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Crítica del libro Por qué soy comunista. Una reflexión sobre los nuevos retos de la izquierda (Península, 2017)

La izquierda ante su verdadero reto (¿Por qué -y cómo- es comunista Alberto Garzón?)

Fuentes: Rebelión

«Colonia, 2 de noviembre. Ya antes del alzamiento de junio hemos revelado reiteradamente las ilusiones de los republicanos de la tradición de 1793, de los republicanos de La Réforme. La revolución de junio y el movimiento surgido de ella obligan a estos republicanos utópicos a abrir poco a poco los ojos. (…) Hasta el presente, […]

«Colonia, 2 de noviembre. Ya antes del alzamiento de junio hemos revelado reiteradamente las ilusiones de los republicanos de la tradición de 1793, de los republicanos de La Réforme. La revolución de junio y el movimiento surgido de ella obligan a estos republicanos utópicos a abrir poco a poco los ojos. (…) Hasta el presente, el optimismo republicano de La Réforme solo vio citoyens; la historia se le ha venido tan directamente encima, que ya no puede omitir, por idealización, que estos citoyens se dividen en burgeois y prolétaires. (…) En la Revolución de Febrero, la burguesía y el proletariado combatieron a un enemigo común. En cuanto este quedó eliminado, las dos clases se hallaban solas en el campo de batalla, y debía comenzar la lucha decisiva entre ellas».

Karl Marx, Neue Rheinische Zeitung, 2 de noviembre de 1848

Introducción

Este texto pretende efectuar una crítica del libro Por qué soy comunista. Una reflexión sobre los nuevos retos de la izquierda (Península, 2017), de Alberto Garzón. Una crítica que se pretenderá científica, esto es, alejada de valoraciones personales o sobre el autor.

De hecho, si lo escribimos es desde la conciencia de que Garzón no solamente se representa a sí mismo, sino que se erige en cierta medida en exponente de una determinada manera de entender el marxismo que, digámoslo desde ya, es -lo desee o no- heredera directa del «eurocomunismo» (si no directamente del socialismo utópico) y de nociones a la postre subsiguientes como las del «Estado del bienestar» o la de los «derechos humanos».

Por hegemónica en el seno del PCE (y, por extensión, en el autodenominado «movimiento comunista»… aunque no solo estatal, sino incluso europeo), esta visión de lo que es el comunismo supone, a nuestro juicio, un grave desarme ideológico que, además, se hace imperdonable en tiempos de crisis y agresiones capitalistas (sí: no simplemente «neoliberales») como las que vivimos ahora.

Por ello, consideramos pertinente esta crítica, quedando abiertos a los debates que con posterioridad pudieran derivarse. Avisamos, además, a los lectores de que, a fin de facilitar el contraste, nuestros apartados se harán de acuerdo a los capítulos contenidos en el libro.

I. ¿Un capítulo sobre ciencia?

Seremos breves en este primer apartado, que no constituye una prioridad para nosotros, indicando tan solo algunas precisiones necesarias.

Para empezar, en la «Guía de lectura» Garzón avisa de que a lo largo del libro usará como sinónimos determinados conceptos: clase trabajadora, clase obrera, proletariado o clases populares (pág. 13). El problema es que esos conceptos no son todos, de ningún modo, sinónimos; lo cual, a lo largo del libro puede llevarnos a serios equívocos. En concreto, el último de ellos alude a diversas clases (no solo a una) que forman parte de lo que podríamos considerar «el pueblo».

Esta categoría, por más que imprecisa, se viene utilizado en la tradición marxista en contraposición a la oligarquía financiera, en una época imperialista en la que los quintiles más altos de la estructura de clase se dedican prioritariamente a actividades especulativas y se enfrentan objetivamente al conjunto de la población; incluso a la pequeña burguesía, que es proletarizada y arrojada a vivir como el pueblo.

También sembrará confusión la alusión a que las categorías socialdemócrata, comunista o socialista cubren un mismo rol descriptivo (pág. 13). Consideramos que, si ya desde la creación de la Tercera Internacional en 1919 esto era incorrecto, en la actualidad, desde la que hemos de situarnos para escribir, tal mezcla puede generar confusiones que, desde luego, no nos ayudarán -sino al contrario- a deslindar campos con las teorías que defienden la posibilidad de un «capitalismo de rostro humano».

Con respecto al extenso capítulo sobre ciencia, da la impresión de estar deslavazado del resto del libro, de no aportar nada a la argumentación política que se realiza en el mismo. En cierto sentido, con tantos resúmenes generales sobre la historia de la ciencia y sin centrar nunca el foco, el lector tendrá la impresión de estar releyendo El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder.

Solo algunas consideraciones: de lo expuesto por Garzón en la página 89 parece deducirse que los economistas marginalistas y neoclásicos han de ser criticados por confundir la ciencia social con una ciencia exacta. Lo consideramos un error: lo criticable de estas corrientes no es su «cientificismo», sino precisamente su burda politización, ya denunciada por Marx el Prólogo de El Capital («… la particular naturaleza del material del que se ocupa levanta contra ella y lleva al campo de batalla las pasiones más violentas, más mezquinas y más odiosas que anidan en el pecho humano: las furias del interés privado»), junto al hecho de que estos economistas hubieran abandonado todos los fundamentos del rigor y la ciencia.

Precisamente por ello nos parece rechazable la afirmación de Garzón de que «en ningún caso el marxismo puede pretender tener un estatus científico» (pág. 91). El marxismo, por su método y por su vocación, aspira, por supuesto, a hacer ciencia. Y, probablemente, mucho mejor que cualquier otra corriente de las ciencias sociales (unas ciencias que existen y que no tienen por qué asimilarse a las naturales).

Por último, chirría la definición que se hace del marxismo como «tradición política y de investigación». El marxismo no es solo un método investigativo (y, por más que se niegue aquí, un paradigma científico), sino ante todo una guía para la acción y la práctica política. Y, por descontado, el comunismo no es una mera «tradición», sino ante todo, y como afirmaron Marx y Engels en La ideología alemana, un movimiento real.

II. El socialismo científico: algo más que palabras

Serían excesivos los aspectos a comentar en este y los siguientes capítulos, con lo que solo podremos ir al meollo de la cuestión. En la página 101, Garzón afirma que los continuadores de Marx hacen de él una lectura que supone una «caricatura» con respecto a «la riqueza del trabajo original marxista».

Esto puede ser cierto cuando se refiere al «marxismo» distorsionado de la Segunda Internacional que, contra el propio criterio de Marx, consideraba «reformable» el capitalismo… algo que comparte, por cierto, la «novedosa» corriente en la que el proyecto de Unidos Podemos, al que pertenece el propio Garzón, está inscrito. Pero es desde luego incierto si se refiere al marxismo de Lenin, quien, digámoslo bien alto, efectuó sin duda la lectura más rica y brillante de Marx, y que ni siquiera es citado aquí por Garzón.

A propósito, señalaremos brevemente que también resulta desafortunada la alusión al metafórico «la historia me absolverá» de Fidel Castro, que es aquí visto como ejemplo de una supuesta visión teleológica e idealista de la historia (pág. 103). Tampoco nos detendremos en errores evidentes, que quizá sean simples erratas, como cuando inexplicablemente se afirma que «las relaciones de producción son las relaciones de poder que se dan entre las diferentes fuerzas productivas» (pág. 104).

La cuestión es que no podía faltar (pág. 105) la prescriptiva alusión al «determinismo» de la teoría de Marx sobre la «base y la superestructura», brevemente expuesta en el «Prólogo» de 1859. Podemos compartir que unos breves párrafos no están en disposición de desarrollar plenamente una teoría universal de la historia; e incluso que, históricamente, el marxismo ha interpretado esta teoría de un modo rudimentario (como cuando Victorio Codovilla polemizaba con José Díaz o con Mariátegui porque en sus contextos particulares era imposible aplicar los «esquemas» inalterables de desarrollo histórico del primero). Pero, ¿acaso puede negarse, o es «determinista» decirlo, que si posees el capital puedes crear opinión desde la escuela y los medios de comunicación, así como controlar los tribunales y el parlamento? Porque tal, y no otra, es -resumida pedagógicamente- la enseñanza del célebre Prólogo de Marx.

Más grave nos parece el gratuito ataque al gigante y compañero de luchas de Marx que se efectúa cuando se afirma, analizando la correspondencia con Vera Zasulich, que Marx acabó rompiendo con «la versión vulgar que Engels había sistematizado como materialismo histórico» (pág. 109). En realidad, el ensayo de Engels titulado Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana (1886) no es más que un desarrollo pedagógico y ordenado de lo ya expuesto conjuntamente por Marx y Engels en La ideología alemana (1846).

Queden para otros (althusserianos o pos-althusserianos) las alusiones a una supuesta ruptura epistemológica entre el joven y el viejo Marx (no digamos ya a una supuesta ruptura entre Marx y Engels). En realidad, en lo que se refiere a la visión del mundo (mucho menos cambiante, por supuesto, que una alusión concreta a la táctica política a adoptar en Rusia en una carta -por cierto, genial- a Vera Zasulich), lo máximo que encontramos en el viejo Marx es un desarrollo, un despliegue, una precisión a lo sumo de lo que vino defendiendo coherentemente ya desde sus primeras obras. Y todo ello desde el más pleno acuerdo (es más: a medias) con Engels.

Posteriormente, Garzón, ya hablando del siglo XX, alude a que «el desarrollo de un Estado de bienestar (…) parecía cuestionar la necesidad del socialismo para una gran parte de la clase trabajadora» (pág. 112). En realidad, esto no fue así para «una gran parte de la clase trabajadora», sino para una pequeñísima parte de la misma: la que residía en el centro imperialista. Pero no desde luego para los proletarios de Asia, África y América Latina que, justo en esos años, no pararon de hacer revoluciones.

Más adelante, el autor afirmará que el «Estado de bienestar» fue producto de «los incrementos de productividad» (pág. 153) y que sus beneficios se repartieron entre salarios y beneficios. Esto es gravísimo, pues rompe con la comprensión de la clase social como hecho internacional. ¿Y los salarios en el «tercer mundo», cómo evolucionaron? No son las mejoras en la productividad las que explican este «bienestar», sino la sobreexplotación de la mano de obra de los países de la periferia, así como el llamado «intercambio desigual» que describió Arghiri Emmanuel, desarrollando, en realidad, lo ya planteado por Lenin en su teoría del imperialismo.

Volviendo al punto donde estábamos, en la misma página 112 se nos cita la idea de David Harvey de que, mientras duró el llamado Estado del bienestar, El Capital «no tenía demasiada aplicación en la vida diaria» porque «describía un capitalismo en su versión cruda, inalterada y bárbara típica del siglo XIX». Esto es un error de bulto, como, en el fondo, un experto como Harvey debe saber. En El Capital, solo los ejemplos concretos son «decimonónicos». Toda la obra es una descripción históricamente transversal del funcionamiento del capitalismo, que rige en toda sociedad en la que impere la fórmula D-M-D’ (donde D’>D).

Posteriormente, Garzón añade que ahora, con la crisis y los recortes, El Capital vuelve a «parecer hablarnos» del capitalismo de hoy. No tiene sentido. Marx no es Piketty ni hace una descripción superficial de las consecuencias coyunturales del sistema con cada gobierno, etapa o crisis determinada. El Capital habla del capitalismo decimonónico, del actual y también de ese capitalismo del siglo XX del cual algunos subrayan (y quizá demasiado) su «bienestar».

En las páginas 122-123, Garzón comenta las teorías sobre la crisis que consideran que el capitalismo puede regularse a sí mismo, siempre que se haga uso de la intervención estatal (teorías que, en realidad, Garzón ha defendido en varios libros publicados con Juan Torres y Vicenç Navarro, como Hay alternativas, de 2011). Pero resulta chocante que incluya estas teorías dentro de la «tradición marxista», pese a que sostienen justo lo contrario de lo que defendía Marx en el Libro III de El Capital, donde, a lo sumo, se describía la existencia de tendencias contrarrestantes para postergar temporalmente la caída de la tasa de ganancia, pero jamás la supuesta posibilidad de evitarla, estabilizando el capitalismo y sorteando las crisis mediante un «intervencionismo keynesiano».

Más adelante, en la página 133, se nos habla de que el socialismo no puede volver a cometer los mismos errores que la Unión Soviética, por acometer una «rápida industrialización» que, al parecer, fue antiecológica. Pues bien, la historia (espero que no se nos acuse de «teleología» por emplear esta personificación) ya demostró que la industrialización soviética fue un acierto. No solo fue la clave del «bienestar» conquistado duramente por el pueblo soviético (esta vez sin provocar en contrapartida el «malestar» del «tercer mundo», como hizo el «modelo social europeo»), sino también algo imprescindible para derrotar al nazismo, salvando, por cierto, a toda Europa.

¿Es que Garzón nos propone un «decrecimiento» así, generalizado, que se le exija también a los pueblos de África, Asia y Latinoamérica que, precisamente, tienen aún por desarrollar (y tienen que hacer crecer) sus fuerzas productivas? No, porque en la página siguiente (134) se nos dice que los países de la periferia no han de hacer los mismos sacrificios que los ricos. De hecho, el autor se muestra (acertadamente) muy comprensivo con Rafael Correa y la necesidad de Ecuador de explotar el petróleo del Yasuní. ¿A qué viene entonces la alusión a la URSS tan solo una página antes? ¿Por qué con la URSS, que tuvo que prepararse para resistir a la mayor invasión militar de la historia, no se es tan comprensivo?

III. Sobre las clases sociales: clarificar y no confundir al respecto

No es buen indicio que Garzón comience su tercer capítulo diciéndonos que «la clase social sigue siendo un elemento clave para entender los movimientos políticos» (pág. 140). ¿Solo «un» elemento clave y no «el» elemento clave?

Pero, a continuación, el autor avanza al fin lo que constituirá el centro de su propuesta teórica. Así, en la página 142, Garzón se reclama defensor de esa versión del comunismo «que reclama que se respeten los derechos humanos», añadiendo que «la actual Declaración de los Derechos Humanos procede de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano promulgada en 1789». Es más: según el autor, el socialismo heredó esa tradición revolucionaria francesa, así como la noción de los derechos humanos. ¿Seguro?

¿De qué socialismo nos estará hablando Garzón? Si se refiere al socialismo utópico, estamos plenamente de acuerdo. Pero si se refiere al socialismo de Marx, es rotundamente incierto que se considerara heredero de los derechos humanos y de esa declaración francesa. No tenemos más que leer el ensayo de Marx «Sobre la cuestión judía» (1844), aunque también en La ideología alemana encontraremos desarrolladas las mismas tesis. Citemos, por ejemplo, el primero de estos textos:

«Los droits de l’homme, los derechos humanos, se distinguen como tales de los droits du citoyen , de los derechos cívicos. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen ? Sencillamente, el miembro de la sociedad burguesa. ¿Y por qué se llama al miembro de la sociedad burguesa «hombre», el hombre por antonomasia, y se da a sus derechos el nombre de derechos humanos ? ¿Cómo explicar este hecho? Por las relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa, por la esencia de la emancipación política.

Registremos, ante todo, el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, a diferencia de los droits du citoyen , no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa , es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad. (…)

Ninguno de los llamaos derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad. Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta».

Para no aburrir al lector, no seguiremos copiando. Baste recomendar la lectura completa de este aplastante texto de Marx. Y recuérdese cómo Marx rechazó siempre ese método de expresión abstracto y «biensonante»: tal fue, de hecho, el motivo que le llevó a cambiar el primitivo nombre de la Liga de «los Justos» por el de Liga de los Comunistas, y a sustituir el lema «todos los hombres son hermanos» por el más combativo de «proletarios de todos los países, uníos». O a gritarle al locuaz sastre Wetling que «la ignorancia jamás ha ayudado a nadie». O a refutar, con un libro completo (Miseria de la filosofía), las teorías de Proudhon, empezando por la confusa y lírica noción de que «la propiedad es un robo», sobre la que Marx ironizaba en los siguientes términos: «en vista de que el robo, como violación de la propiedad, presupone la propiedad, Proudhon se enredó en toda clase de sutiles razonamientos, oscuros hasta para él mismo, sobre la verdadera propiedad burguesa». Nos podemos imaginar, en consecuencia, lo que diría Marx al respecto de ese confuso lema que también ha sido avalado por Alberto Garzón y que afirma que «la crisis es una estafa»; un lema que, aun empleado con la mejor de las intenciones, tiene el inesperado pero inevitable efecto de convertir al enemigo en un sujeto todopoderoso y sin debilidades ni grietas.

Más adelante, Garzón afirmará que «tanto Marx como Engels procedían de la tradición republicana» (pág. 227), obviando que rompieron con ella claramente. Digámoslo de una vez: Marx no asumió el legado de la revolución francesa, ni tampoco se limitó a negarlo: lo superó («aufhebung» llamaba Hegel a la noción de «superar conservando») y, de hecho, lo sometió a duras críticas. Tanto a él como al socialismo utópico y a sus consignas «humanistas», interclasistas y endebles, que combatió pertinazmente a lo largo de toda su vida, como podemos documentar además en todas sus obras.

Pero sigamos adelante. Garzón parece establecer una distinción entre «textos dogmáticos» y «textos complejos» de Marx. En los primeros (como el Manifiesto de 1848), Marx efectúa un análisis de clase que, al parecer, es rudo y polarizado. En los segundos (el autor aporta el ejemplo de El Dieciocho Brumario, de 1852) «analiza la realidad social de una manera mucho más compleja» (pág. 156). Otra afirmación peregrina.

Las visiones de El Manifiesto Comunista y El Dieciocho Brumario no son más o menos complejas; simplemente se aplica en ellas un distinto grado de abstracción. El primer texto intenta sacar factor común para describir el desarrollo de la sociedad moderna en su conjunto; el segundo es un análisis político coyuntural. Ambos tipos de análisis son necesarios y cada uno de ellos tiene su función. La división en dos clases fundamentales, efectuada por Marx y Engels en el Manifiesto, es un esquema y no más que eso (incluso siendo cierto que, posteriormente, las sociedades no se hayan polarizado tanto como allí fue previsto). Pero a continuación operan todo tipo de matices socioculturales a la hora de definir la clase, y no son pocas las subdivisiones y fracciones de clase existentes, como Marx analiza en el segundo tipo de textos. Parece forzado el pretender encontrar en ello contradicción alguna.

Y, a nuestro juicio, Garzón vuelve a equivocarse cuando afirma que en el siglo XIX «no se tendía a una proletarización de toda la población, como presuponía Marx (….) El proletariado, entendido aquí como trabajadores industriales, de hecho disminuía» (pág. 166). En primer lugar, ¿quién ha dicho que el proletariado sean los trabajadores industriales? En segundo lugar, ¿quién ha dicho que, a nivel mundial, los proletarios hayan disminuido?

En la página siguiente (167), Garzón descubre la solución al inexistente enigma que él mismo ha generado: «la cosa es distinta si dejamos de considerar al proletariado simplemente como trabajadores industriales». La cuestión es que el marxismo nunca consideró tal cosa. De hecho, en el prólogo a la antología Lenin: el revolucionario que no sabía demasiado (efectuado por Constantino Bértolo, y que el propio Alberto Garzón cita en este libro, para no tener que citar -¡ni una sola vez!- un libro de la editorial Progreso), leemos, en su página 65: «La crisis dejó al desnudo el error de pensar que el proletariado había dejado de ser una presencia relevante dentro de las sociedades posindustriales. Un error que proviene de identificar al obrero fabril y fordiano que caracterizó al capitalismo industrial con el concepto de proletario, que es una categorización económica delimitada por la lucha de clases y la extracción de plusvalías (…) La desaparición de la boina o el mono azul no significa ninguna desproletarización, sino todo lo contrario: una proletarización más extensa y profunda, con expansión de las tasas de población activa». ¿Por qué Garzón no tiene en cuenta el texto que él mismo está citando en su libro?

Siguiendo con las innecesarias vueltas que se dan alrededor de la noción de clase social, llegamos a la que constituye quizá una de las aportaciones más negativas de este libro, cuando, siguiendo a Guy Standing, se establece una pasmosa distinción entre el proletariado y el «precariado»; distinción que Garzón explica y avala. Por lo visto, «mientras el proletariado tiene trabajo estable con un horario y rutinas establecidas, el precariado no» y «mientras el proletariado (…) dispone de ingresos complementarios al salario, como transferencias del Estado o ingresos financieros, el precariado no» (pág. 173). No sabemos muy bien cómo contestar a esto. ¿Desde cuándo el proletariado tiene estabilidad, ingresos adicionales y no vive en una situación de precariedad? ¿Desde cuándo inventando palabras nuevas para lo que ya ha sido definido antes de manera mucho más precisa conseguimos algo? Páginas más tarde, se nos dirá que «el propósito de Standing es estrictamente político» y «no pretende ser analítico», sino generar conciencia en el «precariado» (pág. 175). ¿Qué conciencia? ¿Para eso se lo divide del resto de la clase? ¿Para eso, además, se desvirtúa la teoría?

Tras todas estas disquisiciones, Garzón da por fin su resolución a tantos dilemas, al afirmar que «podemos estar de acuerdo con la solución de Terry Eagleton, que es considerar que la clase obrera incluye más bien a todas aquellas personas que se ven obligadas a vender su fuerza de trabajo al capital» (pág. 174). ¿»La solución de Terry Eagleton»? ¿Y qué otra cosa es lo que afirmó Marx desde el principio, siglo y medio antes, al definir lo que es el proletariado? Una vez más, se nos marea con ideas como la del «precariado», para terminar por presentarnos como solución (duramente encontrada, al parecer) algo que ya fue resuelto teóricamente por el marxismo desde su nacimiento.

Más adelante, Garzón vuelve a confundir planos de análisis: esta vez, los planos objetivo y subjetivo. Así, afirma que concebir la clase para sí como fruto de luchas políticas «abre mucho el abanico de opciones» y constituye «otra visión» (pág. 177). No se trata de que haya más o menos opciones ni de otra visión; es simplemente otro nivel de análisis, una distinción entre lo objetivo (en sí) y lo subjetivo (para sí); y, para efectuarla, no es necesario tirar de ningún autor tan novedoso como los que se citan aquí, pues fue el propio Marx quien estableció dicha distinción.

Pero Garzón vuelve a equivocarse, al afirmar que la noción de clase para sí es necesaria para «aceptar que personas que no participan en la producción directamente -por ejemplo, los estudiantes o los jubilados- pueden formar parte de la clase para sí» (pág. 177). En primer lugar, una clase no es un club al que haya que aspirar a entrar. En segundo lugar, la clase trabajadora no es algo así como «los que estén trabajando en este momento»; tener semejante idea supone una radical incomprensión del marxismo y obligaría a dejar en «el limbo de las clases» a, por ejemplo, el niño que nace en un barrio de clase trabajadora o al obrero que es despedido y queda parado. Y en tercer lugar, la noción de clase en sí es necesaria no para eso, sino para analizar los procesos de toma de conciencia de clase y también lo contrario: los procesos de alienación o de falsa conciencia.

IV. El Estado: marxismo versus mitificación «democrática»

En la página 186, Garzón afirma que «Marx no desarrolló nunca una teoría del Estado», y en la 188 añade que «sus discípulos, como Engels, Lenin, Trotsky o Gramsci tampoco trataron de forma específica el Estado». Curioso olvido el de obviar que Lenin escribió una obra fundamental como El Estado y la revolución (1917), que, para mayor contradicción, el autor cita solo cinco páginas más tarde, en la 193. Precisamente por no haber asimilado los conceptos de dicha obra, Garzón yerra y parece querer pillarnos en fuera de juego al preguntarnos que «si el Estado es simplemente un instrumento al servicio del capital, ¿por qué hemos de aspirar a conquistar el poder dentro de sus instituciones?». En la página 192, añade: «cuando determinados partidos políticos de la clase trabajadora han alcanzado gobiernos (…), ¿cómo se puede explicar la reproducción del capitalismo con la clase burguesa ausente de ese poder?».

No parece, con ello, entender que el gobierno es una cosa y el poder real otra. Tampoco que el Estado es un instrumento de clase, pero no necesariamente «al servicio del capital», puesto que a lo largo de los siglos ha estado al servicio de los esclavistas, de la nobleza o de los obreros y campesinos, en diferentes contextos históricos. Sin embargo, solo unas páginas más adelante se defiende la tesis correcta: «llegar al gobierno del Estado no implica que se controle el Estado» (pág. 199). ¿A qué venía entonces lo que se dijo tan solo unas páginas antes? ¿Quizá porque es obligatorio, como «formalidad comunista», decir esto último para contentar a todos pero, a la vez, la línea reformista obliga a decir también lo contrario? ¿Y qué se nos deja decir, en nuestra actual «democracia», acerca de cuando Garzón cifra las vías de acceso al poder entre la electoral y una ilusoria «insurrección» (pág. 187), obviando clamorosamente la noción de la guerra popular prolongada? En la página 200, Garzón declara solemnemente: «de ahí que esté en contra de la necesidad de irrumpir con las armas en el Estado». La cuestión es: ¿para qué no es necesario eso? Para hacer vida parlamentaria, está claro que no; para hacer una revolución que derroque a una clase dominante, la experiencia histórica nos habla por sí sola y demuestra lo contrario.

A continuación, leemos algo igualmente prescriptivo hoy día: la alusión a Gramsci, quien afirma que «el consenso o la hegemonía es el instrumento más inteligente» de dominación, por encima de «la coerción o el empleo de la fuerza» (pág. 195). Es cierto que Gramsci expresa con acierto esta idea, pero ¿de verdad es algo tan novedoso? Ya Marx y Lenin sostuvieron que la república democrática es el régimen más perfecto de dominación, por encima de la república autoritaria. Más adelante, en esa misma página, Garzón afirma que «con estos razonamientos, Gramsci fue capaz de explicar por qué la revolución no había tenido lugar en los países occidentales más industrializados». No tiene sentido. Eso no lo explica: lo que lo explica es el surgimiento de una capa de «aristocracia obrera» en dichos países que, no en vano, son también los países imperialistas; unos países que, a fuerza de exportar el conflicto hacia la periferia, generan cierto apaciguamiento social en el interior que, a su vez, explica la facilidad que encuentra su burguesía para priorizar la herramienta del consenso sobre la de la represión social (siempre preparada, no obstante, por si falla la primera, como en España sabemos desde 1936).

En la página 209, Garzón desliza que Lenin quiso crear un modelo de partido como si pudiera ser «universal, válido para cualquier contexto y tiempo político»; algo totalmente incorrecto. El Qué hacer no creó un modelo extrapolable de partido ni Lenin pretendió nunca tal cosa. De hecho, páginas más tarde (219) Garzón vuelve a contradecirse para afirmar repentinamente que «Lenin nunca fue un fetichista del modelo organizativo» y que en 1902 simplemente propuso «la forma más adecuada» para «el contexto de represión que se vivía entonces en Rusia». ¿Cómo es posible esta nueva contradicción? ¿Es que se esconde la mano una vez arrojada la… tesis? Por cierto que también se defiende (pág. 221) que en 1905 Lenin quería abrir el partido a las masas, cuando lo que quería abrir a las masas eran las «organizaciones de combate» ligadas al partido, que no es lo mismo, dentro de la dialéctica organizativa entre un centro rígido con un amplio anillo a su alrededor, propia del leninismo. Pero no disponemos de espacio para entrar en esta cuestión.

Naturalmente, como suele hacerse hoy día, Garzón sostiene que «los modelos cerrados y ultracentralistas de partido cosecharon tantos éxitos como fracasos» (pág. 224). Muy bien, pero ¿dónde están los éxitos del modelo de masas? ¿Y si el giro imperialista de 1914 por parte del SPD alemán del que se habla, como con sorpresa, en la página 216 es más fácilmente explicable si tenemos en cuenta lo que, solo unas líneas más arriba, Garzón describía como un gran logro: que el partido llegara a tener un millón de afiliados?

En realidad, como se ha venido sosteniendo desde Red Roja, el partido ha de ser de cuadros entre las masas, sabiendo ser minoría entre la mayoría, interviniendo en las movilizaciones sociales más amplias pero para disputar la influencia y la línea política, no para «disolverse» en las mismas. Todo lo contrario, pues, a «modelos cerrados». Ahora bien, ¿no es cierto que todas las revoluciones históricas las han hecho las masas comandadas por una dirección, por cuadros? ¿Es que hoy día puede hacerse todo lo que atañe a una revolución abiertamente, a la luz del día?

También afirma Garzón que «Marx y Engels (…) ni fundaron un partido político ni proporcionaron directrices sobre cómo habría de ser» (pág. 209). Esto es rotundamente incierto. Marx y Engels dedicaron toda su vida adulta a crear ese partido político. Ya desde el año 40, siendo unos jovencitos, entran en contacto con la Liga de los Justos, que desde el 48 será la Liga de los Comunistas. E Incluso fundaron la Internacional, décadas más tarde. En todos los casos, Marx y Engels se encargaron personalmente de redactar férreos estatutos para estos partidos. Además, en la misma página, Garzón afirma que «para los clásicos lo importante (…) era la clase y no el partido», mezclando nuevamente planos de análisis y cosas completamente distintas. ¿Importante para qué? ¿Acaso se intenta insinuar que una clase social puede tomar el poder de forma espontánea y sin organizarse?

Garzón finalmente expone su conclusión: Marx y Engels, como Rosa y como «el Lenin de 1905» (al que Garzón opone el de 1917) lo que hicieron fue «priorizar la clase» sobre «la fórmula organizacional que toma la clase en cada momento» (pág. 225). A nuestro entender, esta idea carece de sentido. Para empezar, fue el Lenin de 1917 (no el de 1905) el que se enfrentó a su partido y enarboló el lema «todo el poder a los soviets». Pero, además, ninguno de esos marxistas entendió tan mal como se entiende aquí la relación entre el partido y la clase. Lenin, en «El marxismo y la insurrección» (1917), escrito en la víspera de los días claves de octubre, lo expone claramente: «para poder triunfar, la insurrección debe apoyarse no en una conjuración, no en un partido, sino en la clase más avanzada». Y, al mismo tiempo que sostenía esto, Lenin era consciente de que, sin la intervención del partido, todo se quedaría en los hechos de febrero y no habría un «octubre rojo».

Pero es a continuación donde Alberto Garzón introduce todo el caudal de su particular visión del marxismo: «el llamado socialismo real se ha caracterizado por la ausencia de libertades civiles tales como las de expresión, prensa o formación de partidos» (pág. 226). A esta concesión (que, desde la izquierda, se efectúa a menudo para no caer antipáticos) habría que anteponerle una pregunta: ¿es que las revoluciones se han hecho en abstracto, o en condiciones elegidas por nosotros, sin tener que enfrentarse a enemigos, de hecho, superiores? ¿Qué es preferible, un Fidel vivo o un Allende muerto? ¿Son la democracia burguesa, el pluripartidismo o la libertad de prensa algo más que una farsa? ¿Lo llaman democracia y… sí lo es? Con tanto «pensamiento Ilustrado», no era de extrañar que este libro acabara confundiendo la democracia con… las libertades formales habitualmente idealizadas en la sociedad burguesa.

Por supuesto, páginas más tarde Garzón aludirá a «una inmensa maquinaria burocrática que ahogó los sóviets y que convirtió al presunto Estado proletario en un instrumento al servicio de la minoría del partido». ¿Y este es el balance que sacamos de la experiencia soviética? No hace falta ser acríticos con nuestra historia, ni que nos parezca bien que medio comité central acabara siendo fusilado. La cuestión es: ¿eso fue todo? ¿No hay otro plato en la balanza? Y, en lo que respecta a la movilización popular, ¿vamos a negar que los años 30 fueron un momento de efervescencia social y de iniciativas populares de todo tipo? ¿Vamos a quitarle todo el valor al Komsomol, a los sovjoses? ¿Vamos a ignorar todo lo narrado en obras literarias como Poema pedagógico, Campos roturados o Así se templó el acero?

Naturalmente, Garzón acabará posicionándose con Rosa Luxemburgo y sus críticas a la disolución de la Asamblea Constituyente. Poco más tarde, en la página 240, en tono ilustrado, afirmará que las Constituciones deben garantizar «una serie de derechos que son irrenunciables incluso aunque la mayoría de la población quiera prescindir de ellos». De acuerdo, pero, en cambio, ¿si Lenin disuelve la Constituyente está mal?

En todo caso, ¿tuvo en cuenta Rosa el contexto ruso? ¿Habría podido ella gobernar de otra manera, de haber accedido al poder en Alemania? Insistimos: ¿en qué condiciones se desarrollan las revoluciones históricas? ¿En las que habría soñado el socialismo utópico y pacifista, con su maximalismo extremo en los aspectos más formales y «democráticos»… aunque solo en ellos? Garzón defiende en su libro que, en economía, mucho te viene impuesto. ¿Y en política? Sobre todo: ¿es que acaso la (tan alabada por Garzón) revolución francesa no tuvo que guillotinar a miles de personas para poder seguir adelante? ¿Por qué si lo hace la revolución francesa debemos aceptarlo «como mal menor», pero si lo hace la revolución rusa hay que marcar enormes distancias y llevarse las manos a la cabeza?

Lo peor es que, en la página 239 Garzón dice que «las críticas de Rosa Luxemburgo demuestran que había otra alternativa para la defensa de la revolución» para, solo unas líneas más abajo, sostener lo contrario: «¿era posible enfrentarse a catorce naciones, una guerra civil y la pobreza con un sistema político diferente al que se puso en marcha? Son preguntas para las que no tenemos una respuesta que no sea especulativa». ¿Entonces fue pura especulación lo que se dijo solo unas líneas más arriba al respecto de que Rosa tenía razón? Tras tantos ejemplos de eclecticismo incluso contradictorio, se impone la conclusión de que lo que esta propuesta política no ha asimilado es que, a veces, y aunque ello imposibilite contentar a todos, se hace preciso tomar partido por una posición difícil, como paso necesario para desembarazar a nuestro pueblo de los complejos que el sistema trata de inocularle a fin de paralizarlo; complejos ante los cuales los intelectuales «de vanguardia» parecen ser más sensibles que el propio pueblo llano.

A lo largo de las páginas 230 y 231, Alberto Garzón se empantana en una presunta contraposición entre los liberales, que traicionaron a la revolución francesa, por un lado, y la tradición republicana por el otro. Esto supone una auténtica distorsión de la historia. Los republicanos eran o bien liberales o bien socialistas, y esto último era la cuestión. En otras palabras: los girondinos y los liberales también eran republicanos. Y, por otra parte, ya hemos leído las burlas de Marx contra la mitificada Declaración de 1789.

Con todo, es claro que el socialismo incluye determinadas reivindicaciones propias de la tradición republicana, como afirma Garzón en la página 234; pero lo hace porque el socialismo supera al republicanismo ilustrado; lo supera conservando lo que debe ser conservado, como ya vimos. Ahora bien, de ahí a confundirlos… Hay que entender que, igualmente, Marx se basa en la economía política clásica inglesa (Smith, Ricardo, etc.); pero los supera, y resultaría cuanto menos asombroso tratar de asimilar a Marx con el liberalismo a causa de la coincidencia en algunas de sus categorías, tomadas de forma descontextualizada.

Garzón culmina en la página 235 afirmando lo siguiente: «toda la tradición socialista proviene de la matriz republicana y, por añadidura, de la defensa de los derechos humanos». Esta afirmación, como ya hemos adelantado, solo puede ser cierta si se refiere a la tradición del socialismo utópico premarxista; pero no desde luego si alude al socialismo de tipo científico inaugurado por el pensador alemán, pues no solo hemos demostrado cómo Marx rechazó la abstracta noción de los «derechos humanos», sino que además es evidente que las medidas políticas concretas que este propuso superaron y desbordaron claramente el canon del republicanismo francés.

De hecho, en la misma página y solo unas líneas más arriba, Garzón admite que Marx, en La guerra civil en Francia (1871), alaba precisamente a la Comuna de París por englobar conjuntamente tanto al poder ejecutivo como al legislativo. Lástima que el líder de Izquierda Unida se olvide de confesarnos que, con ello, Marx está echando por tierra (y a conciencia) el imposible mito republicano e ilustrado de la «separación de poderes» (que, de hecho, Garzón sostendrá, siguiendo a Ferrajoli, en la página 241).

Garzón reivindica «ese hilo que conecta democracia y socialismo» (pág. 236). Pero, con Marx y con Lenin, nosotros preguntamos: ¿libertad para qué? ¿Democracia para qué clase? Porque, finalmente, en la página 243, el autor afirmará que «es el momento de demandar más y más democracia». Y nosotros no podemos estar más en desacuerdo: es el momento de aclarar que la «democracia» burguesa no es en realidad democracia. Y de proponer, de una vez, otro modelo sin ambigüedades. Y máxime viviendo, como vivimos, en el lugar donde de manera más completa fue desarrollado el proyecto de levantar un Frente Popular hacia una «democracia de nuevo tipo», hacia una democracia «popular, antioligárquica, antimonopolista», como sin complejos defendió el PCE de la época.

V. La crisis… del reformismo y de su propia auto-censura electoralista

Seremos breves en este apartado, conscientes de que nuestra crítica se está alargando ya más de lo debido. Compartimos y valoramos una parte de los análisis y datos que Garzón emplea en este capítulo. Sin embargo, no podemos avalar afirmaciones como la de que para Marx y Engels «era harto evidente que la clase trabajadora siempre estaría del lado del socialismo» (pág. 268). El propio Dieciocho Brumario, tan citado por el autor, deja bien a las claras que buena parte del pueblo francés apoyó el golpe de Luis Napoleón Bonaparte en 1851.

Tampoco compartimos la apuesta por «una solución dialogada y negociada en Cataluña» (págs. 285 y 312). ¿Negociada con quién? ¿Y si el gobierno se niega a negociar o a ceder nada, qué proponemos? ¿Seguir suplicándole que negocie? ¿Cómo se «dialoga entre pueblos» (pág. 313)? ¿Si un pueblo no reconoce los derechos de otro (como la autodeterminación), dejan de ser legítimos? ¿Reivindicar un derecho legítimo lleva a la guerra nacionalista e imperialista, como se desliza en la página 315?

Tampoco estamos de acuerdo en que se aluda sin mayores consideraciones a «desmontar la transición» (pág. 288), cuando lo que el PCE debería hacer es autocrítica por su actuación durante aquellos años, y cuando es en los momentos claves donde no hay que pasar por el aro… no 40 años después, cuando ya no hay nada en juego (varias páginas más tarde, en la 298, y también en la 309, el problema de la Transición parecerá ser solo cómo el PCE se la transmitió a la gente; es decir, el «relato» que se hizo de ella; es decir, únicamente un problema de formas o de comunicación…).

Ni estamos de acuerdo en considerar los hechos de Checoslovaquia en 1968 como una «democratización interna» (pág. 295), aunque comprendemos que Garzón así lo estime, pues su concepto de la democracia es el del pluripartidismo y la democracia burguesa. O en eso tan delicado de que los que están en las cunetas españolas «lucharon y murieron por la democracia», entendida esta como lo que tenemos ahora. No es cierto: en su inmensa mayoría, lucharon y murieron por la revolución y por una sociedad que, desde luego, no tenemos ahora. En su inmensa mayoría, incluso eran «accidentalistas» (como se decía entonces) en la cuestión de la forma republicana de gobierno; los de las cunetas, principalmente, eran rojinegros o rojos.

Ni estamos de acuerdo en que se utilicen tantos pretéritos (y tan perfectos) al hablar de los que, durante el franquismo, «reprimieron, encarcelaron, torturaron y ejecutaron» a comunistas (pág. 310). ¿Es que no ha ocurrido después, ya en el régimen del 78? Ni en que, por último, se nos llame en esa misma página a conquistar la «democracia real»… después de llamar «democracia» a la ficción que vivimos decenas de veces en las páginas previas. Sencillamente, la política profesional, en su esterilizadora e inevitable pretensión de atrapar votos, está tratando la transición de un modo que intenta agradar a cierto sector de los jóvenes… pero sin romper, de una vez por todas, con la retórica «democrática» que nos desarma; y, lo que es aún más grave, sin denunciar (y sin extraer las conclusiones pertinentes en lo que respecta a la caracterización del actual régimen) la represión posterior a la transición, así como la actual.

Conclusión

Nuestras conclusiones, muy esquemáticamente, serán las siguientes:

  1. que un ideario construido sobre terminología tan «líquida» y difusa como los derechos humanos, la libertad o la democracia es, por definición, débil y dificulta la plasmación de líneas programáticas de mayor concreción;

  2. que, precisamente por ello (y porque tales conceptos pueden significar una cosa totalmente distinta en función de quién los esgrima), tal ideario no está a la altura de los retos actuales que en el comunismo afrontamos como movimiento al servicio de una clase, no ayudando ni siquiera a desarrollar una línea de masas (algo que trataremos para cerrar este texto),

  3. y que, en el fondo, la adopción de una terminología de esta naturaleza solo queda justificada desde la asunción, más o menos velada, de las doctrinas de Laclau y del posmarxismo, con su creencia de que debemos operar desde el caudal conceptual e ideológico del enemigo para, de algún modo, «resignificarlo», algo que, en nuestra opinión y en la opinión de Marx, en realidad no hace sino desarmarnos (incluso aunque dicho desarme se efectúe a cambio de alguna pírrica y momentánea victoria… electoral).

Con respecto al capítulo de conclusión del libro de Alberto Garzón, aparte de contradecirse por tercera vez al volver a alabar «los derechos políticos y sociales que caracterizan a nuestras sociedades democráticas modernas» (pág. 319: ¿no habíamos concluido hace solo unas páginas que no vivíamos en una democracia real?), incluye, en esa misma página, un ataque bastante agresivo y fuera de tono contra «los revolucionarios portaestandartes» y los «debates litúrgicos y ceremoniales propios de religiones». ¿Y la sagrada liturgia de los de derechos humanos y de la democracia ilustrada? ¿Quién porta ese «estandarte»?

La coartada de Alberto Garzón es la siguiente: que, a la hora de la verdad, la consigna bolchevique fue «paz y tierra». Cierto. Solo que, como olvida explicar, esta consigna de Lenin se traducía así: la paz implicaba salir unilateralmente de la guerra imperialista, y la tierra expropiar los latifundios de los terratenientes (es decir, el principal medio de producción en un país agrario). Es cierto que Lenin no priorizó la consigna abstracta del «socialismo», sino que usó de manera estratégica una línea de demarcación que, por un lado, pudiera propulsar a las masas contra el poder y, por otro, garantizara una alianza de clases con el campesinado. Y nosotros esto lo estudiamos y lo comprendemos.

Por eso, pese al muñeco de paja que suele hacerse de nosotros, muchos de los comunistas que andamos bien lejos de la estrategia estéril del reformismo electoralista en el Estado español, lejos de presentar ante nuestro pueblo exaltaciones del sovietismo o banderas folclóricas, llevamos años proponiendo que la línea de demarcación en nuestro actual contexto, la que de hecho intentamos llevar a todas movilizaciones contra la crisis porque puede impulsarlas hasta un punto en que antagonicen con el poder, se inicia con la reclamación del NO al pago de una deuda externa que fue generada para rescatar al sector financiero, y que es la responsable inmediata de los recortes socio-laborales que hoy mueven la calle. Y, desde ahí, es necesario empujar las movilizaciones hacia el objetivo de la expropiación de la banca y, necesariamente, hacia el cuestionamiento del euro y de la Unión Europea.

Tal idea es defendida por Vicente Sarasa en el ensayo « Línea revolucionaria y referente político de masas . (Desde la dualidad organizativa. Apuntes entre comunistas)», que puede consultarse en Internet y que será incluido en la segunda parte del libro El día D y su gerundio, cuya primera parte, publicada recientemente por Ediciones El Boletín, desde aquí recomendamos calurosamente. Porque esta línea política sí que puede, mucho más que la retórica ilustrada y humanista en boga actualmente, llevar a las movilizaciones y las «mareas» existentes hacia una estrategia que vaya más allá de simplemente protestar porque «no nos representan», o de votar a partidos subordinados a lo que según los medios de comunicación «pueda o no decirse» en cada momento, e incapacitados para cumplir su programa por su propia negativa de inicio a poner en cuestión la pertenencia a esas instituciones europeas del colonialismo alemán que rápidamente esterilizaron, por ejemplo, la experiencia de Syriza en Grecia.

El verdadero «reto de la izquierda», como reza el subtítulo del libro que aquí hemos tratado de analizar, es comprender todo esto, porque «conectar los ideales del Manifiesto comunista con los de la Declaración de los Derechos Humanos» (pág. 319), como propone Alberto Garzón para cerrar este libro, es sencillamente un oxímoron.

Fuente: https://www.flamencorojo.org/

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