Si algo ha sentenciado de muerte (políticamente hablando) a Pablo Casado ha sido la indefinición, esos volantazos políticos que le han llevado en ocasiones a confrontar frontalmente con la extrema derecha (como fue el caso de la moción de censura) y otras a comprarles el discurso y buscar a un electorado que, cuando tiene dudas, siempre vota por el original, que desgraciadamente a menudo tiene que ver con el más feroz.
Casado han sido dudas mientras otros como Ayuso o Abascal se muestran seguros y confiados. Incluso orgullosos. A sus seguidores, dicho comportamiento les transmite la seguridad de la supuesta verdad. A los discrepantes, la vanidad de la simpleza. Pero confiados están, para unos y para los otros. El hecho es que el caso de Pablo Casado refleja una vez más las transformaciones que se están viviendo en la política, no ya solo española, en la que las corrientes ideológicas más ortodoxas y tradicionales quedan diluidas en beneficio de unos parámetros de movilización emocionales en los que el lenguaje, el discurso y el relato juegan un papel esencial.
El electorado es, en este nuevo paradigma, mucho más volátil dado que no se vincula a ideologías cerradas (packs indisociables) sino que circula de aquí para allá en función de las necesidades y de la capacidad de convicción, casi publicitaria, con la que los políticos venden sus mensajes. “Antes votaba a Podemos y ahora defiende a Vox”, me comentaba sorprendido un alcalde recientemente sobre un amigo.
Esta nueva realidad es posible evidentemente gracias a una sociedad enamorada de la imagen en la que todo debe tener una traslación fotográfica como mínimo, y audiovisual si se quiere un éxito mayor. El analfabetismo de aquellos que no eran capaces de leer y escribir ha quedado relegado ante un nueva realidad en la que parece que las nociones para descifrar los mensajes audiovisuales y fotográficos no requieren de unos conocimientos previos y, por tanto, todos somos intelectuales digitales. Y ni mucho menos. Se vive un absoluto analfabetismo digital que ha permitido que multiplicidad de mensajes simples se dirijan como contestación a problemas complejos, por lo que las emociones siempre son mejor contestadas por dirigentes políticos superficiales, vacuos y triviales antes que por aquellos que optan por una argumentación pausada y de largo recorrido. El meme y el zasca como recurso dialéctico.
Qué lejos han quedado intelectuales como Joan Fuster, del que este año se cumplen 100 años de su nacimiento, que consiguieron una movilización ciudadana a través de mensajes complejos y de una lectura intelectual de los problemas que acechaban a una población, la valenciana, y de aquello que podía situarse como solución. Fuster fue una guía contra la desesperanza de un pueblo que se levantaba y que se redefinía. Fue él, a veces tan solo, razón contra el escepticismo. Independientemente de si compartías (o compartes) o no los análisis valencianistas del intelectual de Sueca y de que algunos de sus planteamientos han sido rebatidos por la nueva historiografía, es innegable su capacidad para enlazar una explicación descriptiva de una sociedad, haciendo valer una ideología clara que, sin embargo, se diluía en su aplicación como una mancha que “mancillaba” la cultura, la sociedad, la economía o la educación. Afortunadamente siguen existiendo intelectuales con complejas argumentaciones sobre la realidad y con un desarrollo de ideologías que siguen siendo útiles para explicar la vida social, llámese liberalismo, llámese socialismo o llámese anarquismo, por situar ejemplos. Son puntos de partida, índices para desarrollar en función de las características individuales o colectivas. Sin embargo, cosecho la opinión de que cada vez son menos escuchados por el conjunto de la sociedad y que sus mensajes quedan relegados a una minoría impotente cada vez más frustrada que se siente paria social ante una comunidad hegemónica infiel ante los partidos políticos pero comprometida con todo aquello que suponga espectacularización de la política, aunque eso le lleve al racismo, la homofobia o incluso la justificación de la violencia si la autoridad, pertinentemente ejercida, así lo dictamina.
La indiferencia es perversa y por ello se debe de reivindicar con todas las fuerzas una política que no se difumine en sectarismos y oportunismos y que permita construir anhelos de futuro y de esperanza en la población. La política es más necesaria que nunca en su compromiso con una democracia que garantice los derechos humanos de la población entera, sin exclusiones justificativas. Desmontando así los mensajes de odio que se nutren del inmovilismo, la indiferencia y la pérdida de valores promocionada por el capitalismo, que nos quiere tristes y sometidos para ofrecernos, a través del consumismo innegociable y constante, el futuro mejor que transforme nuestras vidas como quizás (algunos lo interpretan así) no está haciéndolo la política.
La teoría permite aportar algo verdaderamente significativo para entender el mundo. Sólo la comprensión (entender y entenderse ante tanto ruido y confusión) permitirá la mejora. La ideología ofrece un marco de pensamiento. También no tenerla (o no ejercerla, porque todos tenemos, voluntaria o impuesta) es significativo. Que un político evite convertirse en referente intelectual para, supuestamente, llegar a más público puede conllevar finalmente no ser tomado en serio. Centralidad no puede ser sinónimo de vacuidad.
La política debe ser respuesta y no parte del problema. Debe adelantar futuros posibles y deseables y llegar a hacer comprender a la ciudadanía los acontecimientos inesperados y contradictorios. Sin crispación, sin polarización. Es decir, sin partidismo. O, más bien, sin que la ideología sea el partidismo. Demasiado a menudo los políticos se ven avasallados por la realidad del día a día, por un trillón de fotos para contar con visibilidad, mil y una citas en mil y un recónditos lugares y una actualidad que les obliga a saber de mucho, pero bien poco. Gracias si tienen tiempo para preparar un texto (o leer lo que les han preparado) de camino a la comparecencia. Tras quince o dieciséis horas de trabajo, nadie abre un libro por la noche. Y menos de teoría política, que siempre es ambigua. Precisan de respuestas para una realidad que cambia con cada amanecer. Y caminan sin un rumbo marcado, sin un eje claro, descabezados. Cortoplacismo mental.
Cada día parece cumplirse más la generalización de aquel fin falaz de las ideologías que adelantó Daniel Bell. No desaparecieron como imaginarios útiles pero cada vez son más clandestinos. Emociones como el miedo, la frustración, el cansancio o la soledad están siendo carga movilizadora (a veces irracional y otras no) en la actualidad. Razón de voto. Las grandes plataformas tecnológicas (que polarizan y enfrentan gracias a sus algoritmos y sus cámaras de eco) no ayudan, claro está. Pero a sus magnates poco les importa. La pasta es la pasta. Se ha perdido la intermediación de la intelectualidad, favoreciendo que la mentira y la descontextualización confunda a la sociedad.
Pablo Montesinos comentó hace unos días que él estaba en política por Pablo Casado y que con el presidente depuesto acababa su experiencia. Lealtad no le ha faltado y le honra. Eso sí, la política debe servir a la ciudadanía, al pueblo. Uno no debe meterse en política por otra persona, sino por la masa desconocida, por el bien común, por el futuro de los desesperados y las desafortunadas. Ni la frustración ni el triunfo son responsabilidad única del individuo. Intervienen fuerzas estructurales y el político debe saber leerlas y combatirlas.
Cerrando. A los políticos, a menudo, les falta teoría política, conocimiento de la historia, bagaje intelectual y una mirada de largo recorrido que les permita contar con contestaciones cuando la indefinición de la realidad diluye o difumina los recursos fundados. De lo contrario se convierten en veletas a merced del viento y de los caprichos de algunos medios de comunicación que se venden al mejor postor.
Carles Senso. Profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Castilla-La Mancha
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