En los últimos años se ha venido revitalizando la dinámica de recuperación de la memoria histórica que se iniciara en los años setenta y quedara bruscamente frenada en las dos décadas siguientes. La punta de lanza de esta reparación la han constituido la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y el Foro por […]
En los últimos años se ha venido revitalizando la dinámica de recuperación de la memoria histórica que se iniciara en los años setenta y quedara bruscamente frenada en las dos décadas siguientes. La punta de lanza de esta reparación la han constituido la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y el Foro por la Memoria. Estas dos organizaciones han tenido como labor más conocida entre la ciudadanía la localización y recuperación de cadáveres de republicanos ejecutados por los franquistas y enterrados en fosas comunes sin identificación, al objeto de darles una sepultura digna. Aunque esta labor pareció tener al principio un alcance limitado, su repercusión ha ido más allá de lo que quizá pretendieran sus promotores debido a la trascendencia simbólica que entraña el hecho de levantar un solo cadáver. ¡Qué carga de profundidad no llevará por tanto el alzamiento de los miles y miles que aún reposan pacientemente bajo la tierra de España! La exhumación de estos cuerpos amontonados en fosas comunes y anónimas ha desenterrado consigo cuanto se ocultó con ellos: la historia amordazada del pueblo campesino y proletario español, asesinada e inhumada por el discurso franquista.
Además de estas organizaciones ha habido otras instancias que han impulsado diversas iniciativas en direcciones similares. Por ejemplo, el sindicato CGT ha estimulado la investigación histórica sobre la represión franquista apadrinando la publicación de un estudio sobre el «Canal de los Presos» y ha estado detrás de las peticiones reiteradas de anulación de juicios a conocidos antifranquistas libertarios, siendo el caso más célebre el de Granado y Delgado [1].
Desde otros ámbitos, algunos francotiradores solitarios se afanan en evitar que caigan en el olvido episodios de esa España vencida. Citaremos aquí, por limitarnos al celuloide, las encomiables cintas de Javier Corcuera sobre el maquis (La guerrilla de la memoria) y de Alberto Porlan sobre el salvamento del patrimonio artístico español por parte del Gobierno de la II República durante la Guerra Civil, esfuerzo exitoso este último que la propaganda franquista atribuyó a la «fina sagacidad del caudillo» (Las cajas españolas).
Es inevitable citar, por obvia, la labor de uno de los colectivos que más ha trabajado por poner las cosas en su sitio, por recuperar un trozo de aquella verdad inhumada: los historiadores. Durante décadas, un nutrido grupo de ellos, españoles y extranjeros, ha venido rescatando de las oscuras fauces del olvido y la mistificación acontecimientos, personas, instituciones, colectivos, procesos sociales, económicos y políticos cuya existencia el «corpus historiógrafico» franquista se empeñó en negar o deformar. Profesionales de la talla de Pierre Vilar, Edward Malefakis, Eduardo Pons Prades, Josep Fontana, Paul Preston, Enrique Moradiellos, Tuñón de Lara, Javier Tusell, Juan Pablo Fusi, Santos Juliá, Gabriel Jackson, Ronald Fraser, Secundino Serrano y muchos otros más, piedra a piedra, ladrillo a ladrillo han venido levantando, sin más cuidado que el respeto a la verdad, un colosal monumento a la memoria, derribando a la par, la gran sentina de la mitología fascista que aún hoy, algunos se empeñan en airear con el apoyo de los poderes fácticos herederos del franquismo, conscientes de la importancia vital que ha adquirido este movimiento que glosamos aquí y que consideran imprescindible fulminar.
Pues bien, «rescatar al muerto de la cuneta» está empezando a suponer, a nivel del imaginario colectivo de una parte de la sociedad española, recobrar la silenciada lucha del pueblo humillado y ofendido, del pueblo obrero y campesino de la primera mitad del siglo XX español, y junto a él, a la mayor parte de los creadores intelectuales, de la fosa común de la desmemoria, de la fosa sin nombre y sin señal, sin contenido, del hoyo sin referencia y vil, del exilio histórico en suma. Darle digna sepultura en el lugar que le corresponde, el cementerio, significa a su vez hacer un sitio en el recuerdo de sus deudos, de las clases populares en definitiva, y recuperar la posibilidad de saber quiénes fueron, por qué lucharon, por qué fueron asesinados; enterrarlos en el cementerio, señalar sus tumbas, nombrar las lápidas para que puedan ser visitados supone en cierto modo revivirlos, como viven todos los muertos, entre nosotros, supone que su vida acabada vuelve a ser fecunda años después de haber finalizado y sirve de semilla creadora y estimulante y, por qué no, de luz que para evitar los errores que cometieron. En definitiva, este dar nombre y apellidos a los caídos del pueblo acoge la potencialidad subversiva de la incorporación definitiva a la memoria colectiva de cuanto representaron, de cuanto defendieron con esos mismos cuerpos que hoy reaparecen, y que en su momento se irguieron dignamente como obstáculos, en muchas ocasiones indefensos, frente al fascismo.
«Rescatar al muerto de la cuneta» y comprobar el orificio de la bala asesina en su cráneo supone invocar de nuevo el inmanente carácter opresor del régimen franquista, carácter que alcanzó rasgos genocidas desde el mismo comienzo de la guerra. Atributo criminal que continúa, ya sin la excusa de un conflicto armado, durante todo el primer decenio de la posguerra y se prolonga, más ténuamente, pero siempre eficaz, hasta la fecha misma del óbito del tirano (e incluso hasta fechas posteriores, pues muerto el perro no se acabó la rabia, como cantaba Víctor Manuel en los años setenta). Descubrir, por tanto, el orifico de bala en el cráneo del cadáver implica reconocer el carácter terrorista (en su más profundo y estricto sentido de la palabra [2]) de la venganza de Franco en aplicación de una política plenamente consciente y calculada; comporta certificar la condición asesina del general y de su aparato represor y establecer la perversidad de las leyes e instituciones que lo sustentaron (sin olvidar a la clase sacerdotal que, salvo en el caso vasco, y alguna honrosa excepción, bendijo la agresión armada del ejército elevándola a la condición de cruzada y colaboró posteriormente en aplicar la ejemplar penitencia al enemigo derrotado, que incluía, además del asesinato, el secuestro de sus hijos y el trabajo forzado).
El levantamiento del cadáver y su identificación, la recuperación de su nombre y apellidos para la comunidad en que vivió, su vuelta al mundo de lo simbólico, al imaginario familiar y social, el desarrollo, en fin, de este proceso de recuperación de la memoria vencida, apareja consigo el reencuentro de esta misma sociedad, así mismo, con la de los luchadores antifranquistas. Porque dar nombre y apellidos a la lucha contra la tiranía supone resituarla aquí y ahora; implica memorar que, ni por un solo día de aquellos cuarenta años, cesó de acosar al régimen franquista, que éste no pudo verse libre de la oposición organizada que, más o menos potente, dependiendo de los lugares y de las épocas, combatió ese gobierno impuesto por la fuerza al pueblo trabajador. Bien fueran los maquis en las montañas, los guerrilleros urbanos, la oposición pacífica, el movimiento obrero, los jóvenes sacerdotes de finales de los sesenta y de los setenta, los estudiantes de las clases medias, los nacionalistas vascos y catalanes; tanto en Madrid como en Asturias, en Cataluña, en Euskal Herria, en Andalucía y, al cabo, en todo el Estado Español.
El levantamiento del cadáver, su posterior identificación y la averiguación o constatación de las causas y circunstancias que rodearon su muerte acelera, de paso, la antigua, lenta e inacabada erosión del discurso histórico franquista. Recordémoslo en sus afirmaciones más gruesas (si es que gasta de otro tipo): recrea en primer lugar un supuesto escenario de estabilidad política y prosperidad económica en la etapa prerrepublicana; posteriormente pergeña una república que pronto degenera en desorden y caos por la incapacidad de los «politicastros»; identifica la gresca política (enmascarando la lucha de clases) como un cáncer para la patria (identificando los intereses de ésta con los de las clases dominantes). El desorden desemboca en el caos revolucionario, producto de la agitación de los agentes comunistas y ateos. En este confusión se refocilan los separatistas catalanes y vascos, que encuentran el momento propicio para disolver el objeto de sus odios: España. Así, se subraya el carácter salvador del golpe de estado y su dolorosa consecuencia, la guerra. Bajo la inspiración de un verdadero culto a la muerte (justificación mística del baño de sangre en que se ha sumido al país) se eleva la del «rojo», pero sobre todo la del «nacional» (es decir la de los hijos buenos de la patria) a la categoría de sacrificio y martirio en el altar de la definitiva salvación y purificación de España, ente espiritual que trasciende a los seres humanos y por tanto digna merecedora de la sangre vertida por ella por su supremo sacerdote: Franco. Para éste y sus seguidores, tanto el comunismo ateo como el separatismo disolvente estaban dirigidos por los agentes de la Antiespaña, a los que los representantes de la verdadera y genuina no hicieron más que derrotar. La larga etapa de «democracia orgánica» que siguió al conflicto sería, por tanto, un trámite severo pero necesario que evitó el mayor de los males: la desaparición de España y el triunfo del sovietismo ateo. Se forja así una retórica de nación poderosa, generosa con el vencido, grande en el concierto de las naciones, que aspira a recuperar la gloria del perdido imperio de los primeros Austrias. Los opositores, comunistas (aliados del judaísmo y la masonería internacional, según la vacua palabrería fascista) y separatistas, envidiosos de los éxitos de Franco, procuraban hundir de nuevo en el caos a España, conjurados primero en prácticas bandoleras y después en incesante contubernio judeomasónico [3]. Este discurso conlleva, aparte de una feroz desfiguración, una dosis completa de mutismo, referente a cuanta labor positiva pudieran haber llevado a cabo las fuerzas de izquierdas y populares desde su mismo nacimiento y durante el periodo republicano, la guerra y la posguerra.
El ominoso silencio
El tradicional silencio oficial sobre el pasado (oficial por cuanto es producto de un pacto, cuando menos tácito -no sabemos si expreso-, entre las fuerzas políticas que gobiernan desde 1977 [4] y porque su aplicación se sustancia en el ámbito institucional) es heredero directo de aquel silencio franquista que escoltaba su discurso, anteriormente resumido, aunque, como generosa concesión de la parte dominante del pacto, extiende su efecto. Seguirán acallándose los aspectos positivos de los grupos de izquierda, del movimiento popular. La novedad consistió en reprimir los ataques groseros de la época fascista. A su vez, producto del chantaje que los reformistas sometieron a la oposición, se exigió la continuación de la prudencia, cuando no del sigilo, en el acercamiento a las barbaridades cometidas por los franquistas, olvidando (y absolviendo) obviamente los nombres y apellidos de los perpetradores de los crímenes de lesa humanidad. En este sentido es curioso observar cómo ha sido más fácil identificar a las víctimas que a los verdugos, a los muertos antes que a los vivos. Expresión legal y directa de esta desmemoria es la ley de amnistía aprobada por las Cortes el 14 de octubre de 1977, verdadera «ley de punto final española», por llamarla de alguna manera, objeto a su vez de amnesia por parte de casi todos los grupos políticos y mediáticos, y que dispensaba de toda responsabilidad penal a autoridades, funcionarios civiles, militares o policiales por cuanto delito referido a la violación de los derechos humanos durante el periodo franquista se hubiese cometido. Merced a ella, y a otros factores, todo el aparato represor de la tiranía (policía, guardia civil, ejército, judicatura, fiscalía, sistema penitenciario…) pudo quedar no sólo intacto, tal y como interesaba a la vieja oligarquía, sino perdonado de todos sus crímenes individuales y colectivos, y acrecido en sus actitudes criminales y represoras. Tal y como afirma el historiador Manel Risques «la ley de amnistía (…) asentaba la nueva democracia en la protección a los torturadores (en toda su jerarquía: desde los ministros hasta el último policía ‘social’) y en la aceptación cultural del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y de la dictadura. El franquismo también legitimaba la nueva democracia, lo que pervertía la comprensión del pasado más reciente, ya que se debía esconder su contenido dictatorial y su extremada violencia. Era el régimen ‘anterior’ a la monarquía, en una sucesión cronológica casi natural y continuista». Risques afirma también que «esta interpretación pervive e identifica culturalmente a la derecha española» [5].
El cicatero reconocimiento oficial
Todo este movimiento de recuperación de la memoria popular no ha podido por menos de tener cierto impacto en esa «España oficial» que nos gobierna y controla, en esa «España institucional» reflejo del marco jurídico que nos rige y trata de educar. Incluimos en ella no sólo a todo tipo de instituciones del Estado, sino también a los medios de control social (entre éstos estarían los medios de difusión de noticias públicos y a los más importantes de los privados). Algunos de los aspectos que conciernen a la recuperación de la memoria popular han sido refrendados, recordados y asumidos en los últimos años en cierta manera por estas instituciones, si bien tímidamente, de puntillas y con matices. Así, a nivel local, placas y homenajes, como el de Rivas Vaciamadrid del año 2004; a nivel autonómico, sobre todo en los territorios vencidos o «traidores» (según la terminología franquista), indemnizaciones a presos políticos (ciertamente cicateras en algunos casos), ayudas a la exhumación de los cadáveres de los asesinados por Franco o emisión de meritorias series históricas en la televisión pública, como la producida por TV3 sobre el franquismo titulada «Els nens perduts del franquisme» (ignorada por la televisión estatal y por la inmensa mayoría de las televisiones autonómicas [6]) en Cataluña; retirada del título de hijo adoptivo al General Franco en Navarra [7]. Y a nivel estatal pensiones para los «niños de la guerra», contradictorio «homenaje» a los combatientes republicanos que lucharon en la Segunda Guerra Mundial en el desfile de las fuerzas armadas de 2004, retirada de una escultura del General Franco (de las muchas que aún quedan por ahí) o el gesto, del que se habló mucho en su momento de la pretendida condena del golpe de Estado del 18 de julio por parte del Congreso de los Diputados en noviembre de 2002. Dicha «condena», aclaremos el asunto, no fue sino una declaración institucional emitida por la Comisión de Constitución del Congreso en la que no se mencionó en ninguna parte la rebelión militar de 1936 y que afirmaba, tal y como recordaba Santos Juliá el 19 de septiembre de 2004 en El País que «nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios«. Sólo los vendedores de humo pueden afirmar que aquí se agazapa una condena expresa de la rebelión franquista de 1936.
Las pocas iniciativas de reconocimiento por parte del Estado han sido por tanto casi siempre presididas por la indeterminación y la desorientación (cuando no por la hipocresía) como cuando el Congreso, en aplicación estricta de la aplaudida y unánime ley de reconocimiento a «las víctimas del terrorismo», concedió una medalla honorífica al conocido torturador y colaborador del nazismo Melitón Manzanas, o como cuando sin empacho alguno el Ministerio de Defensa saca a desfilar a una representación oficial de la prohitleriana División Azul en el mismo acto en que presuntamente se daba reconocimiento a los combatientes republicanos contra el régimen nacionalsocialista.
Recientemente se ha creado una comisión por parte del gobierno de Zapatero que tendrá como tarea elaborar un informe sobre los derechos reconocidos a las personas que «por su compromiso con la democracia, fueron objeto de actuaciones represivas desde el inicio de la guerra civil hasta la plena restauración de la democracia» [8]. El gobierno no ignora, aunque nos quiera hacer creer lo contrario, que la legislación vigente sigue protegiendo a sus verdugos. No ignora el gobierno tampoco que la legislación vigente sigue considerando que todas esas personas a las que se quiere compensar cometieron delito de «adhesión a la rebelión». Sabe el gobierno que si se las ha de compensar es porque no se les puede aplicar justicia con los actuales códigos. Sus verdugos siguen estando amparados por la ley de amnistía de 14 de octubre de 1977, sus delitos siguen siendo tales por la no anulación del bando de guerra de 28 de julio de 1936 y de las leyes que emanaron de él.
Resumiendo, el reconocimiento oficial ha ido de más a menos intensidad y sinceridad conforme se ascendía jerárquicamente, de tal modo que cerca de la Jefatura del Estado, la sensibilidad sobre este tipo de cuestiones ha sido prácticamente nula. Claro que es lo se ha de esperar del heredero nombrado por Franco en 1969.
Las sentencias: el hilo conductor
Pero volvamos a ese bando de guerra de 28 de julio de 1936 promulgado por la Junta Militar de Burgos, norma e institución que jugaron un papel fundador del Estado Español actual. Y para ello precisamos adentrarnos en el ámbito donde se solventan las querellas legales. Refiramos las diferentes iniciativas por anular las sentencias condenatorias de los tribunales franquistas contra los luchadores antifascistas. Todas ellas han fracasado bajo el argumento reiterado de que aquéllas se dictaron conforme a la legislación vigente en el momento de su dictado. En verdad, que en todas los pronunciamientos del Tribunal Supremo contrarios a revisar las sentencias franquistas encontramos el verdadero hilo conductor que une el régimen actual al anterior y por tanto la verdadera y oculta fundamentación legal de esta monarquía parlamentaria: el aparato normativo franquista. El exfiscal anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo lo explicaba perfectamente el 21 de abril de 2005 en El Periódico de Catalunya en un artículo titulado «Anular los consejos de guerra». Villarejo recordaba el caso del Consejo de Guerra permanente nº 2 de Valencia que condenó el 19 de febrero de 1941 a muerte a dos personas por delito de adhesión a la rebelión. La pena se ejecutó el 5 de abril de ese año. Los familiares, muerto ya Franco, acudieron a la jurisdicción ordinaria para anular estas sentencias. El Tribunal Supremo falló en mayo de 2001 en contra de la revisión alegando que la Constitución de 1978 no permite corregir las sentencias dictadas por los órganos jurisdiccionales emanados de la normativa franquista. Ésta se sustanciaba, entre otras disposiciones, en el bando declaratorio de estado de guerra de 28 de julio de 1936 de la Junta Militar de Burgos y posteriores relacionadas. Fue este bando uno de los fundamentos jurídicos no sólo de esas dos penas de muerte, sino de otras miles dictadas en los años posteriores. El Tribunal Supremo, y aquí está el quid de la cuestión, entiende que fueron dictadas conforme a la normativa vigente en su momento, normativa que la Constitución actual no ha derogado expresamente, y mucho menos declarada nula, salvo, como es de rigor en derecho, en lo que se opusiera a lo establecida en ella. Cualquier lector podrá comprobarlo si se molesta en consultar la Disposición Derogatoria de la Carta Magna. Por ello, porque la Constitución así lo quiso, porque así lo quiso nuestra clase política, porque así fue ofrecido en referendum al pueblo español en una especie de trágala, este bando de guerra y la legislación que de él emanó sigue teniendo pleno valor jurídico, y los autores de tantas muertes y tormentos, plena protección legal.
Pues siendo precisamente éste el oculto perímetro que encierra el edificio legal e institucional actual, sentenciado que la estructura estatal actual es heredera de aquella Junta Militar de Burgos, presidida por el general Cabanellas y luego por Franco, será precisamente aquí, en el estamento oficial, donde nos toparemos, donde se toparán los protagonistas de este movimiento de recuperación de la memoria popular con unos límites infranqueables que pueden, en cierto modo, entorpecer su dinámica y su misma lógica.
Si la ley franquista, si el bando de guerra del 28 de julio de 1936 y toda la legitimación legal franquista sigue en pie, malamente podrán los estamentos oficiales apoyar lo que ataque o erosione este entramado, y, por supuesto todo lo que lo desvele. Y la lógica de la recuperación de la memoria popular apunta en esa dirección. Si el régimen actual es heredero de ese bando de guerra, que salvó a España de la revolución (y del caos republicano) difícilmente podrá reivindicar la memoria popular sus referencias republicanas (no digamos ya revolucionarias) de manera integral [9].
La memoria revolucionaria
No se me negará que resulta ciertamente «inconveniente» (pero a mi juicio inevitable) invocar el compromiso revolucionario de gran parte de esos muertos rescatados de la cuneta, de gran parte de la lucha popular republicana, si se mantiene la tesis franquista que presenta a la emancipación popular como la hidra de las siete cabezas. Sin embargo éste sigue siendo el concepto, a grandes rasgos, que de ella tiene la institucionalidad. Y esta valoración negativa de la revolución se alza como el gran obstáculo para reencontrarse con la memoria popular sepultada por Franco. Toda la institucionalidad participa de esta idea. Y con ella toda aquella porción sociopolítica que gira en torno a la supuesta progresía de este país, heredera en gran parte de grupos que en su momento defendieron la república revolucionaria. Éste, en realidad, ha sido el gran tabú: la revolución española. Todo ese centro que bascula en una agónica ambigüedad «liberal progresista», representada fundamentalmente por el PSOE, la UGT y la mayoría gobernante de CC.OO, así como algunos pequeños partidos burgueses herederos de la etapa republicana, no pueden asumir institucionalmente, no pueden aventar que en España se experimentara un proceso revolucionario anticapitalista (bien que fracasado y desigual). ¿Cómo se puede reivindicar a Durruti, a Ascaso, a Andrés Nin, el Consejo de Aragón, a los comités revolucionarios, a los milicianos, a las milicianas sobre todo, las colectivizaciones de tierra, de la industria, del comercio, a los generales campesinos, la ayuda soviética, los gritos de «viva Rusia», los comisarios políticos, las Brigadas Internacionales, etc., etc., etc., si todo ello fue fruto de la revolución, si todos ello era consecuencia de la república revolucionaria en guerra, si todos ellos pretendían a corto o largo plazo la destrucción del sistema económico y social dominante, que es el mismo que, en esencia, impera hoy y que la inmensa mayoría de partidos y sindicatos defienden hoy? [10] Saben que el recuerdo de la revolución juega en su contra, en contra de los hogaño autodenominados socialistas, por ejemplo, pues se ha establecido oficialmente (y ellos lo han asumido así) que los procesos revolucionarios del siglo XX sólo podían haber acabado en tiranías mucho peores que los sistemas que pretendían reformar. Era indefectible. Lo es para este discurso social liberal. Desde esta perspectiva volver a plantear el pasado revolucionario sería dar argumentos, en cierta medida, a los que siguen justificando política y moralmente hoy día el golpe de Franco. Por eso no pueden reivindicar el movimiento revolucionario de la UGT de los años treinta ni de la inmensa mayoría de los militantes del PSOE republicano, ni de las organizaciones unificadas de las juventudes socialistas y comunistas, y de los socialistas y comunistas catalanes, viveros de infatigables luchadores antifascistas durante el largo invierno español. Ni siquiera se atreven a reconocerse en la revolución de 1934. No pueden asumir esa parte de su pasado. No son capaces porque no se identifican con él, porque son partes sustanciales de la España oficial, cómplices atentos del compromiso capitalista que sellaron con los reformistas del franquismo. Ha sido inevitable, por otra parte, que esta hipocresía histórica del PSOE, la UGT y de su entorno haya sido aprovechada en el contraataque por los voceros del neofranquismo. Ellos saben que la «progresía liberal» española está atrapada por esta contradicción y la explotan hábilmente. Saben que quien no asuma el carácter popular, democrático, socialista y benefactor de la revolución no podrá contraatacar coherentemente a estos reaccionarios.
Reivindicar el carácter eminentemente popular y revolucionario de la defensa de la República agredida supone a su vez enlazar la revolución española con las otras revoluciones europeas, con el proceso revolucionario internacional al que el movimiento popular español pertenece y cuyo pistoletazo de salida lo podemos situar en la Rusia de 1905. Reivindicar el carácter revolucionario del obrero y del campesino español, sin olvidar a gran parte de la intelectualidad, supone también engarzar con la tradición insurrecta española tanto obrera como, sobre todo, campesina. Esta última con unos antecedentes que se remontan al mismo nacimiento del sistema capitalista español en el segundo tercio del siglo XIX. Supone reintegrar a la memoria popular el gigantesco latrocinio que contra las masas agrícolas la aristocracia y su aliada, la burguesía, efectuaron aprovechándose de la abolición de la propiedad señorial y comunal de la tierra; significa recordar la creación de la Guardia Civil para contener las protestas y las revueltas de los pequeños arrendatarios y jornaleros que reivindicaban esas tierras robadas, traer a la memoria las grandes hambrunas andaluzas del XIX; implica recordar el bombardeo de Barcelona por parte de Espartero para sofocar a sus obreros levantiscos; rememorar cómo los burgueses empujaron a los obreros y campesinos a Cuba a morir y a matar en Marruecos a otros trabajadores; entraña la Semana Trágica, el fusilamiento de Ferrer, los levantamientos proletarios y campesinos de los años diez y veinte, la ley de fugas, los asesinatos que instigó y financió Martínez Anido en Cataluña… Reivindicar la tradición revolucionaria española supondría recordar por tanto la tradición genocida del capitalismo español, de la Guardia Civil, de la monarquía borbónica y del Ejército, y evocar en definitiva las bendiciones que multiplicaban los obispos sobre las armas que sacrificaban al pueblo trabajador. Algo bastante inasumible por el pacto de silencio sellado en su momento y respetado por todo gobierno, fuera éste de la UCD, del PP o del PSOE. Reivindicar la tradición luchadora de las clases populares españolas y valorar la República y su defensa como el cénit de esta lucha significa, como si de una imagen especular se tratara, reconocer asímismo al régimen de Franco como el culmen de la tradición sanguinaria del capitalismo español, salvado in extremis por el Generalísimo.
Por tanto, concluimos que el famoso pacto tácito sellado en el proceso de reforma de los años setenta tenía un alcance más lejano que acallar las justas ansias de reivindicación histórica y legal contra los asesinos y torturadores franquistas. Su objetivo era también despojar al pueblo de su referente inmediato de lucha histórica, despojarle de sus héroes, de sus mitos, de sus hazañas, de sus logros, de sus éxitos, de su propia ética, de su propia estima; despojarle de su memoria y de su conciencia, en suma, destruyendo así a la clase trabajadora como clase social, como sujeto activo de la historia. Fue un pacto de defensa capitalista.
El régimen contaminado
Si se establece este carácter terrorista y genocida del franquismo, como el régimen salvador y continuador del capitalismo en España, todo lo que emane de él estará en cierto modo contaminado por el asesinato masivo del pueblo trabajador. Ya establecimos unos párrafos más arriba la triste intimidad institucional y legal que enlaza el régimen de Franco con el actual. No en vano una de las vertientes de este famoso pacto de silencio ha consistido en ocultar sistemáticamente esta vinculación. Precisamente para evitar manchar la monarquía parlamentaria. Sin embargo, este proceso de recuperación de la memoria popular podría no respetar este umbral. Podría darse el caso, por ejemplo, de que a esta dinámica le diera por insistir en significar ciertos ilustres nombres de celebrados próceres (algunos ya desaparecidos) relacionados con esa gran efusión de sangre, como Manuel Fraga Iribarne, Rodolfo Martín Villa, José María de Areilza, Juan Antonio Samaranch, Torcuato Fenández Miranda, Sáinz de Santamaría, Gabriel Pita de Veiga, Fernando Suárez, Carlos Arias Navarro, Pío Cabanillas, etc. etc. etc. Así como los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado (mandos policiales, de la guardia civil, del ejército, jueces del TOP) que siguieron ejerciendo sus cargos tan campantes [11]; pero también presuntos líderes del rebaño intelectual como los hermanos Ansón, Campany, los Luca de Tena o algunos otros que les entró la prisa por vestirse de «liberales»; banqueros como José María López de Letona, la discreta saga de los March, etc, etc. etc. Todos ellos salerosos componentes de una clase oligárquica bien definida y conocida por los españoles y a cuyo acomodo «democrático» el recipiente belicoso del PP se precipitó a procurar. No es baladí evocar ahora, aunque no sea de buen gusto, a los entonces conocidos como «siete magníficos», es decir a los fundadores del Partido Popular [12], así como a algunos de sus primeros candidatos, entre los que destacaron los más despistados fascistas, como Carlos Arias Navarro, último presidente del gobierno de su llorado caudillo y flamante aspirante a senador «popular» en 1977. Los más avispados se amontonarían, en cambio, en torno a la UCD. Todos, (o casi todos) finalmente, acabarían en las filas del partido de Fraga.
Esa clase oligárquica adorna su cúspide, al menos desde el punto institucional, simbólico y televisivo, con el actual Jefe del Estado, puesto al que accedió Juan Carlos Borbón mediante una libre designación del anterior titular de la plaza. Por tanto, atacar o relacionar el entramado legal e institucional con el régimen genocida supone un riesgo de deslegitimación directa no sólo del rey sino también de los grupos políticos, económicos, religiosos y sociales herederos del franquismo, y de paso una hondanada a todo el proceso reformador conocido de manera interesada como «transición». Desnudar a la monarquía parlamentaria de su inocente legitimación constitucional, aunque sea indirectamente, supone un disparo al centro simbólico del engranaje institucional: el jefe nominal del ejército (para el ejército franquista del periodo reformista fue el nuevo Jefe, verdadero sucesor de Franco), símbolo de la unidad del Estado, garante del nuevo régimen y oferente patrio al apóstol Santiago [13].
Resulta evidente de nuevo por qué el núcleo duro del aparato político no puede comprometerse sinceramente, salvo en ciertos gestos generosos y poco relevantes, con la recuperación de esta memoria popular. Si se insiste en vincular ambos regímenes, ambos jefes de estado, la vieja oligarquía franquista queda al descubierto, así como la herencia asesina de las instituciones, quedando el monarca en cierto modo desamparado y con él la fachada simbólica del sistema político actual. Siendo fruto éste de los manejos de la clase franquista con más visión de futuro, contó con el acuerdo de los principales grupos políticos para tranquilizar al sistema capitalista tanto en el interior como a nivel internacional. PSOE, Unió Democrática, Esquerra Republicana y PCE, así como UGT, y CC.OO., asumieron en su momento, unos por unas razones y otros por otras, ese compromiso capitalista. A algunas de estas organizaciones les pudo el miedo que ejercía el chantaje continuo de las Fuerzas Armadas, que no estaban dispuestas a obedecer más que al rey (desde luego no a la clase política), a otras sus más íntimas convicciones y esperanzas.
Si el capitalismo no puede asumir la recuperación oficial de la memoria popular revolucionaria, las partes contratantes de su perpetuación en la España actual tampoco y, con ello, la lucha eficaz contra el discurso histórico franquista. Sería de mal gusto que una de esas partes contratantes permitiera un ataque tan duro que pudiera socavar seriamente a la otra, pues correría el riesgo de quebrar ese contrato de hierro [14], algo que no interesa.
Cabe afirmar por tanto, y a la contra, que la profundización en el esfuerzo por la recuperación de la memoria popular aparece íntimamente ligada a la lucha contra el capitalismo, a la consiguiente recuperación de la memoria revolucionaria y al combate contra la monarquía parlamentaria y por lo tanto a favor de la República, de la democracia y del socialismo.
Notas:
[1] Se conoce como «Canal de los Presos» al canal del Bajo Guadalquivir, cuya construcción fue fruto de los trabajos forzados de 2.514 presos políticos entre los años 1.940 y 1.962. La investigación ha estado coordinada por Cecilio Gordillo y en ella han colaborado autores de la talla de Nicolás Sánchez-Albornoz o Reyes Mate. Publicado por la editorial Crítica, el libro recuerda cómo la extensa y profunda represión contra los trabajadores andaluces tuvo como único freno la reproducción del sistema productivo, en peligro por la intensidad de la orgía de sangre; cómo a los presos se les obligó a sufragar los propios gastos del aparato represivo mediante los trabajos forzados y cómo la construcción de este canal supuso unos ingentes beneficios económicos, no sólo para el Estado, sino para las empresas constructoras y la élite agraria que vio por fin, merced al inesperado trabajo semi-esclavo, es decir, sin apenas esfuerzo inversor, culminar la modernización de sus latifundios y acelerar la acumulación de capital. En cuanto a Joaquín Delgado y Francisco Granado fueron dos resistentes libertarios detenidos, condenados a muerte y agarrotados bajo la falsa acusación de colocar artefactos explosivos en los edificios del Ministerio de la Gobernación y de los Sindicatos Verticales en el verano de 1963.
[2] «Terrorismo (de terror) s.m. 1. Régimen de violencia. 2. Dominio por el terror». En Departamento de Lexicografía de la editorial Anaya: Diccionario Anaya de la Lengua. Ed Anaya, Madrid, 1979.
[3] El régimen de Franco redujo a los guerrilleros antifascistas a la condición de bandoleros, negando su carácter de oposición política, recurso propagandístico que hoy día se sigue ejercitando contra ETA. En este sentido no me resisto a citar a Cándido Gallego Pérez, teniente de la Guardia Civil que, en 1957 escribía en su libro Lucha contra el crimen y el desorden (memorias de un teniente de la Guardia Civil), publicado por la editorial Rollán de Madrid, lo siguiente: «Todas las guerras civiles dejan a su terminación (…) una estela de hambre y desolación (…) y algo que no puede escapar al ambiente trágico, al balance de estas terribles contiendas: el bandolerismo. (…). En las filas republicanas, junto a hombres de generosos sentimientos y humanidad, de soldados valerosos (…) se mezclaban licenciados de presidio, criminales a sueldo, presidiarios de delitos comunes puestos en libertad por el Gobierno rojo para aumentar sus filas, hombres sin entrañas, muchos de los cuales cayeron en las batallas libradas. Pero… los de las tristemente famosas «Checas», los de las Brigadas asesinas, salteadores nocturnos de los hogares; los incendiarios y profanadores de templos, los criminales de los Tribunales populares, los asesinos de los piquetes de ejecución…, ésos lograron escapar con vida y, ante el avance arrollador de las columnas nacionales, los que no pudieron salvar la frontera o alcanzar un avión o un barco protector, buscaron amparo a sus delitos horrendos en las intrincadas serranías de la orografía hispánica, continuando sus latrocinios delictuosos y retrasando el momento de enfrentarse a los Tribunales de Justicia. Y es entonces para la Guardia Civil (…) cuando empieza la verdadera misión de la Benemérita: la represión del bandolerismo. (…) Lucha brutal y salvaje, silenciosa y sublime contra el bandolerismo, acrecentado de manera imponente en casi todas las regiones, por los huídos que, temerosos del castigo inexorable de sus crímenes, formaron «partidas» numerosas, bien armadas, con las armas que les proporcionó la contienda guerrera«. P. 243. Esta cita resume a la perfección la idea que el régimen quiso dar de la guerrilla.
[4] Uno de los pocos testimonios de un aspecto de ese «pacto tácito» aparece en el artículo firmado por Felipe González en El Periódico de Catalunya titulado «Cáscaras de plátano» aparecido el día 17 de abril de 2005. En él explica su abstención, durante sus trece años de gobierno, de retirar los innumerables símbolos de la dictadura, como producto de un compromiso moral adquirido tras una conversación mantenida con el general exfranquista, a la sazón vicepresidente del gobierno, Manuel Gutiérrez Mellado. Éste expresó al que creía certeramente iba a ocupar en plazo breve el Palacio de la Moncloa que «sería prudente esperar un cierto tiempo (‘hasta que haya desaparecido la gente de mi generación’, que estaba involucrada directamente en aquellos terribles acontecimientos) para no remover los rescoldos que permanecían vivos bajo las cenizas«. La ambigüedad que caracteriza a González deja en cierta oscuridad a qué se refería el general con la expresión «remover los rescoldos». González quiere darnos a entender que significaba no retirar las estatuas de Franco, así como otros símbolos fascistas que poblaban España. El lector puede hacerse su propia idea al respecto.
[5] Risques, Manel: «Una amnistía para el franquismo», en El Periódico de Catalunya, Barcelona, 14 de octubre de 2002. Es curioso observar cómo las leyes de punto final americanas no han impedido a intrépidos miembros de la judicatura española procesar a militares y civiles de allende los mares, violadores de derechos humanos, en aplicación de las leyes internacionales.
[6] Fue tal el impacto de la emisión de este trabajo documental sobre la audiencia catalana que los responsables de TV3 decidieron reemitirlo accediendo a la demanda popular.
[7] Una semana después de este acuerdo del Parlamento Navarro, la Unión del Pueblo Navarro (el PP local) y Convergencia de Demócratas Navarros (una escisión de UPN) impedían que el pleno del Ayuntamiento de Pamplona retirara el mismo título concedido al generalísimo en 1947, por lo que a fecha de redacción de esta nota Franco sigue siendo «hijo adoptivo de Pamplona».
[8] Copio de Juliá, S.: «Toda la historia», en El País, 19 de septiembre de 2004.
[9] Dos pequeños ejemplos. Uno, la imposición por parte del presidente español de la presencia de la bandera monárquica en el acto de homenaje a los españoles republicanos presos en los campos de concentración nazi en el 60ª aniversario de la derrota alemana. Aunque es un paso importante que el Presidente del Gobierno participe en este acto, la bandera roja y amarilla vigila la frontera de su compromiso con el recuerdo. Otro, la reivindicación por parte de una plataforma ciudadana catalana de que la plaza de Sant Jaume de Barcelona recupere el antiguo nombre de Plaza de la República. Mucho nos tememos que va a ser que no. No nos imaginamos al Rey de España de visita oficial por esta «Plaza de la República».
[10] Coincidimos con las opiniones de algunos militantes comunistas, recogidas por Ronald Fraser, que inciden en que la célebre dicotomía entre guerra o revolución es, o fue, un falso dilema. Según estos militantes la guerra «fue una guerra revolucionaria nacional«. El verdadero debate que se originó en la España Republicana en guerra no residió pues en que un sector estuviera empeñado en hacer la guerra y otro en hacer la revolución. La cuestión era qué tipo de revolución se planteaba, cómo había que hacerla. «De no haber habido ninguna revolución, habría sido imposible sostener la guerra durante tres meses, y no digamos tres años«. «Era una revolución a fondo. El pueblo luchaba por (…) el derrocamiento del capitalismo. El pueblo no luchaba por una democracia burguesa…«. En Fraser, R.: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española. Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1997. Vol II, pp. 30-31.
[11] Es casi obligatorio recordar que el 4 de enero de 1977 se publicaba en el BOE tres Decretos-leyes por los que desaparecía el Tribunal de Orden Público, se creaba la Audiencia Nacional y se transferían a ésta las competencias de aquél.
[12] Los siete fundadores fueron: Manuel Fraga Iribarne, Laureano López Rodó, Federico Silva Muñoz, Licinio de la Fuente, Cruz Martínez Esteruelas, Enrique Thomas de Carranza y Gonzalo Fernández de la Mora, todos ellos con una intachable trayectoria franquista, tanto que seis de ellos fueron ministros en diferentes gobiernos de Franco. Thomas de Carranza fue diplomático.
[13] Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza, alerta de este «peligro» en un artículo que aboga por abandonar el cuestionamiento del discurso histórico oficial ya que «…llegaríamos a un muy peligroso final. Me limito a preguntar: al fin y al cabo, ¿cuál es el más Alto Símbolo que Franco nos legó? Por supuesto que el uso de las mayúsculas no es gratuito.» En Ramírez, Manuel: «Asumir el pasado», en El Periódico de Catalunya, Barcelona, 27 de abril de 2005, p. 5.
[14] Existen otros obstáculos, puntos sensibles que también ha convenido olvidar, cuyo recuerdo sería embarazoso para esa «España oficial», o a lo menos para parte de ella. Uno de ellos sería las estrechas vinculaciones del primer franquismo con el régimen de Hitler. ¿Éra éste otro de los «rescoldos» que convenía no remover hasta que no desapareciera la generación vencedora de la Guerra Civil? ¿Convenía olvidar, por ejemplo, los acuerdos entre Franco y Hitler de 1940 que llevarían a miles de españoles a los campos de exterminio? Otro de esos obstáculos reside en que resultará prácticamente imposible que la «España oficial» permita o simplemente estimule reivindicar aquellas personas, movimientos, dinámicas que utilizaron la lucha armada, la resistencia violenta contra la tiranía franquista, a no ser que se silencie o se aplique sordina a esos mismos actos violentos (algo que iría contra los propios principios de esta iniciativa recuperadora). Me refiero fundamentalmente a los protagonistas de la lucha guerrillera antifranquista, tanto rural como urbana. Tanto aquellos que la protagonizaron en las montañas, conforme iban cayendo los frentes bélicos hasta prácticamente los años sesenta, como aquellos otros que operaron en las ciudades. Y esta negativa tendrá dos motivos primordiales: primero, porque supondría legitimar por vía indirecta la lucha armada como una forma lícita de resistencia popular, algo impensable en la coyuntura actual de retórica antiterrorista tanto a nivel internacional como nacional. Así mismo porque es evidente que implicaría certificar la lucha armada de ETA contra Franco como lejana continuadora de aquella más arriba mencionada (en cuanto a ciertos objetivos y, de nuevo, en cuanto a los métodos). Segundo, por las dianas de los disparos: Guardia Civil, Ejército, Policía. Si se legitima el homicidio de un miembro de la Guardia Civil en 1945, ¿por qué no el llevado a cabo en 1960, o en 1975?, ¿o dos o tres años más tarde?. En todo caso, se ha de reconocer sin ambages que no se entiende la lucha antifranquista sin la lucha armada: la del maquis, la de los guerrilleros urbanos e incluso la de ETA.