El día de todos los santos murió un poeta sin ombligo. Había acumulado un montón de años, unos ochenta y seis, cuando preparaba su muerte, habiéndose despedido desde la Razón, nada menos que con treinta y siete adioses al mundo. Aunque sólo fuera por un poema, habría que recordar por siempre al filósofo de Zamora, […]
El día de todos los santos murió un poeta sin ombligo. Había acumulado un montón de años, unos ochenta y seis, cuando preparaba su muerte, habiéndose despedido desde la Razón, nada menos que con treinta y siete adioses al mundo. Aunque sólo fuera por un poema, habría que recordar por siempre al filósofo de Zamora, al que tuve la suerte de conocer en Amayuelas, donde nos soltó una conferencia con la camisa anudada a la altura del ombligo, en medio de generosos tragos que extraía a cada pausa, de una bota de vino colocada encima de su mesa de conferenciante genial e irreverente. Aunque solo fuera por ello, habría que recordarle por un poema que empieza: «Libre te quiero / como arroyo que brinca / de peña en peña / pero no mía»; su amigo Amancio Prada lo musicó magistralmente y resulta recomendable escucharlo de vez en cuando, por ejemplo ahora, en su honor y memoria.
Antes de su retahíla de adioses, reconoció y dejó dicho que sería duro «dejar de acariciar la yerba o sentir correr el agua entre los dedos de los pies o ver desgranarse las nubecillas con el morir del sol». Pero sin desprecio del gozo que produce la vida, se fue despidiendo poco a poco y burlonamente de «las miserias y pesadumbres del mundo en general y del Estado del Bienestar en particular». Lo hacía relajado por el descanso y consuelo que esperaba encontrar a su muerte, cuando dejara de ver a la gente cargada de tristeza y aburrimiento, sometida y condenada a comprar futuro, como él mismo decía. Sus adioses fueron como coces en mitad de los hocicos de nuestras conciencias. Y yo me imagino la escena con su voz teatral, repitiendo treinta y siete veces en off el estribillo de una canción monocorde y burlona: «adiós, ahí os quedáis, obedientes gilipollas, que os zurza el Regimen, que os aproveche su dinero, vuestro dios, esa mierda».
Quien fuera el filólogo de prestigio que escribió una teoría general del lenguaje, quien escribiera poesía y teatro, quien creara el himno de Madrid – por encargo y al precio de una peseta-, quien fuera tertuliano del Ateneo madrileño, era conocido sobre todo como filósofo marginal y anarquista. Dedicó su vida a denunciar la Realidad, algo que él consideraba una construcción abstracta en la que las cosas son reducidas a ideas por la fuerza del poder; de ese modo, pensaba que la gente es organizada como suma numérica de individuos, sometidos a una doble y contradictoria obligación, según la cual, cada cual es individuo y Masa al mismo tiempo. A los cabos sueltos de esa funesta organización, a lo que queda de imprevisible y creativo en la gente , no sometido a cálculo alguno, es a lo que García Calvo llamaba «Pueblo».
Decía que «si cada uno creyera que hace lo que quiere, sería imposible que hiciera lo que le mandan». Despreciaba el regimen de sometimiento ejercido por el poder sobre los individuos y sobre la Masa, tanto como la obediencia sumisa de éstos al poder. El individuo, construido a imagen y semejanza del Estado, es reaccionario en su esencia y él consideraba al individuo como el primer enemigo del Pueblo, afirmaba que a lo que queda de Pueblo -tras descontar individuos y Masa-, es a quien le toca luchar contra el Estado y contra su otra cara, el Capital. Pienso que aquí se equivocaba el maestro, como lingüista y como anarquista, porque identificaba Estado y Capital como rostros de la misma cosa, a la que él nombraba como «democracia», utilizando la misma palabra que usa el poder cuando se refiere a su forma de gobierno, a la Oligocracia. Debería haber tenido algo más de tiempo para darse cuenta y enmendar ese fallo garrafal, dado que no ignoraba el papel que juega el lenguaje, tanto en la opresión como en la rebelión. Porque recuperar la palabra Democracia es para el Pueblo un acto de rebelión, creo yo, además de una buena estrategia.
Por lo demás, celebro su pensamiento vivo, marginal y creativo. Y con él, me sumo al desprecio por el Estado de consumo y bienestar, por los Medios de manipulación de masas, por los Bancos y los Templos, por la deseducación en las escuelas, por la estúpida velocidad de los coches…y como él, despreciaré a quien me incluya en el «Hacienda somos todos», porque con él comparto, al menos, sus treinta y siete motivos de hartura.
De momento, don Agustín, en lo que se hunde el Regimen e intentamos construir la Democracia (en buena compañía, a ser posible), yo prefiero que sea el sol quien se muera todas las tardes, mientras veo cómo se desgranan las nubecillas. No obstante, entiendo perfectamente el cosquilleo de alegría que debió sentir usted en el momento de su muerte y ojalá que ésta fuera tan feliz como provechosa lo fue su vida.
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