Contra lo que algún desprevenido pudiera imaginarse, la principal pasión de Don Ernesto, el centro de sus vocaciones y afanes, no ha sido escribir. Para Don Ernesto publicar novelas o ensayos -aún cuando éstos hayan significado altos puntos de interés en las letras argentinas- sólo constituyó otro ladrillo adosado en la trabajosa construcción que se […]
Para Don Ernesto publicar novelas o ensayos -aún cuando éstos hayan significado altos puntos de interés en las letras argentinas- sólo constituyó otro ladrillo adosado en la trabajosa construcción que se impuso de su propia vida. De hecho, Don Ernesto no nos ha entregado nada respetable para leer en los últimos cuarenta años. Lo que no impide que en los medios de comunicación masivos, en los actos oficiales de gobierno y en muchas revistas y magazines literarios vernáculos y extranjeros, sea considerado «El» escritor viviente por antonomasia de la Argentina.
Pero a Don Ernesto el oficio de escritor le tiene sin cuidado. En innumerables ocasiones ha aclarado su no filiación a la categoría de literato, de hombre de letras. Por otra parte, hace ya muchos años que prefiere la pintura como camino artístico.
La pasión de Don Ernesto es otra: la constitución de sí mismo en una «Santidad inmaculada». El objeto de sus desvelos fue convertirse «en una moneda sacra, un símbolo de culto, un cuerpo espiritualizado al máximo», como expresaran María Pía López y Guillermo Korn en su «Sábato o la moral de los Argentinos», excelente trabajo acerca de la significación de Don Ernesto escrito a mediados de los años noventa.
Don Ernesto ha trabajado «para un destino de bronce», acertada argumentación de David Viñas. Lo ha hecho sistemáticamente. Un bronce que -al contrario del resto de las estatuas de las plazas de Buenos Aires- no es mudo, sino todo lo contrario. Don Ernesto emerge cada tanto como un monumento viviente que habla. Es el referente indiscutido, el hombre de la cultura, el intelectual que como nadie defiende la democracia y los derechos humanos.
En la concreción de destino de profeta que se autoimpuso, Don Ernesto no pocas veces tuvo que dar virajes y hacer piruetas. Esclavo de sus palabras, ha hecho de la conversión un modo de vida y una ética intelectual. Don Ernesto es el intelectual que mejor expresa cierta moral acomodaticia de amplios sectores de la sociedad argentina. Don Ernesto ha llegado a ser el referente máximo de la inteligencia argentina y el adalid de los derechos humanos no por su trayectoria como intelectual, escritor o político, «sino porque es parte de una sociedad que, en alguna medida, optó por el silencio o la delación».
Sus devaneos y coqueteos con el poder de turno adquieren innumerables máscaras a lo largo de los años. Militarista en las horas militares, demócrata en los años de democracia. En palabras de Osvaldo Bayer: «en un país en el cual desde el año 1930 ha habido 14 dictaduras, al señor Sábato jamás se le prohibió un libro, jamás estuvo preso ni tuvo que exiliarse. En las peores épocas se le ha premiado y ha tenido reportajes».
La trayectoria y relaciones con el poder de Don Ernesto han sido detalladas ampliamente tanto en el libro de López y Korn así como en otros trabajos. También en la revista Sudestada Nº 27, Hugo Montero detalla minuciosamente los caminos de Don Ernesto a lo largo de varias décadas. La memoria colectiva, sin embargo, es bastante olvidadiza. Ahora, cuando es besado reverencialmente en la frente por el presidente Kirchner hace pocos días, no está de más apelar a los apuntes y repasar algunas convivencias entre Don Ernesto y el poder. Túneles oscuros del homenajeado eterno, héroe sin tumba, que resiste inmutable antes del final.
En septiembre de 1955 un golpe de Estado derroca al entonces presidente Juan Perón. Don Ernesto, en sintonía con los militares golpistas en el poder, afirma: «En toda revolución hay vencidos. En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo. Son vencidos los delincuentes, los demagogos, los torturadores. Personalmente, creo que los torturadores deberían ser sometidos a la pena de muerte».
Como recompensa, el gobierno militar designa a Don Ernesto director de la revista Mundo Argentino. Al poco tiempo las torturas y fusilamientos del gobierno militar no pueden ocultarse, Don Ernesto presenta quejas y es removido de la revista.
Los vientos cambian y Don Ernesto se prepara. Un presidente constitucional, Arturo Frondizi, es elegido en elecciones y Don Ernesto pasa a desempeñarse como funcionario en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Al poco tiempo, atisbando nuevos vientos, se aleja.
En junio de 1966 el general Juan Carlos Onganía da un golpe de Estado. Don Ernesto apresta sus declaraciones: «Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente. ¿Vos creés en la Cámara de Diputados? ¿Conocés mucha gente que crea en esa clase de farsas? Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación».
En 1973 los huracanados vientos del pueblo arrasan con los militares y Don Ernesto se muestra exultante por el triunfo peronista de Héctor Cámpora en las elecciones. Temeroso de la izquierda -ideología foránea- que parecía rodear al gobierno hizo una recomendación digna de un Papa inquisidor: «Un gobierno que se proponga la gran transformación debe tener la convicción filosófica y la fuerza suficiente como para sacar a puntapiés a organizaciones extranjerizantes. La libertad absoluta no existe, no ha existido nunca ni existirá jamás. Si alguien entra en mi casa e intenta humillar o destruir o vejar a mi gente, yo no tengo el ‘derecho’ de impedirlo hasta con la fuerza, creo que tengo el ‘deber’ de hacerlo».
El mismo argumento de «ideología foránea» que poco tiempo después utilizarán para aterrorizar y asesinar los militares genocidas de la más sangrienta dictadura militar de toda la historia argentina.
Los vientos vuelven a soplar: ahora serán aterradores.
Dos meses después del golpe militar que instauró el terror de Estado en la Argentina en 1976, cuatro escritores: Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Horacio Esteban Ratti y Leonardo Castellani, se allegaron hasta la casa de gobierno para almorzar con el general Videla, presidente de facto de la dictadura militar. Entre postres con dulce de leche y vinos de relativa calidad -Bianchi y San Felipe blanco-, el dictador les repitió varias veces que para él era un honor compartir la mesa con ellos.
Alguna vez dijo Don Ernesto: «sin libertad no vale la pena vivir, todo se corrompe y degrada, los seres humanos se convierten en abominables esclavos». Dos semanas antes del almuerzo entre los escritores y el presidente, el escritor Haroldo Conti era secuestrado de su casa por un grupo de tareas. De allí en más habría de ser un desaparecido. Con el tiempo se supo que en la reunión gastronómica la suerte de algunos artistas secuestrados fue un tema que se habló tibiamente y que el cura Castellani preguntó por la situación Haroldo Conti. ¿Don Ernesto? Guardó silencio.
Sin embargo, a la salida del almuerzo, mientras Borges, Ratti y Castellani casi ni hablaron ante los micrófonos de los periodistas, a Don Ernesto le volvió la palabra: «Es imposible sintetizar una conversación de dos horas en pocas palabras, pero puedo decir que con el presidente de la Nación hablamos de la cultura en general, de temas espirituales, históricos y vinculados con los medios masivos de comunicación». Luego afirmó: «Hubo un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo», y explicó que fue «una larga travesía por la problemática cultural del país. Se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura». Finalmente resaltó su opinión sobre el dictador: «El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente».
Seguramente existe quien pueda pensar que Don Ernesto fue mal interpretado, como él mismo aseguró algunos años después cuando sentía la necesidad de volver a ubicarse. Pero hay que recordar que en 1978 -cuando la represión militar había cobrado ya miles de vidas y esto era denunciado en todo el mundo- Don Ernesto se prestó a poner el hombro a los militares en una maniobra publicitaria que pretendía atenuar las denuncias de torturas y desapariciones en el exterior del país. El mundial de fútbol de 1978 fue una excelente pantalla para los militares, que tildaban a sus acusadores de hacer campaña antiargentina. Don Ernesto, al contrario de los escritores e intelectuales en el exterior, afirmó: «Boicotear el mundial no sólo hubiera sido boicotear al gobierno, sino al pueblo de la Argentina, que de veras, no se lo merece». En ese mismo año, para compensar las denuncias de los exiliados y los organismos de derechos humanos sobre las torturas y desapariciones, expuso su opinión sobre la dictadura militar en la revista alemana Geo Magazin: «La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las fuerzas armadas tomaran el poder». Y para que no queden dudas: «Los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes. Sin dudas, en los últimos meses en nuestro país, muchas cosas han mejorado: las bandas terroristas armadas han sido puestas en gran parte bajo control».
En 1979 Julio Cortázar denunciaba desde el exterior del país las torturas y asesinatos en Argentina y escribía llamando a los intelectuales «a tomar la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece día a día en tantos países latinoamericanos». Don Ernesto saldrá al cruce de Cortázar respondiéndole que: «la inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, de sus pensadores, están en el país y trabajan». Y más categórico: «cometen una grave injusticia los que están fuera del país pensando que aquí no pasa nada y que todo es un tremendo cementerio».
Cuando los vientos empiezan a cambiar nuevamente, Don Ernesto, fiel a su costumbre, realiza el consiguiente proceso de conversión. A principios de los ochenta rápidamente se transforma en adalid de la democracia (con instituciones en las que, había dicho antes, «nadie creía seriamente») y de los derechos humanos.
En 1983 Raúl Alfonsín es electo presidente y se crea una comisión de notables: la CONADEP, Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas, integrada por intelectuales, periodistas, religiosos. Don Ernesto preside la Comisión que el 20 de septiembre de 1984 entrega el informe de sus investigaciones. El libro se publica bajo el título Nunca más. El Prólogo, que no lleva firma pero que fue escrito por Don Ernesto, se conoce como el Informe Sábato. Allí es donde nuestro humanista despliega su «teoría de los dos demonios». Precioso fundamento teórico para lo que luego fueron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que garantizaron la impunidad de centenares de torturadores y asesinos de la dictadura militar.
El devenir de Don Ernesto no se agota en estas circunstancias. Sus camaleónicas conversiones son inacabables. Por delicadeza obviamos premios, homenajes, nombramientos. Abalorios de la estatua de bronce. Siempre al rescoldo del poder. Siempre con la palabra justa, paternal, adecuada a la circunstancias. Excepto quizás en la década de los noventa cuando el entonces presidente Carlos Menem -acorde a los vientos neoliberales- prefiere la compañía de otros ilustres de menor significación, como el escritor Jorge Asís.
Pero Don Ernesto siempre vuelve a reconstruir su pasión verdadera. Besado en la frente por el presidente Kirchner en la Casa de Gobierno, su sonrisa se ilumina. Como el sol, siempre asoma, para recordarnos que con sus broncíneos rayos lo abarca todo, perenne, inmutable.
Luis Bardamu
en: http://dokelibertario.blogspot.com