Como señala María Luisa Maqueda Abreu, catedrática de Derecho Penal de la Universidad de Granada, en su artículo los “ismos” de la globalización penal, esta globalización penal es uno más de los efectos del proceso de homogeneización que ha llevado a cabo la globalización mundial. Y ese proceso de homogeneización no se reduce al ámbito económico, político y cultural, llega también al ámbito del derecho y particularmente a la política criminal. Es claro que la globalización neoliberal ha hecho estragos en el Derecho penal. De un Derecho penal garantístico e incluyente propio de la Modernidad se ha pasado en muy poco tiempo a un Derecho penal de control, actuarial y excluyente de minorías y grupos, las nuevas “clases peligrosas” de la posmodernidad. Ese efecto expansivo punitivo no está pensado ni dirigido hacia la gran delincuencia socio-económica de determinas élites políticas y empresariales. Ni por supuesto, para miembros de familias coronadas. Ellas siguen disponiendo de un estatus privilegiado en la legalidad y en la persecución penal y las trasformaciones del Derecho penal de la globalización no les afectan especialmente, sino que sus víctimas preferentes están en los sectores más oprimidos y marginados. Este hecho es plenamente coherente si nos situamos en el contexto de las políticas neoliberales que promueven precisamente segregación y exclusión social. El capitalismo necesita administrar los frutos de su exclusión y lo hace estableciendo límites o fronteras físicas a aquellos que suponen una amenaza para la paz de los mercados. Boaventura de Sousa Santos habla de fascismo del apartheid social. Es decir, la segregación social de los excluidos a través de la división de la ciudad en zonas salvajes y zonas civilizadas. (…) La división entre zonas salvajes y zonas civilizadas en las ciudades del mundo -incluso en «ciudades globales» como Nueva York o Londres que, como ha demostrado Sassen (2001) son los nodos de la economía global- está volviéndose un criterio general de sociabilidad, un nuevo espacio-tiempo hegemónico que atraviesa todas las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales y que es, por tanto, común a la acción estatal y no estatal. Mas, de esta situación son cómplices los Estados que, a lo largo de las últimas décadas, han ido relegando sus funciones sociales y su intervención en la política y economía de su territorio para convertirse en meros gendarmes de su seguridad interior. Lo ha expresado muy bien L. Wacquant en La penalización de la miseria. De la importación de las políticas de la seguridad, señalando que los Estados, su déficit de soberanía y de poder político, económico y social, lo han suplido con un desarrollo sin precedentes de su poder penal, de su mano derecha (policía, justicia, prisión) en detrimento de su mano izquierda (simbolizada en educación, sanidad, asistencia social, seguro de desempleo, pensiones…) en un trayecto que afecta casi exclusivamente a las capas inferiores marginadas de la sociedad. Al derecho, pues, se le reserva la función simbólica de legitimar ese ejercicio selectivo de sus medios de coerción.
Para combatir la protesta, consecuencia lógica de estas políticas neoliberales, los Estados destinan muchos recursos de control y de castigo además de los culturales y mediáticos. La réplica gubernamental a la contestación de la ciudadanía está basada en la creación del concepto de enemigo, según el “Derecho penal del Enemigo” (*), acuñado por Gunter Jackobs en los años ochenta. Esta doctrina jurídico-política distingue a unos sujetos como ciudadanos y susceptibles de protección estatal, y a otros como enemigos y por ello deben ser combatidos. El derecho penal del enemigo puede ser pensado por otra parte, desde una corriente filosófica inspirada en el concepto de Estado de excepción elaborado por Schmitt (2009) y continuada por Agamben (2010). Los autores proponen un análisis sobre la capacidad del poder político para violar el Estado de derecho con la intención de defenderlo de una amenaza cualquiera. Estudian la capacidad propia del Estado para trasgredir las libertades en los casos de excepción.
Ese cambio estructural de las funciones del Derecho penal se produjo en la década de los años setenta, producto de la contrarrevolución social conservadora que se instaló en primer lugar en los países anglosajones. La Nueva Derecha de Reagan y Margaret Thatcher son sus políticos más emblemáticos.
Un paradigma de lo expuesto, de esa expansión del Derecho penal es España, que sirve para controlar, castigar las clases marginadas y excluidas, como consecuencia de las políticas neoliberales. Hagamos un breve repaso. Conviene recordar y más en esta España nuestra propensa a la desmemoria.
EL CASO ESPAÑOL
En la primera legislatura de M. Rajoy (M. punto Rajoy) entre 2011- 2015, aunque se mantuvo en funciones hasta las elecciones de 26 de junio de 2016, asistimos cómo, teniendo en cuenta una visión generacional de los derechos, los primeros recortes se produjeron en los derechos de carácter social, cultural, económico y laboral -aquellos derechos y libertades que, producto de políticas legislativas claramente erróneas, fueron catalogados como principios rectores de la política social y económica en lugar de derechos fundamentales- como son la sanidad, la cultura, la educación, la asistencia social, el trabajo, etc. Bajo el pretexto de una “extraordinaria y urgente necesidad”, como establece e impone el reformado artículo 135 de nuestra Carta Magna, el gobierno central de M. Rajoy aprobó una serie de decretos leyes restrictivos del contenido de un buen número de derechos constitucionales. Así, la profunda limitación del contenido del derecho al trabajo que se deriva de la reforma laboral de enero de 2012 (RDL 3/2012), fue acompañada de inmediato por reformas que afectaban al derecho a la educación (RDL 14/2012) y a la sanidad pública, con especial incidencia en los derechos de las personas inmigrantes en situación irregular (RDL. 16/2012), y de las pensiones. Sin olvidar otras restricciones como el acceso a la vivienda.
Tales actuaciones políticas estarían encuadradas en el neoliberalismo propiciando dos grandes perturbaciones que le molestan y le amenazan: por una parte, la exclusión social y la pobreza, y por otra, su lógica consecuencia, el descontento social y la protesta. Desde la primavera de 2011 en España se produjo un intenso ciclo de movilización social, como asambleas del 15-M, plataformas anti-desahucios o las diferentes mareas ciudadanas… La gran mayoría de estas protestas fueron pacíficas y sólo un 0,2% de la población española manifestó su preocupación por semejante alteración del orden público, tal como refleja el CIS, Barómetro de octubre de 2013.
Por ende en España se hizo inevitable la implantación de un nuevo Derecho penal descrito anteriormente. El siglo XXI en España se propuso compensar con creces el retraso que nuestro país había experimentado en los diseños de una política criminal securitaria. Mientras buena parte de los estados europeos occidentales, siguiendo la avanzadilla de EE.UU., celebraban la entrada en la postmodernidad con la instauración de leyes y prácticas crecientemente represivas, el Estado español se distinguía por una relativa pasividad en la guerra contra la desviación y la delincuencia. Siendo cierto que el Código penal de 1995 –el llamado “código de la democracia”- supuso un endurecimiento de las respuestas punitivas a los delitos más comúnmente cometidos y que, pocos años antes (1992), una ley de seguridad ciudadana (de la patada en la puerta, ley Corcuera) que permitía registros policiales en domicilios sin autorización judicial en casos de narcotráfico, despertaron la inquietud de amplios sectores de la izquierda española por su significativo avance en el recorte de derechos y libertades civiles, seguramente es también razonable la hipótesis de que nuestros políticos estaban más preocupados entonces por distanciarse de la pesadilla de nuestro reciente pasado franquista y se resistían a imitar en sus agendas electorales los expresivos discursos conservadores de nuestro entorno sobre la ley y el orden. En menos de una década, sin embargo, la política criminal española iba a reproducir sin ambages las claves que estaban marcando la evolución global de los nuevos discursos de tolerancia cero que aquí comenzarían a llamarse de “populismo punitivo”, dada su creciente aceptación pública y su utilización interesada por parte de las elites del poder político. Las reformas penales de 2003 marcarían sus inicios. Según los estudios criminológicos de la época, no se habían elevado las cifras de la delincuencia, bien al contrario se hablaba de una estabilización cuando no de una reducción del montante de delitos, pero la percepción de la inseguridad ciudadana comenzaba a estar presente en la agenda política con ayuda de la poderosa influencia de los medios de comunicación y su seguimiento de noticias penales que a menudo sobrerrepresentaban la realidad de la criminalidad más expresiva (terrorismo, delincuencia organizada o “profesional”, relativa a la inmigración o a la violencia contra las mujeres). La relación de “leyes manifiesto” que el Partido Popular aprobó durante ese año, en su extensa campaña de acoso punitivo, no desaprovecharía la ocasión de apelar a “las demandas de la sociedad” o “a las más acuciantes preocupaciones sociales” para justificar su supuesta necesidad, dejando bien a la vista su decisivo carácter simbólico. En este contexto, posteriormente se creó un corpus legislativo específico para los “enemigos”. Para controlar, desactivar y criminalizar la protesta llegaron más adelante otros recortes posteriores, plasmados sobre todo en la Ley de Seguridad Ciudadana (LO 1/2015) y a la reforma del Código Penal (LO 1/2015), la Ley de Seguridad Privada, todas ellas objeto de numerosas y justificadas críticas ya que afectaron de pleno a derechos fundamentales de nuestra Carta Magna de claros significados civiles y políticos, como la libertad de expresión y los derechos de reunión, asociación y manifestación.
La Ley de Seguridad Ciudadana (LO 1/2015), “ley mordaza”, como ha sido conocida popularmente, produjo nuevas reformas en el escenario jurídico español, tanto en lo correspondiente al código penal como el civil. Las mismas han sido fuertemente cuestionadas desde la sociedad civil así como por ONGs, agrupaciones políticas y medios de comunicación del mundo entero, ya que ciertas disposiciones fueron consideradas como atropellos a las libertades individuales de los ciudadanos en Estado de derecho. Igualmente ha sido cuestionada por la Comisión de Venecia (el órgano consultivo del Consejo de Europa en materia constitucional). Uno de los detractores más fuertes de la ley, Amnistía Internacional, realizó una denuncia en 2017 mediante un informe titulado “España: activistas sociales y el derecho a la información en el punto de mira. Análisis sobre la Ley de Protección de Seguridad Ciudadana” basándose en datos obtenidos en la página web del Ministerio del Interior de España durante el 2016. Según Amnistía se impusieron 197.947 sanciones por infracciones relativas a la seguridad ciudadana, aunque según un análisis más detallado de la misma organización se estiman que alrededor de 34.000 podrían ser sanciones a conductas amparadas por el derecho de reunión, expresión e información, y más de 12.000 corresponden a la infracción prevista en el Art. 36.6, que considera grave “la desobediencia o la resistencia a la autoridad”.
ESTADO POLICIAL
Según el libro Defender a quien defienda. Leyes mordaza y criminalización de la protesta en el Estado español, en estas coordenadas del nuevo punitivismo tomó cuerpo y cada vez más vigencia la burorrepresión, la cual apenas iniciada su andadura ya dio pasos de gigante para visibilizar lo que antes quedaba minusvalorado y relegado en el cajón de sastre del derecho administrativo sancionador: todo un arsenal de sanciones administrativas que las diferentes administraciones estatales, autonómicas y municipales utilizaron y utilizan con alevosía y premeditación para reprimir la protesta social. La burorrepresión está solapada a la codificación penal y al ordenamiento penitenciario para reforzar y complementar los procesos de criminalización y penalización. Ha sido diseñada fuera de la codificación penal, constituyéndose de facto en una especie de nueva “jurisdicción especial” que queda blindada y al margen del control jurisdiccional de los tribunales de justicia. Las autoridades gubernativas y los cuerpos de seguridad han quedado más aforados que nunca para hacer la identificación, la detención y sobre todo la multa, un auténtico repertorio represivo fuera de todo control. Es un Estado policial.
A través de la burorrepresión las autoridades intentaron despolitizar, silenciar, camuflar e individualizar la fuerte lucha social producida en los últimos tiempos. Con las multas se pretendía conducir la coacción al terreno de lo privado. Tal individualización represiva supone una menor visibilidad que, además, obstaculiza la solidaridad que suele surgir cuando la violencia policial es vista y compartida por multitud de personas. Las autoridades tienen muy claro que, ante una situación de grave crisis económica, una sanción económica cuantiosa es mucho más efectiva que un porrazo. Más allá de los fines recaudatorios, el objetivo es menoscabar los recursos económicos y organizativos de los colectivos e individuos más críticos. En un testimonio recogido en el informe de Amnistía Internacional, España: el derecho a protestar amenazado, 2014, de una de las muchas activistas multadas, “la represión de baja intensidad “ está haciendo mucho daño a los movimientos sociales. Además que, para evitar el pago de las multas, los activistas han de adentrarse en un interminable y farragoso infierno burocrático.
Según la ya citada María Luisa Maqueda Abreu, pero en otro artículoLa criminalización del espacio público. El imparable ascenso de las clases peligrosas,la Ley de Seguridad Ciudadana exhibe, en fin, esos signos, bien visibles, que son propios de las modernas “democracias autoritarias” que se enorgullecen de “defender a la sociedad” mediante un aumento desproporcionado de los instrumentos de control frente a cualquier forma de resistencia y que proclaman que los derechos quedan a merced de la «razón de estado”, de un estado policial que necesita para su supervivencia de la colonización de las leyes.
La nueva Ley de seguridad ciudadana y su predecible efecto desalentador (chilling effects) para el ejercicio de las libertades democráticas. El signo característico de los estados autoritarios de nuestros días es la reorganización de las instituciones para la producción de un orden seguro. La gubernamentalidad neoliberal se hace imposible sin un continuum de dispositivos disciplinarios destinados a normalizar, a producir obediencia, no sólo a través de aparatos policiales bien dispuestos sino también de regulaciones apropiadas que incentiven sus excesos y censuren cualquier expresión pública de disidencia. Una vez más, la consigna institucional es que “los sujetos problemáticos” queden excluidos de los espacios ordenados porque su presencia los contamina.
Michel Foucault les llamaba “mecanismos regularizados del poder”, es decir, mecanismos disciplinarios que suponen un recorte mismo de la ciudad, de la visibilidad de los individuos, normalizador de las conductas, especie de control policial espontáneo que se ejerce así por la misma disposición espacial de la ciudad”.
Y la salvaguarda de la seguridad ciudadana se ha convertido en un pretexto ideológico de primer orden para garantizar esa exclusión. Lo incierto del concepto permite que las demandas estatales de orden público sobrepasen las expectativas reales de riesgo y que la lista de infracciones vaya siempre en aumento. La nueva ley de Seguridad Ciudadana se ha convertido en un expresivo campo de pruebas. Al inacabable número de conductas consideradas ya antisociales por las viejas normativas municipales, (graffitis y pintadas, solicitud de servicios sexuales en determinadas zonas de uso público, tenencia o consumo de drogas o de bebidas alcohólicas en la vía pública, comportamiento agresivos o negligentes con el mobiliario urbano, venta ambulante no autorizada…), se suma ahora una ofensiva estatal sin precedentes contra las libertades públicas de reunión y de manifestación, especialmente significativas en un momento en que la ausencia de políticas sociales y el recorte estatal de ayudas y de servicios como la salud, la vivienda o la educación, las hacen imprescindibles para la reivindicación de los derechos económicos y sociales de la ciudadanía. A partir de ella, la prohibición se convierte en la regla y la arbitrariedad policial para definir sus contornos y acordar las sanciones, también. Las permanentes comprobaciones de identidad, cacheos, registros corporales, controles…, se erigen, como no podía ser menos, en señas de identidad de un estado de vigilancia cada vez más imponente.
Tras las reflexiones expuestas, y viendo quiénes -Vox, PP y Cs, determinados sindicatos y medios- estuvieron detrás de la manifestación contra la reforma de la “ley mordaza”, cada cual puede sacar sus propias conclusiones. Ya somos todos mayorcitos.