Giro electoral mediante, se ha reinstalado en el imaginario social la lógica de la representación cuestionada por el impulso de las plazas
-¡Nunca se ha hablado tanto de política como ahora!
-Y tan poco de la vida…
(Una conversación con amigas, en el «año del cambio»)
Las almas y los corazones
¿Cómo entender la naturaleza profunda de la gestión política de esta crisis económica? Creo que podemos encontrar inspiración en una autoridad en materia neoliberal como Margaret Thatcher. En 1988, la Dama de Hierro dijo con absoluta franqueza: «La economía es el método, pero la finalidad es cambiar el corazón y el alma».
Me parece que es exactamente desde este punto de vista que conviene pensar las políticas que se llevan a cabo en Europa desde 2008. No se trata tan sólo de un conjunto de recortes o medidas severas de austeridad para «salir» de la crisis y regresar al punto en el que estábamos, sino de redefinir radicalmente las formas de vida: nuestra relación con el mundo, con los otros, con nosotros mismos.
Vista desde este ángulo, la crisis es el momento ideal para emprender un proceso de «destrucción creativa» de todo lo que, en las instituciones, el vínculo social y las subjetividades, hace obstáculo o desafía la lógica del crecimiento y el rendimiento indefinido: ya sean restos del Estado del bienestar, mecanismos formales o informales de solidaridad o apoyo mutuo, valores no competitivos o no productivistas, etc. Destruyendo o privatizando los sistemas públicos de protección social, deprimiendo los salarios, se incentiva el endeudamiento y la lucha a codazos por la supervivencia, resultando un tipo de individuo para el cual la existencia es un proceso constante de autovalorización. La vida entera se vuelve trabajo.
¿Es esto demasiado abstracto, conspiranoico, «metafísico» incluso? Por el contrario, es completamente banal y cotidiano, por eso triunfa. Un ejemplo posible entre mil. ¿Qué supone el Real Decreto-Ley 16/2012, aprobado por el Partido Popular, que excluye de la atención sanitaria a decenas de miles de personas? Los activistas de Yo Sí Sanidad Universal que lo combaten cotidianamente nos lo explican así: no se trata de que vaya a haber menos radiografías o menos cirujanos, sino de un cambio cualitativo por el cual la salud ya no es más un derecho para todos, ricos o pobres, sino que depende de si estás asegurado. El decreto es el método, pero la finalidad es reprogramar el imaginario social sobre el derecho a la salud. Es decir, que incorporemos como modo de pensar y sentir cotidiano, a partir de unos cambios que muchas veces no resaltan (hablar de «aseguramiento», tener que ir al INSS a recoger la tarjeta sanitaria), el hecho terrible de que la atención sanitaria es a partir de ahora un privilegio de los que se lo merecen. Y que actuemos en consecuencia: guerra de todos contra todos y sálvese quien pueda.
La piel…
En esta perspectiva, uno de los momentos políticamente más interesantes de los últimos años fue justo el fin de los campamentos del 15M. Es decir, cuando la inmensa cantidad de energía concentrada en el espacio-tiempo de las plazas se despliega y metamorfosea por los distintos territorios de vida. Primero se crean las asambleas de barrio, luego se forman las mareas en defensa de lo público, crece y se multiplica la PAH, bullen y hormiguean por todos los rincones mil iniciativas capilares, casi invisibles: cooperativas, huertos urbanos, bancos de tiempo, redes de economía solidaria, centros sociales, nuevas librerías, etc.
Digamos que el acontecimiento 15M extiende por toda la sociedad una especie de «segunda piel»: una superficie extremadamente sensible en y por la cual uno siente como algo propio lo que les sucede a otros desconocidos (el ejemplo más claro son seguramente los desahucios, pero recordemos también cómo fue acogida socialmente la lucha del barrio de Gamonal); un espacio de altísima conductibilidad en el que las distintas iniciativas proliferan y resuenan entre sí sin remitir a ningún centro aglutinador (en todo caso, a paraguas abiertos como los términos «99%» o «15M»); una lámina o película anónima donde circulan imprevisibles, ingobernables, corrientes de afecto y energía que atraviesan alegremente las divisiones sociales establecidas (sociológicas, ideológicas), etc.
Nos equivocaríamos pensando esa «segunda piel» con los conceptos clásicos de sociedad civil, opinión pública o movimiento social. En todo caso es la sociedad misma que se ha puesto en movimiento, creando un clima de politización que no conoce dentro y afuera, arriba y abajo, centro o periferia, etc.
¿Y por qué éste sería un momento especialmente interesante? Porque ahí asumimos el reto que nos plantea el neoliberalismo (sintetizado tan bien por la fórmula de la Thatcher) tanto en extensión como en intensidad. Se pelea en torno a formas de vida deseables e indeseables y la disputa tiene lugar en todos los rincones de la sociedad, sin actores, tiempos o lugares privilegiados.
En cada hospital amenazado de cierre y en cada escuela advertida de recorte, en cada vecino en proceso de desahucio y en cada migrante sin tarjeta sanitaria a la puerta de un centro de salud, se juega la pregunta por cómo vamos a vivir. Y no en un plano retórico o discursivo, sino práctico, encarnado y sensible. Lo que nos importa y lo que nos es indiferente, lo que nos parece digno e indigno, lo que toleramos y lo que ya no toleramos más. ¿Queremos vivir en una sociedad donde alguien puede morir de una gripe, ser desalojado de su casa, no tener recursos para educar a los niños…?
Piel abierta, piel extensa, piel intensa. Frente a la guerra de todos contra todos y el «sálvese quien pueda» que atiza necesariamente la lógica del beneficio por encima de todo, se activa la dimensión común de nuestra existencia: solidaridad, cuidado y apoyo mutuo, vínculo y empatía. Frente a la pasividad, la culpa y la resignación que siembra la estrategia del shock, se contagia por todas partes una extraña alegría: «estamos jodidos pero contentos» me dijo un amigo en medio de aquellos días de asambleas y mareas. Contentos de compartir el malestar en lugar de tragar lágrimas en privado, de reconvertirlo incluso en potencia de acción.
Esta suerte de «cambio de piel» consiguió en muy poco tiempo algunos logros realmente impresionantes (que sólo miradas muy obtusas rechazan ver): la deslegitimación de la arquitectura política y cultural dominante en España desde hace décadas, la transformación social de la percepción sobre asuntos clave como los desahucios, las victorias concretas en el caso de Gamonal, la marea blanca o la ley del aborto de Gallardón, la neutralización de la posibilidad siempre latente en las crisis de la emergencia de fascismos macro y micro, etc. No gracias a que tuviese ningún tipo de poder (institucional, económico, mediático, etc.), sino más bien a su fuerza para alterar el deseo social, contagiar otra sensibilidad y expandir horizontalmente nuevos afectos. Esa fuerza sensible es y ha sido siempre el poder de los sinpoder.
… y el teatro
¿Dónde estamos hoy, con respecto a esto? La lectura predominante que se hizo del impasse en el que entraron los movimientos post-15M hacia la segunda mitad de 2013 señaló que se había topado con un «techo de cristal»: las mareas chocan contra un muro (el cierre institucional), pero este muro no cede. No hay cambio tangible en la orientación general de las políticas macro: siguen los desahucios, los recortes, las privatizaciones, el empobrecimiento, etc.
Ese diagnóstico llevaba en sí mismo la receta: la vía electoral se plantea como único camino posible para salir del impasse y romper el «techo de cristal». Podemos primero, las candidaturas municipalistas después, canalizan en esa dirección (con formas y estilos muy distintos) la insatisfacción social y el deseo de cambio. (En Cataluña es el proceso independentista el que parece desviar/encarrilar el malestar, pero el análisis de esa situación excede las posibilidades de este artículo y de este autor).
¿Cómo interpretar los resultados de ese «giro electoral»? Mi lectura y mi sensación es ambivalente: ganamos pero perdimos.
Ganamos, porque sin apenas recursos o estructuras, y a pesar de las campañas del miedo, las nuevas formaciones han competido exitosamente con las grandes maquinarias de los partidos clásicos, desordenando un mapa electoral que parecía inmutable. Ahora hay esperanzas razonables de que los nuevos gobiernos (municipales por el momento) cristalicen reivindicaciones básicas de los movimientos (con respecto a desahucios, recortes, etc.) y alteren algunos de los marcos normativos que reproducen la lógica neoliberal de la competencia en distintos órdenes de la vida.
Perdimos, porque se han reinstalado en el imaginario social las lógicas de representación y delegación, centralización y concentración que fueron cuestionadas por la crisis y el impulso de las plazas.
Digamos que la fuerza centrípeta de lo electoral ha plegado la piel en lo que podríamos llamar un «volumen teatral», esto es, un tipo de espacio (material y simbólico) organizado en torno a las divisiones dentro/fuera, actores/espectadores, platea/escena, escena/backstage.
Muy esquemáticamente: un tipo de hacer muy retórico y discursivo, que pone en primer plano a los «actores más capaces» (líderes, estrategas, «politólogos»), polarizado en torno a espacios y tiempos muy determinados (la coyuntura electoral, el tiempo futuro del programa o la promesa) y enfocado a la conquista de la opinión pública (las famosas «mayorías sociales»), ha venido a suceder a un tipo de hacer mucho más basado en la acción, al alcance de cualquiera, que se desarrolla en tiempos y espacios heterogéneos, autodeterminados y pegados a la materialidad de la vida (un hospital, una escuela, una casa) y se dirige a los otros, no como a votantes o espectadores, sino como a cómplices e iguales con los que pensar y actuar en común.
Si el 15M puso en el centro el problema de la vida y de las formas de vida, el «asalto institucional» ha repuesto en el centro la cuestión de la representación y el poder político. Y cada opción tiene sus implicaciones. El efecto de la división dentro/fuera que instala el teatro implica una reducción en términos de extensión e intensidad que debilita la pelea contra el neoliberalismo.
Por un lado, lo que queda fuera de los muros del teatro pierde valor y potencia, resulta recortado y devaluado. Un ejemplo muy claro: los movimientos son objeto de mera referencia retórica o se interpretan como reivindicaciones o demandas a escuchar, sintetizar o articular por una instancia superior (partido, gobierno), borrándose así completamente su dimensión esencial de creación de mundo aquí y ahora (nuevos valores, nuevas relaciones sociales, nuevas formas de vida). El teatro ausenta lo que representa. Y de ese modo se pierde la relación viva con la energía creadora de los movimientos.
Por otro lado, lo que se ve en el exterior del teatro viene proyectado desde el interior. Me refiero a algo muy concreto y cotidiano: la ocupación total de la mente social (pensamiento y mirada, atención y deseo) por lo que ocurre en la escena. ¿Cuánto tiempo de nuestras vidas hemos perdido últimamente hablando del penúltimo gesto de cualquiera de nuestros súper-héroes/heroínas (Iglesias, Monedero, Carmena, Garzón, quien sea)? Con la nueva política cambian las obras y los actores, hay nuevos decorados y guiones, pero seguimos tan reducidos como antes a espectadores, comentaristas y opinadores ante sus pantallas, perdiendo así el contacto con nuestro centro de gravedad: nosotros mismos, nuestra vida y nuestros problemas, lo que estamos dispuestos a hacer y lo que ya hacemos, las prácticas que inventamos más o menos colectivamente, etc. Hipersensibles a los estímulos que nos vienen de arriba, indiferentes y anestesiados a lo que ocurre a nuestro alrededor (piel cerrada). Y de nada sirve criticar el teatro: se sigue fijando en él la atención, aunque sea a la contra.
Reabrir la piel
Recapitulo. El neoliberalismo no es un «régimen político», sino un sistema social que organiza la vida entera. No es un «grifo» que derrama sus políticas hacia abajo y que podemos simplemente cerrar conquistando los lugares centrales del poder y la representación, sino una dinámica de producción de afectos, deseos y subjetividades («la finalidad es cambiar los corazones y las almas») desde una multiplicidad de focos.
La vía electoral-institucional tiene en razón de ello sus propios «techos de cristal». Y es tal vez eso lo que podemos aprender del culebrón trágico de Syriza: dentro los marcos establecidos de acumulación y crecimiento, el margen de maniobra del poder político es muy limitado. Y girar hacia otros modelos (pensemos en eldecrecimiento, por ejemplo) no se puede «decretar» desde arriba, sino que requiere de toda una redefinición social de la pobreza y la riqueza, de la vida buena y deseable, que sólo se puede suscitar desde abajo. Por esa razón, constituir el poder destituyendo la fuerza (pasar de la piel al teatro) es catastrófico. Son siempre nuevos procesos de subjetivación, nuevos cambios de piel, los que redefinen los consensos sociales y abren lo posible, también para los gobiernos.
Se trata entonces de reabrir la piel (la tuya, la mía, la de todos). A nivel íntimo, esto exige a cada uno resistirse a la captura de la atención y el deseo, del pensamiento y la mirada por las lógicas representativas, espectaculares. El teatro lo monta cada día el matrimonio funesto entre el poder político y los medios de comunicación (incluyendo aquí desgraciadamente a los medios alternativos, también hipnotizados por «la coyuntura»), pero lo reproducimos todos, en cualquier conversación entre amigos o con la familia, cuando dejamos que organice el marco de nuestras preguntas, preocupaciones y opciones: ¿populista o movimientista? ¿confluencia o unidad popular? ¿Zutano o Mengano? Hay que revertir ese movimiento centrípeto y fugar de cualquier centro: centri-fugar. Recuperar el eje. Partir de nosotros mismos. Mirar alrededor.
A nivel general, se trata de retomar la experimentación a ras de suelo y al nivel de las formas de vida: pensar y ensayar ahí nuevas prácticas colectivas, inventar nuevas herramientas e instrumentos para sostenerlas y expandirlas, imaginar nuevos mapas, brújulas y lenguajes para nombrarlas y comunicarlas. El impasse de 2013 tuvo mucho que ver, si miramos hacia dentro de lo que hacemos y no sólo hacia afuera (el impacto en el poder político), con la inadecuación radical de nuestros esquemas de referencia (formas de organización, imágenes de cambio, etc.) para acompañar lo que estaba pasando.
Por supuesto, este es y será un camino largo, difícil, frustrante a veces, pero también real y en ese sentido satisfactorio. Porque la promesa que nos lanzan desde la escena sobre un «cambio» que nada va a exigirnos excepto ir a votar al partido correcto el día de las elecciones sólo es una tomadura de pelo.
Estar a la altura del desafío neoliberal pasa por desplegar una «política expandida»: no reducida o restringida a determinados espacios (mediáticos e institucionales), a determinados tiempos (la coyuntura electoral) y a determinados actores (partidos, expertos), sino al alcance de cualquiera, pegada a la multiplicidad/materialidad de las situaciones de vida, creadora de valores capaces de rivalizar con los valores neoliberales de la competencia y el éxito.
La misma palabra «política» quizá ya no nos alcance para nombrar algo así, parece traicionarnos siempre, desplazando el centro de gravedad hacia el poder, la representación, el Estado, los políticos, el teatro. No se trata de un cambio de régimen, sino de alimentar un proceso múltiple de autodeterminación de la vida. La política es el método, pero el desafío es cambiar nuestras almas y nuestros corazones.
Notas:
* Las imágenes de la piel y el teatro me han venido sugeridas por la lectura de Economía libidinal de Jean-François Lyotard.
** Este texto elabora las ideas de conversaciones con Marga y Raquel, Leo, Franco, Diego, Ernesto, Álvaro, Marta, Ema…
Fuente: http://www.eldiario.es/interferencias/piel-teatro-Salir-politica_6_442065819.html