Desde el comienzo de la crisis económica, en España vivimos una situación realmente excepcional, una aceleración histórica y una apertura de lo posible sin precedentes en el pasado inmediato. Desde 2008, este país es un «laboratorio de pruebas» intensísimo, donde se ensayan nuevas formas de sometimiento y también de emancipación. Hablemos ahora de las primeras. […]
Desde el comienzo de la crisis económica, en España vivimos una situación realmente excepcional, una aceleración histórica y una apertura de lo posible sin precedentes en el pasado inmediato. Desde 2008, este país es un «laboratorio de pruebas» intensísimo, donde se ensayan nuevas formas de sometimiento y también de emancipación. Hablemos ahora de las primeras.
En su célebre libro La doctrina del shock, Naomi Klein elaboró esta inquietante hipótesis: el neoliberalismo no «sufre» las crisis, sino que se aprovecha más bien de ellas para catalizar un «gran salto hacia adelante» en la transformación de las sociedades. Funciona por y a través de sus «disfuncionalidades». El libro está basado en el estudio exhaustivo de varios ejemplos históricos: el Chile de Pinochet, la Polonia post-soviética, el Nueva Orleans devastado por el huracán Katrina, etc. En todos los casos, una serie de «shocks» noquearon a las poblaciones, quebraron la solidaridad social, contagiaron la parálisis, la resignación y el miedo, fomentando la dependencia del Estado como padre protector y allanando el camino a todo tipo de reformas. Las atmósferas de pánico y depresión social (ya sean provocadas por una catástrofe de original natural o humano) son ocasiones ideales para profundizar y generalizar la lógica de la maximización de la ganancia. Naomi Klein lo llama «capitalismo del desastre».
¿Sería posible pensar desde esta óptica el carácter de la gestión de la crisis económica en Europa desde 2008? Creo que sí, al menos en dos sentidos:
En primer lugar, la crisis está siendo efectivamente el momento propicio para una «destrucción creativa» de todo aquello que, en las instituciones, el vínculo social y las subjetividades, hace freno, resiste, sortea o directamente desafía la extensión de la racionalidad neoliberal a toda la vida social: por ejemplo, los restos más o menos consistentes del Estado del bienestar, los mecanismos de solidaridad formales e informales, los valores no competitivos, etc.
En segundo lugar, la crisis se constituye como «técnica de gobernabilidad»: la necesidad de «salir» de ella como sea justifica cualquier medida, silencia el disenso y refuerza el autoritarismo de los poderes, que se saltan incluso las garantías liberales-democráticas básicas sin demasiado escándalo (pensemos por ejemplo en el caso de los «gobiernos técnicos» impuestos durante algún tiempo en Grecia e Italia). Ya en los años 50, Maurice Blanchot habló en un sentido parecido de un «poder de salvación» que promete darnos seguridad y rescatarnos de la catástrofe, pero siempre a cambio de nuestra «muerte política»: todas nuestras capacidades de expresión, pensamiento o acción.
En la situación española reciente, encontramos muchísimo material para confirmar el análisis de Naomi Klein, un par de ejemplos tan sólo (entre otros mil posibles).
Destrucción creativa. El Real Decreto-Ley 16/2012, aprobado por el Partido Popular, supone la exclusión de cientos de miles de personas del derecho a recibir atención sanitaria y el repago de medicamentos y de ciertas prestaciones sanitarias. No se trata simplemente de un cambio cuantitativo, es decir no es que vaya a haber menos radiografías o cirujanos, sino de un cambio cualitativo : la atención sanitaria ya no será más un derecho, sino que dependerá de si se está asegurado. Se quiebra el derecho universal a la salud y se emprende el camino hacia un modelo público-privado que abre nuevos nichos de negocio, fragmenta a la población y agrava la desigualdad social.
Gobernabilidad. El discurso del Partido Popular, desde que se hizo con el gobierno en 2011, repite incansablemente un mantra: «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». Es decir, todos somos igualmente culpables de la crisis (por un consumo a crédito desmesurado) y ahora toca pagar, expiar las culpas mediante los recortes a las prestaciones sociales. Todos los sacrificios (políticas de austeridad, etc.) son necesarios. El sentimiento de culpa (muy distinto al de responsabilidad) pasiviza y fortalece la figura del padre salvador que debe impartir las penalizaciones y los justos castigos por los excesos cometidos. «Gobernar, a veces, es repartir dolor», dijo a propósito nuestro ministro de Justicia.
Lo llamamos crisis pero la palabra no alcanza. Es más bien un cambio radical en la totalidad de las reglas de juego.
Política de cualquiera
Pero quizá lo más interesante y específico de la situación española es la respuesta a la «estrategia del shock»: una activación social sin precedentes en la historia reciente del país que arranca con el 15M, un movimiento que se sitúa deliberadamente fuera del espectro político conocido. ¿En qué sentido?
Desde 2008 que «estalla» la crisis hasta mayo de 2011 que «estalla» la calle, la respuesta social a la gestión neoliberal de la crisis -ya desastrosa para la gente de abajo- brilla por su ausencia. ¿Por qué, de qué nos habla ese silencio? Yo lo interpreto así: se intuye masivamente que la política clásica -incluyendo a la izquierda oficial y a la extrema izquierda, incluso a los «movimientos sociales»- no es capaz de hacer frente a la situación, ni mucho menos de revertirla. La percepción extendida es que todo aquello que existe en el campo político es, o bien incapaz de alterar la situación, o bien colabora directamente con ella.
El desafío vendrá del lugar menos pensado, cogiendo a contrapié a todos los «profesionales» de la política. Una convocatoria de manifestación a nivel estatal, lanzada por una estructura creada para la ocasión llamada «Democracia real ya!», prende con éxito en las redes y el imaginario social. ¿El secreto de su éxito? Su carácter radical, abierto e incluyente: con eslóganes ampliamente compartidos y muy poco ideológicos («no somos mercancías en manos de políticos y banqueros, democracia real ya»), la iniciativa imanta una porción significativa del malestar social.
Esa manifestación, que transcurre en un ambiente alegre y nada bronco en 60 ciudades españolas, libera tanta energía que hay quien no puede volver luego a casa sin más y un grupo de 40 personas decide espontáneamente plantarse aquella misma noche en la Puerta del Sol de Madrid. Lo interesante aquí es que la decisión no surge (ni seguramente podría haber surgido nunca) del cálculo político de un grupo preconstituido, sino de una asamblea de desconocidos que improvisa. Después del desalojo sufrido por este grupo durante la segunda noche, miles de personas indignadas por el abuso policial se autoncovocan por redes sociales para retomar la plaza y esa misma tarde-noche arranca la acampada. En medio de una alegría colectiva como no se recordaba en Madrid en años, nace el movimiento 15M.
El 15M es a la vez un movimiento político y antipolítico. Antipolítico en el sentido de que expresa un rechazo general de la política de los políticos, a la que que se considera con mucha razón completamente subordinada a las necesidades de la economía global. Las consignas más conocidas del movimiento son «no nos representan», «lo llaman democracia y no lo es» y «vuestra crisis no la pagamos». Pero el movimiento no se agota en la protesta o la indignación, tampoco en la demanda o la reivindicación, sino que construye y practica una redefinición positiva de la política como posibilidad al alcance de cualquiera, como pregunta sobre la vida en común al alcance de cualquiera.
Los rasgos sobresaliente del 15M los podemos encontrar encarnados en la misma materialidad de las plazas. Tres apuntes sobre ello, a partir de mi experiencia en la Puerta del Sol de Madrid:
-en las mil asambleas y grupos de trabajo, se experimentan modos de pensar y decidir en común. Sin líderes ni representantes en los que delegar, se despliega un gran esfuerzo de todos y cada uno por hablar en nombre propio, escuchar al otro, elaborar pensamiento colectivo, poniendo atención a lo que se está construyendo en común, confiando generosamente en la inteligencia y la capacidad de los desconocidos, rechazando los bloques mayoría/minoría, buscando con infinita paciencia verdades incluyentes, privilegiando muchas veces el debate y el proceso sobre la eficacia de los resultados.
-en muy pocos días, crece una pequeña ciudad dentro de la ciudad, con guardería para niños, placas solares, una biblioteca, una enfermería, equipos de limpieza, comida en abundancia, etc. Se despliega un gran esfuerzo colectivo por cuidar y crear un espacio habitable donde quepa todo el mundo. Cuestiones básicas, pero que suelen quedar a las puertas de la política tradicional (el cuidado, la reproducción, los cuerpos, etc.), son aquí objeto de la máxima atención. Lo que para algunas pensadoras como Silvia Federici supone en cierto modo una «feminización de la política».
-la «auto-simbolización» del movimiento busca constantemente producir un «nosotros» abierto, inclusivo, no-identitario. Todo lo que separa y divide (siglas, banderas, violencia) queda fuera de la plaza. Para autorrepresentarse, se usan etiquetas abiertas y marcas colectivas: «nombres de cualquiera» que no reenvían a ninguna identidad previa -sociológica, ideológica o política-, sino que dependen de una decisión subjetiva, potencialmente accesible a cualquiera. Esa es la potencia de la etiqueta «indignados», por ejemplo. Se evita cuidadosamente posicionarse en el tablero de ajedrez político (izquierda/derecha), rompiendo así la falsa polarización que organiza desde hace décadas el mapa de lo posible en España (PP/PSOE).
En definitiva, si tuviéramos que resumir el 15M es una sola frase, podríamos decir que consiste en el deseo y la práctica de una política de cualquiera, que se no se deja trocear o instrumentalizar por partidos políticos o ideologías, y busca hacerse cargo en común de los asuntos comunes.
El filósofo Jacques Ranciére ha escrito que «la política no opone un grupo a otro, sino un mundo a otro». Es decir, la política no son luchas entre grupos por el poder (intrigas palaciegas, estrategias maquiavélicas, etc.), sino la afirmación de otra experiencia del mundo. En el caso del 15M, se trataba de una experiencia hecha con estos materiales: la capacitación de la gente cualquiera, la construcción de espacios abiertos y habitables, la autonomía, en el sentido de autodeterminar tiempos, coyunturas y problemas más allá de las «agendas» mediáticas y políticas, etc. Esa experiencia es el contenido sustantivo de la «democracia real» que se reivindicaba en las plazas. Es decir, no podemos separar los fines y los medios del 15M: lo que se quiere y se reivindica («democracia real ya») se parece ya al mundo que se construye en las plazas (activo, igualitario, acogedor, a la altura de las personas). Los qués y los cómos van unidos.
El clima 15M
En las plazas hicimos esa experiencia de forma «concentrada», en el mismo espacio-tiempo. Pero pronto la energía desborda las plazas y se desparrama por la superficie social entera, transformándola. Surgen las asambleas de barrio, que descentralizan el impulso del 15M aterrizándolo en los lugares de vida. Surgen las «mareas», movimientos en defensa de los sectores públicos amenazados por los recortes (marea verde de la educación, marea blanca de la sanidad, marea azul del agua, marea naranja de los funcionarios, etc.). La Plataforma de Afectados por la Hipoteca, un grupo pequeño hasta entonces que trabaja problemas relativos a los desahucios y la vivienda, crece y se multiplica por todas partes. Proliferan cooperativas, bancos de tiempos, huertos urbanos, redes de economía solidaria, mercados sociales, nuevos centros sociales, librerías asociativas, etc. No son movimientos sociales, sino la sociedad en movimiento.
Se trata de un efecto impresionante de extensión de un espíritu de politización a toda la sociedad: funcionarios, bomberos, personal sanitario, jueces profesores, ¡incluso los cuerpos de policía! Cada iniciativa, cada marea, replica y recrea a su modo el espíritu del 15M: la autoorganización desde la base, a distancia o directamente prescindiendo de los partidos y los sindicatos; la voluntad de inclusividad, gracias a la cual se agrupa gente muy distinta (ideológica o políticamente) en torno a objetivos comunes; la toma de la calle, siempre en un clima de alegría y noviolencia, sin pedir permiso a las autoridades (como es de obligación en España), etc.
Un «nuevo clima social», como lo llamamos para distinguirlo de un movimiento o una organización, libera por todas partes posibilidades de acción, atravesando la sociedad entera como una corriente discontinua en el tiempo y el espacio. A veces más visible, expresándose en enjambres y mareas que toman masivamente la calle. A veces subterránea, encarnada en mil iniciativas formales y informales (familias, redes de amistad, relaciones de vecindario) arraigadas en la vida cotidiana.
Este «clima 15M» contrarresta o atenúa los efectos la «estrategia del shock» analizada por Naomi Klein. En lugar de la guerra de todos contra todos y el «sálvese quien pueda», se intensifica la dimensión común de la existencia: la solidaridad, el apoyo mutuo, el vínculo social, la empatía. En lugar de la docilidad, la resignación y las narrativas culpabilizadoras, se activan las ganas de hacer, protestar, organizarse.
Podemos observar esto último mejor a partir de tres «logros concretos» del 15M:
En primer lugar, se pone en crisis la legitimidad de la arquitectura política y cultural que ha regido en España desde la transición post-franquista (monarquía, Constitución, Parlamento, sistema de partidos, prensa, banca…). Es decir, se percibe que el sistema político no funciona como protección frente a los peligros contemporáneos, sino que más bien los encubre o está incluso en su fuente.
En segundo lugar, se transforma la percepción y la sensibilidad a nivel social. El caso que más resalta es el drama de los desahucios: decenas de miles de personas que no pueden asumir el pago de las hipotecas que contrataron en su día y son expulsadas de sus casas. Antes de 2011, los desahucios ni se ven, ni se sienten, ni se rechazan, pero después del 15M se hacen visibles, se perciben como intolerables y se actúa contra ellos (y no sólo activistas y militantes, sino también jueces, periodistas y también bomberos, cerrajeros o policías que se niegan a participar en ellos).
Por último, el clima 15M neutraliza la emergencia de fascismos y microfascismos. No sólo el auge electoral de los populismos derechistas tipo Amanecer Dorado o Frente Nacional que crecen por toda Europa (no existe en España una opción electoral de ese tipo), sino también los micro-fascismos callejeros que acompañan siempre a las crisis (delincuencia, estallido social, búsqueda de chivos expiatorios, etc.). La narrativa del 99% contra el el 1% hace que el enemigo se busque, no en los inmigrantes o en los más pobres («improductivos», «vagos», etc.), sino en las oligarquías políticas y económicas.
¿Cómo pudo conseguirse todo esto? El 15M no tiene ningún poder (físico, cuantitativo, institucional o económico), pero sí fuerza. Una fuerza sensible, capaz de alterar las corrientes subterráneas del deseo social y redefinir la realidad: lo posible y lo imposible, lo digno y lo indigno, lo importante y lo superfluo.
Impasse
Hacia finales de 2013, se empieza a percibir muy claramente un «enfriamiento» del clima 15M. La energía se empantana. Los espacios organizados se hacen inhabitables excepto para los activistas full time. Las acciones pierden eco, las palabras resonancia. Se repiten lenguajes y gestos, convirtiéndose en identidades. Lo imprevisible se vuelve previsible. El movimiento se frena, deviene reivindicativo y nostálgico.
¿Qué pasa? Se trata de un momento complejo y aún por pensar, aunque lo cortante de las preguntas que nos plantea nos deja sin aliento: ¿qué obstáculos encontramos, dentro y fuera de nosotros mismos, qué no hemos sabido elaborar?
Una pluralidad de factores explican el impasse, pero vamos a señalar ahora solamente dos:
Desde fuera, el «techo de cristal»: las mareas chocan contra un muro (el cierre del sistema de partidos a cualquier cambio), pero ese muro no cede. No hay cambio tangible de la orientación general de las políticas macro: siguen los desahucios, los recortes, las privatizaciones, los ajustes…
Desde dentro, en los movimientos de las plazas hay elementos de una nueva politización, pero carecen prácticamente de lenguajes, mapas o brújulas propias y adecuadas, y están lastrados por el peso de herencias ideológicas del pasado (formas de organización, esquemas mentales de referencia, etc.).
Ganamos pero perdimos
En la crisis de imaginación de los movimientos post-15M, la vía electoral parece plantearse como el único camino posible para salir del impasse y romper el «techo de cristal». Aprovechando el desplazamiento general del sentido común generado por el clima 15M, se trata de conquistar los votos del descontento y alcanzar el poder político. Podemos primero, las candidaturas municipalistas después, catalizan en esta dirección (con modos y estilos distintos) la insatisfacción y el deseo de cambio. (En Cataluña es el proceso independentista el que ha desviado y encarrilado al malestar, pero el análisis de esa situación excede las posibilidades de este artículo)
El éxito fulgurante de los nuevos dispositivos electorales ha sido muy impactante: mientras que Podemos amenaza con romper definitivamente el bipartidismo instalado en España durante tres décadas, las candidaturas municipalistas han alcanzado ya el poder político en importantes ciudades españolas como Madrid, Barcelona, Santiago, Coruña o Zaragoza. Esto demuestra que la grieta abierta por el 15M es mucho más profunda de lo que se pensaba a primera vista.
¿Cómo leer este proceso, este pasaje? Mi lectura y percepción es ambivalente: ganamos pero perdimos.
Ganamos , porque se ha desordenado un mapa electoral que parecía inmutable, ampliando así lo posible. Sin apenas recursos o estructuras, las nuevas formaciones han competido con éxito con las grandes maquinarias de los partidos clásicos. A pesar de las campañas del miedo desatadas contra ellas, la población no ha tenido miedo de votar opciones ajenas al consenso ideológico reinante en España durante décadas. Ahora hay esperanzas razonables de que los nuevos gobiernos cristalicen reivindicaciones básicas de los movimientos (con respecto a los desahucios, los recortes, la corrupción, la represión, la segregación sanitaria, etc.) y de que alteren algunos de los marcos normativos que reproducen la lógica neoliberal de la competencia en distintos órdenes de la vida.
Perdimos , en el sentido de que se han reinstalado en el imaginario social las lógicas de centralización, delegación y representación que fueron cuestionadas por el impulso 15M.
El acontecimiento 15M extendió en la sociedad, como explicábamos antes, una especie de «segunda piel»: una superficie muy sensible, afirmativa, siempre en movimiento y metamorfosis; un espacio altamente conductor, donde las iniciativas proliferaban y resonaban sin remitir a ningún centro unificador; un nuevo clima social, por donde circulaban corrientes imprevisibles de afecto y energía.
Pues bien, la fuerza centrípeta de lo electoral ha plegado esa «segunda piel» en un «volumen teatral», organizado en torno a las divisiones dentro/fuera, platea/escena, actores y espectadores.
Dicho muy esquemáticamente: un tipo de política muy retórica, centrada en líderes, intelectuales y expertos, polarizada en torno a espacios y tiempos privilegiados (los partidos, las elecciones) y muy enfocada a la conquista de la opinión pública en el plano mediático, ha sustituido un tipo de política mucho más basado en la acción, al alcance de cualquiera, desarrollada en espacios y tiempos muy heterogéneos (autodeterminados y pegados a la materialidad de la vida) y que se dirige al otro, no como a un votante-espectador, sino como a un cómplice, un igual.
En nombre de la «eficacia», de la «ventana de oportunidad», de la «urgencia histórica», de la «toma del poder», etc., hemos pasado de ser actores de la política cotidiana (en las plazas o las mareas) a ser de nuevo espectadores del teatro de la representación. Un teatro con nuevas obras y actores, nuevos decorados y guiones, sin duda mucho mejor que el viejo, pero teatro al fin y al cabo.
Lo que queda fuera del teatro resulta invisibilizado o devaluado: los movimientos se interpretan en el mejor de los casos como simples «portadores de demandas» a escuchar, articular o sintetizar desde alguna instancia superior (partido o Estado), perdiéndose así de vista su capacidad de creación de mundo aquí y ahora. Si se prolongan, los efectos de esta reposición del verticalismo político serán seguramente desoladores: pasivización y delegación general, desertificación y vaciamiento de la multiplicidad, desvitalización de la política, etc. Pero que el 15M esté ahora eclipsado, no significa que esté desaparecido.
En conclusión, no hay a mi juicio «continuidad» o «traducción» entre el 15M y los nuevas máquinas electorales. El 15M no es un objeto electoral. Se trata más bien de dos racionalidades distintas que resulta vital distinguir para despejar en lo posible el riesgo desaturación de una por la otra (de captura, de opacamiento, de expropiación).
Política expandida y restringida
Algunos autores nos han enseñado a ver y pensar el neoliberalismo, no sólo como un corpus de doctrina o una política económica impuesta desde arriba, sino más bien como una concepción material del mundo : el yo como empresa, la búsqueda de beneficio como motor de todos los comportamientos, la competencia como principio de relación con el otro, la propiedad y el consumo como medidas de la riqueza, la vida como un conjunto de oportunidades a rentabilizar. Esa definición de la realidad no se derrama ni emana desde un centro maligno, sino que se instala más bien de un modo muy dinámico y multiforme, tanto «por arriba» como «por abajo».
Radicalizar la hegemonía de esta concepción del mundo ha sido y es el objetivo de la gestión de la crisis y la «doctrina del shock»: la destrucción o privatización de los sistemas públicos de protección social incentivan el endeudamiento y la competencia generalizada, el resultado es un tipo de individuo para el que la existencia se convierte en un proceso continuo de autovalorización. «La economía es el método. La finalidad es cambiar el corazón y el alma», dijo con absoluta franqueza Margaret Thatcher.
¿Qué tipo de acción puede afectar, revertir, desviar este tipo de procesos que afectan a laconfiguración misma de lo humano?
No hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre la capacidad que tiene para ello la política clásica, ni siquiera en sus versiones progresistas. Los cambios en las formas de vida, en la posición del deseo, en los valores que polarizan cotidianamente nuestros comportamientos, no pueden ser «decretados» desde los lugares centrales de la representación y el poder. El poder no es la fuerza. Por esa razón, constituir el poder destituyendo la fuerza (el efecto del «volumen teatral») es desastroso: son siempre «nuevos climas sociales» (nuevos procesos de subjetivación) los que abren y amplían el marco de lo posible, incluso para los gobiernos.
Una política a la altura del desafío neoliberal sería entonces quizá más bien una «política expandida»: no reducida o restringida a determinados espacios (lo público-estatal), a determinados tiempos (la coyuntura electoral) y a determinados actores (partidos, expertos), sino al alcance de cualquiera, pegada a la multiplicidad de las situaciones de vida, creadora de valores capaces de rivalizar con los valores neoliberales de la competencia y el éxito. La misma palabra «política» quizá ya no nos alcance para nombrar algo así, parece traicionarnos siempre…
En los recientes movimientos de las plazas (primavera árabe, 15M, Syntagma, Occupy, Gezi…) hay semillas y gérmenes de esa «política expandida». Debemos cuidarlas y velar por su crecimiento. Es la tarea principal. Pero son precisamente semillas y gérmenes, no una respuesta o una solución global. No se puede descalificar completamente entonces la opción estatal. Se trataría más bien de replantearla: sacarla del centro, des-centrarla, reubicándola en el interior de un proceso más amplio.
«Cambio multicapas y multicanales» es la imagen que propone mi amiga hacker Margarita Padilla para pensar e imaginar un cambio social complejo (es decir: no estadocéntrico). Protagonizado por una pluralidad de sujetos, transcurre en una multiplicidad de tiempos y pasa por una diversidad de espacios. Las instituciones son uno más, ni el único ni el más importante.
Otro amigo siempre dice: el poder político no es el poder que cambia la sociedad, pero puede acompañar y respaldar al poder que sí lo hace. Es decir, la fuerza que cambia la sociedad viene de los movimientos (autónomos con respecto a los tiempos, los lugares y la agenda estatal) que desafían lo establecido, crean nueva realidad, redistribuyen lo deseable e indeseable, hacen posible (y razonable) lo que parecía imposible. Las nuevas formas de gestión y representación pueden en todo caso hacerse porosas a ese afuera, necesariamente autónomo y conflictivo, sin tratar de hegemonizarlo, cooptarlo o destruirlo. He ahí una hipótesis provisional para los tiempos que vienen.
(c) Amador Fernández-Savater. Este texto puede copiarse y distribuirse libremente, con o sin finalidades comerciales, con o sin obras derivadas, siempre que se mantenga esta nota.
Referencias:
La doctrina del shock, Naomi Klein
A nuestros amigos, Comité Invisible
Escritos políticos, Maurice Blanchot
El desacuerdo, Jacques Rancière
Economía libidinal, Jean-François Lyotard
La razón neoliberal, Verónica Gago
La nueva razón del mundo, Christian Laval y Pierre Dardot
Política y situación, Miguel Benasayag y Diego Sztulwark
Blog del autor: http://anarquiacoronada.blogspot.com.es/
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