«Sorprende ver la desvergüenza con la que el Estado juega sus cartas. No sólo la judicialización de la política es un escándalo. La vulneración por parte de la Audiencia y el Supremo de aspectos básicos procedimentales y la (re)interpretación del Código Penal es una señal de alarma para cualquier demócrata. Como ya se ha advertido, […]
«Sorprende ver la desvergüenza con la que el Estado juega sus cartas. No sólo la judicialización de la política es un escándalo. La vulneración por parte de la Audiencia y el Supremo de aspectos básicos procedimentales y la (re)interpretación del Código Penal es una señal de alarma para cualquier demócrata. Como ya se ha advertido, el problema ha superado, y de largo, el debate sobre el derecho a la autodeterminación. Hoy lo que tenemos es un debate sobre el estado de derecho y sobre el ejercicio de derechos fundamentales como el de manifestación y expresión. Del Estado social, democrático y de derecho transitamos a un Estado de seguridad que nos modifica lo que creíamos inamovible en libertades y derechos. Lamentablemente éste no es sólo un pronóstico sólo para España. El mundo liberal-democrático hoy transita globalmente a un escenario nada positivo. Por eso es para mí más valiosa vuestra solidaridad».
El pronóstico que con estas palabras nos transmitía en una carta reciente el dirigente de la ANC, Jordi Sánchez, a quienes desde Madrid enviamos una postal solidaria a su lugar de residencia forzada actual, la cárcel de Soto del Real, es por desgracia muy certero. De forma parecida se expresaba en un artículo reciente, Jordi Cuixart, presidente de Ómnium Cultural y también en Soto del Real, cuando se preguntaba: «¿En la Europa del siglo XXI las ideas de una minoría o de la disidencia política se pueden encarcelar?». También él nos ha agradecido la solidaridad que encontró en Madrid el pasado 17 de septiembre y nos ha recordado su mensaje: «No nos dejéis solos. Os necesitamos y nuestra lucha es vuestra lucha».
En efecto, lo que está en juego hoy en torno a la criminalización del movimiento de desobediencia civil no violenta que se ha ido desarrollando en Catalunya desde aquella primera consulta en Arenys de Munt el 13 de septiembre de 2009 no gira solo en torno a la legitimidad o no de un referéndum sobre la independencia, sino que afecta directamente al futuro de nuestras libertades y derechos. La complicidad de las elites europeas con el régimen monárquico español, del mismo modo que lo hace con la Turquía de Erdogan para cerrar la puerta a quienes huyen de las guerras de las que son corresponsables, confirma sobradamente que la Unión Europea ha entrado en un proceso de desdemocratización acelerada desde hace tiempo, al menos desde el giro austeritario ordoliberal cuyo décimo aniversario recordamos ahora.
Con todo, algunas reacciones frente a este sombrío panorama empiezan a hacerse oír. En nuestro caso, frente a la espiral del silencio que se impone desde la casi totalidad de los grandes medios de comunicación de ámbito estatal en nombre de la defensa fundamentalista de la unidad de España, son ya significativas las voces que desde fuera de Catalunya y procedentes de diferentes organizaciones defensoras de los derechos humanos denuncian el brutal recurso al derecho penal del enemigo, con carácter además preventivo.
En esa carrera hacia el vaciamiento del Estado de derecho colma ya el vaso el recurso a las categorías de rebelión y sedición para aplicarlas a dirigentes sociales y políticos catalanes independentistas. Unas acusaciones que, como también han denunciado una larga lista de expertos penalistas junto con Amnistía Internacional, no tienen ninguna base jurídica ante personas que actuaron simplemente como representantes de unas organizaciones y un govern que, junto con más de dos millones de personas, practicaron la desobediencia civil no violenta para poder ejercer su derecho al voto el pasado 1 de octubre. Una convocatoria que, salvo que se optara por la rendición incondicional, aparecía como la única alternativa posible, una vez constatada la imposibilidad de un acuerdo con el Estado español para celebrar un referéndum con todas las garantías mediante una interpretación abierta de la Constitución vigente.
Por si esto no fuera suficiente, los últimos autos del juez Llarena han venido a ratificar el nuevo salto adelante del Tribunal Supremo en la criminalización del independentismo como tal, reafirmándose en la prisión preventiva basada en la mera sospecha de la reiteración delictiva. Ha quedado así ya patente, por si quedaban dudas, que este régimen no está dispuesto a permitir que las fuerzas políticas independentistas, aun en la hipótesis de que llegaran a conquistar una mayoría social y electoral, puedan llevar a cabo su ideario. ¿Cabe ya alguna duda de que los Jordis, Junqueras y Forn sean presos políticos?
Algunas fuerzas políticas y sociales autodenominadas de izquierda sostienen que la aplicación del artículo 155 y la beligerancia del poder judicial en el caso catalán son una excepción necesaria por la «irresponsabilidad de los independentistas» y que la «democracia» española sigue gozando de buena salud. Muestran así una ceguera que nos recuerda la ya vieja cultura de demócratas cínicos que se fue asentando desde el relato mítico de la Transición. Ahora, además, con efectos trágicos no sólo por la cuestión catalana sino porque les lleva a cerrar filas con el gobierno de un partido corrupto al que no faltarían razones para ilegalizar, como ya han argumentado expertos constitucionalistas. Pretenden ignorar, además, que hace tiempo que la tendencia criminalizadora del gobierno y el poder judicial se está extendiendo a otros colectivos sociales y al libre ejercicio de otros derechos, entre ellos el de la libertad de expresión desde que la conocida como Ley Mordaza entró en vigor y con la ayuda de uno de los Códigos Penales más duros de Europa, abusando, con doble vara de medir, de las categorías de «odio» o «blasfemia» y estimulando el populismo punitivo con la cadena perpetua. Pero es que además olvidan que el intervencionismo económico de Montoro y la amenaza del 155 son ya la norma de un estado de excepción financiera y de una recentralización en marcha que no afectan ya sólo a Catalunya.
Así que no cabe llevarse a engaño. Si en Europa, como bien diagnostica Etienne Balibar, la gobernanza neoliberal y xenófoba está conduciendo a una descomposición de la ciudadanía y a la exclusión social, política y cultural de millones de personas, en nuestro caso ese proceso se ve reforzado con un régimen monárquico que desde sus propios orígenes renunció a sentar las bases de una democracia liberada del legado franquista y respetuosa de la realidad plurinacional cada vez más manifiesta dentro de este Estado.
No va a ser fácil forzar un cambio de rumbo frente a esta deriva oligárquica y autoritaria, pero tampoco lo será para este régimen contar con el consentimiento de una mayoría social enfrentada a un futuro de mayores desigualdades y recortes de libertades y derechos. Por eso, en estos tiempos de interregno global y de monstruos que no dejan de surgir desde arriba, no viene mal recordar a Herbert Marcuse en este cincuentenario del Acontecimiento global del 68 cuando en su escrito titulado Tolerancia represiva escribía pocos años antes que «hay un ‘derecho natural’ de resistencia para las minorías oprimidas y subyugadas a emplear medios extralegales si se ha probado que los legales resultan inadecuados».
Jaime Pastor, editor de viento sur y miembro de Madrileñ@s por el derecho a decidir