La llamada «revolución sexual» de la década de los sesentas del siglo XX fue un parteaguas en la incorporación de la mujer a la vida política nacional en México. Antes de ese episodio, los grupos feministas que pugnaban por los derechos políticos de las mujeres habían sido demasiado reducidos y pasaban desapercibidos en el escenario […]
La llamada «revolución sexual» de la década de los sesentas del siglo XX fue un parteaguas en la incorporación de la mujer a la vida política nacional en México. Antes de ese episodio, los grupos feministas que pugnaban por los derechos políticos de las mujeres habían sido demasiado reducidos y pasaban desapercibidos en el escenario nacional. Prevalecía una percepción asaz conservadora de la mujer-objeto, la mujer que no es dueña de su voluntad, la mujer que no tiene la misma capacidad intelectual ni física que el hombre y que está por tanto restringida a «labores propias de su sexo» Esta situación no cambió demasiado con el otorgamiento del voto a la mujer en 1953: el papel de las féminas en política siguió siendo exiguo.
Dentro de la izquierda comunista de la primera mitad del siglo XX la mujer tampoco ocupaba ningún papel preponderante ni tenía acceso a órganos de dirección, pese a que el viejo Partido Comunista Mexicano tuvo entre sus filas a extraordinarias luchadoras sociales como la fotógrafa Tina Modotti y Benita Galeana. En su calidad de militantes, estas mujeres fueron precursoras de un fenómeno que se extendería en la segunda mitad del siglo XX: el de sufrir una doble criminalización por su condición de disidentes políticas y de mujeres inconformes con las labores «propias de su sexo». Pocas cosas parecían causar tanto horror a las fuerzas del orden como la existencia de mujeres «subversivas».
Con el asesinato del dirigente comunista cubano Julio Antonio Mella en la ciudad de México en 1929 a manos de sicarios del dictador cubano Gerardo Machado, el gobierno y la prensa mexicanos desataron una insidiosa campaña de linchamiento contra Tina Modotti, pareja sentimental de Mella y testigo del homicidio. La casa donde ambos vivían fue cateada y saqueada y Tina fue arrestada y sometida a interrogatorios por parte del famoso torturador de la época, Valente Quintana, quien manejó la hipótesis de que ella había formado parte de un presunto «crimen pasional» contra Mella. Aunque Modotti fue exonerada de la descabellada acusación, en 1933 fue detenida irregularmente y deportada de inmediato.i
Por su parte, Benita Galeana fue una de las pocas mujeres comunistas del periodo que conoció la cárcel por su febril activismo a favor del PCM. Benita fue un puente entre las viejas generaciones y el movimiento estudiantil de 1968, al que apoyó solidariamente.ii
Aunque desde la marcha a pie de los mineros de Nueva Rosita, Coahuila a la ciudad de México en 1952 hasta el movimiento magisterial de 1959 las mujeres fueron un ente cada vez más visible, no fue sino hasta 1968 que su participación en asambleas, mítines, marchas, brigadas, etc. se expandió y fortaleció de manera definitiva. Estas actrices sociales estaban muy lejos ya de las soldaderas que durante la revolución mexicana seguían a sus hombres para resolverles las necesidades cotidianas, pues a diferencia de ellas, eran completamente autónomas y estaban niveladas en compromiso y responsabilidad con sus contrapartes masculinos. Aunque pocas en principio, las nuevas mujeres tuvieron un papel protagónico en el movimiento estudiantil del ’68. Una de ellas, Myrthokleia González, fue maestra de ceremonias en el mitin del 2 de octubre y fue una de las primeras en caer herida. Dos jóvenes más, Tita Avendaño y Nacha Rodríguez, fueron secuestradas y torturadas psicológicamente por agentes de la Dirección Federal de Seguridad, quienes las consideraban líderes peligrosas. Ambas pasaron dos años en prisión. De los civiles asesinados en Tlatelolco, se saben los nombres de poco menos de diez mujeres que eran estudiantes, amas de casa y comerciantes… ha sido difícil averiguar cuántas más sucumbieron ante las balas de las corporaciones militares y policíacas.iii
El episodio en el que resultó más evidente el cambio de mentalidades generado por la revolución mundial del ’68 fue el de la llamada «guerra sucia». Cientos de mujeres a lo largo y ancho de la república se echaron un fusil al hombro en la persecución de la utopía socialista. Fueron las primeras revolucionarias de nuestra historia contemporánea y también las más olvidadas. Este periodo está muy alejado de los días en que las mujeres se tenían que hacer pasar por hombres para tomar parte en los combates, las nuevas guerrilleras eran luchadoras intrépidas, con una mística revolucionaria a prueba de balas. En las ciudades, chicas de minifalda y peluca formaban parte de los comandos que expropiaban bancos y secuestraban a diplomáticos y empresarios. En el medio rural, pese a que prevalecía una cosmovisión más conservadora, las mujeres que se integraban a los campamentos guerrilleros no se limitaban a preparar los alimentos y hacer la limpieza, también participaban de los entrenamientos, de las excursiones y, eventualmente, de los combates. En el estado de Guerrero la guerrilla contaba con importantes bases de apoyo, constituidas en buena medida por mujeres que tenían a sus padres, hermanos, esposos o hijos remontados en la sierra. Por eso, cuando la represión se desató, cobró sus primeras víctimas en ellas. Muchas comunidades rurales fueron militarizadas, los soldados entraban consuetudinariamente a las casas, robaban las pertenencias de los moradores, los golpeaban, violaban a las mujeres y llegaban a torturar a sus niños en su presencia para obtener confesiones que llevaran a la ubicación de los «subversivos». La guerra de baja intensidad en Guerrero representó un Vietnam a pequeña escala, y fue sin lugar a dudas el capítulo de terrorismo de Estado más atroz de nuestra historia reciente.iv
De todas las víctimas de la «guerra sucia», que se cuentan por miles en toda la república, las que llevaron sobre sus hombros las peores descalificaciones, torturas y castigos fueron las guerrilleras, por su condición de militantes clandestinas y armadas, pero sobre todo, por pertenecer al sexo hasta entonces concebido como «débil». La campaña ideológica del gobierno las presentó como mujeres disolutas y aventureras y a casi nadie parecía importarle la suerte que corrieran. Cuando una guerrillera caía en manos de los cuerpos represivos del Estado, sus agentes descargaban toda la misoginia que eran capaces de sentir sobre ella. Casi ninguna se salvaba de las golpizas, de una sesión de toques eléctricos en senos, genitales, ojos y boca, de métodos de asfixia como el pocito y el tehuacanazo, de abuso sexual o violación frente a su compañero (si habían sido detenidos conjuntamente). La invasión de sus cuerpos era una demostración sobrada de que los «guardines de la ley» tenían un control total sobre sus vidas y destinos. A esto habría que añadir la tortura psicológica y los tratos crueles, inhumanos y degradantes propios de las prisiones clandestinas donde eran encerradas.v Me resulta inevitable pensar en el testimonio de la militante del Movimiento de Acción Revolucionaria, Bertha López, quien, allende haber sufrido estos tormentos, fue obligada a presenciar cómo su bebé de un año y medio era sometida a toques eléctricos en todo su cuerpecito.vi Conectivamente, pienso en la guerrillera Marina Herrera de la Liga Comunista 23 de Septiembre, quien dio su vida protegiendo la de su bebé de un año ante el ataque de la Brigada Blanca a la casa donde habitaba con su compañero, quien resultó igualmente acribillado. (A los agentes les asombró tanto que el bebé hubiera sobrevivido a la cascada de disparos que se tomaron la molestia de consignar que había resultado ileso).
Quisiera traer a la memoria otros casos paradigmáticos, como el de las jóvenes guerrilleras de las Fuerzas de Liberación Nacional Dení Prieto y Carmen Ponce, asesinadas por la Policía Militar en Nepantla, Edomex el 14 de febrero de 1974, cuyos cuerpos ya inermes fueron rociados de balas y granadas. O el de la integrante del Núcleo Guerrillero Emiliano Zapata, Elisa Irina Saénz, quien en marzo del mismo año fue detenida en las cañadas de la selva lacandona y violada tumultuariamente por los militares (según testigos presenciales), para después ser trasladada a la ciudad de México y desaparecida. Cómo no recordar que por esas fechas las hermanas Ana y Sara Mendoza Sosa, del Movimiento de Acción Revolucionaria, fueron desaparecidas después de enfrentarse con el ejército en la huasteca hidalguense.
En las ciudades, las guerrilleras, aún estando embarazadas, eran torturadas al ser detenidas, como ocurrió con Lourdes Martínez, Araceli Ramos Watanabe, Emma Cabrera Arenas, Aurora Navarro, Violeta Tecla Parra, Cristina Rocha, Arminda Miranda y Martha Murillo, militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre secuestradas entre 1974 y 1983. También se tiene registro del caso de Teresa Torres de Mena, militante de las Fuerzas Armadas de Liberación, quien a mediados de 1976 dio a luz un varón en las mazmorras del Campo Militar Número 1 (antiguo centro de reclusión clandestino para «subversivos»). Y qué decir del caso de la guerrillera del grupo Vanguardia Armada Revolucionaria del Pueblo, Rebeca Padilla, quien fue secuestrada con su esposo y su bebé de un año en 1976. (Probablemente éste último corrió con la misma suerte que el bebé de la desaparecida Carmen Vargas Pérez, quien fue dado en adopción ilegalmente y cuya familia pudo localizarlo treinta años después). Finalmente, es ineludible mencionar a la guerrillera Ana María Parra de Tecla, desparecida con tres hijos suyos. Todas las mujeres hasta aquí mencionadas, sus parejas y sus hijos se encuentran desaparecid@s hasta la fecha, aunque la última vez que fueron vist@s con vida estaban en manos del heroico ejército nacional. Está por demás señalar que sus secuestradores, como el torturador emérito Miguel Nazar Haro, viven con todas las comodidades que la ley mexicana les otorga.
Del periodo de la llamada «guerra sucia», se han computado sesenta casos de mujeres detenidas-desaparecidas por el Estado, aunque la cifra total podría ser mucho más elevada.vii Además, están por contabilizarse los casos de cientos de mujeres más que fueron asesinadas, detenidas, torturadas y exiliadas en las décadas de los setentas y principios de los ochentas.
Muchos años después, los miembros de corporaciones policíacas y militares tuvieron el mismo tipo de respuesta ante movimientos armados emergentes. En 1990 la militante del Partido Revolucionario Obrero Campesino, Ana María Vera Smith fue detenida y sufrió el calvario del traslado a diversas prisiones, con la singularidad de haber sido recluida por un tiempo en Puente Grande, penal exclusivo para varones. El Estado le arrebató siete años de libertad. En 1995, María Gloria Benavides fue detenida bajo la acusación de ser la «Comandanta Elisa» del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Era la segunda vez que estaba presa en veinte años y en ambas ocasiones fue víctima de tortura física y psicológica.
La contrainsurgencia en el estado de Chiapas cobró víctimas fatales, muchas de ellas mujeres que fueron utilizadas como botín de guerra. Indígenas bases de apoyo del EZLN y hasta mujeres de comunidades ajenas al conflicto, fueron golpeadas, violadas y expulsadas de sus lugares de origen por militares o paramilitares a lo largo de la década de los noventa del siglo pasado. Cabe recordar que, de los cuarenta y cinco tzotziles masacrados en la comunidad de Acteal en 1997, veintiuna eran mujeres y cuatro de ellas estaban embarazadas.
Otro caso digno de los anales de la misoginia política es el de Gloria Arenas Agís, condenada en 1999 a casi cincuenta años de prisión por ser la «Coronela Aurora» del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente. Cuando una mujer, acusada con o sin razón de ser guerrillera, es detenida, debemos tener no la presunción sino la seguridad de que ha sido torturada y vejada hasta la ignominia, pues este ha sido el patrón utilizado sistemáticamente por el ejército y las policías. Tal es el caso de la estudiante Érika Zamora, sobreviviente de la masacre de El Charco y presa política durante cuatro años.
Podría pensarse que los crímenes de Estado resultan igualmente graves si se trata de hombres o de mujeres, no obstante, como hemos intentado probar, los agentes represivos del Estado históricamente han desplegado una saña especial con las mujeres y ellas han resentido más los intentos de destruirlas física y moralmente, no sólo porque éstos son objetivamente más asiduos, sino porque la sensibilidad femenina suele ser mayor. El Estado pretendió aniquilar el ánimo revolucionario de las mujeres, demostrarles que ellas eran el «sexo débil» y por ende no debían inmiscuirse en una actividad tan exclusiva del hombre como la lucha armada. El hecho de que todavía haya exguerrilleras y guerrilleras que tienen una vida política activa, demuestra que el Estado no logró inhibir su participación en la lucha social, malgré tout.viii
En los casos anteriormente descritos el gobierno siempre habló de la preservación del Estado de derecho, del imperio de la ley y el orden y de otras ocurrencias selectas de la retórica liberal decimonónica y del manual del macho perfecto («ellas se lo buscaron», «quién las manda a meterse en esas cosas», «son provocadoras»), como si existiese elemento justificatorio alguno para violar derechos humanos.
En mayo del 2006, en el poblado de San Salvador Atenco, mujeres comprometidas con las causas sociales, pertenecientes a un movimiento CIVIL Y PACÍFICO fueron secuestradas, ultrajadas, y despojadas de sus derechos humanos, como lo eran antaño las mujeres del movimiento armado socialista. No es de extrañar que un Estado que ha tenido una conducta criminal para con sus ciudadanos opositores y una actitud especialmente insana y discriminatoria hacia las mujeres en general y hacia las disidentes en particular, ponga en entredicho los testimonios de las víctimas que ha sumado a su historial delictivo.
En Atenco, como en todos los ataques masivos a los derechos humanos del pasado, el principal subversor del orden jurídico, el que ha violado todas y cada una de las garantías individuales de la constitución vigente, el que ha empleado la coacción desproporcionada e injustificadamente y el que ha otorgado un manto de impunidad y protección a los peores criminales de lesa humanidad nacidos en este país, ha sido el Estado mexicano. Esto ha ocurrido porque en un país secuestrado por la derecha, como el nuestro, sólo se puede vivir en un Estado de derecha, valga la redundancia.
Hasta el día de hoy, como sociedad hemos permitido que haya ciudadan@s pres@s, desaparecid@s, torturad@s y asesinad@s por razones políticas y que las mujeres que caen en manos de los cuerpos represivos reciban un trato brutal. Ayer permitimos que a otras se lo hicieran y hoy les tocó a nuestras compañeras. De nosotr@s todos depende que el día de mañana las luchadoras sociales dejen de ser doblemente criminalizadas, y que el terror y la saña no sean el precio que debamos pagar las mujeres por tener ideales y defenderlos.
Notas:
i Antonio Saborit, comp. Tina Modotti, una mujer sin país. México, Cal y Arena, 2001, passim.
ii Vid. Marcelo González Bustos. Entrevista a una mujer comunista. Benita Galeana. México, Universidad Autónoma Chapingo, 1996.
iii Jacinto Rodríguez, «La lista secreta del 68», El Universal online, 2 de octubre de 2003.
iv Bertha López de Zazueta, Testimonio ante notario, mecanográfico, 1979.
v Los hombres también fueron torturados y degradados hasta lo inimaginable, pero lo que pretendo destacar es que en los testimonios de las mujeres presas por lo general está presente el componente de la transgresión sexual, no así en el caso de los hombres.
vi Vid. El informe ¡Que no vuelva a suceder! en http://www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB180/index.htm El terror se integró de tal forma a la vida cotidiana que muchas comunidades guerrerenses todavía viven bajo asedio.
vii Datos tomados de un estudio que elaboro sobre los desaparecidos políticos.
viii Caso aparte, pero no muy distinto, es el de la represión selectiva, como los asesinatos de defensoras de derechos humanos ocurridos los últimos años, en concreto, los de Digna Ochoa y Griselda Tirado. Antes de que cruzara por su mente la idea de hacer una investigación judicial, las autoridades ya acusaban a Digna de haber padecido problemas psiquiátricos que la llevaron al suicidio, aunque en el imaginario colectivo prevalece la idea de que ella fue ultimada por los asesinos de siempre.