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Resumen de la ponencia presentada con motivo de la exposición antológica de artistas cubanas “Con visión de mujer”

La otra mirada

Fuentes: Rebelión

¿Existe una mirada distinta, una mirada que nos distingue a hombres y mujeres? ¿Ha sido así a lo largo de la historia pictórica? ¿Cómo descubrir esa mirada? Para intentar responder a estas preguntas, he utilizado como vías de aproximación la teoría feminista y la historia –o mejor dicho, las historias– del arte de las mujeres. […]

¿Existe una mirada distinta, una mirada que nos distingue a hombres y mujeres? ¿Ha sido así a lo largo de la historia pictórica? ¿Cómo descubrir esa mirada? Para intentar responder a estas preguntas, he utilizado como vías de aproximación la teoría feminista y la historia –o mejor dicho, las historias– del arte de las mujeres.

Desde la Antigüedad clásica hasta nuestros días, son muchas las mujeres notables como creadoras artísticas; sin embargo, sus figuras y sus obras han sido sistemáticamente ignoradas en la historia del arte oficial. En este sentido, el mundo del arte no difiere del mundo de la política o de las finanzas: la valoración es androcéntrica.

En 1973, la estadounidense Judy Chicago trató de paliar la invisibilidad de las mujeres y abordó un ambicioso proyecto titulado The Dinner Party (La Cena). La obra, instalada en el interior de una gran habitación, consistía en una mesa en forma de triángulo equilátero preparada para treinta y nueve cubiertos (trece en cada lado del triángulo). Cada cubierto estaba dedicado a una mujer (figuras históricas o mitológicas) cuyo nombre aparecía bordado en el frontal de la mesa. Frente a cada nombre, un plato de porcelana decorado con imágenes de reminiscencias vaginales. La mesa se alzaba sobre una superficie de azulejos pulidos, el Suelo de la Herencia (Heritage Floor) en el que aparecían inscritos con letras doradas noventa y nueve nombres de mujeres. La instalación poseía una gran carga simbólica y trataba al mismo tiempo de reescribir la historia desde un punto de vista femenino y de recuperar parcelas del pasado que habían sido sistemáticamente silenciadas por la cultura patriarcal. La obra intentaba, siguiendo a Virginia Wolf en su clásico ensayo de 1929 Una habitación propia, rescatar del olvido la herencia de las «madres», elaborar una genealogía de mujeres eminentes de la historia occidental. The Dinner Party fue expuesta por primera vez en el San Francisco Museum of Art en 1979. Fue visitada por miles de personas y viajó por distintos países. Desde ese momento, se convirtió en una obra emblemática, pero al mismo tiempo polémica.

Si me remito a la famosa instalación de Judy Chicago es porque me parece que, a pesar de las tres décadas transcurridas, no hemos contestado a los interrogantes que se suscitaron de manera virulenta en aquel entonces, y que pueden resumirse en este: ¿qué beneficios aportaba una obra que relegaba a las mujeres al gueto femenino? La elaboración de un patrón matrilineal reproducía -según algunos– los mismos modelos de exclusión que el patrón patriarcal; promovía una visión separatista de la historia, etc. En mi opinión, se trata de una gran obra y constituye una referencia obligada, un verdadero hito. Creo, no obstante, que The Dinner Party participa de una visión monolítica de «lo femenino», al conceder excesivo valor a la experiencia común de las mujeres por encima de sus diferencias (sociales, raciales, sexuales, etc.). La obra en su conjunto plantea la existencia de un sujeto femenino universal (casi exclusivamente blanco, occidental, heterosexual y de clase media).

Fue una mujer hispana, Estelle Chacon, quien en un artículo pionero mostró su decepción ante la ausencia de «heroínas» de la América prehispánica. La invisibilidad, en su caso múltiple, ha sido una experiencia constante de las mujeres que no son blancas.

La postura de Judy Chicago y el grupo de artistas de su entorno, Miriam Schapiro entre otras, ha sido denominada -fundamentalmente por sus detractoras– como esencialista, en la medida en que presupone una esencia común a todas las mujeres derivada de su constitución biológica. Es decir, las mujeres se hallan biológicamente determinadas por experiencias como la maternidad o la menstruación, y esto ha justificado el papel que les ha atribuido tradicionalmente la cultura patriarcal. En contraposición con esta visión básicamente conservadora, a finales de la década de los 70 la teoría feminista se centró en el concepto de identidad (específicamente en la identidad sexual) como una construcción social en continuo proceso de redefinición.

En mi opinión, concebir el género como producto de un proceso cultural (y no sólo consustancial al sexo biológico) abre para las mujeres la posibilidad de plantear modelos alternativos de resistencia, es decir, de proponer nuevas definiciones de la condición femenina al margen de las impuestas por la sociedad patriarcal. El género no se construye siempre de la misma forma en distintos contextos históricos o culturales, y en él se entrecruzan otros componentes de la identidad, como la etnia, la clase social, la orientación sexual, etc. Esta concepción abre nuevas vías de análisis que hacen posible reivindicar el concepto de coalición, una gran coalición de mujeres unidas por la voluntad de superar la oposición tradicional masculino/femenino. También permite cuestionar la representación canónica de la belleza femenina y desdibujar las fronteras entre lo femenino occidental y las «otras» mujeres, las no occidentales.

Múltiples investigaciones antropológicas nos demuestran esta realidad. La célebre obra de Margaret Mead Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas proporciona material empírico que cuestiona la rígida diferenciación entre lo «femenino» y lo «masculino», documentando culturas en las que los hombres y las mujeres comparten por igual tareas que en Occidente son consideradas privativas de los hombres -como la guerra– o en las que la distribución de las tareas domésticas o los hábitos suntuarios es inversa a la occidental. La sociedad estadounidense se mostró escandalizada ante las descripciones de los tchambouli realizadas por Margaret Mead, pues en dicha etnia los varones quedaban excluidos de las actividades administrativas y se les reservaban las prácticas del maquillaje y la decoración personal. Por otra parte, Margaret Mead apuntó en su obra lo que décadas más tarde constituiría el concepto analítico de género.

A partir de la década de 1950, las mujeres salieron de los espacios invisibles para mostrar su producción artística y el mundo se sorprendió ante algunos de sus logros. Pero, en general, la crítica de arte feminista ha prestado poca atención a las artistas latinoamericanas, con la excepción casi única de la mexicana Frida Kahlo. La obra artística de las mujeres latinoamericanas es cuantiosa, pero la crítica de arte feminista es casi exclusivamente una crítica occidental.

El caso de Cuba

A mi entender, el caso de Cuba es especialmente interesante en relación con los interrogantes antes formulados, a la vez que nos invita a plantearnos nuevas cuestiones.

En 1959 la Revolución trajo consigo el apoyo estatal a la cultura, mediante la creación de espacios, instituciones y actividades de todo tipo y estableciendo un sistema gratuito de enseñanza del arte, que será uno de los fundamentos de la eclosión artística de las generaciones de las últimas décadas del siglo XX.

La primera generación formada exclusivamente en el ámbito revolucionario es la denominada Generación de los 80, que hizo su aparición pública en la exposición Volumen I, inaugurada a comienzos de 1981. Nuevos artistas procedentes de sectores populares y portadores de su cultura, y profesionales formados gracias a un sistema gratuito y generalizado de enseñanza, dieron lugar a una obra de gran importancia, no sólo por sus calidades artísticas sino por el ejemplo cultural y social que supone para el resto del mundo. Y un hecho a tener muy en cuenta es que hay más mujeres artistas de importancia que nunca antes en el ámbito cubano. El crítico Gerardo Mosquera afirma que las obras de las artistas cubanas manifiestan los rasgos del feminismo (feminismo centrífugo lo denomina él). En sus obras, las artistas suelen proyectar su biografía, sus sentimientos íntimos y su propio cuerpo hacia la discusión de problemas sociales, políticos y culturales.

Me refiero a la Generación de los 80 porque ha sido la más conocida en el Estado español, donde algunos de sus artistas han participado en diversas exposiciones. Y entre los miembros de esta generación y de la inmediatamente posterior, la de los 90, siempre me ha llamado la atención la obra de Sandra Ramos, por la fuerza con que expresa en sus grabados, pinturas y esculturas la condición insular y el aislamiento de Cuba, impuesto desde el exterior por el bloqueo estadounidense. Sandra Ramos identifica la isla con su propio cuerpo, y lo que es una reflexión personal se convierte al mismo tiempo en reflexión política. Su serie titulada Migraciones narra la escisión que padece la sociedad cubana. Algunos de sus grabados son reflexiones históricas en las que ella como protagonista revisa algunos elementos de la historia cubana y del atroz bloqueo al que Estados Unidos somete a la isla a través de la figura de Alicia en el país de las maravillas. Sandra Ramos hace de su obra una forma de expresión de su mundo utilizando el autorretrato como metáfora y metonimia.

La exposición «Con visión de mujer» abre un camino privilegiado para adentrarnos en una sociedad que ha logrado cotas de desarrollo importantísimas, como son el acceso pleno y gratuito a la sanidad y a la educación. Sin embargo, y a mi entender, en el terreno de las diferencias de género, Cuba, como la inmensa mayoría de los países, tiene todavía un largo camino que recorrer; aún falta mucho para que alcancemos un mundo en el que las mujeres y los hombres respetemos nuestras diferencias y nuestras semejanzas en libertad.

Germaine Greer, quien define la vida y la obra de las pintoras como una carrera de obstáculos, cree que el verdadero espacio de creación de las mujeres hay que buscarlo en las denominadas artes menores, donde las estructuras de poder no inciden de la manera en que lo hacen en los espacios concebidos como propios del arte, es decir, los espacios del poder.

Propongo en este foro que en futuras ediciones dediquemos un espacio al arte popular, donde las mujeres americanas alcanzan cotas verdaderamente significativas y prácticamente desconocidas en el resto del mundo. Pero esa es otra historia; mejor dicho, no, es siempre la misma historia.

Para terminar quiero pedirles, con permiso de las compañeras cubanas, un aplauso para una tejedora, una artista popular, una indígena tzotzil, una mujer maya que un día, cansada de ser invisible, decidió tomar las riendas de su destino y cambió su telar de cintura por un pasamontañas y un fusil y se empeñó en demostrar al mundo que era posible tejer otra urdimbre: la de un mundo más justo, más equilibrado, mejor para hombres y mujeres: la Comandanta Ramona, del EZLN.