El mercado farmacéutico mueve unos 200.000 millones de dólares al año. Un monto superior a las ganancias que brindan la venta de armas o las telecomunicaciones. Por cada dólar invertido en la fabricación de un medicamento se obtienen mil en el mercado. Y las multinacionales farmacéuticas saben que se mueven en un terreno de juego […]
El mercado farmacéutico mueve unos 200.000 millones de dólares al año. Un monto superior a las ganancias que brindan la venta de armas o las telecomunicaciones. Por cada dólar invertido en la fabricación de un medicamento se obtienen mil en el mercado. Y las multinacionales farmacéuticas saben que se mueven en un terreno de juego seguro: si alguien necesita una medicina, no va a escatimar dinero para comprarla. Este mercado, además, es uno de los más monopolizados del planeta, ya que sólo 25 corporaciones copan el 50 por ciento del total de ventas. De ellas, las seis principales compañías del sector -Bayer, Novartis, Merck, Pfizer, Roche y Glaxo- suman anualmente miles de millones de dólares de ganancias, a lo que hay que añadir más todavía, dado que todos los grandes grupos farmacéuticos son también potencias de las industrias química, biotecnológica o agroquímica. Todo ello, y su imparable avidez por seguir haciendo dinero y creciendo cual un parásito destructivo, hace que las multinacionales del sector, haciendo gala de una total impunidad, se desentiendan de su verdadero cometido, la salud, y no reparen en aplastar a competidores menores, atacar a gobiernos débiles que intenten enfrentarlas y, lo que es peor, mantener precios prohibitivos para las poblaciones de escasos recursos y a la vez fabricar productos que en muchísimos casos terminan envenenando a los eventuales pacientes. Sobrados ejemplos hay en ese sentido.
Uno de ellos tuvo como protagonista a Merck, uno de los gigantes farmacéuticos que se vio obligado a retirar del mercado a una de sus estrellas, el antiinflamatorio Vioxx (rofexocib), cuya venta le reportaba 2.500 millones de dólares al año. Pero hasta que Merck retiró ese medicamento fue demasiada la sordera, la negligencia y la falta de ética frente a las constantes advertencias sobre los riesgos cardiovasculares que producía. Actualmente, ese fármaco podría causarle a Merck muchas más pérdidas que su retiro de las ventas. En Estados Unidos, la compañía fue declarada responsable de la muerte de Robert Ernst y obligada a pagarle a su viuda 253,4 millones de dólares, pero se encuentran pendientes de resolución unas 5.000 denuncias, y puede suceder que la compañía farmacéutica tenga que desprenderse finalmente de entre 18.000 y 50.000 millones de dólares. Sin embargo no sólo Merck fue el responsable de la negligencia, sino que un organismo como la Agencia para las Drogas y los Alimentos (FDA-Foods and Drugs Agency), el ente gubernamental norteamericano que supuestamente debe velar por la salud y la alimentación de los contribuyentes, también es corresponsable.
Desde el año 2002 se sabía que el Vioxx aumentaba la posibilidad de generar infartos al corazón o problemas similares, por lo que corrieron las sospechas: ¿apoyó Merck algunos trabajos o investigaciones de la FDA, o hubo algún tipo de contraprestación o, si se prefiere, de «coimas»?. Nada de ello resultaría extraño, si nos atenemos a los antecedentes de la FDA en el juego de intereses con que son favorecidos los grandes grupos químico-farmacéuticos, y de los que nos ocupamos en notas anteriores. Lo cierto es que Merck no retiró al Vioxx del mercado hasta el año 2004, un retraso inexplicable ya que eran demasiadas las evidencias de múltiples efectos cardiovasculares adversos del fármaco, y una falta de respuesta rápida incomprensible en una compañía fundada hace 340 años.
La conclusión no es tan difícil: las ventas del producto fueron más importantes que sus efectos adversos.
Hipocráticos hipócritas
Hace tiempo que es vox pópuli el hecho de que los laboratorios acosan a los médicos para que éstos receten con exclusividad sus productos. Un acoso nada incómodo para los profesionales de la salud, ya que por aceptarlo se llevan no pocos beneficios. Lamentablemente hoy en día son una gran mayoría los médicos que de buen grado se dejan caer en las redes de este soborno. Incluso puede observarse, cuando alguien va a atenderse a un consultorio, de qué manera los doctores dejan de lado por varios minutos la atención a sus pacientes para dar preferencia a la recepción, en medio de los turnos, de trajeados visitadores médicos llevando en las valijas no sólo sus promociones, sino también los regalitos de rigor. Un caso de este tipo, y a gran escala, explotó con ribetes de escándalo en Italia, y la autoría del soborno en cuestión correspondió a otra de las grandes multinacionales farmacéuticas.
Luego de un trabajo que le llevó dos años, la Fiscalía de Verona hizo pública hace unos dos años una investigación que sacó a la luz lo que en ese país también era un secreto a voces: médicos que reciben regalos y sumas de dinero de una multinacional farmacéutica a cambio de recetar sus productos. La acusación apuntó, con nombres y apellidos, nada menos que a 4.400 médicos de toda Italia y a 273 dirigentes y empleados del grupo británico Glaxo Smith Kline (GSK), uno de los líderes mundiales del sector, cuya sede italiana se encuentra precisamente en Verona. Las prácticas en cuestión se llevaron a cabo en el período 1999-2002, y las acusaciones van de soborno y corrupción a asociación delictiva en el caso de algunos dirigentes de Glaxo en Italia.
La investigación se originó en la región del Véneto, cuando la Policía Fiscal descubrió en la contabilidad de la compañía una cantidad exagerada, de alrededor de 100 millones de euros, destinada a «promoción». La Fiscalía acusó a Glaxo de haber desembolsado un millón de euros anuales para que los médicos prescribieran determinados fármacos y se atuvieran al catálogo de la compañía. De acuerdo a lo explicado por la policía italiana, todo el sistema de «comisiones» y regalos era controlado por un sistema informático conocido con la clave «Giove», en el que era registrado el rendimiento de cada médico y en base a ello se establecía la importancia del premio.
Los métodos de captación de los profesionales utilizados por Glaxo incluían viajes a lugares paradisíacos, relojes de oro, computadoras personales y dinero en efectivo. En algunas conversaciones telefónicas interceptadas por los investigadores en 2003, algunos vendedores de Glaxo se jactaban del aumento en las ventas logrado gracias a los sobornos. Por su parte, los fiscales informaron que la firma cuidaba a los facultativos en todos los niveles, desde la medicina general -2.579 profesionales denunciados- con obsequios de computadoras, reproductores de DVD o cámaras fotográficas, hasta los especialistas, con 1.738 acusados que recibían obsequios aún más valiosos como viajes, financiación de congresos y elementos de alta tecnología. Asimismo hubo un grupo de 60 médicos investigados, adscriptos a servicios de oncología, que participaron en un programa denominado Hycantim, un producto para el tratamiento de tumores. Según las acusaciones, esos médicos recibían incentivos por cada paciente al que le prescribían ese fármaco. Uno de los fiscales señaló, al referirse a los ejecutivos de la compañía y el precio del producto: «Para esta gente, cada enfermo valía 4.000 euros. Daba igual si el medicamento era bueno o no, lo importante era tener el mayor número de pacientes».
Una buena muestra de que la codicia de la industria farmacéutica ha convertido la enfermedad en un negocio. En el caso antes apuntado, contando con la complicidad de médicos que ningún favor le hacen a su otrora noble profesión, manchando el juramento de Hipócrates y convirtiéndolo en un código de hipócritas.
Bayer, mucho más que una aspirina
Seguramente el grupo farmacéutico que se lleva las palmas en lo que hace a la acumulación de dinero y poder sin que le importe pisotear pequeños competidores y, peor aún, envenenar consumidores, es Bayer AG. Una empresa presente en todos los países del mundo que opera en la misma sintonía de colegas suyos como Monsanto y Dow Chemical, multinacionales químicas que también abarcan el rubro farmacéutico y de las que nos ocupamos en notas recientes. La historia de la compañía alemana Bayer, con su sede central en la ciudad de Leverküsen, se remonta al siglo XIX, cuando nació como IG Farben, y está colmada de hechos aberrantes, pero claro, «de eso no se habla», y teniendo como toda multinacional con trapos sucios quien se los lave y contando además con 400 parlamentarios en su país, tanto regionales como nacionales, que antes pasaron por las filas de la empresa y continúan brindándole fidelidad, ocultar parte de su historia negra no le resulta difícil. Pero aquí recordaremos parte de esa historia.
Esta multinacional, que también se identifica con agentes de guerra química, con innumerables insecticidas y venenos caseros y con «medicamentos» como la heroína -un temprano patentamiento de Bayer antes de comprobar lo que causaría-, ha trabajado en muchas oportunidades estrechamente con dictadores y criminales de guerra, desde Hitler en adelante. Uno de sus directores, Carl Duisberg, ya se había encargado personalmente de propagar el concepto de «trabajos forzados» durante la Primera Guerra Mundial, idea que posteriormente fue aplicada con mucha más dedicación por los nazis, al someter a esos trabajos forzados a prisioneros de guerra, habitantes de los países ocupados y trabajadores extranjeros. Esto a su vez derivó hacia los asesinatos masivos, muchos de ellos en el campo de concentración cuyos terrenos eran propiedad de la IG Farben y del que se guarda un lamentable recuerdo: Auschwitz. Pero la compañía no sólo colaboró con esos terrenos. También fabricó el gas Zyclon B, utilizado para exterminar judíos en ése y otros campos de concentración. Después de la Segunda Guerra Mundial, la IG Farben se fragmentó en las empresas Bayer, BASF y Hoechst, pero ninguna de las tres indemnizó adecuadamente a las víctimas, sobrevivientes o familiares.
Cuando moría el siglo XX y tras una investigación de nueve meses, Bayer fue hallada responsable de la muerte de 24 niños en la remota aldea andina de Taucamarca, en Perú, al ingerir en su desayuno alimentos envenenados con el pesticida metil-paratión, en tanto otros 18 sufrieron daños en su salud y en el desarrollo a largo plazo. El pesticida, un organofosforado que era comercializado por la compañía con el nombre de Folidol, era vendido a pequeños agricultores en toda la zona andina peruana, la mayoría de ellos analfabetos y que solamente hablan en idioma quechua. Bayer empaquetaba ese pesticida -un polvo blanco semejante a la leche en polvo y sin olor a químicos- en pequeñas bolsas plásticas, etiquetadas en español y con el dibujo de un vegetal, en tanto las etiquetas no ofrecían ninguna información de seguridad, ni siquiera en pictogramas, que pudieran ser interpretadas por los habitantes de las aldeas. Un informe del Congreso peruano concluyó en que Bayer debería compensar a las familias afectadas, y éstas iniciaron en octubre de 2001 una acción judicial contra la empresa y su subsidiaria Bayer-Perú, alegando que debieron tomar medidas para prevenir el mal uso de un producto extremadamente tóxico dada la preeminencia de idiomas indígenas en el interior de Perú. Sin embargo, dos días después de iniciada la acción legal el juez de la Corte Superior de Lima desestimó la demanda por «cuestiones de procedimiento» y concluyó sumariamente, e ilegalmente, que los demandantes «no habían planteado de manera adecuada el caso sustancial». Según las leyes peruanas, en la fase inicial del litigio el juez sólo puede determinar si los documentos de la demanda están completos o no, pero no puede pronunciarse sobre cuestiones legales sustanciales. ¿Otra muestra del poder de una multinacional, en este caso quizás presionando o comprando a un juez?. El caso es que las familias apelaron esa sentencia ilegal y, por lo que se supo hasta ahora, aguardaban la fijación de una nueva audiencia, mientras acusan además al ministerio de Agricultura peruano de no hacer aplicar las normas sobre pesticidas, dado que en ese país es común la venta sin control de pesticidas de «uso restringido», como el que causó la muerte de esos 24 niños.
Durante la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sostenible que se llevó a cabo en Johannesburgo, Sudáfrica, las familias afectadas escribieron al entonces secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, pidiéndole que excluyera a Bayer del Pacto Mundial de la ONU debido a las acciones de esa compañía en Perú. El Pacto Mundial es una asociación entre la ONU y diversas empresas multinacionales que se comprometieron a «respetar el ambiente y los derechos humanos». La carta a Annan fue firmada, en representación de la aldea de Taucamarca, por Víctor Huarayo Torres, dos de cuyos hijos estaban entre los 24 niños muertos por el envenenamiento con el pesticida de Bayer, y expresa: «Los padres dolientes de mi aldea no podemos entender cómo la ONU puede apoyar a una compañía como Bayer, que continúa vendiendo sus pesticidas más tóxicos, clasificados por la OMS (Organización Mundial de la Salud) como extremadamente peligrosos, muchos años después de haber prometido públicamente retirarlos, en 1995. Tampoco entendemos por qué la ONU respalda a la compañía que permitió la venta de metil-paratión en una región donde sabía que los residentes no podrían leer las instrucciones de la etiqueta».
Pese a sus famosas aspirinas, Bayer debió soportar algunos otros dolores de cabeza, como en mayo de 2003, cuando un equipo de abogados de California presentó una demanda contra la compañía en nombre de enfermos hemofílicos. La acusación fue que Bayer había vendido en la década de 1980 coagulantes infectados con los virus de la Hepatitis C y el HIV. Por supuesto, Bayer rechazó la acusación explicando que se había atenido a «normas existentes en la época». Cabe preguntarse si esas «normas» tuvieron que ver con los manejos de la FDA norteamericana, difundidos en ésta y otras notas, para jugar a favor de los intereses de las multinacionales químico-farmacéuticas. Por otra parte, a Bayer le interesaba sobremanera hacer pie en Wall Street llegando a cotizar en la Bolsa de Nueva York, una cima a la que aspiran llegar todas las grandes multinacionales, y para ello debía tener una carta de presentación intachable. Firmada seguramente por una FDA convenientemente «aceitada» y por el hecho de hacer «buena letra» en el mundo con sus productos y evitando juicios y demandas, al menos hasta que lograra aquel objetivo. Sin embargo no le fue tan fácil, ya que debió retirar del mercado el Lipobay (Cerivastatina), un medicamento para combatir el colesterol que no había sido debidamente comprobado, luego de que ocasionara miles de muertes por infartos y otras dolencias cardíacas. La criminal actuación de Bayer con ese fármaco obedeció a su necesidad de encontrar un hueco en el mercado de los medicamentos contra el colesterol, copado por multinacionales norteamericanas. Necesidad y urgencia que demostraron, una vez más, que los intereses de estos grandes grupos están muy por encima de la ética y de la salud a la que dicen servir.
De todas maneras, Bayer no sufrió en este caso los efectos de ninguna demanda en su contra. Es que las multinacionales farmacéuticas integran una parte destacada de la llamada Mesa Redonda Europea de Industrias, que se reúne periódicamente con altos consejeros de la Unión Europea para delinear las «líneas generales» de cada sector. Y como se dijo anteriormente, Bayer dispone de 400 ex ejecutivos de la firma que ahora son parlamentarios regionales o nacionales, a los que la multinacional además reúne mensualmente para presionarlos o tenerlos controlados, por lo cual no resulta para nada anormal que el gobierno alemán la haya absuelto de toda responsabilidad, negándose a iniciar cualquier acción jurídica, pese a las contundentes pruebas en su contra.
Otro ejemplo del desprecio de estos grandes grupos por la humanidad, se dio cuando a comienzos del 2003, el India Committee of the Netherlands publicó un informe según el cual las multinacionales Bayer, Monsanto, Unilever y Syngenta explotaban a niños en la producción de semillas en la India.
Para concluir con algunas muestras más de lo que realmente representa Bayer más allá de sus afamadas aspirinas, podemos referirnos a que esta compañía, una de las que más comercializa herbicidas, lo hace con algunos que han ocasionado lesiones graves en personas y animales, especialmente en el Tercer Mundo, donde los grandes grupos químico-farmacéuticos encuentran un campo fértil para que sus venenos sean aceptados y vertidos. Así ocurrió con el Baysiston, utilizado en los cultivos de café; Gaucho, para los de girasol; y el muy peligroso nematicida Fenamifos (Nemacur).
En todo caso, estas multinacionales siempre van a estar cubiertas en todos los flancos posibles, ya que si los «mecanismos políticos habituales» llegaran a fallar, se ponen en marcha otros planes.
Acción y reacción
De esos planes bien puede dar cuenta el colombiano Germán Velázquez, doctor en Economía y director del Programa Mundial de Medicamentos de la OMS, quien se atrevió a publicar un estudio en el que recomienda, entre otras cosas, la elaboración de medicamentos genéricos y la eliminación de las patentes, además de oponerse a los tratados de libre comercio (TLC) que con tantas urgencias y presiones intenta imponer Estados Unidos. Desde entonces el hombre vive bajo amenazas de muerte.
En mayo de 2001 fue atacado en Río de Janeiro por un desconocido que le robó su cartera, lo golpeó y con una navaja le dejó en una de sus muñecas una cicatriz de 16 centímetros. Lo que había quedado como un simple atraco tomó otro cariz en Miami, cuando Velásquez asistió a una reunión de la OMS: una noche en que caminaba por Lincoln Road fue abordado por dos hombres que lo golpearon y lo amenazaron de muerte. Mientras estaba tendido en el suelo, sus atacantes le dijeron: «Esperamos que haya aprendido la lección de Río. Deje de criticar a la industria farmacéutica». La cuestión estaba más clara.
Velázquez denunció el hecho a la policía de Miami y lo comunicó de inmediato a la sede de la OMS. Según informó en su momento el diario español «El Mundo», a su regreso a Ginebra todo pareció volver a la normalidad, pero diez días después sonó el teléfono por la noche en el domicilio de Velázquez y una voz le preguntó en inglés: «¿Tiene miedo?». Cuando Velázquez preguntó quién era, la voz le respondió: «Miami, Lincoln Road». Desde ese momento no cabían más dudas de que la vida del funcionario de la OMS estaba en peligro tanto en su casa como en el extranjero. Dos semanas después se repitió la llamada advirtiéndole que no asistiera a la reunión -que posteriormente se celebró y a la que Velázquez asistió de cualquier manera- de la Organización Mundial de Comercio (OMC), para discutir sobre la relación entre el derecho a la salud y la propiedad intelectual de los medicamentos esenciales.
Por si fuera poco, y como otra muestra de los poderes con que son protegidos los intereses de las multinacionales, la entonces secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, le «sugirió» a quien era directora de la OMS, Gro Harlem Bruntland, que retirara de circulación el estudio elaborado por Velázquez y, más aún, que lo despidiera, pero esta funcionaria decidió mantener su posición negativa al respecto.
El caso es que Germán Velázquez continúa luchando, entre otros aspectos, contra las patentes exclusivistas de las multinacionales farmacéuticas, por la libre elaboración de genéricos y por un fácil acceso de los países pobres a los medicamentos, mientras se ha visto obligado a vivir bajo permanente protección policial y de una patrulla de las Naciones Unidas. Presiones a las que obligan las grandes «familias» de la mafia farmacéutica.
El gran negocio
La globalización ha permitido que se desarrolle una nueva forma de poder, la farmacocracia, capaz de decidir qué enfermedades y qué enfermos merecen cura. Es así como el 90 por ciento del presupuesto dedicado por la industria farmacéutica para la investigación y el desarrollo de nuevos medicamentos está destinado a enfermedades que padece sólo el 10 por ciento de la población mundial. Un tercio de ésta carece de cuidados médicos adecuados. La codicia de las multinacionales del sector, los aranceles, las trabas burocráticas y la corrupción de los propios gobiernos de los países empobrecidos hacen posible que más de 2.000 millones de personas se vean privadas de su derecho a la salud.
Según la OMS, millones de personas en Africa, Asia y América Latina sufren las llamadas «enfermedades olvidadas», como el dengue hemorrágico, la filiasis linfática, la oncocercosis, la enfermedad del sueño o el mal de Chagas, que afectan a 750 millones de personas y acaban con la vida de medio millón cada año. Enfermedades causadas generalmente por parásitos, transmitidas por medio de agua insalubre o por picaduras de insectos; pandemias que caen en el olvido porque sólo afectan a las comunidades más pobres; y víctimas que no cuentan con el dinero suficiente para acceder a un tratamiento o una medicación adecuada.
El caso del SIDA es un ejemplo claro de la diferencia que se da a unas enfermedades o a otras, según el nivel adquisitivo de quienes las padecen. En sus comienzos fue una enfermedad mortal de la que pocos habían oído hablar, pero cuando pasó a afectar a personas de los países desarrollados con capacidad para hacerse escuchar, asociarse y reclamar su derecho a la salud, las multinacionales farmacéuticas desarrollaron medicamentos que convierten al SIDA en una enfermedad crónica y no mortal. Aún así, más de cinco millones de personas mueren cada año por el HIV y la mayoría de los enfermos -nueve de cada diez infectados viven en países empobrecidos- no pueden pagarse los tratamientos adecuados.
La vacuna contra el SIDA bien podría llevar años encerrada bajo llave en la caja fuerte de alguna multinacional farmacéutica. Para ninguna de ellas sería rentable comercializarla, sobre todo teniendo en cuenta que las personas más expuestas a esta enfermedad no podrían pagarla y que los enfermos de los países desarrollados ya pagan importantes sumas de dinero para su tratamiento. Este es uno de los abundantes capítulos que pueblan el particular código de «ética» de los grandes grupos químico-farmacéuticos.
El director del Programa Mundial de Medicamentos de la OMS, nuestro ya conocido y amenazado Germán Velásquez, en el Diálogo «Salud y Desarrollo: los retos del siglo XXI» efectuado en Europa en 2004, explicó que «las patentes de los medicamentos pueden estar bloqueando el desarrollo en lugar de potenciarlo, pues se trata de un monopolio que conlleva altos precios». Señaló también que en el mercado de los medicamentos, «en vez de reglas negociadas por todos y en interés de todos, muchas decisiones de la Organización Mundial de Comercio son tomadas a puertas cerradas y se protegen intereses especiales», y al referirse a la situación sanitaria en Africa subrayó: «Si bien es cierto que la no atención médica de las personas está penada con la cárcel, actualmente se está cometiendo ese crimen con un continente entero y sus víctimas se pueden contar por millones». En otro orden y refiriéndose al tema del SIDA, expresó que «es una vergüenza que el 99 por ciento de las personas que tienen acceso a los retrovirales vivan en países desarrollados, mientras el 75 por ciento de las personas de todo el planeta viven en los países pobres, donde se vende sólo el 8 por ciento de todos los medicamentos del mundo».
En relación a los medicamentos genéricos -otra de las batallas en muchos casos desigual que libran algunos países del Tercer Mundo contra las multinacionales farmacéuticas ya que son mucho más baratos que los patentados por éstas-, India encabeza la producción mundial, y los exporta a varios países de Asia e incluso a algunos en desarrollo. Pero también está enfrentando en los tribunales, entre otras, la embestida del laboratorio Novartis, uno de los «grandes» del sector, ya que el gobierno indio le negó una solicitud de patente para introducir el Glivec, un medicamento contra el cáncer. Por el momento las empresas indias continúan produciendo su similar genérico, que cuesta sólo 2.700 dólares por paciente y por año, frente a la versión de Novartis cuyo valor es de diez veces más, 27.000 dólares, también por paciente y en el mismo período.
Por su parte, Tailandia emitió recientemente una licencia obligatoria para quebrar la patente del Efavirenz, un producto de la compañía Merck contra el HIV, a fin de importar el genérico de fabricación india. En tanto, Filipinas está por librar una batalla legal contra la empresa Pfizer para poder importar de la India una versión del Norvasc, un fármaco para pacientes con problemas cardíacos. Por supuesto que las multinacionales del sector arremeten con demandas, juicios y todo artilugio jurídico contra estas expresiones de independencia sanitaria de los países que se atreven a ponerla en juego. No es para menos si tenemos en cuenta, por ejemplo, que respecto del Norvasc la compañía Pfizer obtiene en Filipinas 60 millones de dólares anuales sólo por la venta de ese medicamento, al cual cotiza a más del doble del precio del que está vigente en otros países, aprovechándose también de que en Filipinas las enfermedades cardíacas constituyen la principal causa de muerte.
Lo cierto es que cientos de miles de personas podrían salvar sus vidas si los países desarrollados aseguraran que sus compromisos de Doha, Qatar, durante la reunión de la Organización Mundial de Comercio, en materia de legislación de patentes, compromisos nunca asumidos efectivamente hasta el momento, proporcionen un equilibrio entre derechos y obligaciones, garantizando así que las vidas de las personas se antepongan a los beneficios económicos de las compañías farmacéuticas.
Rumsfeld y la gripe aviar
El tema de la gripe aviar alcanzó altos niveles mediáticos en los dos años anteriores. Al poco tiempo, luego de alcanzar también altos niveles de alarma transmitidos a la población mundial, las aguas comenzaron a serenarse. Por un lado se decía que una pandemia de gripe aviar -comparándola con la de influenza o «gripe española», que costó unos 50 millones de vidas en el planeta entre 1918 y1920- costaría a su vez otros varios millones de vidas, especialmente en países pobres. Pero luego aparecieron algunas estadísticas que desvirtúan algo esa alarma, más aún cuando el mundo está a casi cien años de aquel período, en el que la tecnología y la elaboración de medicamentos estaba prácticamente en pañales. Dichas estadísticas muestran que desde hace nueve años, cuando fue detectado en Vietnam el virus de la gripe aviar, aún no llegan a cien las víctimas mortales, un promedio de once muertes al año, y en todo el mundo. Si bien no es para quedarse tranquilos exagerando la confianza, aún no da para asustarse demasiado.
Sin embargo, la aparición del virus H5N1, nombre científico del que causa la gripe aviar, le vino bien a un hombre que encontró la excusa para lanzar otra de sus guerras preventivas: el presidente norteamericano George W. Bush, quien rápidamente hizo sonar la campana de alarma para que el mundo temblara de miedo. Es que había hallado una poderosa arma preventiva, con la que tiene bastante que ver su hasta hace poco brazo derecho en esto de lanzar guerras por aquí y por allá: el inefable Donald Rumsfeld. Se trata del antiviral Tamiflu, comercializado por la compañía farmacéutica suiza Roche, que en poco tiempo se convirtió en la gallina de los huevos de oro: los ingresos por su venta pasaron de 254 millones de dólares en 2004 a 1.000 millones en 2005. Además con un techo imprevisible por delante, teniendo en cuenta la grotesca reacción de los gobiernos occidentales al efectuar pedidos masivos del fármaco. Sin embargo, la realidad es que la eficacia del Tamiflu es cuestionada por gran parte de la comunidad científica: muchos se preguntan cómo se espera que pueda servir ante un virus mutante cuando apenas alivia algunos síntomas, y no siempre, de la gripe común y corriente. Una breve historia tal vez aclare algo la cuestión.
Como bien señala el Dr. José Antonio Campoy, director de «Discovery Salud», hasta el año 1996 el Tamiflu era propiedad de la empresa Gilead Sciences Inc, que ese año vendió la patente a los laboratorios Roche. ¿Y quién era entonces su presidente?. Pues nada menos que el incombustible y hasta hace poco secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld., a quien recordamos en una nota anterior como vinculado en su momento al laboratorio Searle, luego adquirido por la multinacional Monsanto, descubridor de un endulzante de trágicos antecedentes como el aspartamo, comercializado bajo los nombres de Nutrasweet y Equal y componente hoy en día de la mayoría de los edulcorantes y productos marcados como «no calóricos» o «libre de azúcar» que pululan en el mundo, algo a que también nos referimos en una nota anterior. Cabe destacar que Rumsfeld continúa hoy vinculado a Gilead Sciences Inc. como uno de sus principales accionistas. El caso es que en cuanto se comenzó a hablar de la gripe aviar, Gilead quiso recuperar el Tamiflu alegando que Roche no hacía los suficientes esfuerzos para fabricarlo y comercializarlo. Que tuvo la suficiente fuerza para lograrlo -fuerza en la que probablemente puso su parte el entonces secretario de Defensa- lo demuestra el hecho de que ambas empresas se sentaron a negociar, acordando rápidamente constituir dos comités conjuntos, uno encargado de coordinar la fabricación mundial del fármaco y decidir sobre la autorización a terceros para fabricarlo, y otro para coordinar la comercialización de las ventas estacionales en los mercados más importantes, incluido Estados Unidos. A todo ésto hay que agregar un detalle más: Roche ya se quedó con el 90 por ciento de la producción mundial de anís estrellado, planta que crece fundamentalmente en China si bien se la encuentra también en Laos y Malasia, y que es la base del Tamiflu. Así el escenario se fue completando. Sólo faltaba comenzar a encontrar poco a poco y en distintos países algunas aves contagiadas con el virus -una gallina aquí, dos patos allá-, para crear así una alarma mundial con la ayuda de científicos y políticos sin demasiados escrúpulos o de escasa capacidad intelectual, y de los grandes medios de prensa, que como todos saben no se caracterizan precisamente por investigar lo que publican o emiten.
¿Y qué tiene que ver Rumsfeld con todo esto?. Pues nada absolutamente, si nos atenemos a su respuesta, claro. De acuerdo a un comunicado emitido en octubre pasado por el Pentágono (otra fuente «creíble»), el entonces secretario de Estado no intervino en las decisiones que tomó el gobierno de sus amigos, el presidente Bush y el vicepresidente Dick Cheney, sobre las medidas preventivas que había que adoptar frente a la «amenaza de pandemia». El comunicado afirma que se abstuvo y no tuvo nada que ver en la decisión de la administración norteamericana de aconsejar y apoyar el uso del Tamiflu a nivel mundial. Por lo tanto, al hombre hay que creerle. Como cuando aseguró solemnemente que en Irak había armas de destrucción masiva. Además, el hecho de que su nombre aparezca unido a una vacunación generalizada contra una supuesta gripe del cerdo durante la presidencia de Gerald Ford, en la década de 1970, que dio como resultado más de 50 muertos a causa de efectos secundarios, no es más que una coincidencia. Como también lo es que la FDA aprobara el aspartamo a los tres meses de que Rumsfeld se incorporara al gabinete de Ronald Reagan, pese a que tras diez años de estudios del producto no se había tomado ninguna decisión. Por supuesto, Rumsfeld tampoco tuvo nada que ver, tras el atentado a las Torres Gemelas, con la compra del Vistide, fármaco adquirido masivamente por el Pentágono para evitar los efectos secundarios que podía producir la vacuna contra la viruela entre los soldados norteamericanos a los que les fue aplicada antes de ser enviados a conquistar Irak. Además, que el Vistide fuera también un producto del laboratorio Gilead Sciences Inc., creador del Tamiflu, es otra coincidencia. Así que a no pensar mal de Donald Rumsfeld y, en todo caso, a seguir de cerca todas las informaciones que aún aparecerán sobre la gripe aviar, y por las dudas a llenar los botiquines con Tamiflu. Tal vez no será un medicamento muy combativo contra la gripe aviar, pero al menos podrá evitar, con un poco de suerte, un modesto resfrío.
Los laboratorios de Frankenstein
Para ir concluyendo esta trilogía de notas en las que hemos expuesto a la consideración de los lectores los desastres mundiales contra la humanidad a que la someten las multinacionales químicas como Monsanto y Dow Chemical, entre otras; los graves problemas de salud generados por el Nutrasweet, sus derivados y los demás edulcorantes cuya base es el aspartamo; y esta última sobre los atentados contra la salud que también cometen las multinacionales farmacéuticas, dedicaremos un párrafo a otras compañías que, en sus investigaciones para crear nuevos productos o mejorar los ya existentes, realizan experimentos aberrantes.
La compañía Procter & Gamble (P&G) -dedicada a la creación y comercialización de productos que van desde jabones, shampúes y detergentes a diversos cosméticos y elementos femeninos como toallas higiénicas y tampones, y que no hace mucho extendió su accionar al rubro farmacéutico- al igual que Nestlé y Colgate-Palmolive está siendo acusada en los últimos tiempos de llevar a cabo crueles experimentos de laboratorio con animales, ya sea para probar químicos, cosméticos o alimentos balanceados. La organización británica «Uncaged», que lucha por los derechos de los animales, acusa a Procter & Gamble de realizar experimentos dolorosos, invasivos y letales en perros, gatos y otras mascotas. Algunos de los que se mencionan son alergias severas inducidas en cachorros Siberian Husky y gatos muertos en experimentos abdominales invasivos. A su vez PETA (People for Ethical Treatment for Animals), otra entidad protectora de animales con más de un cuarto de siglo de trayectoria y con sede en Virginia, Estados Unidos, logró introducirse en uno de los laboratorios de IAMS, empresa adquirida en 1999 por P&G, y declaró haber encontrado perros que se habían vuelto locos tras un intenso confinamiento en jaulas con barrotes que tenían escasas dimensiones, otros a los que les habían extirpado las cuerdas vocales y algunos animales languideciendo en sus jaulas, abandonados y sufriendo horrores, sin asistencia veterinaria.
Los experimentos -denunciados en varias oportunidades y que motivaron que activistas de varios países, encabezados por «Uncaged», realizaran un día de boicot a P&G en mayo de 2005, repitiéndolo exactamente un año después- incluyen la quema de la piel de los animales con ácidos, introducirles polvos en los ojos y otras lindezas por el estilo. Todo en nombre de la ciencia, por supuesto. Por su parte, Nestlé Purina Petcare lleva experimentando desde 1926 en un complejo ubicado en Saint Louis, Missouri (casualmente vecinos de Monsanto), donde alojan a alrededor de 600 perros y 500 gatos en trece edificios. Ellos mismos publican sus experimentos -entre los que figuran ciertos estudios en los que inducen fallos renales en perros y otros animales para después experimentar su cura con una dieta baja en proteínas- en periódicos científicos, con el fin de engordar las carreras y currículums de sus investigadores. En cuanto a Colgate-Palmolive, realiza sus pruebas en el Hill’s Pet Nutrition, en Topeka, Kansas. Hace algunos años, la Unión Británica contra la Abolición de la Vivisección publicó detalles de un experimento llevado a cabo por la compañía en la Universidad de Columbia, en el que se encerraba a conejillos de Indias en pequeños tubos de plástico y se les aplicaba una fuerte solución de sulfuro durante cuatro horas al día por espacio de tres días. Ello causaba que la piel de los animales se quebrase y sangrase.
Los aquí expuestos han sido, en suma, algunos de los ejemplos que nos obsequian las multinacionales químicas y farmacéuticas -en buena parte de los casos ocultándolos, disfrazándolos, desmintiéndolos o atacando a quienes se atrevan a denunciar, criticar u oponerse por cualquier medio a sus designios-, y que nos dejan una pregunta prácticamente incontestable: a la vista de los efectos nocivos de muchos productos elaborados por las grandes compañías del sector, de que los mismos sean inalcanzables para gran parte de la población mundial por su costo o por no llegar a sus países, y de los monopolios ejercidos por estas multinacionales respecto del patentamiento de los fármacos, ¿qué podemos consumir en definitiva?; ¿cómo podemos defendernos del envenenamiento de los químicos y de los medicamentos no debidamente comprobados?; ¿quién nos protegerá contra tantas carencias y abusos?. Quizás la última palabra sólo la tengamos nosotros mismos.