Toda presentación de un libro, pretende, cuanto menos, merecerlo. Estar a la altura. Lo que es un imposible por el trabajo condensado que el libro presupone. Con esta obra les cuento que me pasó algo particular, es, en cierta medida, inasible. Es decir, eso pasa si uno pretende leerla con principio, final y luego hacer […]
Toda presentación de un libro, pretende, cuanto menos, merecerlo. Estar a la altura. Lo que es un imposible por el trabajo condensado que el libro presupone.
Con esta obra les cuento que me pasó algo particular, es, en cierta medida, inasible. Es decir, eso pasa si uno pretende leerla con principio, final y luego hacer una síntesis. Tampoco estrictamente es una antología. Porque no está escrita por críticas literarias sino por poetas. La obra no sólo dice las poesías que contiene, sino también dice sobre las compiladoras.
Entonces, en cierta medida, me perdí dentro. Digamos que la obra me esclavizó, era más el placer de navegarla que de analizarla. Lo primero que pasa es que su sencillez esconde la complejidad. Uno puede empezarla por cualquier lado, saltar de verso a verso y testear los comentarios.
Así, podría transmitirles algunas claves que creo haber descubierto.
Es ante todo poesía de travesía. ¿Eso qué quiere decir?
Que simboliza mediante su lenguaje la travesía de varias vidas.
Son once poetas. Todas mujeres. Para ser preciso. Nueve poetas latinoamericanas del siglo XX, cuyos poemas están transcriptos. Más dos poetas de la misma calaña que han hecho el libro.
La travesía implica lo que ellas llamaron «la maldad de escribir».
Hay una metáfora qué, pienso, más que padre es madre de la obra (para seguir la línea femenina).
Es la idea borgeana de que la vida es una biblioteca. Pero hay otra idea: los libros se hablan entre sí. Los autores serían, meramente, los mediadores para que ello ocurra.
En este caso, los poemas del libro se hablan entre sí. Y las autoras mediante los ensayos intermedios, aparentemente lacónicos, pusieron los hilos para que esos versos se intercomunicaran.
Entonces, uno, como ingenuo lector, abre el libro en cualquier lado y queda atrapado en una telaraña de múltiples sentidos. Una fiesta de flores simbólicas.
¿Por qué la maldad de escribir? Uno escribe para saber. Es decir, va sabiendo a medida que escribe. La escritura desentraña el sentido de la experiencia vivida y el mundo que la rodea.
Y estos poemas son un viaje a los mundos subterráneos. Es la metáfora de la Eneida de Virgilio. También la de Dante. El poeta viaja a las profundidades del infierno y encuentra las profundidades de las almas pendientes. Es el sitio al cual se dirige la travesía. Macedonio Fernández hablaba de la ciudad de las almas sin cuerpo. Una región en que los muertos olvidados siguen gesticulando. Pienso que esas profundidades míticas, de los mundos infernales, en algún momento fueron institucionalizadas en pro del orden vigente, le dieron el sentido moral del castigo a los pecados y los pecados eran la maldad. Entonces, el infierno pasó a ser el lugar de los malos.
Pero es el lugar de los recuerdos. El sitio donde espera la experiencia remota. Es el paraíso frustrado de las bondades insatisfechas. Y la poesía, el reservorio primitivo que transporta las palabras, la que tiende los cables para la comunicación profunda.
Las autoras, ellas mismas, han visto en el pasado la cara de la desgracia. Son, digamos, sobrevivientes.
Estos poemas son un canto a la vida porque las compiladoras son portadoras de un final feliz.
Esto implica también una posición filosófica y estética. La inclusión del Tertium datur. Es una variante incluida por Lukacs.
Allá, en nuestro origen literario común, con Alejandro Archain, David Oubiña, Silvina Svirtz, Patricia Dermer, en el taller de Kovadloff, estudiábamos meticulosamente la estructura de la Tragedia.
Como ustedes saben, el problema lo tiene, en principio, el héroe trágico, en lo que suele llamarse la ambigüedad o el error del héroe trágico. Él no está libre de culpa o, en todo caso, será una responsabilidad sin culpa. El héroe ha caído en la trampa de los dioses. Nadie puede escapar de su destino y todo lo que el héroe haga para evitarlo, en realidad, lo aproxima peligrosamente al mismo. El error es trágico porque cuando se da cuenta, es tarde. Ya no puede evitar el final. Edipo se sacará los ojos no sólo como castigo sino para dejar de ver el mal del cual ha sido vehículo.
Bueno, el tertium datur, introduce una vía de escape. Un tercer personaje, sabio, vehículo de educación, que coloca al héroe en posición de rescribir su historia y evitar el choque.
Esa escritura es la que, a mi entender, propone el libro. ¿Qué se hace con el dolor? Recorrerlo y rescribirlo. La poesía entonces es una manera posible de elaboración de los daños. Una forma de recorrer las heridas.
¿Y cuál es la técnica? La abducción o la hipótesis, filosofía de la sorpresa, es la base de la conjetura y del género Ensayo.
El concepto es aristotélico y proviene de Charles Peirce. Según el diccionario es la acción de separar un miembro de la línea media o eje del cuerpo. Es una de las formas de inferencia, suponer el todo sirviéndose de la parte. La inducción es un método de la universalidad. La inferencia el método de la clasificación. Induciendo se comprende un sistema. Infiriendo se comprende un orden, una serie.
Aquí llegamos a la ironía borgeana, pensada como técnica.
En el año 1968, Michel Foucault iniciaba «Las palabras y las cosas», y decía:
«Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento -al nuestro, al que tiene nuestra edad y nuestra geografía-, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro.
Este texto cita ‘cierta enciclopedia china’ donde está escrito que ‘los animales se dividen en
a) pertenecientes al Emperador; b) embalsamados; c) amaestrados; d) lechones; e) sirenas; f) fabulosos; g)perros sueltos; h) incluidos en esta clasificación; i) que se agitan como locos; j) innumerables; k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello; l) etcétera; m) que acaban de romper el jarrón; n) que de lejos parecen moscas.
En el asombro de esta taxonomía, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto» (Foucault, M., 1968).»
Esa enciclopedia china, decía Borges en «El idioma analítico de John Wilkins», se titulaba «Emporio Celestial de conocimientos benévolos», y el requisito de la benevolencia no es un dato menor.
Cuando Freud ya anciano visita las ruinas de Pompeya, se siente viejo, recuerda a su padre, la imposibilidad de su padre de estar en ese lugar, y para definir su situación dice: ahora que yo también dependo de la ajena conmiseración.
Entonces podemos intuir que la ironía es el gesto cortés del desesperado. Y la poesía a la que nos asomamos mediante este libro es la del hombre en el umbral, o su equivalente, la mujer frente al abismo.
Puesta en situación límite, mirando la inmensidad, escrutando a tientas la iluminada neblina, Bonzini, retorna a Pizarnik y sostiene que el mundo puede verse desde la alcantarilla.
Reptando por la vida, en la experiencia de elevarse sin soporte, las autoras se han plantado frente, a éstas, grandes poetas, sus pares. Y no eligen para mostrar, sino que al desplegar se zambullen dentro de la oscuridad de ese mundo. Y el poema, aquí, es una bandera que retorna ante nosotros desde los infiernos vitales. De ahí la maldad de escribir.
Bioy y Borges haciendo una clasificación de la narrativa policial, enumeraban las novelas en las que el asesino era el mayordomo o el propio escritor, pero, decían, no se había aún escrito la novela en la que el asesino fuera el lector.
Como saben, a Freud no le dieron el premio Nobel, incluso en un principio Einstein, le retaceó su apoyo como candidato al Nobel, pero sí le dieron el Premio Goethe de cultura alemana. Y siempre Freud cuando escribía, buscaba la benevolencia del lector y, a veces, lo decía expresamente.
Tiene que ver con la organización de la escritura, hay una perspectiva, como una casa a la que uno va entrando, se sienta, se apoltrona, está en un lugar ajeno, en la intimidad del sitio de otro, y sin embargo, por alguna razón misteriosa que tiene que ver con lo acogedor del ambiente, no se quiere retirar.
Eso, dice María Negroni, es porque llegamos al lugar en el que hay un hueco donde acomodarse y la hospitalidad es leve, casi maquinal, depende de los matices.
Entonces, ¿quiénes son estas poetas?
Escuchemos a María Negroni: son viajeras, del sueño, de la sexualidad, de lo fantasmático, del exilio político, del exilio de género, de todo lo fallido, de lo que desvía el discurso bienpensante.
¿Qué buscan? el blanco, tienen lo ambiguo, lo inverosímil, lo inexplicable.
¿Para que escriben? Para: a) clarificar su obsesión, b) anotar su orfandad, c) recuperar la vida faltante, d) que las recupere la vida, e) evitar la petrificación de lo bello, f) evitar el blá-blá-blá de lo obvio, g) acercarse al cálculo de sus errores, h) librarse (quién sabe) de la pena de escribir, i) de todas maneras, lo principal es indecible, j) sienten los deseos y no lo pueden formular, k) escribir es horrible.
¿Y la poesía qué es?: misterio perfectamente legible, político espiritual, sumisa irreverencia, teatro para albergar las ruinas, de un lenguaje amoroso olvidado, expresión cantada de lo inexpresable, comparten esa intuición filosa.
Antes había dicho que la poesía crece en medio de la ceguera.
¿Y estas nueve poetas, qué promueven?: 1) cada una a su modo, 2) un territorio benéfico, donde sea posible explorar la relación: confusa, magnífica, imposible, entre verdad y belleza.
Síntesis: quedan brillando, unos barquitos negros, sensación imperceptible de estar presenciando algo sagrado, estamos yendo, tal vez nunca nos fuimos, ya no sé quién soy, no podré saber quién era.