Ha arrancado una nueva Cumbre del Clima, y ya son 27. ¿Optimismo? ¿Una nueva oportunidad para alcanzar compromisos que nos pongan en buena dirección para hacer frente al cambio climático? O, ¿desazón absoluta? ¿Tiramos la toalla del todo? Más bien, la exigencia de presionar para que este espacio sea un marco donde —al menos— poder garantizar derechos humanos, justicia climática y un mínimo de acción y compromiso.
La COP26 de Glasgow del año pasado fue “la cumbre de la ambición”. El discurso oficial y las negociaciones estuvieron atravesadas por la emergencia, el actuar ya, el no rebasar el 1,5ºC, los NDC (compromisos de reducción de cada país) y el incluir a los combustibles fósiles por primera vez en un texto final. Incluso se llegó a imaginar que se llegaría a algún acuerdo con medidas concretas. Pero de nuevo, patada hacia delante más que previsible: casi todo pospuesto.
Este año las emisiones ni siquiera son ya las protagonistas. Esto se debe a que es una COP transitoria, no de fijar nuevos objetivos. La próxima rendición de cuentas a los países de cómo se está cumpliendo el Acuerdo de París será en la COP28 de Emiratos Árabes. Y a juzgar por el arranque en Sharm El Sheikh, estamos ante la cumbre de la adaptación y las pérdidas y los daños (Loss & Damage), que se vienen discutiendo desde la Cumbre de Varsovia (2013) y cobraron momentum en Glasgow, pero que ahora copan prácticamente toda la atención.
En el nuevo contexto geopolítico marcado por una guerra en el corazón de Europa y una crisis energética sin precedentes, la credibilidad de la UE y de muchos otros países pende de un hilo
Si la COP26 se centró en definir objetivos de reducción, en esta cumbre casi todo el relato gira en torno a cómo dotar de apoyo económico a las regiones que ya están sufriendo los estragos del cambio climático. La prioridad no será hablar de evitar el desastre sino de cómo hacer frente al desastre. Ante esta realidad, nos asaltan dos ideas.
1. Por un lado, ¿asumimos que las emisiones no están en el centro del discurso porque es lo que toca a pesar de que el cambio climático avance de forma imparable?
Sí, vale. Este año el debate no gira en torno a cuánto van a disminuir los países. Sin embargo, las Partes están invitadas a presentar la actualización al alza de sus planes climáticos. Y desde Glasgow, solo 24 de un total de 193 países firmantes del Acuerdo de París lo han hecho. De quienes lo tienen pendiente, algunos pesos pesados, como China, India y Rusia ni siquiera acudirán a la cumbre. ¿Debemos tomarnos todo esto como una señal de donde están (o más bien donde no están) las prioridades?
Ni siquiera la UE -que históricamente ha sido el bloque que ha llevado una mayor ambición (aunque muy insuficiente)- acude con un compromiso fuerte en este aspecto. Y si la UE no lo hace, mal asunto. La UE había prometido reducir sus emisiones en un 55 % en 2030 a través del plan “Fit For 55”. Pero el retraso en la aprobación de este paquete legislativo ha provocado que no haya actualizado sus compromisos a tiempo para esta COP. Con este telón de fondo, la posición negociadora de la UE en la COP ha sido calificada como “vaga” y “poco precisa” por organizaciones ambientales. Una vez más, muchas declaraciones y poca hoja de ruta.
En el nuevo contexto geopolítico marcado por una guerra en el corazón de Europa y una crisis energética sin precedentes, la credibilidad de la UE y de muchos otros países pende de un hilo. En poco tiempo, la proclama de “garantizar la seguridad energética” se ha convertido en la máxima que permite relegar la lucha contra la crisis climática a un segundo plano.
Por paradójico que resulte, el 2022 ha sido el año de las olas extremas de calor, pero también el de dar pasos atrás en la eliminación de los combustibles fósiles. Un claro ejemplo es la vuelta al carbón de países como Alemania -y eso que su eliminación gradual fue uno de los acuerdos históricos alcanzados en Glasgow- o el impulso férreo de más infraestructuras gasistas, dentro y fuera de las fronteras de la UE, bajo la imposible promesa verde del hidrógeno. No es casual que precisamente en Sharm El Sheikh exista una campaña de organizaciones africanas bajo el lema y la demanda Don’t gas Africa.
Hoy desde la sociedad civil demandamos que se escuche la propuesta de los países del Sur global para crear un mecanismo financiero o facility dirigida a abordar las pérdidas y daños
Mientras, la temperatura global sigue aumentando. Como mínimo, Sharm El Sheikh debería garantizar resultados en el proceso de revisión de los Compromisos Determinados a Nivel Nacional (NDC) -es decir, las emisiones que cada Parte se compromete a reducir al año- de cara al llamado Global Stocktake (GST) -algo así como el balance o rendición de cuentas- y avanzar en el plan de trabajo sobre mitigación (Mitigation Work Programme o MWP).
2. Dicho esto, sigamos con las pérdidas y los daños: que se incluya este tema por primera vez como punto permanente en la agenda de las negociaciones —una demanda lejana de los países del Sur global— es también algo para celebrar, y mucho. Esta inclusión supone que las discusiones sobre financiación en estas cumbres, históricamente centradas en la mitigación y adaptación, ahora tienen una tercera pata. Para las regiones empobrecidas esto es más que importante porque recordemos que tal y como ha advertido el IPCC en sus últimos informes, el cambio climático ya está afectando “todas las regiones de la Tierra”, pero en el Sur global mucho más. Países que, además, son quienes menos han contribuido a calentar el planeta.
Este verano algunas noticias han cruzado las pantallas. Desde junio, Nigeria ha sufrido las inundaciones más mortíferas de la última década: 1,3 millones de personas se han visto obligadas a huir de sus hogares al tiempo que miles de hectáreas de campos de cultivo han quedado destruidos. En Pakistán las fuertes lluvias en septiembre han dejado un tercio de la superficie del país bajo el agua, más de 1.400 personas han muerto y al menos 33 millones de personas se vieron afectadas de un modo u otro. Son solo dos ejemplos, pero la lista empieza a no tener fin.
Ha costado nueve años, desde la COP19, dedicar un espacio de discusión a las pérdidas y daños dentro de una cumbre. Hoy desde la sociedad civil demandamos que se escuche la propuesta de los países del Sur global para crear un mecanismo financiero o facility dirigida a abordar las pérdidas y daños, que debería: ser adicional al resto de líneas de financiación que ya existen para mitigación y adaptación, darse a fondo perdido y no en forma de préstamos para evitar el aumento de la deuda externa de países en los que sus presupuestos públicos ya están extremadamente mermados, y garantizar que el dinero llega a las comunidades afectadas a nivel local y no se pierde en el camino.
No podemos olvidar que la responsabilidad de frenar la crisis climática es común, pero tiene que ser diferenciada. Los países del Norte global son ahora los que tienen que doblegar esfuerzos para reducir las emisiones y garantizar la transferencia de recursos a los países del Sur.
Entonces, ¿qué queremos y qué podemos esperar?
Por querer, muchas cosas. Por esperar, tal y como han arrancado las negociaciones, esperamos poco. Éxito sería tener, al menos, un acuerdo en pérdidas y daños. Una facility en los términos descritos que ayude a concretar financiación real a las regiones más vulnerables y afectadas por el cambio climático. Del resto de temas (financiación para adaptación o reducción de emisiones, por ejemplo) no somos tan optimistas.
Sin embargo, de Sharm El Sheikh también querríamos esperar que hubiera un avance en derechos humanos. O, al menos, un señalamiento internacional de que este tema se está violando de manera sistemática. Aunque no parece que vaya a ser fácil avanzar en este sentido cuando la Presidencia de la cumbre la ostenta el Gobierno totalitario de Abdel Fattah al-Sisi.
Con dos semanas todavía por delante, queremos y debemos pensar que el reclamo “sin derechos humanos no hay justicia climática” de la sociedad civil egipcia, africana e internacional tiene posibilidad de permear
Sameh Sukri, el ministro de Asuntos Exteriores y presidente de la COP27, cerró la rueda de prensa inaugural con estas palabras: “Damos la bienvenida a todos los delegados, sociedad civil, ONG, sector privado, todas estas partes interesadas son fundamentales, son esenciales para que logremos avances y estamos felices de recibirlos en Sharm el Sheikh”. Lo dijo como responsable de un Estado que reprime la libertad de expresión, persigue, tortura y encarcela a disidentes políticos y que, además, ha criminalizado la movilización social en el contexto de la COP. Así que sus palabras son, sin duda, un buen intento de lavado de cara de su Gobierno que se está saliendo con la suya y, probablemente, lo consiga al cierre de esta cumbre.
Sin embargo, con dos semanas todavía por delante, queremos y debemos pensar que el reclamo “sin derechos humanos no hay justicia climática” de la sociedad civil egipcia, africana e internacional tiene posibilidad de permear a las diferentes delegaciones para que presionen al Gobierno egipcio. Se trata, cuando menos, de una oportunidad única para dar voz a la sociedad civil egipcia represaliada que protesta, entre otras cosas, por la acción de las multinacionales extractivistas europeas en su territorio.
Sanaa Seif, activista defensora de derechos humanos egipcia, lo dejó claro el pasado mes de octubre en su comparecencia ante el subcomité de Derechos Humanos del Parlamento Europeo: “Necesitamos que presionéis a vuestros gobiernos para que planteen el tema de derechos humanos, para que presionen por la amnistía de los presos, especialmente porque muchos de sus gobiernos se benefician de nuestra opresión. Necesitamos que vuestras delegaciones planteen la crisis de los derechos humanos a todos los niveles (…) La presión funciona, necesitamos que levanten la voz cuando discutan con las autoridades egipcias”. Una necesidad que, ocurra o no, para las activistas, organizaciones y delegaciones presentes en Sharm El Sheikh es, más bien, una obligación.
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