El olvido es, antes que nada, aquello que queremos olvidar, pero nunca ha sido factor de avance. No podremos llegar a ser vanguardia de nada ni de nadie, ni siquiera de nosotros mismos, si irresponsablemente decidimos que el pasado no existe. Mario Benedetti, Variaciones sobre el olvido (1987) Hace ya algunos años, en 1994, el […]
El olvido es, antes que nada, aquello que queremos olvidar, pero nunca ha sido factor de avance. No podremos llegar a ser vanguardia de nada ni de nadie, ni siquiera de nosotros mismos, si irresponsablemente decidimos que el pasado no existe.
Mario Benedetti, Variaciones sobre el olvido (1987)
Hace ya algunos años, en 1994, el eminente químico español Francisco Giral González publicó un libro impactante y conmovedor titulado: Ciencia española en el exilio (1939-1989), en el que proporcionaba datos biográficos de cerca de 500 científicos españoles de primera fila, que abandonaron el país a partir de 1939. Se trataba de una muestra relativamente reducida, aunque cualitativamente significativa, resultado de su propia experiencia personal. Gracias a una beca (pensión) de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (conocida como la JAE), el joven Giral se formó en Heildelberg (Alemania) con el premio Nobel de Química Richard Kuhn. Catedrático de Química Orgánica en Santiago de Compostela, y exilado posteriormente a México en 1939, Giral fue secretario general de la Unión de Profesores Universitarios Españoles en el Extranjero, y estuvo en contacto con una gran parte de esa lista de 500 nombres que lucharon por desarrollar su carrera científica allende nuestras fronteras, siempre con la vaga esperanza del retorno a una España democrática una vez caída la dictadura de Franco. Giral hacia una afirmación contundente en su libro al hablar de la situación de la Universidad a partir de 1939:
[…] cerca de la mitad del profesorado numerario de las 12 universidades con que contaba entonces la Universidad española quedó incapacitado para la enseñanza y la investigación científica, tanto por quedarse en la tierra perdiendo la vida, la libertad, la salud o la cátedra, como por elegir el camino del exilio»
Los datos son escalofriantes. Desde la propia épica de su experiencia personal, Giral proporcionó excelentes pistas de investigación al servicio de los historiadores profesionales, que, a pesar del esfuerzo ya realizado, tienen por delante un trabajo ingente para rescatar del olvido a esos y otros muchos nombres todavía desterrados del panteón de los sabios. El propio Giral, representante genuino de esa generación conocida como la de la ‘Edad de plata de la ciencia española’, que en las primeras décadas del siglo XX se había codeado con grandes figuras internacionales, no tiene todavía hoy una investigación histórica completa detrás. Pero qué decir del enorme valor científico de nombres como Blas Cabrera para la Física; Enrique Moles y su discípulo, Augusto Pérez Vitoria para la Química Física; Antonio Madinaveitia para la Química Orgánica; José Royo Gómez para la Geología; Francisco Vera para la Matemática y la Historia de la Ciencia; o la primera Bioquímica de la Escuela de Juan Negrín, y más adelante la del propio Severo Ochoa – el segundo Nobel español en el ámbito de las ciencias biomédicas junto a Santiago Ramón Cajal. No debemos tampoco olvidar la dinastía de los De Buén y sus contribuciones a las Ciencias Naturales y a la Oceanografía, junto a la a Escuela de Fisiología de Augusto Pi Sunyer, la de Farmacología de Teófilo Hernado, la de Cirugía de los hermanos Trías Pujol – junto a Josep Trueta, otro de los nombres insignes-; así como la Escuela de Psiquiatría y Neurología de Gonzalo Rodríguez Lafora, o el pensamiento higienista de Félix Martí Ibáñez. Las heridas del exilio y la represión llegaron también a las Ciencias Sociales y las Humanidades con figuras de la talla de Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro para la Historia, antropólogos como Pedro Bosch Gimpera, Ramón Galí, o filósofos como Juan David García Bacca.
Estos son sólo algunos ejemplos entre los muchos nombres que contribuyeron de manera muy destacada a la internacionalización de la investigación científica española en las primeras décadas del siglo XX, y cuya labor se vio dramáticamente interrumpida por el exilio, la represión interior, los expedientes de depuración y desposesión de cátedras. Las consecuencias fueron nefastas: se produjo una fractura generacional de múltiples escuelas y grupos de investigación que empezaban a dar importantes frutos; con el consiguiente aislamiento autárquico a partir de 1940, el severo control ideológico de los nuevos profesionales de la ciencia y la emergencia de un sistema universitario y de investigación autoritario y endogámico. El prestigio científico de algunos de los nombres citados ponen claramente en evidencia la gravedad esa ruptura, y explica en buena parte las enormes dificultades que ha sufrido el país – y todavía experimenta hoy en día – en las últimas décadas del siglo XX, para recuperar una cierta proyección internacional de sus universidades y de su sistema de ciencia y tecnología en general; un factor que además se augura decisivo para la competitividad de las economías de las sociedades de la información en el siglo XXI.
Un excelente libro más reciente se ha sumergido con inteligencia y coraje intelectual en los detalles de ese drama. Se trata de la obra La destrucción de la ciencia en España. Depuración universitaria durante el franquismo (2006), dirigida por el profesor Luis Enrique Otero Carvajal. Se trata de un estudio cuantitativo y en buena parte también cualitativo del proceso de depuración del profesorado de la Universidad Complutense de Madrid, que proporciona cifras complementarias a las del libro de Giral. La elección de la palabra «destrucción» en el título es sin duda significativa. El sentido común y la mayoría de definiciones académicas de esa palabra conllevan automáticamente un significado de irreversibilidad, de fractura irreparable, de fin de un orden establecido, en otras palabras de clara discontinuidad histórica. Así, el profesor Otero Carvajal dedica un capítulo del libro no tanto a los avatares del exilio como en el caso de Giral, sino a la reconstrucción de los mecanismos internos de esa destrucción a partir de 1939. Sus conclusiones son contundentes y merecen una cita textual:
La guerra civil frenó en seco la consolidación de un sistema científico en España, cuyas bases se habían sentado a lo largo del primer tercio del siglo XX gracias a la labor impuesta desde la JAE. Las bases ideológicas y culturales de la dictadura del general Franco representaron un retroceso de alcance histórico para el débil y frágil entramado científico español. El exilio significó la sangría de una parte sustancial del capital humano de la cultura española incluido el componente científico, dando lugar a una descapitalización que tardo decenios en ser solventada. Además, la depuración emprendida por los vencedores de la guerra civil golpeó con extrema dureza el sistema educativo y científico español. Las depuraciones de maestros, profesores de bachillerato, profesores universitarios y científicos excluyeron de la práctica profesional a miles de personas capacitadas, condenadas a un duro y amargo exilio interior, cuyo coste no ha sido suficientemente ponderado hasta el momento para el desarrollo educativo, la formación y la calificación de la sociedad española de la larga posguerra.
Y añade una conclusión, si cabe, todavía más contundente:
La continuidad de la actividad científica y del espíritu con el que nació la JAE fue imposible tras la finalización de la guerra civil.
El profesor Otero Carvajal proporciona además numerosas pruebas documentales de los planes del nuevo régimen para no dejar rastro del legado intelectual de la JAE, y así cavar una fosa de discontinuidad con la política científica de esa malograda Edad de plata. Ya en diciembre de 1936 el presidente de la Comisión de cultura y enseñanza de los franquistas sublevados, José María Pemán, planteada la necesidad de un plan de depuración preventiva de cualquier vestigio del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), y como consecuencia inmediata, también de la JAE. Un año más tarde, Enrique Suñer, vicepresidente de esa comisión arremetía contra la JAE y la ILE como principales responsables entre otros males de la «descatolización de España». En 1939, una vez terminada la contienda personas relevantes adictas al régimen se manifestaron abiertamente en múltiples foros por la ruptura total con cualquier herencia anterior a la Guerra. El cardenal Enrique Herrera Oria denostaba la política de pensionados al extranjero de la JAE como la causa fundamental de la contaminación moral de los intelectuales españoles. El psiquiatra José López Ibor manifestaba en 1940 su total aversión a los planteamientos de la JAE y reclamaba la fundación de una nueva universidad española ya liberada del «intelectualismo de ilustración». La ley de 24 de noviembre de 1939 de creación del Consejo Superior de Investigaciones científicas (CSIC) no era más que una consecuencia lógica de ese ambiente intelectual de gran hostilidad hacia los vencidos, y se proponía entre otros objetivos: «… la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII» o imponer: «…las ideas esenciales que han inspirado nuestro glorioso Movimiento, en las que se conjugan las lecciones más puras de la tradición universal y católica con las exigencias de la modernidad». Como muy acertadamente cita el profesor Otero Carvajal, las palabras del Ministro de Educación Nacional, José Ibáñez Martín, en la inauguración del curso académico 1940-41, no dejaban lugar a dudas:
Sepultada la Institución Libre de Enseñanza y aniquilado su supremo reducto, la Junta para Ampliación de Estudios, el Nuevo Estado acometió, bajo el impulso del Caudillo, la gran empresa de dotar a España de un sólido instrumento […] era vital para nuestra cultura amputar con energía los miembros corrompidos […] Si alguna depuración exigía minuciosidad y entereza para no doblegarse con generosos miramientos a consideraciones falsamente humanas era la del profesorado.
Sin ánimo de abusar de las fuentes primarias utilizadas por el profesor Otero Carvajal, la selección de estas citas pone sin duda de manifiesto el dramatismo de la ruptura de 1939 en el ámbito docente e investigador y reclaman el análisis histórico riguroso para biografiar a los que se fueron y han sido olvidados en su mayoría, así como a los que se quedaron y acomodaron sus intereses profesionales a la más que discutible moralidad del régimen de Franco. Podemos discutir las intenciones e intereses de los historiadores profesionales, pero más allá de las inevitables controversias existentes en cualquier comunidad científica viva, como lo es la de la historia y en particular la de la historia de la ciencia, es preocupante el desconocimiento que una gran mayoría la sociedad española tiene hoy sobre un periodo fundamental de nuestro pasado más reciente. Es particularmente grave comprobar cómo las jóvenes generaciones de investigadores, por suerte cada vez más conectados con sus respectivas «Repúblicas de Letras» internacionales, desconocen la obra y los avatares de sus maestros, sobre todo cuando nos remontamos al periodo de la Guerra Civil, e ignoran así sus propios orígenes e identidad profesional.
Paradójicamente, junto a este triste olvido, vivimos una época prolífica en conmemoraciones, efemérides y celebraciones por doquier. 2007 no ha escapado obviamente a esta vorágine en el caso de la ciencia. En esa fecha se cumplían 100 años de fundación de la Junta para Ampliación de Estudios. La JAE había sido fundada en 1907 bajo la dirección nada menos que de Santiago Ramón y Cajal, – el otro premio Nobel español, junto al exilado Ochoa-, y representó en esos inicios del siglo XX probablemente el esfuerzo más ambicioso – aunque minoritario – de desarrollo de un sistema de investigación propio, estrechamente ligado al desarrollo de la ciencia y la tecnología internacional, que no había tenido parangón a lo largo del siglo XIX.
Curiosamente, en un calendario para ese mismo 2007, ilustrado para el año de la Ciencia, y promocionado por el Ayuntamiento de Barcelona, en la casilla reservada al día 11 de enero se lee el subtítulo: «Centenario del CSIC». Pero la fecha de 11 de enero de 1907 no parece coincidir ni de lejos con el decreto de fundación del CSIC de ¡noviembre de 1939! Aparentemente, hay que atribuir ese error de bulto a los responsables del diseño y contenidos de dicho calendario, pero otras evidencias parecen abonar la confusión. En un artículo titulado «El CSIC y el IEC, 100 años en paralelo», publicado en el diario El País (04-04-2007), el prestigioso científico catalán Pere Puigdomènech, establecía un paralelismo histórico entre el CSIC y el Institut d’Estudis Catalans (IEC), también fundado en 1907, – una versión catalanista con analogías con el proyecto investigador de la JAE- y en consecuencia, también víctima de la «destrucción» a partir de 1939. En relación a la ruptura que significó 1939 para la ciencia española, sorprenden algunos comentarios de Puigdomènech: «Tras el fin de la Guerra Civil la situación cambió radicalmente. El CSIC […] asume los activos de la Junta». Seguramente el autor debe referirse a los activos urbanísticos, pero en ningún caso, por todo lo expuesto hasta aquí, a la mayor parte de su capital humano.
Ante la sorpresa del lector, el artículo del profesor Puigdomènech asume además con naturalidad que tanto el IEC como el CSIC están celebrando en 2007 sus centenarios, un hecho sin duda desconcertante, pero que se apoya en otras publicaciones recientes, más ligadas a la tradición de la historia institucional o corporativa, a la tradición de las prácticas conmemorativas de la ciencia, como es el libro colectivo coordinado por el historiador de la ciencia y director del Departamento de publicaciones del CSIC, Miguel Ángel Puig Samper y titulado: Tiempos de investigación. JAE-CSIC, cien años de ciencia en España. Se trata de una obra lujosamente editada, en la que han colaborado más de 50 autores, con magníficas ilustraciones, y publicada por el propio CSIC en el marco de las actividades del año de la Ciencia (2007).
Aunque el libro dedica una buena parte de su atención a la labor científica de la JAE desde su fundación en 1907 hasta la creación del CSIC en 1939, e incluso contiene capítulos valiosos escritos por prestigiosos historiadores de la ciencia, en su conjunto no escapa lamentablemente a los peligros de la historia institucional ni a los problemas habituales de las conmemoraciones científicas. Como destacaba muy acertadamente hace unos años la historiadora norteamericana Pnina G. Abir-Am en la introducción de un número monográfico de la revista Osiris dedicado a las «Commemorative practices in Science», las instituciones suelen tentar a los historiadores profesionales con numerosas oportunidades de publicación de libros y artículos, o con la organización de exposiciones, o ciclos de conferencias. Sin embargo estos proyectos están a menudo al servicio de determinados intereses políticos del presente, y demasiado dirigidos a un conjunto de audiencias cautivas: personal académico y administrativo de la propia institución, equipos rectores, alumnos, así como a un público general, interesado en las manifestaciones culturales de la ciencia. En este contexto, las publicaciones conmemorativas suelen actuar de puente entre la ciencia y la política, ayudan a la captación de nuevos fondos de investigación para los científicos profesionales y difunden una imagen de prestigio y de autoridad del propio colectivo. No obstante suelen esconder discursos demasiado simplistas sobre el progreso científico y social, sobre la supuesta racionalidad unívoca de un conjunto de decisiones tomadas en el pasado, o sobre la idílica homogeneidad de la comunidad de miembros de una determinada institución.
He aquí precisamente alguno de los males de que adolecen conmemoraciones del estilo JAE-CSIC, y que se reflejan en publicaciones como Tiempos de investigación. Se trata de un buen ejemplo de la tensión inevitable entre historia y memoria, es decir entre el trabajo riguroso de los historiadores profesionales, que pueden y deben discrepar y discutir sus interpretaciones de cualquier hecho histórico del pasado, y el interés conmemorativo que yace inevitablemente detrás de las instituciones y que a menudo esconde planteamientos presentistas – poco fieles a la reconstrucción rigurosa del pasado. Escribir una historia centenaria de la investigación científica en España encuadernada físicamente en un solo volumen, desde el mítico año de 1907 hasta los inicios del siglo XXI nos lleva asumir teleológicamente esa idea sutil de un notable progreso acumulativo a pesar de algunos accidentes o ramificaciones no deseadas, como el drama de la Guerra Civil. Accidentes que son tenidos en cuenta, pero siempre de forma marginal o secundaria ante el inevitable curso de la historia hacia un mundo mejor. En su conjunto se hace inevitable la equiparación de la generación de plata de la ciencia española con la generación franquista, los grandes nombres del exilio con los que ostentaron el poder institucional en connivencia con el régimen. Se trasluce sutilmente una cierta idea de neutralidad de la investigación científica, como si lo importante fuera hacer ciencia, y las condiciones políticas de cada época fueran secundarias; una cuestión ésta no menor, sino fundamental en la deontología y la ética del científico profesional, y también del historiador.
En un artículo publicado en El País (22-07-2007, Domingo) y titulado «Los avatares de la memoria», Josep Ramoneda comentaba que: «Es cierto que la historia de España es la que es y la tradición democrática escasa. Pero eso no legitima los ejercicios de confusión destinados a hacer creer a la gente que en última instancia es igual una elección que un golpe de Estado y que el franquismo es tan legítimo como la II República». Así, esa supuesta racionalidad aplastante de nuestro progreso actual minimiza el drama de la destrucción de la ciencia en España a partir de 1939 y no contribuye suficientemente a promover la exhumación historiográfica de los cadáveres de la Edad de Plata, o como mínimo a dignificar con nuevas investigaciones históricas al menos a los 500 nombres presentados en el libro de Francisco Giral. Esa apuesta conmemorativa por la homogeneidad, por la continuidad, es de hecho una opción historiográfica inevitablemente atrapada en los intereses conmemorativos de la propia institución. La historia con mayúsculas debe ser prioritaria a la conmemoración, especialmente cuando todavía no contamos ni con una prosopografía completa de todos los protagonistas de la generación de científicos atrapados en la Guerra Civil, ni de sus discípulos. Algunas investigaciones históricas recientes (que se citan en la bibliografía) han dado ya los primeros frutos, pero el camino por recorrer es todavía arduo y tortuoso.
En un contexto de cultura científica ahistórica en la que se están formando las nuevas generaciones de científicos, cuando hallamos casualmente algún atisbo de narración sobre los orígenes de un determinado grupo de investigación, laboratorio, Departamento o Instituto, ésta suele estar relacionada con algún profesor que en los años 1950, creó, desarrolló o inventó una nueva disciplina, una nueva técnica. Los más inquietos han buscado entre los libros viejos de la biblioteca de su Facultad algunos papeles de esos héroes, la mayoría escritos en los años oscuros del franquismo, y que lógicamente hacían escasa o nula referencia a los maestros de la generación de plata. He aquí la invención de una tradición científica anclada en la dictadura, e ignorante de los antecedentes anteriores a la Guerra Civil. Es una historia a menudo disfrazada de objetividad y neutralidad política, que ha enterrado en las fosas comunes de la ciencia a grandes nombres de la investigación científica española. E incluso cuando algunos de los nombres ilustres de esa generación perdida son mencionados en alguna ocasión, a menudo se presentan atrapados en la telaraña historiográfica de la supuesta continuidad.
Aceptando como un condicionante inevitable el ambiente hostil del franquismo, algunos discípulos de los maestros de la generación de plata, que por razones diversas no sufrieron depuración ni exilio y lograron acomodarse al régimen son a menudo presentados como pioneros, héroes y padres fundadores de los muchos grupos de investigación existentes en la actualidad. Esos hombres -y muy pocas mujeres- hacían ciencia con mayúsculas, pero no política. Y si acaso debían pactar con las autoridades franquistas era para conseguir mejores dotaciones en sus laboratorios y medios para sus estudiantes, para desarrollar mejor su ciencia. La historia debe ser capaz de juzgarlos con suficiente distancia crítica, así como debe explorar más a fondo su relación con sus maestros de las primeras décadas del siglo XX.
El problema del restablecimiento de la dignidad histórica de la generación de plata de la ciencia española no es más que una punta de iceberg ante la necesidad de estimular nuevamente nuestra sensibilidad intelectual y moral hacia los perdedores en un sentido amplio, hacia esa generación destrozada por la guerra y la represión posterior del franquismo que hoy todavía yace en las fosas comunes del olvido. En un artículo del historiador británico Ian Gibson («Una gran oportunidad», El Periódico, 12-08-2007) se proporcionan detalles del seguimiento que Amnistía Internacional ha hecho sobre el problema de la represión de la Guerra Civil y el franquismo desde 2002, y que se refleja en publicaciones como: «Víctimas de la Guerra Civil y el régimen franquista: el desastre de los archivos, la privatización de la verdad», publicado en 2006, donde se constatan las enormes dificultades para la investigación histórica profesional y para los ciudadanos en general a la hora de acceder información sobre la represión, la depuración, o los consejos de guerra de la dictadura, contraviniendo así el derecho inalienable de acceso a la documentación. Es especialmente interesante el anexo del documento donde se describen los principales archivos de «ámbito estatal relevantes para la investigación histórica y la reparación a las víctimas», y donde demasiado a menudo se lee el comentario «acceso restringido por motivos de protección de la intimidad».
Más pronto o más tarde, será quizás cuestión de una o dos generaciones, esta historia debe ser escrita y difundida a la sociedad, así como integrada en los libros de texto del sistema educativo. En el caso concreto de la ciencia, sólo podremos reconstruir desde el rigor y la distancia crítica la historia de la ciencia en la España del siglo XX si abordamos sin complejos la investigación exhaustiva de los nombres y las escuelas de la JAE, del exilio, y de la represión interna, así como la acomodación en el franquismo, e incluso a no mucho tardar los detalles de la transición democrática a partir de 1975, también desde la perspectiva de la ciencia y la tecnología. Sólo así llegaremos a comprender las dificultades sufridas todavía hoy para trasformar un sistema académico autoritario y endogámico en un nuevo modelo universitario y de I+D homologable y competitivo en el ámbito internacional.
Para finalizar un apunte de ‘reflexividad’. Soy historiador de la ciencia. Me formé en este campo de investigación en la década de 1990. Cuando indagué en los orígenes de esta profesión académica en España inmediatamente sobresalía la figura de Pedro Laín Entralgo (1908-2001) y su contribución a la creación de cátedras de Historia de la Medicina en las Facultades de Medicina durante el franquismo, futuro germen de la mayoría de grupos de investigación aún existentes. Era la típica imagen del padre fundador, casi del inventor de una nueva disciplina, que al menos en el caso de la Historia de la Medicina parecía no tener antecedentes españoles en los años anteriores a la guerra civil. Sin embargo, con el tiempo he sabido que antes de la Guerra Civil, el profesor Eduardo García del Real (1870-1947) había fundado una cátedra de Historia de la Medicina en la Universidad Central de Madrid y había editado incluso una revista de investigación titulada Trabajos de Historia Crítica de la Medicina. García del Real estaba en contacto con las tendencias internacionales de esa especialidad académica, y jugó un importante papel en la organización del Congreso Internacional de Historia de la Medicina en Madrid en 1935. Después de la Guerra Civil, y a causa de su militancia socialista fue inhabilitado. Su cátedra fue retomada más adelante por Laín Entralgo, que se adaptó confortablemente al nuevo régimen franquista a partir de 1940. Aunque algunas investigaciones preliminares ya están dando frutos, hoy sabemos todavía muy poco sobre la obra científica de García del Real y sobre sus avatares en el mundo académico español. No contamos su historia a las generaciones jóvenes de historiadores de la ciencia, o de médicos, ni hemos sido capaces de difundir su biografía al público en general.
Es un caso más entre miles. Los grandes nombres olvidados cuentan y son prioritarios, pero tampoco debemos olvidar a los profesores ayudantes, los profesores de educación secundaria, los maestros de educación primaria; en una palabra, todos los intelectuales, en un sentido muy amplio del término, que fueron arrancados de sus aulas, bibliotecas y laboratorios y despojados de su dignidad física y moral. Más allá de conmemoraciones, sólo una incursión decidida en los Tiempos ‘oscuros’ de investigación nos permitirá comprender el pasado y aprender de los errores. Este es el gran reto de la memoria histórica de la ciencia que la sociedad española todavía tiene en buena parte pendiente al inicio del siglo XXI.
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Algunos enlaces de Internet:
http://www.archivosdeciencia.es/ Archivos de Ciencia pretende contribuir a la conservación del patrimonio documental de la ciencia y la tecnología contemporáneas en España. Es un proyecto del Centro de Estudios de Historia de las Ciencias (CEHIC). Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).
http://www.cat.sac Servei d’Arxius de Ciència. Contribuye a la conservación y difusión del patrimonio documental de la ciencia y la tecnología contemporáneas en Cataluña. CEHIC-UAB.
http://www.archivovirtual.org Archivo Virtual de la Edad de Plata (1868-1936). Residencia de Estudiantes. Madrid.
http://www.metgesalexili.cat Sobre el exilio médico en Cataluña. Exposición virtual del Museo de Historia de la Medicina de Cataluña (MHMC)
http://www.upc.edu/cutc/memorial/inici.htm. Memorial Democrático en la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC) Cátedra Unesco «Tecnología y Cultura».
Agustí Nieto-Galan es profesor titular de Historia de la Ciencia en el Departamento de Filosofía de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). Ingeniero químico, Licenciado y Doctor en Historia, ha sido investigador posdoctoral en la Modern History Faculty de la Universidad de Oxford, y en el Centre de recherche en histoire des sciences et des techniques (CNRS) de la Cité des sciences et de l’industrie.