La Ley de Eutanasia se aprueba tras un intenso debate político y social, que ha hecho resurgir ciertos bulos y falsos mitos sobre la muerte digna.
El pasado 17 de diciembre fue aprobada la Ley de Eutanasia en el Congreso de los Diputados, respondiendo a una reivindicación histórica con bastante respaldo social en nuestro país. Esta Ley de Eutanasia autoriza y regula la denominada “eutanasia activa”, que es aquella que requiere de una acción deliberada que produzca la muerte en aquellas personas que la solicitan. Hasta este momento, los avances producidos en los últimos años en materia de muerte digna solamente habían ampliado el margen legal de la denominada “eutanasia pasiva”, que es aquella en la que la muerte se produce evitando actuar para alargar la vida.
Hasta la aprobación de la reciente ley, los y las profesionales de la sanidad que pretendieran ayudar a alguien a morir atendiendo a su demanda, se encontraban con el problema de que la asistencia al suicidio está penalizada en nuestro país, sin establecer ningún tipo de distinción jurídica entre el fenómeno del suicidio y un caso de eutanasia. Con esta ley, se establece una regulación que permite proporcionar este tipo de ayuda, garantizando el derecho a morir dignamente de quienes lo solicitan y dando un marco legal a profesionales que tengan que ejercer las acciones pertinentes para que se produzca la eutanasia.
Por el derecho a una muerte y a una vida dignas
Con la aprobación de la nueva ley, muchos de los argumentos críticos con la eutanasia han resurgido en el debate contemporáneo, pero también han reaparecido muchos de los bulos tradicionales y falsos mitos que rodean a la muerte digna.
Uno de los argumentos principales contra la muerte digna es que la eutanasia supone un atentado contra el derecho a la vida, recogido en el artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Quienes defienden la eutanasia hacen un inciso a este argumento: tenemos derecho a la vida, pero a una vida digna. Pueden darse unas circunstancias por las cuales, el simple hecho de vivir, conlleve un sufrimiento que convierta la vida en una continua tortura; y es en estas situaciones en las que esas personas valoran la posibilidad de recurrir a la eutanasia. Por el instinto de supervivencia, nadie en su sano juicio gozando de una buena situación vital y de buena salud, quiere morir. La voluntad deliberada de morir por eutanasia es un fenómeno que encontramos en aquellas personas que están padeciendo un sufrimiento crónico para el que no existe tratamiento efectivo ni solución. Estas personas consideran que, además del derecho a la vida, también debe garantizarse el derecho a una muerte no traumática ni violenta. Así visto, ambos derechos no son contradictorios, pues uno defiende una buena vida mientras el otro defiende una buena muerte.
Siguiendo este argumento, deberíamos hablar de la vida como un derecho, no como una obligación. Para aquellas personas que están sufriendo y no pueden poner fin a su propia vida ni recurrir a la eutanasia, vivir acaba por convertirse en una imposición de la que no pueden escapar. Gozar de un derecho significa disponer de una concesión a la que podemos recurrir si sentimos esa necesidad, pero nunca debe suponer una exigencia. En este sentido, la Ley de Eutanasia vendría a complementar el derecho a la vida. De igual modo que la Ley del Aborto no obliga a todas las mujeres embarazadas a abortar o que la Ley del Matrimonio Igualitario no obliga a las personas heterosexuales a casarse con otras de su mismo sexo, la Ley de Eutanasia no obliga a pacientes graves a morir. Seguirán proporcionándose tratamientos y cuidados paliativos para pacientes que atraviesan una enfermedad terminal, con mucho dolor o con elevado sufrimiento; pero ahora se añade una opción más para quienes quieran hacer uso de ella.
También resurge el argumento de que dar la opción al gobierno de legislar sobre la vida de las personas es algo muy peligroso. En este momento, hay que aclarar que lo que se pretende con las leyes de eutanasia aprobadas recientemente es que cada persona decida libre y voluntariamente si quiere morir, sin ningún tipo de condicionamiento ni presión. Para ello, las leyes de eutanasia procuran aclarar la manera por la cual una persona decide y hace explícita su intención de querer solicitar la muerte. La persona en plenitud de sus facultades mentales, conociendo todas las alternativas y demostrando haber madurado su decisión, debe hacer explícita su intención cumpliendo los requisitos y siguiendo los protocolos que la ley establezca. En todo caso, la responsabilidad de la decisión debe recaer siempre en la propia persona que la solicita. Por ello, en otras circunstancias más complejas, como personas que tienen afectadas sus facultades mentales o personas que no pueden tomar una decisión por su situación clínica (pacientes en coma, en estado vegetativo, etc.), la aplicación de la muerte digna se convierte en un gran problema si no dejaron sus intenciones por escrito, en lo que genéricamente se denomina “testamento vital”.
Otro argumento clásico que hemos vuelto a escuchar últimamente es que la aprobación de la Ley de Eutanasia puede producir el efecto de alentar las peticiones de muerte en personas que quizá nunca se lo hubiesen planteado si esta opción no existiera. Este argumento se sustenta en la idea de que la eutanasia es un fenómeno contemporáneo que quizá antes no existía, y que con la aprobación de la ley se pone en marcha. Ante esto, cabe recordar que la inexistencia de un derecho no significa que la gente no lo ejerza. Allí donde no se ha legalizado, la eutanasia es un fenómeno que ocurre clandestinamente, con dificultades para quienes recurren a ella y con consecuencias legales para las personas implicadas. En las últimas décadas hemos vivido varios casos polémicos de eutanasia en nuestro país que han trascendido a la prensa generando debate público, pero mientras tanto muchísimos otros casos han ocurrido en la sombra. De igual manera ocurre con el aborto, que también se practica en la clandestinidad allí donde no ha sido regulado por ley, con los consecuentes riesgos sanitarios y legales para las personas que lo practican.
No regularizar fenómenos como el aborto o la eutanasia (que van a seguir ocurriendo aunque se ilegalicen o no se legislen) conlleva el peligro de convertirlos en privilegios para los más afortunados, acentuando aún más las desigualdades sociales. De igual manera que en la España de hace varias décadas aquellas familias adineradas en las que surgía un embarazo no deseado podían permitirse un misterioso viaje a Londres para abortar, quienes hoy en día viven en un país sin derecho a la muerte digna tienen la opción de acudir a una clínica especializada en Suiza, donde les pueden practicar la eutanasia, siempre y cuando puedan permitirse pagar los elevados costes económicos que conlleva.
La aplicación de la eutanasia tiene un enfoque muy claro en el ámbito sanitario, donde algunas personas pueden padecer enfermedades terminales muy dolorosas u otras patologías crónicas que acarrean grandes sufrimientos físicos y evidentes impedimentos en el desarrollo normal de la vida. Pero esto nos lleva a una de las grandes problemáticas morales que plantea la eutanasia: ¿qué sucede en aquellos casos en los que, sin tener una enfermedad grave o terminal, se solicita la muerte de manera racional y deliberada?
Otra creencia extendida sobre la muerte digna es pensar que el sentimiento de querer morir siempre es producto de un dolor físico insoportable, motivado por una depresión o por la falta de apoyo emocional. Esto también es un estereotipo confuso. Hemos conocido casos de personas que, sin tener una grave enfermedad terminal ni un gran dolor físico, estando en pleno uso de sus facultades y contando con el cariño de sus familias, han solicitado la muerte. Y es que, en ocasiones, un malestar psicológico podría causar mayor sufrimiento incluso que un dolor físico. El gallego Ramón Sampedro, siendo preguntado en televisión sobre sus padecimientos mientras estaba postrado en la cama, parapléjico, dijo que depender de otros para que te limpien tus excrementos también es un dolor psicológico, y que este genera una de las mayores formas de sufrimiento. También, recientemente, hemos conocido casos como el del científico David Goodwall, que viajó a Suiza en 2018 solicitando la muerte porque ya no era feliz con 104 años de edad. O el del filósofo zaragozano Antonio Aramayona, quien decidió poner fin a su vida en 2016 antes de que sus problemas de salud le impidieran ser una persona autónoma e independiente.
En todo caso, principalmente conviene evitar caer en el falso mito de que legalizar la eutanasia proporciona una manera fácil y rápida de morir a cualquiera que lo solicite, argumento simplista que banaliza por completo el fenómeno de la muerte digna y reduce al absurdo una problemática muy compleja para quienes la padecen. La aprobación de la Ley de Eutanasia aporta la capacidad de que aquellas personas que se encuentran en situaciones tan complicadas tengan una alternativa más para afrontarlas. En definitiva, una buena Ley de Eutanasia nunca supondrá que el Estado legisle sobre nuestra muerte. Una buena Ley de Eutanasia conseguirá que sea la propia persona (y no el gobierno, ni la iglesia, ni las creencias morales de otros) la que decida sobre su propia vida y sobre su propio cuerpo.
Adrián Baquero Gotor es profesor de Filosofía