«Somos una parte de la Tierra, y ella es una parte de nosotros», escribía el Jefe Seattle en una carta al Presidente de Estados Unidos en 1855. En los últimos dos siglos el ser humano ha desafiado ese equilibro natural que hace posible la vida. El aumento de la temperatura media del planeta es inevitable […]
«Somos una parte de la Tierra, y ella es una parte de nosotros», escribía el Jefe Seattle en una carta al Presidente de Estados Unidos en 1855. En los últimos dos siglos el ser humano ha desafiado ese equilibro natural que hace posible la vida. El aumento de la temperatura media del planeta es inevitable durante un siglo aunque el ser humano deje de contaminar. Los bosques y el plancton de los mares sólo pueden absorber de forma natural pequeñas cantidades del dióxido de carbono causante de la capa de ozono.
Mientras que los ciclos de calentamiento o de glaciación se producen en la Naturaleza en períodos de unos 100.000 años, han bastado dos generaciones para alterar la temperatura media en unas décimas de grado. Las consecuencias se dejan notar en los seres vivos. Algunas plantas florecen y pierden sus hojas con diferente ritmo y hay animales que se ven obligados a desplazarse a otras zonas en un mundo cada vez más poblado. La adaptación tiene un límite, incluso para el ser humano. Éste afronta desastres naturales cada vez más mortíferos y padece los efectos extremos del calor. Es una apuesta a perder. Como decía el Jefe Seattle, «lo que le acaece a la Tierra también les acaece a los hijos de la Tierra».
Conviene aflojar el paso y detenerse en textos como éste. Escuchar el grito de los pobladores indios ante la presión de los blancos para hacerse con sus tierras. El modelo de desarrollo impuesto no ha cambiado tanto en la actualidad. Las industrias se desplazan con total libertad de un lugar a otro del planeta sin que los pueblos puedan decidir sobre su futuro. Prosperidad a toda costa parece ser la regla. Así se ha regido el espectacular crecimiento de China: cambiar la economía y después mejorar el medio ambiente.
El ser humano pasa por alto lo esencial en su inacabable carrera hacia lo moderno. Los adelantos de la técnica a menudo resultan de mecanizar procesos naturales. Las plantas desalinizadoras sirven de ejemplo. Como resultado de la desalinización se vierten al mar aguas residuales con una concentración de sal muy superior y diversas sustancias químicas. También se favorece el calentamiento del planeta con la emisión de dióxido de carbono. El consumo desmesurado y el reparto injusto del agua hacen necesario este procedimiento artificial dañino para el medio. En la Tierra se produce idéntico proceso de manera natural. El agua de los mares recibe el calor del sol y se evapora. Se acumula en el aire, se condensa y se precipita en forma de lluvia, nieve o granizo.
El objetivo del desarrollo sostenible es el de respetar el ritmo de la naturaleza. El planeta lleva en sí mismo el poder de transformarse, pero el ser humano se empeña en imponer su propio equilibrio. Se ha pensado en plantar bosques para compensar las emisiones de dióxido de carbono. Pero no se puede saber con exactitud cuánto dióxido de carbono es capaz de transformar un árbol. Sobre todo, esta medida es una carta blanca para contaminar más la atmósfera y sólo beneficia a los países industrializados.
Es un error considerar el calentamiento como algo insignificante y no tomar medidas eficaces. El ascenso de la temperatura media podría ser mayor de lo previsto, como confirman una serie de experimentos. Diversas partículas liberadas a la atmósfera en la actividad humana actúan como barrera a la luz solar. El planeta es cada vez más oscuro, por lo que el impacto del calentamiento se ve reducido. Y todavía es más atrevido pensar que el ser humano no se verá afectado, pues «todo está estrechamente unido», como dijo hace 150 años el Jefe Seattle.
*Periodista
http://www.ucm.es/info/solidarios/ccs/articulos/ecologia/la_respuesta_esta_en_la_tierra.htm