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Estados Unidos

La mujer, en la crisis del éthos del cuidado

Fuentes: Sinpermiso

Nace un niño, otro tiene fiebre alta, un esposo se fractura una pierna, un padre sufre un ataque. Todos estos acontecimientos tienen consecuencias caóticas para el delicado equilibrio de las mujeres trabajadoras entre trabajo y familia.

Si bien leemos interminables historias e informes sobre los problemas a que se enfrentan las mujeres trabajadoras, carecemos de lenguaje adecuado para expresar lo que para la mayoría de personas es un problema privado y no una cuestión política. «Es la vida», nos decimos los unos a los otros, en lugar de renunciar a encontrar respuestas triviales para esos dilemas.

Eso es exactamente lo que solían decir las amas de casa cuando se sentían infelices e insatisfechas en los 50: «Es la vida». Con frecuencia, las revistas hacían referencia a depresiones inexplicables de las amas de casa, hasta que el éxito editorial de Betty Friedan de 1963 convirtió «ese problema sin nombre» en una frase familiar: «la mística femenina,» esto es, la creencia de que las mujeres deben encontrar su identidad y realización exclusivamente en la familia y en el hogar.

El gran logro de los movimientos feministas contemporáneos ha sido darle un nombre a esas experiencias privadas -violencia doméstica, acoso sexual, discriminación económica, violación en la pareja- y convertirlas en problemas públicos dignos de debate, cambiarlas mediante nuevas leyes y nuevas políticas, o mediante barreras sociales. Así fue que lo personal se hizo político.

Si bien tenemos las estanterías repletas de libros que hablan de los problemas del trabajo y de la familia, aún no hemos encontrado un nombre para las cargas que afectan a la mayoría de las familias trabajadoras norteamericanas.

Llamémosle una crisis del ethos del cuidado.

Ya hace cuatro décadas que las mujeres norteamericanas han entrado en el mercado del trabajo remunerado, aun si en condiciones impuestas por los hombres y no por ellas mismas. La consecuencia de esa «revolución postergada» -para expresarlo con el término acuñado por el sociólogo Arlie Hochschild- ha sido una profunda «crisis del cuidado.» Con un sistema de salud pública destruido que ha dejado a 47 millones de norteamericanos sin cobertura sanitaria, esta crisis es con frecuencia una cuestión de vida o muerte. Actualmente, la crisis del cuidado ha venido a reemplazar a aquella mística femenina de los problemas de las mujeres que «no tienen nombre.» Hay un elefante -gigantesco, pero ignorado- instalado en el hogar y en la política nacional. [Recuérdese que el elefante es el símbolo del Partido Republicano en EEUU; n.t.]

El cuidado infantil ya no está en la agenda nacional, si bien hace más de tres décadas, en 1971, el Congreso aprobó una legislación amplia sobre ese tema, que fue vetada por Nixon. Durante estos años la atmósfera política se ha hecho cada día más hostil a la idea de usar los fondos federales para subsidiar la vida de las familias trabajadoras.

¿Con qué resultado? Que la gente sufre la crisis sola y en privado, sin advertir que la crisis del cuidado es un problema de alcance nacional. Muchas mujeres jóvenes desesperan por encontrar una forma de conciliar trabajo y familia, pero creen que el dilema que les plantea el cuidado de los niños es personal y que son ellas las que deben encontrar una solución individual.

Muchas mujeres ni siquiera consiguen imaginar que su problema pueda ser objeto de debate político. Y varias mujeres jóvenes me han dicho que la ausencia de una opción genuina para el cuidado de los niños les ha hecho reconsiderar sus proyectos de maternidad. Annie Tummino, una feminista joven y activa en Nueva York, lo dice de esta manera: «Me horroriza la fragmentación de la situación de las mujeres. Muchas mujeres jóvenes deciden no tener hijos o esperar hasta estar afianzadas en sus carreras.»

Ahora los demócratas controlan ambas Cámaras del Congreso y finalmente tenemos una oportunidad para denunciar la cínica apropiación de los «valores familiares» por parte de la derecha, para ofrecer soluciones concretas a la crisis del cuidado y para lograr que el tema se convierta en un objetivo central de la agenda de los Demócratas. Obviamente, nos enfrentamos con obstáculos descomunales, puesto que tanto el gobierno como los empresarios y muchos hombres consideran rentable y conveniente que las mujeres carguen con el peso del trabajo doméstico y con el ethos del cuidado.

Parece que los norteamericanos se hubieran quedado atrapados en la noche de los tiempos, y todavía creyeran que las mujeres deben y quieren cuidar a los niños, los ancianos, los hogares y las comunidades. Pero ahora que han entrado en el mercado de trabajo no pueden hacerlo. En 1950, menos de la quinta parte de las mujeres con hijos menores de 6 años estaban incorporadas a la fuerza de trabajo. En 2000, dos tercios de esas madres trabajan en el mercado de trabajo remunerado.

En las parejas con doble ingreso, los hombres han aumentado su participación en el trabajo doméstico y el cuidado de los niños. Pero son las mujeres quienes siguen manejando y organizando la vida familiar. Cuando vuelven a casa luego de trabajar, tienen un «segundo puesto» de trabajo doméstico y cuidado de los niños, y aun muchas veces, un «tercer puesto,» el trabajo del cuidado de los padres ancianos.

Lo típico de los conservadores es culpar al movimiento feminista de la crisis del cuidado, so pretexto de haber forjado un imposible ideal de «tenerlo todo». Pero el ideal de la superwoman no es un invento feminista, sino de las revistas de mujeres y de la literatura popular. Las feministas de los 60 y 70 sabían que no podían hacerlo solas. De hecho, insistieron en que los hombres debían compartir el trabajo doméstico y el cuidado de los niños, y que las empresas debían dar subsidios para la crianza de los hijos.

Unas pocas décadas más tarde, las mujeres trabajadoras norteamericanas se sienten sobrecargadas y exhaustas, desesperan por dormir y relajarse; aunque sólo han organizado unas pocas protestas a fin de obtener fondos gubernamentales para el cuidado de los niños o conseguir mercados de trabajo menos hostiles a la familia. En la medida en que las corporaciones norteamericanas compiten por beneficios a través de despidos y deslocalizaciones, muchas mujeres temen plantear exigencias que podrían hacerles perder el empleo.

Naturalmente, las madres solteras son las que más sufren la crisis del ethos del cuidado. Pero incluso familias que cuentan con doble ingreso se enfrentan con lo que Hochschild llamó «la tiranía del tiempo». Las horas de trabajo anuales de los norteamericanos han aumentado en más de tres semanas entre 1989 y 1996, y no les queda tiempo para una vida equilibrada. Los padres están abrumados y son gruñones, engullen antiácidos y tabletas somníferas, mientras los niños se sienten abandonados y decrece el trabajo comunitario voluntario.

Mientras tanto, la derecha gana la batalla retórica poniendo el acento en los «valores» y en la «fe». Hacen campaña en contra del matrimonio gay y a favor del no nacido en nombre de los valores de la familia. Sin embargo, se niegan a apoyar políticas públicas que podrían ayudar a lograr estabilidad y equilibrio en las familias de los trabajadores

La crisis del cuidado es menos acuciante para los muy ricos. Ellos pueden atenuar el déficit de cuidado contratando niñeras full-time y servicios domiciliarios de cuidado -mano de obra femenina que generalmente proviene de los países en desarrollo- para atender a los niños y a los abuelos. La ironía es que esas mujeres inmigrantes, que alivian las cargas del cuidado a los norteamericanos acomodados, muchas veces se ven forzadas a dejar a sus propios hijos en su país al cuidado de sus parientes, porque tienen largas jornadas de trabajo de cuidado rentado. Esas mujeres inmigrantes reciben sueldos extremadamente bajos, sufren la inseguridad laboral y la explotación por parte de sus empleadores.

Las familias trabajadoras de clase media o baja, con menores recursos, intentan fusionar al mismo tiempo el cuidado de los niños y de los padres ancianos con la ayuda de parientes y de niñeras. Algunas veces, los muy pobres tienen acceso a programas federales o estatales de cuidado de niños y ancianos, pero las mujeres que trabajan en el malpagado sector de servicios y que no tienen permiso por enfermedad, con frecuencia pierden sus trabajos cuando los niños o los ancianos requieren atención urgente. Desde 2005, viven bajo el nivel de pobreza 21 millones de mujeres, muchas de ellas madres que trabajan en esas situaciones de vulnerabilidad.

La crisis del cuidado muestra con crudeza que la agenda feminista por la igualdad de género aún está inconclusa. Es cierto que algunas empresas han tomado algunas medidas para aliviar la carga del cuidado. Working Mother publica todos los días una lista de las 100 empresas más «amistosas con la familia». En el año 2000, la revista informó que las compañías que habían realizado «mejoras significativas en punto a lograr beneficios para mejorar la calidad de vida», por ejemplo trabajo virtual (telecommuting), guarderías, entrenamiento profesional y tiempo de trabajo flexible, a largo plazo ahorraban cientos de miles de dólares en gastos de contratación.

También algunas universidades, estudios jurídicos y hospitales han hecho ajustes para hacer posible el perfeccionamiento profesional de las madres trabajadoras, pero las exigencias de las carreras aún tienden a ser incompatibles con los años de mayor exigencia en lo que hace a la crianza de los niños. Muchas mujeres terminan creyendo que han fracasado, en lugar de luchar en contra de un diseño hecho para trabajadores varones con pocas responsabilidades familiares.

Lo cierto es que el fundamentalismo de mercado -la creencia irracional en que los mercados zanjarán todos los problemas- ha tenido éxito en desmantelar las regulaciones federales y los servicios, sin lograr responder a la pregunta clave: ¿Quién va a cuidar de los niños y de los viejos norteamericanos?

El resultado es que las políticas familiares de nuestra nación están muy por detrás de las del resto del mundo. En un estudio reciente realizado por investigadores de Harvard y MacGill se ha constatado que de 173 países estudiados, 168 garantizan licencia con goce de sueldo por maternidad. En este tema EEUU está retrasado, al nivel de Lesotho y Swazilandia. Al menos 145 países exigen que se paguen los días por enfermedad, corta o larga, pero en EEUU no se exige. Ciento catorce países tienen leyes que regulan un máximo de horas de trabajo semanal; nosotros no las tenemos.

Los medios de difusión constantemente refuerzan la inveterada creencia de que la crisis del cuidado es un problema individual. Libros, revistas y periódicos abruman a las mujeres norteamericanas con oleadas interminables de consejos para mantener su «equilibrio», organizarse mejor y más eficientemente, meditar, hacer ejercicios o mimarse y mitigar su creciente stress. Lo que no hay es una propuesta práctica que tenga en cuenta que la sociedad norteamericana necesita nuevas políticas para reestructurar el lugar de trabajo y reorganizar la vida familiar.

Otras tantas historias insisten en que simplemente no hay problema. Las mujeres han ganado igualdad e ingresaron en la era postfeminista. Estas posiciones no son nada nuevo. Desde el año 1970 los principales medios de comunicación han estado declarando la muerte del feminismo y anunciando que las mujeres trabajadoras volvían en tropel a sus hogares para cuidar de sus niños. Ahora esas historias nos cuentan -recurriendo a datos anecdóticos y fragmentarios- que las mujeres de la elite (mayormente blanca) están «eligiendo» o que «optan» por abandonar sus oportunidades laborales profesionales para volver a casa y al cuidado de los niños, o para cuidar a los padres ancianos. Harta, Ellen Galinsky, la Presidenta del Instituto de Familia y Trabajo de Nueva York, respondía cansinamente a los periodistas en el año 2000: «Todavía me encuentro con gente que dice que la tendencia se ha revertido, que hay más mujeres que se quedan en casa con los hijos, y que habrá menor cantidad de familias con doble ingreso. Pero no es exactamente así.»

Estas historias polémicas encubren de manera conveniente la realidad de la mayoría de las mujeres trabajadoras, sin tomar en cuenta sus preferencias. Además, ocultan que la ausencia de una opción de cuidado de los niños de calidad y precio adecuado, y de un horario flexible de trabajo, entre otras políticas amigables con la familia, contribuye de manera directa a que las mujeres, como se suele decir, «opten» por quedarse en casa.

En los últimos años, una serie de historias sensacionalistas han estimulado a las madres «amas de casa» para que se enfrenten con las «mujeres trabajadoras», algo que los medios de difusión denominan tímidamente «la guerra de las mamis». Una mujer escribió al editor del New York Times, cuando el periódico informaba sobre la controversia: «La palabra ‘elección’ se ha usado como un eufemismo para el trabajo no remunerado, sin seguridad laboral, sin beneficios sanitarios, ni vacaciones, ni jubilación. No es sorprendente que los hombres no quieran realizar esa ‘elección’. Hay muchos trabajos pesados en el mercado, pero que no convierten al trabajador en alguien de todo punto dependiente económicamente de otra persona».

De hecho, la mayoría de las instituciones no han puesto en práctica políticas para apoyar la vida de la familia. Y el resultado es que muchas mujeres están obligadas a elegir entre trabajo y familia. En los países escandinavos -que tienen leyes de amplio alcance para apoyar la baja por maternidad y subsidios para la crianza de los niños-, las mujeres tienen un nivel de participación en el mercado de trabajo mucho más alto que en nuestro país, y esto es prueba de que la salida del mercado del trabajo es principalmente el resultado de la escasez de opciones aceptables.

Las mujeres norteamericanas que dejan sus trabajos para cuidar niños luego no logran reinsertarse. La Unión Europea ha establecido que los padres que toman licencia tienen derecho a un trabajo equivalente. Esto no pasa en EEUU. El Wharton Center for Leadership and Change y la Forte Foundation realizaron un estudio, en el año 2005, que muestra cómo aquellas mujeres que tienen estudios superiores de derecho, medicina o educación, encuentran una gélida recepción cuando desean reincorporarse al mercado de trabajo y son expulsadas de sus profesiones. En su libro de 2005 -Bait and Switch- Barbara Ehrenreich describe las peripecias que pasó para encontrar un empleo medio de gerencia, a pesar de tener un CV excelente. Según dice, «está prohibido tener ‘huecos’ en el CV». «Todo el tiempo hay que estar formándose o haciendo dinero para alguien, cada minuto.»

Algunas leyes aprobadas por el Congreso no sólo no han mitigado la crisis del cuidado, sino que incluso la han exacerbado. La Welfare Reform Act de 1996 eliminó las garantías al bienestar y las substituyó por una Ayuda temporal para familias necesitadas (TANF, por sus siglas en inglés) que tiene un límite que no puede exceder los cinco años a lo largo de toda la vida. El objetivo de la TANF -administrada por los estados federados- no es reducir la pobreza, sino el número de madres en las listas del bienestar.

Se suponía que la TANF tenía que dar autosuficiencia a las mujeres pobres. Pero la mayoría de los estados obligaron a los beneficiarios a aceptar trabajos no calificados y con bajos salarios y a engrosar la lista de los working poors, de los pobres con salario. En el año 2002, uno de cada diez destinatarios de bienestar de los estados del Medio Oeste pasaron a ser gentes sin techo, aun a pesar de tener empelo.

La TANF contribuyó a la degradación de la educación superior entendida como una actividad relacionada con el trabajo, y así, arrebató a muchas mujeres pobres la oportunidad de un ascenso. Mientras los medios de comunicación celebran que las mujeres que han recibido una formación elevada dejen los trabajos y se conviertan en madres reducidas a domesticidad, la TANF obliga a las mujeres solteras a dejar sus hijos en alguna parte, cualquiera que sea, si quieren cumplir con el requisito de trabajo para recibir los beneficios. Los vales de la TANF fuerzan a las mujeres a dejar a sus hijos en guarderías dudosas o con niñeras, y hay muy buenas razones para que las madres desconfíen de esas opciones.

Es posible que algunos lectores recuerden la «Huelga por la igualdad de las mujeres» del año 1970, cuando un nutrido grupo de 50.000 mujeres marchó por la Quinta Avenida de Nueva York coreando tres consignas que reputaban básicas para mejorar sus vidas: el derecho al aborto, salarios equivalentes para trabajos equivalentes y cobertura universal para el cuidado de los niños. La marcha tuvo tal presencia en los medios de comunicación, que desde ese momento el movimiento feminista se convirtió en algo holgadamente conocido y familiar.

Luego de una generación, las activistas feministas ya saben que estamos muy lejos de haber alcanzado esas metas. El aborto está gravemente amenazado jurídicamente, y un tercio de las mujeres norteamericanas no tienen acceso a ese servicio en su lugar de residencia. Todavía hoy, las mujeres cobran un 77 por ciento de los salarios que perciben los hombres por la misma tarea, y luego de tener un hijo sufren de una merma en su salario a causa de la maternidad, cosa que se pone de manifiesto porque son promovidas con menor frecuencia, tienen pensiones más bajas y beneficios de la Seguridad Social también más bajos. En la agenda de los demócratas aún no figura un subsidio universal para el cuidado de los niños.

Los objetivos propuestos en el 1970 -todavía incumplidos- tampoco son suficientes para este nuevo siglo. Incluso durante estos desoladores años del gobierno de Bush, muchos escritores, activistas y organizaciones han comenzado a prepararse para un futuro diferente. Si las mujeres realmente importan, se preguntan, ¿cómo podemos cambiar las políticas públicas y la sociedad? Como ha dejado dicho un escritor: «¿Qué aspecto tendría un mundo nuevo en el que las mujeres pudieran volver a empezar y reescribir las leyes?»

Si bien no hay una consigna que tenga una aceptación general, hay varias organizaciones -como el Institute for Women’s Policy Research, el Children’s Defense Fund, la National Partnership for Women and Families, la Take Care Net and MomsRising-que vienen sosteniendo que un seguro universal de salud, una licencia por maternidad, guarderías de alta calidad en los lugares de trabajo y cuidado comunitario de los niños, un seguro por bajas laborales, entrenamiento laboral y educación, un horario de trabajo flexible, mayores oportunidades de trabajo a tiempo parcial, subsidios para la vivienda y el transporte público y una estructura de impuestos progresivos, serían un camino para apoyar a las madres trabajadoras y sus familias. (En esta misma publicación [The Hation], Deborah Stone informó, en 2003, sobre campañas de apoyo a esas reivindicaciones California, Massachussets y Washington.)

Los demócratas no necesitan reinventar la rueda; esos grupos ya han sentado las bases para una nueva agenda nacional progresista. Si los demócratas adoptaran una buena parte de sus programas, atraerían suficientes mujeres dispuestas a aumentar el número de mujeres votantes, que descendió de un 14 por ciento en 1996 a un 7 por ciento en 2004.

Es una agenda programática costosa, pero el dinero está, si terminamos con los recortes de impuestos a los más ricos, si reducimos los gastos de las guerras innecesarias, de las armas espaciales y de los centenares de bases norteamericanas esparcidas por todo el mundo. Si reinstituyéramos una estructura progresiva de impuestos, esta nación tendría recursos suficientes para cuidar a sus ciudadanos. Todo es cuestión de voluntad política.

Hacer frente a esta crisis del cuidado y revigorizar la lucha por la igualdad de género sería una buena forma de lograr el objetivo progresista de restaurar la creencia en el «bien común». Si bien es sabido que los norteamericanos tienen tendencia a apoyar a los más débiles, en los últimos años han mostrado menor compasión por los pobres, los vulnerables y los sin techo. Además, los conservadores sociales han hecho un trabajo de persuasión con muchos norteamericanos, haciéndoles creer que son ellos -y no la izquierda- los portadores de la moralidad, que un gobierno activista es un problema más que una solución y que las buenas gentes no reclaman ayudas.

El problema es que muchos Demócratas, junto con prominentes liberales de izquierda de los medios de difusión, no lograr ver las vidas de las mujeres como un problema de bien común. De manera consciente o inconsciente, han degradado el problema de las mujeres a un asunto de «grupos de interés», convirtiendo la lucha femenina por la igualdad en un problema de «política de identidad», en vez de considerarla como un proyecto nacional común. El pasado mes de abril, Michael Tomasky, el editor del American Prospect, firmó un artículo sobre el «bien común» típico de este tipo de posiciones. Ni por asomo aparecía en él aspecto alguno de la crisis del cuidado. Este tipo de escritores no parecen advertir que las campañas por lograr el final de la crisis de sanidad pública podrían recibir apoyo masivo con una idea de bien común así reformulada, porque esta crisis afecta prácticamente a todas las familias trabajadoras.

Ahora que los Demócratas salen del desierto, existen algunas señales dispersas de que intentarán usar su poder para enfrentar la creciente crisis del cuidado. La Comisión del Congreso para temas de las mujeres -que es una de las más grandes- está en contacto directo con Nancy Pelosi, que ha apoyado los intentos previos por hacer frente a la crisis. El Senado acaba de crear una nueva Comisión para Niños, Trabajo y Familia, lo que es indicio de que «ya no se trata de un problema personal, sino nacional», según ha dicho Valerie Young, la encargada de gestionar los intereses de la Asociación Nacional de Centros maternos. El Senador por Connecticut Chris Dodd ha dicho que planea introducir una legislación para proveer bajas con goce de salario a los trabajadores que necesiten cuidar a algún miembro enfermo de la familia, a los recién nacidos o a los niños recién adoptados. El Senador Pat Roberts, de Kansas, acaba de presentar la Small Business Child Care Act, que va a ayudar a los empleadores para que ofrezcan guarderías a sus trabajadores. Los miembros de ambas Cámaras del Congresos han reabierto la discusión sobre el seguro universal de salud.

Lo cierto es que estamos viviendo bajo el legado de una revolución de género inconclusa. Para lograr la igualdad real de las mujeres, que de manera creciente trabajan fuera el hogar, es necesario que la izquierda ponga el tema de la crisis del cuidado en el centro de su agenda programática, arrebatando a la derecha el estandarte de los «valores familiares». Hasta ahora no hay ningún candidato presidencial que haya puesto el problema en el centro de su agenda política. De nosotros depende -de los millones de norteamericanos que experimentan a diario la crisis del cuidado- dejar pasar ninguna oportunidad, ya se trate de campañas electorales o de activismo callejero. Necesitamos lograr que «el problema sin nombre» se convierta en una cuestión pública familiar.

Ruth Rosen es historiadora, periodista e investigadora principal del Longview Institute. Enseña historia y políticas públicas en la Universidad de Berkeley, California. Es autora de The World Slip Open: How the Modern Women’s Movement Changed America (Penguin, Putman).

Traducción para www.sinpermiso.info: María Julia Bertomeu