El desacuerdo sobre la conveniencia o innecesariedad de la reforma agraria nació con la República, siguió durante la Guerra Civil, cuando se puso a prueba la urgencia de ganar la guerra, y continúa hasta hoy en el debate académico o político. Una generación tras otra sigue indagando sobre las causas del fracaso republicano y la cuestión agraria. Habría que tener en cuenta que la República no fracasó en la primavera de 1936; lo que se produjo, precisa Rafael Cruz (2006), “fue la intervención de unos jefes y oficiales que interpretaron la situación política como peligrosa para su particular concepción de su identidad e intereses corporativos y tuvieron suficientes capacidades –armadas– para rebelarse”.
Es un lugar común incluir el problema agrario en los antecedentes de la Guerra Civil, sobre todo si se la reduce tendenciosamente a la “anarquía” que reinaba en los campos desde la llegada de la República y muy especialmente en los meses del Frente Popular (la argumentación de Carr-Malefakis) y en cambio nos olvidamos de la “anarquía” provocada. A diferencia de las ocupaciones de fábricas que se desarrollaron en otros países, las invasiones de fincas suelen percibirse, quizás, con un mayor grado de fractura social y de violencia simbólica.
El primer autor que ofreció una respuesta a largo plazo de las causas de la guerra fue Brenan (1943) con El Laberinto español que lleva el subtítulo de “Antecedentes sociales y políticos de la guerra civil”. Aunque el autor británico no abandonó del todo la idea de un cierto excepcionalismo hispánico, algo así como un Volksgeist o carácter nacional, no siguió la interpretación de la guerra como una batalla entre el comunismo y el fascismo sino una perspectiva sociohistórica desde la que explorar las raíces agrarias del problema social (Faber, 2008: 162). Malefakis siguió sus pasos en la perspectiva del largo plazo del problema agrario; su libro en inglés se subtituló “Origins of the Civil War”, aclaración que no se recogió en la traducción española.
Ha sido dominante en la historiografía la generalización sobre el comportamiento político conservador del campesinado para atribuirle la consabida subordinación política. Recientemente se ha vuelto a conceder un papel protagonista a los pequeños cultivadores que habrían decidido la suerte de la República. Incluso se afirma que sin su apoyo no habría habido golpe militar (Simpson y Carmona, 2020: 240). Esta es una afirmación problemática desde la historia política, lo que no quiere decir que no haya confluencias entre cuestión agraria y guerra civil que yo creo son de otro tipo. Incluso en sentido contrario, pues el movimiento social más sólido en favor de la República lo llevaron a cabo los rabassaires o los yunteros. Es difícil deslindar una clase en una estructura social en la que el pequeño campesino podía ser al mismo tiempo un trabajador que cobraba un jornal (y se veía beneficiado por su ascenso). De hecho, Andalucía Oriental, donde los jornaleros eran mucho menos abundantes que en la Occidental, quedó del lado de la República, y viceversa. También existieron notables divergencias. No fue el catolicismo de la CNCA y la CEDA quien tuvo la hegemonía política del campesinado vasco sino el PNV. Y en el universo gallego existió un asociacionismo agrario que estaba muy lejos de ser un mero reflejo del campanario de la iglesia.
Por último, como demuestro en La tierra es vuestra, alguno de los mitos que sustentan la enemistad antirrepublicana del pequeño campesino se tambalean: la leyenda del pequeño propietario castigado por la reforma, que contemplaba atónito cómo su parcela se incluía en el Inventario de Fincas Expropiables, no debería tener más recorrido, aunque se cite la socorrida frase de que la ley de 1932 “creó enemigos sin necesidad” al llenar el inventario de parcelas de campesinos. Si casi el 40% de los propietarios inventariados de toda España estaban en Cataluña, ¿cómo es que en vez de enfrentarse a la República se comprometieron con su causa?
Otra cosa es la percepción que tenían de la ley agraria, pero también de lo que significaba la República que, con su laicismo y otras libertades, estaba alumbrando “la muchedumbre sin Dios y sin ley (…) y si se ha perdido el campo, se ha perdido todo”, confesaba un campesino riojano (Gil Andrés, 2014). El catolicismo político español, una corriente marginal antes de 1931, mostró una gran capacidad de movilización a partir de esa fecha gracias a las redes asociativas de la Iglesia, espoleadas por las políticas laicistas de la II República. La apelación al voto femenino, a la movilización de las mujeres y a la movilización juvenil que adquirió perfiles fascistas tuvo efectos más duraderos que el apoyo entusiasta al golpe del 18 de julio1.
Cuando se desencadenó la guerra, la primera decisión fue alejar la reforma de la retórica falangista de la exaltación del ruralismo para pasar a la práctica: julio de 1936 representó, como en otros campos, la principal divisoria. Probablemente la frase que recoja con más dureza lo que supuso aquella ruptura sea la de Mola: “Esta guerra nos va a resolver el problema agrario” (Preston, 2021: 249). No sabemos si cuando Mola pronunció estas palabras estaba pensando en las corralizas de Navarra o en el latifundio sevillano. Pocas dudas caben del significado de la expresión “guerra de clases” –a la que se refirió Costa2– cuando en las tierras de Castilla o de Galicia se aplicaba “la reforma agraria” por parte de los vencedores.
“Lo que en las ciudades, como Madrid y Barcelona, se conocía por el nombre de ‘paseos’ –paseos que desembocaban en la muerte–, en los pueblos campesinos, y en esta denominación incluimos a capitales como Burgos, Valladolid y Cáceres, se llamaba ‘la reforma agraria’. A los afectados por ella se les daba tierra, ¡poca!, sin renta y para siempre”, Zugazagoitia (1968, I: 84).
Junto a la represión llegó la contrarreforma agraria. Según la Junta de Defensa Nacional, creada en octubre de 1936, la actuación del IRA “había dado lugar a la ocupación de fincas nada interesantes a la reforma y al interés nacional”. En esta brevísima frase, como argumentó Barciela (2012: 339-349), se dejaban muy claras dos cuestiones fundamentales: que los latifundios expropiados e intervenidos volverían a sus antiguos propietarios y la identificación del “interés nacional” con el de las clases terratenientes. De los cerca de 6 millones de hectáreas afectadas por la reforma se devolverían oficialmente menos del 10%, porque el grueso de las tierras sería recuperado de manera directa por sus antiguos propietarios, un proceso de reocupación que muestra todos los rasgos del “terror blanco”: actuación sin base a normas legales, expulsiones de colonos, ejercicio privado de la violencia, robos y expoliación.
Represión y contrarreforma agraria se constituyeron en ejes centrales de la economía política franquista, en la que también deben incluirse la política de la autarquía y la corrupción, que iban de la mano. Era un estado militarizado donde la opción de alimentar al ejército de Marruecos hacía peligrar el consumo de las provincias andaluzas o del Levante. Un ex alto cargo del Ministerio de Comercio ponía el dedo en la llaga en 1945:
“¿Cómo justificar que cuando no hay aceite para la población de la península se envíe a Marruecos cuatro veces más aceite que lo que se envió en 1935? A mi juicio, por las necesidades del ejército. Este dato refuerza mi tesis de la influencia que sobre la situación alimenticia ejerce ese millón de hombres movilizados y bien cuidados, sobre los cuales asienta Franco su dominio”. (FUE. Industria 1-4. p. 11)
Estos cuatro factores explican en gran medida el retroceso económico y moral de los años cuarenta, con una capacidad destructiva enorme. En la región extremeña se pasó de unos 75.000 yunteros –375.000 si contamos sus familiares–, que tuvieron acceso a la tierra en marzo de 1936, a 600.000-700.000 personas que malvivían en situación de extrema necesidad en 1945 [(Riesco, Rodríguez en Arco del, M.A. (2020)]. La desigualdad se intensificó especialmente en los niveles de vida: el hambre, que había motivado frecuentes protestas durante la República, se había convertido en “hambruna” que dejó su huella en la desnutrición, con sus consecuencias letales y biométricas.3 Se cumplió, en negativo, la tesis de Amartya Sen “democracy prevents famine”.
En fin, son suficientemente conocidos los fenómenos de la agrarización: casi un millón de personas más, de 1940 a 1950, en el sector primario; el descenso de la productividad agraria al aumentar la fuerza de trabajo, pero no la producción, y la abrupta caída de los salarios reales en el campo. La envergadura de este “paisaje después de la batalla” hace más que discutible que deba relacionarse con la mediocridad o fracaso de la reforma agraria. Fue más bien el resultado, quizá la consecuencia indeseada, de quienes hicieron todo lo posible para que fracasara la reforma con frutos diversos.
Hay biografías como la de Alarcón de la Lastra, un gran arrendatario-propietario andaluz, que simbolizan y concretan todo el proceso de represión, contrarreforma, autarquía y corrupción: enfrentado a la reforma agraria, en teoría y en la práctica, se incorporó, como africanista que era, a la columna Yagüe en la “columna de la muerte”; al ser nombrado ministro de Franco, importó tal número de tractores, unos treinta, que hace sospechar de usos más lucrativos que los de utilizarlos en sus explotaciones agrarias. Sería casi un ejemplo de la gran burguesía agraria sevillana.
No podemos anticipar hoy por métodos científicos lo que sabremos solo mañana, cuando ya será demasiado tarde para la predicción. El campo para la especulación y los contrafactuales es casi infinito. Disponemos en cambio, si no de certezas, sí de alguna suposición razonable sobre lo que no habría ocurrido en caso de haber continuado el proceso de reformismo agrario por muy coyunturales que fueran sus efectos. Al menos no habrían ocurrido estos cuatro hechos: la intolerancia y su sostenimiento por una práctica de terror, el retroceso en los niveles de vida, la pérdida de autonomía en el desarrollo institucional agrario (y educativo-científico en general) y el prolongado y doloroso tiempo de silencio, que no de pasividad ni de resignación. Todo en conjunto ha ido forjando una sociedad basada en la desigualdad e intolerante que, con toda seguridad, se hubiera podido evitar, entre otros medios, con el desarrollo de la reforma agraria de la Segunda República.
Ricardo Robledo, La tierra es vuestra. La reforma agraria. Un problema no resuelto. España, 1900-1950. Prólogo de Eduardo González Calleja. Barcelona, Pasado & Presente, 2022, pp. 353-355; 403-410.
Notas:
1. “Lo sustancial fue que, a diferencia de Alemania, Italia o Bélgica, los católicos políticos españoles mantuvieran después de 1945 un programa sustancialmente autoritario y antidemocrático”, Rodríguez López-Brea, 2022: 430.
2. “Con solo desarrollar leyes promulgadas por la República y proyectos de ley sometidos ya a su parlamento, el problema social agrario se habría desatado por sus pasos contados y a su hora, con 30 años por delante para tanteos, experiencias y rectificaciones, y no nos hallaríamos amenazados de una guerra de clases que hará correr arroyos de sangre y acabará, probablemente, en intervención extranjera”. (La cuestión social de la tierra, 1906). Cursiva de R.R.
3. El indicador antropométrico de la talla se resintió: el promedio de 163 cm que fue alcanzado en la Segunda República disminuyó hasta un centímetro y más (1946-47) y no se recupera hasta 1952. Martínez Carrión et al. (2019).
Fuente: https://ctxt.es/es/20221001/Firmas/41055/reforma-agraria-ii-republica-guerra-civil.htm