década. Interpreta -correctamente, a buen seguro- que, en caso de no operativizarse, las condiciones descritas se echarán a perder, lo que dejaría un páramo sobre el que efectuar un nuevo asalto de asimilación del pueblo vasco.
De este modo, en el seno de la izquierda abertzale ha tomado fuerza la tesis de que la dinámica en favor del proceso democrático deberá correr a cargo de aquellos que quieren variar sustancialmente la situación, aunque ello tenga mucho de unilateral. La estructuración de las fuerzas que apuestan por un nuevo escenario resultaría vital. Y, junto a ello, sería más que recomendable que aquellos que quieran ayudar en la búsqueda de solución al conflicto, tanto en Euskal Herria como fuera, puedan operar con un cierto grado de seguridad sobre el diseño de apuesta política que hace la izquierda independentista, que tendría que ajustar el conjunto de su formas de actuar a estas premisas y estrategia.
En la izquierda abertzale nadie parece defender la alternativa de esperar a que se alineen todos los astros para llegar, un buen día, al comienzo de un gran proceso democrático con todas las garantías, la buena voluntad de los estados, sin sobresaltos y con un final escrito de antemano. Además, estos esquemas convierten los medios y ámbitos de lucha política, como éste del proceso democrático o el más específico de la negociación política, en objetivos en sí mismos, a lograr un gran «día D» siempre futuro.
Los precedentes (sobre todo, Argel y el intento de 2005-2007) reflejan que, con esos presupuestos, el camino al mínimo cambio de escenario tiende inexorablemente a la ruptura, al estar sujeto en exclusiva a la voluntad de los estados, con lo que en ocasiones han podido tomar fuerza tesis históricamente superadas en el MLNV de que sólo la activación de la lucha armada puede hacer saltar por los aires las previsiones y la cerrazón de los estrategas estatales. Este diseño -algo caricaturizado- obedece más a un planteamiento de victoria militar de guerrilla insurgente -ya desechado por ETA antes incluso de la muerte de Franco- que a la realidad de un proceso político como el vasco.
La estrategia de la izquierda abertzale será, pues, eficaz si logra precisar cuáles son sus objetivos y cuáles sus medios vehiculares, en ese marco general de apuesta por un proceso democrático. Un proceso democrático cuya vocación desde el inicio sería la de ser el proceso definitivo y que puede comenzar a gestarse desde el mismo momento en que así lo quieran quienes no esperan, de antemano, a un «sí», un «tal vez» o un «ya se verá» de los estados para echar a andar por la senda que logre abrirlo. Su desarrollo posterior, necesariamente, debería contar con todos los agentes, sin exclusiones, y abordar la agenda política que desate los nudos del conflicto.
Son muchos los independentistas que creen que, si en esa senda se va ganando en acumulación de fuerzas, en apoyo internacional, en la batalla de la opinión pública, en el trabajo político-institucional, en la movilización social… no es aventurado predecir que, al tiempo de lograr una fuerza política y social por la soberanía con gran proyección estratégica, se conseguirá finalmente la implicación de todos los agentes, y que los vetos y bloqueos para el diálogo y el acuerdo político resolutivo cederán, y que cederán en la buena dirección.