Lo augurado se ha cumplido: Izquierda Unida ha obtenido los peores resultados electorales de su historia. Todos los implicados en esta crisis se han lanzado a hablar de «renovación profunda»: renovación profunda del PCE, profunda renovación de Izquierda Unida. También, según noticias, en algunos ambientes, a darse palos los unos a los otros. Una profunda […]
Lo augurado se ha cumplido: Izquierda Unida ha obtenido los peores resultados electorales de su historia.
Todos los implicados en esta crisis se han lanzado a hablar de «renovación profunda»: renovación profunda del PCE, profunda renovación de Izquierda Unida. También, según noticias, en algunos ambientes, a darse palos los unos a los otros. Una profunda renovación.
Estas líneas se sitúan en otra perspectiva: esos resultados electorales significan «el final de una historia».
El final.
Y la pregunta es si la izquierda social real de este país está en condiciones, ahora, de «iniciar una historia nueva». No de renovar, o tratar de mejorar, sino de empezar de nuevo y de otra manera, construyendo otra cultura y otra práctica políticas, capaces de poner en actividad a todo el «pueblo de la izquierda» los días de cada día y no sólo en las citas electorales.
Final de una historia
Los lectores disponen sin duda de un manojo de explicaciones acerca de los resultados electorales de IU: desde la ley electoral -concebida desde el principio contra nosotros, pero que ha funcionado siempre- hasta el llamado «voto útil», una consecuencia, en el fondo, de la ley electoral y del temor al PP. Explicaciones que toman en consideración desde las divisiones internas de IU hasta las prácticas políticas de este partido: el seguidismo al Psoe de Llamazares; o las inconsistencias: el Tripartito catalán, donde IC detenta el ministerio de la represión y la ejerce; o la participación en el Gobierno Vasco.
Pero todas estas explicaciones, pese a ser significativas, eluden las cuestiones de fondo principales: ¿por qué muchos trabajadores y gentes de izquierda votan enajenadamente por el PP? ¿Por qué muchos, muchos, votan al Psoe? ¿Por qué los sindicatos están a partir piñón con el gobierno central -campeón de la política neoliberal- o con los diversos gobiernos autonómicos? Ciertamente, preguntas como éstas no sirven para explicar por qué se han perdido posiciones: sirven para plantear el problema de la pérdida de influencia electoral y sobre todo social de la izquierda en los últimos veinte años e incluso antes.
Pues no se trata de preguntarse por qué los resultados electorales son tan malos, sino de preguntarse por qué no funcionan las instituciones políticas de la izquierda real de este país.
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Este análisis no se puede hacer en una breve nota sobre lo más urgente. Para una explicación aclaratoria de la debilidad política de las instituciones de la izquierda en España habría que remontarse, en mi opinión, bastante lejos. Al menos, a la catastrófica gestión de Santiago Carrillo y su equipo durante la transición, cuando el PCE renunció a diferenciarse programáticamente del Psoe, se tragó sin más la monarquía y la bandera de Franco, proclamó la honorabilidad de los militares insurrectos, y cedió conquistas de los trabajadores en los Pactos de la Moncloa. Este pragmático cinismo, capaz de traicionar cualquier ideal colectivo, liquidó en poco tiempo el prestigio que el partido había conquistado en la resistencia antifranquista y desmoralizó a muchísimos de sus militantes.
Sobre esta base del oportunismo de la dirección del PCE les resultó fácil a los medios de masas del gobierno y del empresariado la «construcción de la identidad socialista» ubicándola en el Psoe, cuya contribución colectiva a la lucha antifranquista se puede calificar piadosamente de microscópica. Y mediocridades como Felipe González, Alfonso Guerra, Miguel Boyer, Joan Reventós, Javier Solana y tantos otros que me callo fueron presentados como oráculos por los medios de masas afines al empresariado y al Departamento de Estado norteamericano (o sea: todos de acuerdo en eso).
Es obvio que en un período de tiempo muy breve, y que coincide con los años centrales de la transición, el PCE, el partido hegemónico entre los demócratas españoles, su vanguardia y su máquina de pensamiento, su principal formación, pasa a ser un partido político secundario en la vida política, y a perder una a una las cualidades que le habían llevado a la hegemonía, las principales de las cuales eran su capacidad de producción de pensamiento político y sobre todo, por encima de todo, su práctica militante.
Una discusión seria de lo que le ocurre hoy a la izquierda debe tomar en consideración los errores cometidos.
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Con el final de la transición, esto es, con la nueva derrota significada por la entrada de España en la OTAN; con el Psoe de Felipe González en el Gobierno -el gobierno más corrupto que ha conocido la monarquía parlamentaria-; con el cambio a las políticas neoliberales puras y duras que la izquierda social no tuvo siquiera la capacidad de modular, el PCE dirigido por G. Iglesias tuvo el acierto de crear Izquierda Unida.
La creación de IU significó inicialmente un paso positivo en la recuperación de la Izquierda Social. Con la experiencia de Julio Anguita y Convocatoria por Andalucía pudo parecer que esta formación, abierta a grupos y personas no identificados con el partido comunista, se realizaba la renovación política que necesitaban las instituciones de la izquierda de este país, y que se materializaba un modo distinto de hacer política.
Hay que decir, sin embargo, que el PCE, que puso todo su empeño en fundar e impulsar Izquierda Unida, lo hizo «con red», por decirlo así: no quiso contemplar su propia disolución en el seno de la nueva organización.
Y ésta tuvo que funcionar en medio de un marjal de cocodrilos: infiltrados del Psoe o afines a este partido en puestos incluso directivos; durísimo enfrentamiento con el gobierno a propósito de políticas inadmisibles como la guerra sucia de los Gal, y, naturalmente, la hostilidad de la prensa, siempre con el empresariado, siempre con el Psoe, o los nacionalismos, o con la derecha: siempre negándole a la izquierda social un lugar al sol en la construcción de la política de este país. Mientras tanto, políticos nacionalistas y de clase media se hacían con el control de parcelas de la izquierda, como el Psuc, para desactivarlas y presentarse como equipos compatibles con el sistema.
Otras cosas cambiaban, entretanto, y no sólo condicionantes exógenos de primera magnitud. La opción de todos los partidos por la fórmula de los «partidos de cuadros» y el abandono de la idea del «partido de masas» originó una ruptura generacional muy difícil de salvar. Muchas personas han visto en la actividad de las organizaciones no gubernamentales un punto de referencia para la transformación molecular del mundo social, en detrimento de una acción política que sólo ven en su limitado y travestido referente parlamentario y sobre todo en la superficialidad de su versión massmediática.
Por supuesto, estos cuatro apuntes no bastan. Pero señalan que hay que buscar explicaciones de fondo a la crisis específica de la izquierda social en España.
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La cuestión, hoy, es saber si IU y PCE pueden convertir este final de ciclo político en el principio de otra cosa, aliándose con todas las fuerzas e iniciativas sociales, con los grupos de acción disconformes con el sistema y con las personas portadoras del espíritu de rebelión.
No se trata de conseguir una enésima refundación de Izquierda Unida, o de buscar una refundación del PCE. Se trata de suscitar la voluntad política de crear un partido nuevo, abierto a la militancia de masas y no sólo parlamentario, definido no ideológica sino programáticamente -esto es, un partido laico, en el que puedan coincidir personas de diversas ideologías, conformes con un programa democráticamente concebido y estipulado.
Un partido consciente de que la propia forma política del partido -la institución partido- está en crisis, y decidido a experimentar y a tratar de ser un partido de masas de asociados, y no una mera organización de cuadros profesionales de la política (lo que impondrá afrontar desde el principio el problema de la profesionalización temporal en la actividad política).
Nos hallamos ahora en una situación paradójica:
Tenemos a la vez el problema planteado por Gramsci: capitanes sin ejército y ejército sin capitanes. Y lo tenemos, lo subrayo, a la vez.
Hay capitanes que han perdido su ejército. Capitanes como Llamazares, Alcaraz o Frutos, que, cualesquiera que sean sus méritos personales, han sido incapaces de mantener cohesionadas sus fuerzas. Son capitanes sin ejército en el peor sentido de la expresión: no son ellos los dotados de ideas estratégicas y capacidad de atracción para conseguir un «ejército» nuevo. Deben ser rebasados políticamente para que lo nuevo pueda nacer.
(Éste puede parecer un juicio duro, pero es sólo un juicio político, no moral; y por tanto abierto a cambiar según los comportamientos políticos.)
Pero hay también -y esto es lo más importante- un ejército sin capitanes. El de los militantes de tantas organizaciones políticas y sociales -incluida tanta buena gente del PCE y de IU-, por supuesto, pero también la multitud de personas que perciben la gravedad de los problemas para los que el empresariado y su clase política carece de respuesta, y que desean hallar un lugar de inserción en la lucha política.
Ese lugar de inserción no puede ser otro que el de un partido de nuevo cuño que anime comisiones cívicas, estudiantiles, sindicales, locales, en torno a iniciativas ciudadadanas y rurales de todo tipo, sobre los ejes centrales de la problemática social de nuestro tiempo.
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¿Es esto viable? ¿Es sólo un sueño?
La cultura política tradicional del comunismo sin duda verá con reticencia el proyecto de apostar por un gran cambio. No sólo el PCE: también otros grupos políticos menores temerán perder su identidad si apoyan a fondo un proyecto de renovación en profundidad. Porque se trata de eso: de perder una máscara, una personalidad, que ya no sirve, y aprender a construir junto con otros una máscara política nueva.
Por otra parte, siempre la construcción de nuevas identidades en la izquierda -desde la del común antepasado Pablo Iglesias, a la de las formaciones anarquistas, etc.- se han dado en medio de luchas sociales importantes, en momentos en que no podía siquiera imaginarse la apatía sociopolítica que parece caracterizar nuestro presente.
Pero los desafíos que aguardan al «partido orgánico de la izquierda social», sea cual sea la denominación que encuentre, no son pequeños: tienen que ver ante todo con la precarización del trabajo, con el sistema de pensiones, con el dumping social, con los trabajadores inmigrantes, sus derechos y su incorporación a la lucha de la izquierda social. Hay que hacer frente y echar abajo el crecimiento neoliberal de las desigualdades.
Hay que hacer frente con desobediencia civil, con gran energía, a las políticas del sistema que nos comprometen en actividades bélicas, que violan sus propias leyes, que nos ignoran como personas; hay que hacer frente a aparatos del Estado, como el judicial, que convierten en una burla eso que se suele llamar «administración de justicia». Hay que transformarlos de raíz.
Hay que afrontar el final de la era del petróleo barato, con la consiguiente militarización del tráfico del petróleo y materias primas; afrontar la pérdida de derechos individuales en beneficio de todo tipo de policías; hay que afrontar el cambio climático y la escasez de agua buscando soluciones razonables y cooperativas.
Hay que afrontar una lógica social que trata de desplazar siempre a mañana los problemas de hoy, agravándolos y haciéndolos inmanejables: los problemas de los residuos, de las incompatibilidades productivas.
Es necesario abordar los necesarios cambios en los modos de vida: la hiperurbanización, las formas de trabajo que incitan al uso creciente del automóvil privado. Hay que abordar el problema creado por la formación de monopolios publicitario-culturales, crear sistemas de enseñanza que al menos permitan aprender… Y también mantener o conseguir conquistas elementales: el derecho de las mujeres al aborto, la curación de las pandemias homofóbica y machista, la conquista del derecho a la eutanasia.
Eso y tantas otras cosas, por no hablar de las lacras que afligen a las poblaciones pobres. Por todo eso, y por la consciencia de que no se trata de problemas imaginarios, puede ser posible hablar de un nuevo partido de la izquierda de este país como de un proyecto, y no sólo como un sueño.
Porque no podemos abandonar todos esos problemas a la gestión de los empresarios y de sus partidos afines, el Psoe, el PP y los nacionalistas de derechas. Porque no podemos limitarnos a incidir marginalmente sobre ellos, ni menos aún podemos mendigar. Por eso es imperativo, aunque parezca hoy difícil, decir adiós a lo viejo y crear entre todos algo nuevo.
Ponte a pensar.
Luego hablamos.