Como ya se ha dicho, el desarrollo sustentable exige la realización de tres condiciones dependientes que permitirían a una sociedad, alcanzar etapas progresivamente superiores, en cuanto al bienestar humano, al despliegue y valoración de la belleza, a la armonía con el entorno natural y, en general, al cultivo amplio, diverso y plural de las artes […]
Como ya se ha dicho, el desarrollo sustentable exige la realización de tres condiciones dependientes que permitirían a una sociedad, alcanzar etapas progresivamente superiores, en cuanto al bienestar humano, al despliegue y valoración de la belleza, a la armonía con el entorno natural y, en general, al cultivo amplio, diverso y plural de las artes y del pensamiento. Estas condiciones son: un proceso de crecimiento económico estable que asegure el aumento de la capacidad para enfrentar la reproducción de las condiciones materiales de la vida (alimentación, vivienda, salud, abrigo); la repartición en justicia de los frutos del progreso económico y no sólo en cuanto a las necesidades básicas sino también del excedente producido; el respeto de los equilibrios ecológicos necesarios para la reproducción de la naturaleza, los que impiden el agotamiento de los recursos naturales y evitan que se sobrepase la capacidad de absorción de residuos que posee el medio natural.
Una rápida mirada de nuestro tiempo nos lleva a la conclusión de que se está lejos, muy lejos, de la codiciada meta del desarrollo sustentable. No puede ser sostenible nuestro tiempo cuando, según la Organización Mundial del Trabajo (OIT), alrededor de 250 millones de niños menores de 18 años deben trabajar para sobrevivir malamente en nuestro mundo. De estos, más de 73 millones tienen menos de 10 años y 8,4 millones están atrapados en la esclavitud, la prostitución infantil y otras actividades ilícitas. Cómo puede ser catalogado nuestro actual «orden económico», cuando, a pesar de tanto progreso material y crecimiento económico, 250 millones de niños nacen y crecen para llevar una vida de trabajo forzado probablemente hasta su muerte.
No menos impresionante resultó ser el Informe Mundial sobre Desastres del 2004 que realizara la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja -la mayor organización humanitaria del mundo- en relación con el incremento alarmante de los desastres naturales, como consecuencia del cambio climático y del deterioro de las condiciones sociales. A escala mundial, la sequía y la hambruna fueron los desastres más mortíferos de la década, pues habiendo cobrado 275.000 victimas, como mínimo desde 1994, contabilizan casi la mitad del total de las muertes provocadas por provocados por los desastres naturales en su conjunto. En los 10 últimos años, la sequía y la hambruna dejaron un saldo de más de 1.000 muertos por desastre; los terremotos, una media de 370 por desastre, y las temperaturas extremas, más de 300 por desastre. Estos desastres no son atribuidos por la organización humanitaria a causas naturales, sino más bien a los cambios ambientales y a la mi
opía humana. No menos podemos decir del efecto desastroso que el reciente Tsunami en Asia provocó en términos de vidas humanas. Más de 250 mil víctimas, dado que, el uso irracional y abusivo del borde costero explica también el efecto desastroso del Tsunami.
El calentamiento global del planeta que se origina en la utilización de combustibles fósiles a gran escala -lo que constituye una característica de nuestro tiempo- intensifica las tormentas y las precipitaciones en las zonas costeras, destruyendo puentes y represas. Este clima más húmedo y caluroso es propicio para las enfermedades tropicales infecciosas como el paludismo -se estima que el 60 % del mundo puede convertirse en una zona expuesta a dicha enfermedad. A su vez, las temperaturas más altas generan mayor evaporación dentro de los continentes lo que implica riesgos de sequías que afectarán los cultivos y pondrán en riesgo la seguridad alimentaría.
Como era de esperar, la justicia distributiva tampoco es una condición a la hora de la repartición de estos males del nuevo milenio, puesto que los países más pobres son crecientemente más vulnerables a fenómenos climáticos recurrentes y devastadores. Lo anterior porque, según el informe, las probabilidades de que se desaten cataclismos devastadores son mayores en la zona tropical donde abundan los países pobres; estos dependen de los recursos naturales que resultarán más dañados por el cambio climático (selvas, suelos, entre otros); y al ser más pobres no pueden invertir en infraestructura ni en las instituciones necesarias para hacer frente a desastres de tal envergadura.
A lo anterior se agrega la reducción de los presupuestos de ayuda gubernamental y el retiro de los gobiernos que comprometen la capacidad de los ciudadanos para hacer frente a los desastres naturales, lo que se suma al peso de la deuda externa y al proceso de globalización que están dejando a los países pobres a la zaga respecto a la capacidad de hacer frente a estos problemas, lo cual es doblemente preocupante si se considera que, según la ONU, hacia el 2025 el 80 % de la población mundial estará viviendo en los países del Tercer Mundo.
Igual de preocupante es el informe anual de la Agencia Europea del Medio Ambiente, el que señala que casi todos los indicadores de calidad ambiental de la Unión Europea se mantienen en rojo y empeoran progresivamente, pues cada vez hay más contaminación, más basura, más autos y mayor deterioro de los suelos por erosión y contaminación con metales pesados y pesticidas.
Lo planteado por estas instituciones -no ecologistas- es preocupante, aunque no hay que creer que esto constituye la anunciación del Apocalipsis. El mundo parece ser capaz de seguir aguantando, y puesto que, como los seres humanos pueden aprender a vivir bajo condiciones brutales y teóricamente intolerables, la vida humana continuará. Una demostración de ello fue que al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas aliadas encontraron sobrevivientes en los campos de concentración. Ahora, que tengamos que aceptar condiciones de segundo y tercer orden después de tantos sueños y esperanzas que despertara el progreso económico y científico, convengamos que al menos es impresentable y de todas maneras no sustentable.
Marcel Claude es director de Oceana, Oficina para América del Sur y Antártica