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La ruptura como clave para las transformaciones verdaderas

Fuentes: Intersecciones

Porvenires largos y pasados recientes Ya es un lugar común constatar un eclipse de la discusión estratégica en la izquierda a partir de los años 80. Los últimos debates fundamentales se produjeron en torno al gobierno de Allende y las experiencias guerrilleras en América Latina, o a la revolución portuguesa «de los claveles» y las […]

Porvenires largos y pasados recientes

Ya es un lugar común constatar un eclipse de la discusión estratégica en la izquierda a partir de los años 80. Los últimos debates fundamentales se produjeron en torno al gobierno de Allende y las experiencias guerrilleras en América Latina, o a la revolución portuguesa «de los claveles» y las discusiones sobre el «eurocomunismo». Desde entonces, los grandes temas estratégicos (partido, Estado, alianzas, poder) parecen haber pasado a segundo plano, en beneficio de un cierto «resistencialismo» social sin perspectiva estratégica.

Como es obvio, este «eclipse estratégico» tiene una razón histórica precisa: la «gran derrota» de fines del siglo XX apartó por décadas la «cuestión del poder» y los problemas de la transición al socialismo del horizonte de la izquierda radical.

Ante la ausencia de nuevas experiencias fundacionales que animaran el debate estratégico -como fueron los triunfos revolucionarios de Rusia, China, Vietnam, Cuba o Nicaragua- la izquierda se polarizó en variantes «clásicas»: bien en una modelización del insurreccionalismo bolchevique, o por una vía socialdemócrata reformista (o su variante populista en la especificidad latinoamericana).

Pese a la derrota histórica de fin de siglo, a fines de los años noventa se desarrollaron movilizaciones de importancia en oposición a la ofensiva neoliberal que iniciaron, bajo un signo defensivo, una fase de recomposición de las luchas sociales. Las experiencias de los Foros sociales, el movimiento alter-mundialista europeo, la emergencia del zapatismo mexicano, el 2001 argentino, fueron episodios clave de esta reconstrucción social, que no llegó nunca a plantearse la cuestión del poder del Estado.

Sin embargo, llegados a cierto punto, la combinación del declive de las concepciones neo-libertarias (Holloway, Negri) junto a que la lucha social empezó a traducirse en victorias electorales en una cierta cantidad de países (Venezuela y Bolivia paradigmáticamente, pero también en experiencias frustradas como el PT en Brasil o la participación de Rifondazione Comunista en el gobierno Prodi) impusieron lo que Daniel Bensaïd identificó como un «retorno de la cuestión política», un «relanzamiento, todavía balbuceante, de los debates estratégicos».

En las nuevas generaciones militantes que emergieron en esta fase, huérfanas de referentes teóricos o identidades generacionales fuertes, sobrevino un cambio tal vez previsible: un desplazamiento desde una inicial «ilusión social» neo-libertaria hacia una simétrica «ilusión político-electoral» estatalista , al calor del ciclo progresista latinoamericano o de experiencias como la de Podemos en el Estado español.

En los años que transcurrieron desde el «retorno de la cuestión política» asistimos a un cúmulo de experiencias iniciales de las que pueden extraerse lecciones que enriquezcan el debate estratégico actual.

Si bien no contamos con acontecimientos de la riqueza de un triunfo revolucionario, es posible afrontar con rigurosidad los eventos fundamentales de la lucha de clases actual: los gobiernos radicales de Venezuela y Bolivia, el «ciclo progresista» latinoamericano, la capitulación atroz del gobierno de Tsipras en Grecia, la experiencia de los «partidos amplios anti-liberales» en Europa (Podemos, Syriza, el laborismo de Corbyn, el alemán Die Linke, entre otros).

Con el contexto de arriba en mente, intentaremos aportar algunos balances y síntesis de aprendizajes sobre los tanteos estratégicos de los últimos años. Para esto, vamos a recorrer tres momentos. Primero, volveremos sobre la estrategia socialista en un momento histórico que se presenta en términos de dispersión y fragmentación.

Segundo, trataremos de balancear algunos procesos recientes donde la estrategia socialista parece condensarse en torno a la disputa de las instituciones estatales mediante las elecciones.

Vamos a sostener que, si la pelea electoral es parte necesaria de la estrategia socialista hoy, sin embargo también es importante mantener la necesidad de la ruptura radical y sin contemplaciones con el capitalismo y las clases dominantes.

Finalmente, volveremos sobre el problema de la organización política o del partido político como operador estratégico clave de la lucha anticapitalista.

Pluralidad de sujetos y lucha hegemónica

Desde la izquierda, hemos tenido tradicionalmente algunas dificultades para dar cuenta de modo adecuado de la pluralidad de sujetos que pugnan por transformaciones sociales progresistas y que son parte necesaria del proyecto emancipatorio.

Al menos desde fines de los años 60, las disputas feministas, decoloniales y del colectivo LGBT se han vuelto centrales para la izquierda, tanto como la organización del movimiento obrero.

Asimismo, la creciente desocupación y la flexibilización laboral han puesto en crisis las identidades obreras tradicionales, fragmentando a la clase en una multiplicidad de segmentos (empleados, subempleados, desempleados), atravesados por intersecciones ligadas a la colonialidad, la racialización y el género.

Lo anterior nos lleva a redefinir un poco las tareas del partido o de la organización política. Lenin, a quien debemos la principal elaboración política sobre la necesidad del partido como actor estratégico, nos dice que la actividad espontánea de la clase trabajadora tiene dificultades para cuestionar políticamente al capitalismo como tal.

El mero sindicalismo obrero aparece limitado por miradas economicistas o «tradeunionistas», esto es: se dedica a asegurar la posición de l@s trabajador@s en el seno de la sociedad capitalista, en lugar de movilizar sus fuerzas contra esta sociedad como tal.

El pasaje al nivel «estrictamente político» de la lucha, esto es, al nivel donde proyectos globales y antagónicos de sociedad se disputan entre sí el poder, requiere de una herramienta organizativa específica y separada para conducir al conjunto. A esa herramienta la llamamos partido político u organización política. El partido tiene por tarea algo más que la lucha corporativa por los intereses constituidos de la clase obrera en el seno del capitalismo.

Hoy nos parece que la tarea del partido o la organización política (o mejor los partidos, porque nunca hay una única representación legítima de l@s oprimid@s) es más compleja y diversificada de lo que pensaba Lenin. Ya no queremos sólo de superar el economicismo sindical obrero, sino también aglutinar a sujetos que no tienen una experiencia social concreta y una unidad espontánea.

Es preciso reunir a trabajador@s sindicalizad@s con salarios altos, a precari@s, a desemplead@s crónic@s y a una miríada de movimientos sociales que, expresando fracciones de la clase trabajadora, se organizan a partir de otros ejes de disputa como el género, la decolonización, la raza, el cuidado de la naturaleza y el medio ambiente.

Si la política es siempre el arte de crear lo que no preexiste en lo social, produciendo articulaciones y rupturas nuevas que no estaban simplemente dadas en el mundo, hoy la política socialista aparece forzosamente como hegemónica.

Esto es: la creación en el plano de la representación de unidades que no están preestablecidas en la espontaneidad de la existencia social o de las luchas sociales organizadas. La operación hegemónica consiste precisamente en reunir lo diverso (diversos intereses y demandas) en una unidad artificial, «inventada», que logra que identidades diferentes, y hasta divergentes , se aglutinen en torno a un proyecto (y una dirección) común.

Sin embargo, la articulación de una pluralidad de sujet@s en un proyecto hegemónico de ninguna manera implica un abandono de la perspectiva de clase. El clasismo se reformula mediante la articulación de los planteos feministas, antirracistas, decoloniales y de las disidencias sexuales, pero esto no significa que lo abandonemos.

Por el contrario, pugnamos por un clasismo mestizo, híbrido y contaminado de lo mejor de las tradiciones populares y subjetividades libertarias que pugnan contra toda forma de opresión. Entendemos la pluralidad de sujetos desde una perspectiva de clase que implica la lucha por la autonomía ideológica y organizativa del conjunto de l@s oprimid@s por el capital.

Lucha institucional y estrategia socialista

Un segundo aspecto del trabajo de redefinición estratégica que nos gustaría destacar se refiere a la relación con las instituciones políticas representativas surgidas en el capitalismo o, para ser más específicos, al lugar de la disputa electoral e institucional en el marco de una estrategia de ruptura revolucionaria.

Contra lo que sostiene cierto lugar común, la cuestión electoral en la estrategia socialista no es una novedad del actual periodo histórico. Estuvo presente en los debates estratégicos del movimiento obrero a medida que se fue consolidando el sufragio universal y las formas de Estado correspondientes. En los debates en la Internacional Comunista se lo identificó como la peculiaridad de una estrategia en Occidente, que contaba con formas de Estado más complejas y ramificadas en la sociedad civil, diferentes a las de la autocracia rusa.

Marx y Engels ya habían evaluado, después de la Comuna de 1871, la posibilidad de una conquista electoral del Gobierno en aquellos países donde se había generalizado tempranamente la democracia política (Reino Unido, Holanda). Pero ninguno de los dos albergó nunca ilusiones respecto a que la lucha parlamentaria volviera superflua la ruptura revolucionaria con el Estado capitalista, como sí defendieron los principales teóricos de la II Internacional.

Para Marx y Engels, la lucha electoral puede complementar y no reemplazar a los inevitables choques insurreccionales. Explicaba Engels: «al menos en Europa, Inglaterra es el único país en el cual la inevitable revolución social podría producirse, íntegramente, por medios pacíficos y legales.

Pero Marx ciertamente nunca olvidó agregar que difícilmente esperaba que las clases dominantes inglesas se sometieran a esta revolución pacífica y legal sin una «rebelión pro-esclavista»(1). Marx y Engels hacen referencia al levantamiento de los Estados Confederados del Sur de EEUU (en la metáfora de la «nueva rebelión pro-esclavista»), para señalar la inevitable aparición de la violencia contrarrevolucionaria destinada a derrocar a un gobierno radical que accede al poder por la vía electoral.

Salvando las distancias, nos parece que esto permite explicar lo que vimos en España en 1936, Chile en 1973 o Venezuela en 2002. El choque insurreccional contra las clases dominantes sigue siendo considerado ineludible, por la simple y obvia razón de que ninguna clase dominante entrega pacíficamente sus privilegios.

Pero, en estos casos, la organización estratégica de los tiempos y el uso de la violencia podría alterarse: ya no se trataría necesariamente de atentar insurreccionalmente contra el orden legal, sino de aprovecharlo para conquistar posiciones y prepararse para defender esas conquistas del ataque violento de la burguesía.

Si bien el carácter autocrático del régimen político ruso relegaría estas cuestiones estratégicas de la reflexión bolchevique, que enlazaría más directamente con la experiencia y la problemática insurreccional de la Comuna de 1871, la dinámica revolucionaria en Europa occidental volvería a colocar esta problemática en el centro muy pronto. Ya antes del reflujo del ciclo revolucionario 1917-1923 se plantean algunos de estos problemas en la última tentativa revolucionaria en Alemania (en octubre de 1923).

Los ricos debates estratégicos que se desarrollan en la Internacional Comunista dan cuenta de un reexamen en tiempo real que excede la cuestión del sufragio universal, y supone una reevaluación global fundada en la percepción de las condiciones peculiares del Occidente europeo: un peso mayor de las tradiciones reformistas en el movimiento obrero, un contexto de legalidad para la lucha política, una crisis más lenta del Estado, una hegemonía más sólida de las clases dominantes.

De allí surgen las reflexiones en torno al frente único obrero, las consignas transitorias, la táctica transicional del «gobierno obrero» en el seno de las instituciones capitalistas. Gramsci continuaría, en la soledad de la cárcel, esta reflexión estratégica, con conceptos como los de hegemonía y guerra de posiciones.

Más recientemente, en el marco del debate eurocomunista de los 70, Nicos Poulantzas postuló que el Estado es un «campo estratégico de disputa» e intentó formular una vía alternativa tanto a la socialdemocracia reformista tradicional como al insurreccionalismo leninista, basada en la combinación de un acceso electoral al gobierno junto al desarrollo de movimientos de masas autónomos que presionen a un gobierno de izquierda a superar sus limitaciones y con capacidad de responder a cualquier contraofensiva reaccionaria. Estas son las referencias clave que heredan nuestros debates estratégicos actuales.

Lecciones del nuevo periodo

Hoy, creemos, es posible profundizar el trabajo de rearme teórico y estratégico más allá de las experiencias críticas del siglo XX. Nos parece que es el momento de afrontar los nuevos procesos de lucha política y social para realizar algunos balances. Podemos ubicarlo, simbólicamente, entre las victorias electorales de Chávez en 1999 y de Lula en 2002 con el comienzo de la declinación paulatina de la «ilusión social» y una nueva emergencia de la pregunta por el Estado en el seno de la izquierda a nivel internacional.

Desde entonces acumulamos un conjunto de experiencias que es necesario balancear para contribuir al debate estratégico. Desde el proceso bolivariano en Venezuela hasta Podemos en el Estado español, pasando por las más deslucidas experiencias de Syriza en Grecia o las más vagas como la de Sanders en EEUU, distintas configuraciones políticas parecieron por un momento volver a plantear el problema del poder para la izquierda.

Estas experiencias son muy diversas internamente y han tenido derroteros varios, abarcando desde expresiones de disputa atractivas pero incapaces de desplazar a los gobiernos neoliberales (Podemos, etc.) hasta derrotas atroces (Syriza), pasando por situaciones de continuidad política en medio de crisis y dificultades serias (chavismo).

Un análisis exhaustivo de estos procesos excede con creces las posibilidades de este texto. Sin embargo, nos atrevemos a hacer algunos señalamientos. Ninguna de estas nuevas experiencias puede considerarse como un modelo, no sólo porque la lucha por el poder y la hegemonía se da cada vez en condiciones específicas e irrepetibles, sino porque todas ellas presentan dificultades internas serias.

Se trata de experiencias que sintetizan las condiciones en las que es posible plantear el problema del poder hoy, lo que no implica resolverlo. Entendemos que, en el contexto del nuevo siglo, es plausible sostener la hipótesis estratégica de que la ruptura con el Estado capitalista comience por un acceso electoral al gobierno que inicie un proceso de radicalización política e intensificación de la lucha de clases.

A su vez, es posible, si consideramos las actuales correlaciones de fuerza entre las clases, que los triunfos electorales sean capitalizados por corrientes reformistas o nacionalistas de izquierda, que desplieguen su gobierno en un contexto de crisis de hegemonía y presión de la movilización popular.

Sin embargo, las experiencias recientes permiten extraer lecciones que justifican la necesidad de delimitaciones y balances críticos. La capitulación de Syriza, las limitaciones de la dirección de Podemos, la ausencia de una ruptura definitiva del gobierno bolivariano con la burguesía, la tendencia a la adaptación que muestra la dirección del Frente Amplio chileno muestran que si bien no hay condiciones de desarrollo real para una izquierda radical que no interactúe de manera constructiva e inteligente con experiencias políticas populares de orientación ambigua, las limitaciones reformistas o, para utilizar la categoría de Gramsci, la tendencia al transformismo (2)de las direcciones hegemónicas dan toda su importancia a la tarea de construir corrientes revolucionarias y anticapitalistas que actúen al interior de estas experiencias con estricta independencia organizativa y programática (lo cual no significa necesariamente un partido independiente).

Tememos que la ignorancia o subestimación de estas limitaciones lleve a un «nuevo reformismo radical» que, amparándose en la caducidad del «modelo bolchevique» y en la centralidad de la «vía electoral» subestime la importancia de la confrontación con la clase dominante (produciendo un progresivo desplazamiento hacia el electoralismo) y se incline hacia la adaptación a las direcciones hegemónicas en las clases populares.

El «ciclo progresista» latinoamericano, por su lado, impone conclusiones que alejan cualquier imagen cándida o ingenua de estas experiencias. La actual «restauración conservadora», bien entendida, pone en evidencia el papel de «pasivización» social que pueden cumplir gobiernos que realizan concesiones sociales si no se apoyan en y estimulan la movilización de masas para enfrentar a las clases dominantes.

Dice al respecto el filósofo gramsciano Massimo Modonesi:

Las fuerzas políticas instaladas en este peldaño gubernamental promovieron, fomentaron o aprovecharon una desmovilización o pasivización más o menos pronunciada de los movimientos populares y ejercieron un eficaz control social o, si se quiere, una hegemonía sobre las clases subalternas que socavó – parcial pero significativamente- su frágil e incipiente autonomía y su capacidad antagonista, de hecho generando o no contrarrestando una re-subalternización funcional a la estabilidad de un nuevo equilibrio político. De allí que el elemento pasivo se volvió característico, sobresaliente, decisivo y común a la configuración, en el reflujo de una politización antagonista a una despolitización subalterna, de los diversos procesos latinoamericanos (3).

Estas formas de pasivización generaron un efecto contradictorio: horadaron progresivamente las relaciones de fuerza, relativamente favorables a las clases populares, que permitieron la emergencia de fenómenos gubernamentales «progresistas» y, por tanto, generaron las condiciones para la restauración conservadora en curso.

Aquí es crucial la diferencia entre Venezuela y Bolivia y el resto de los gobiernos de la región: mientras que estos gobiernos han convocado a la movilización popular autónoma, y esto les dio mayor sustentabilidad en el tiempo, sus «pares» argentino y brasilero trataron de reencauzar institucionalmente la política y reducir a los movimientos sociales a correas de transmisión de una política estatal de conciliación de clases.

Asimismo, nuestra lectura de la crisis venezolana también nos lleva a pensar en la necesidad de ruptura definitiva con las clases dominantes. La actual crisis recuerda al último periodo de Allende e incluso al breve lapso de confrontación del gobierno de Syriza con la Troika y parece indicar los siguiente: si no se procede a una radicalización socialista y a una ruptura decisiva con la burguesía, el «gobierno popular» termina por generar condiciones para una desorganización generalizada de las relaciones sociales, producto no solo de la reacción política de las fuerzas capitalistas sino también del propio metabolismo distorsionado de la acumulación capitalista, que se expresa en huelga de inversiones, inflación, «guerra económica».

El caso venezolano permite recuperar la vieja hipótesis que sostiene que las reivindicaciones democráticas y nacionales en la periferia deben proponerse superar el límite de la propiedad privada y el Estado burgués para poder ser garantizadas de forma estable y sistemática.

Probablemente, un gobierno que pretenda representar los intereses populares debe ir hasta el final en su ruptura con las clases dominantes si quiere evitar la tendencia al ahogo y la adaptación institucional, la contraofensiva reaccionaria o la crisis general de las relaciones sociales que abre las puertas a una derrota decisiva del proceso.

Lo anterior refuerza la importancia de las organizaciones políticas estructuradas de manera programática. Vivimos tiempos de convulsiones políticas difíciles, delimitaciones cambiantes y ambigüedades sistemáticas. Las organizaciones anticapitalistas debemos ser capaces de cortar con precisión quirúrgica a la hora de trabajar políticamente.

De una parte, la emergencia de experiencias de masas con direcciones reformistas capaces de propulsar la lucha debe exigirnos apertura, vocación de unidad y falta de dogmatismos. De otra parte, las diversas circunstancias en que las direcciones reformistas tienden a pasivizar la lucha social o simplemente van a callejones sin salida, nos exige mantener la lucidez y la delimitación, cultivando la autonomía ideológica y organizativa de l@s oprimid@s.

El problema de la organización política

La principal víctima de las ilusiones neo-libertarias de fines de los noventa ha sido probablemente la forma-partido, todavía hoy resistida en los ámbitos militantes, aun más que la cuestión de la lucha por el poder del Estado (más rápidamente restituida al centro de los debates políticos).

Vemos nacer, morir y resurgir permanentemente infinidad de organizaciones («frentes», «movimientos», «organizaciones populares»), que asumen sin complejos la centralidad de la cuestión de la disputa del poder, y sin embargo no hemos asistido a un debate serio sobre la cuestión del partido ni a un balance de la larga tradición leninista que atravesó todo el siglo XX.

Nos parece que las organizaciones políticas surgen de amplios procesos de reagrupamiento entre los sectores populares antes que del crecimiento lineal de alguna pequeña organización marxista. Esta simple definición supone una ruptura teórica y práctica con toda una tradición sectaria en el terreno de la construcción partidaria, lo que incluye abandonar una cultura política que considera a la propia organización como la única verdaderamente revolucionaria y acusa permanentemente al resto con todo tipo de epítetos, explicando cualquier diferencia política en base a intereses sociales y posiciones de clase («pequeño burguesas»).

Entendemos necesario pensar la construcción de organizaciones políticas en dos planos simultáneos. Las organizaciones políticas surgen, creemos, de procesos de síntesis de corrientes y experiencias organizativas de diversos orígenes históricos e ideológicos que comparten el compromiso de la estrategia revolucionaria contra el patriarcado, la heteronorma, el imperialismo y el capitalismo.

Este reagrupamiento debe ser capaz de dar marco político al activismo vinculado a los «nuevos movimientos sociales», feministas, antirracistas, ambientales, juveniles, y a las generaciones militantes emergentes.

La unidad programática que deseamos para los nuevos partidos del siglo XXI no es, creemos, algo a impostar desde arriba a partir de acuerdos grabados en mármol. Esta unidad surgirá de las clarificaciones aportadas por la experiencia (y su interpretación, siempre debatible, siempre en disputa), en el marco de dinámicas históricas abiertas que no pueden prefigurarse en el laboratorio.

Restablecer la necesidad de una organización política delimitada estratégicamente no significa abandonar la vocación de construir marcos unitarios amplios, que no necesariamente se limitan a las fuerzas revolucionarias o anticapitalistas. Por el contrario, contar con un instrumento político homogéneo y centralizado es lo que permite con mayor dinamismo impulsar experiencias más amplias, sin temor a que sus limitaciones o su heterogeneidad generen hipotecas políticas decisivas.

Quienes estamos comprometid@s con la construcción de una nueva izquierda que rompa con el sectarismo ultraizquierdista, pero se mantenga independiente de las direcciones reformistas, debemos plantearnos seriamente la necesidad de avanzar hacia un partido-estratega, una experiencia unitaria y delimitada programáticamente que eleve a un nivel superior nuestras experiencias organizativas, haga balances de las experiencias desarrolladas hasta el momento y produzca nuevas aportaciones de cara al futuro.

Como dijera el viejo Lenin: «El período actual, pues nos parece crítico, porque el movimiento está superando ese carácter artesanal y esa dispersión y exige con urgencia el paso a una forma superior, más unida, mejor y más organizada, por la que nos consideramos obligados a trabajar».

Notas:

1. Friedrich Engels, «Prefacio de 1886 a la primera edición de El capital», en http://webs.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/capital1/0.htm  

2. Utilizamos la expresión de Gramsci «transformismo» para describir la capacidad de las clases dominantes para absorber a las direcciones de las clases subalternas al integrarlas a un proceso estatal que incluye cierto grado de compromiso de clase pasivizador basado en concesiones sociales otorgadas «desde arriba». 

3. Nos diferenciamos de Modonesi en cuanto no compartimos la homogeneización de todos los procesos latinoamericanos bajo la idea de pasivización de los sectores populares y en la utilización de la categoría de «revolución pasiva» proveniente de Gramsci para describir estos procesos. El debate de interpretación sobre el concepto gramsciano ameritaría otro espacio.