El 30 de diciembre ETA rompió su «alto el fuego permanente» con un coche bomba en la Terminal 4 del Aeropuerto de Madrid que causó importantes daños, decenas de heridos y dos muertos. Con este atentado se ponía fin a más de tres años sin victimas mortales y a nueve meses de lo que ha […]
El 30 de diciembre ETA rompió su «alto el fuego permanente» con un coche bomba en la Terminal 4 del Aeropuerto de Madrid que causó importantes daños, decenas de heridos y dos muertos. Con este atentado se ponía fin a más de tres años sin victimas mortales y a nueve meses de lo que ha resultado ser solo una tregua en la actividad de ETA.
El proceso de paz en Euskal Herria se encontraba bloqueado y las encuestas del Gobierno vasco mostraban que el 64% de los ciudadanos vascos temía un atentado de ETA. Pero la bomba de la T-4 en Madrid pilló por sorpresa al Gobierno- «en un año estaremos mejor que hoy», había dicho Zapatero el día antes tras el último consejo de ministros del año- y a la dirección de Batasuna, como reconoció abiertamente Joseba Alvarez en Radio Euskadi: «yo creo que eso no se lo esperaba nadie».
De hecho, reinaba un cierto ambiente de optimismo después de que el Ministro Rubalcaba hubiese confirmado que representantes del Gobierno y de ETA se habían reunido el 14 de diciembre «con el objetivo de intentar desbloquear el proceso de paz». El Gobierno habría podido «verificar la voluntad de ETA de mantener el alto el fuego», según la prensa vasca, y Zapatero así se lo comunicó a Rajoy en su entrevista del 22 de diciembre. Es más, al parecer, Gobierno y ETA habían quedado para una nueva reunión a finales del mes de enero o comienzos de febrero.
La cuestión política clave era la participación de la izquierda abertzale en las elecciones municipales de marzo. Batasuna y el Gobierno mantenían un duro pulso sobre cómo se produciría la legalización de las candidaturas de la izquierda abertzale -o superándolo, o en el marco mismo de la Ley de Partidos heredada del Gobierno Aznar-, pero nadie dudaba, empezando por Batasuna, de que esa participación se produciría. Con ella, la izquierda abertzale se legitimaría como interlocutor político para la mesa de partidos que, junto a los contactos del Gobierno con ETA, constituía la segunda pata del proceso de paz.
El plazo para la presentación y legalización de las candidaturas de la izquierda abertzale hasta finales de febrero era por lo tanto el margen temporal para continuar con un duro tira y afloja negociador. Un pulso que incluía además otras condiciones para que el proceso pudiera seguir avanzando, simultánea o posteriormente, como el acercamiento de los presos, la situación de los macro-sumarios contra los medios de comunicación o los movimientos sociales ligados a la izquierda abertzale, la excarcelación de presos de ETA cumplidas legalmente sus penas (con la huelga de hambre de De Juana Chaos como espada de Damocles). Es decir, las condiciones para una actividad política democrática de la izquierda abertzale. Mientras tanto, ésta aumentaba la presión por su parte con una importante movilización social y un incremento de la kale borroka frente a lo que consideraba el bloqueo del proceso por un Gobierno que se jactaba públicamente de haber hecho menos concesiones que Aznar en su momento.
¿Por qué el atentado?
La cuestión es, por lo pronto: ¿por qué puso ETA la bomba el 30 de diciembre?
La primera respuesta de Arnaldo Otegi, portavoz de Batasuna, el mismo día 30 por la tarde, tras expresar su «solidaridad humana» con las victimas, fue que el proceso de paz «no esta roto y es más necesario que nunca», y que era necesario «reconstruir las condiciones que permitan estabilizar de manera definitiva el proceso». Acusó al Gobierno Zapatero de «no haber hecho un solo gesto en nueve meses de tregua», pero que el atentado, «no nos retrotrae a un escenario anterior al 24 de marzo» (fecha de la declaración del «alto el fuego permanente» de ETA).
Las declaraciones de Otegi parecían responder ante todo a dos prioridades de la dirección de Batasuna: evitar una escisión en sus filas y una ruptura con ETA -y muy probablemente, una escisión en la propia ETA- cerrando filas, e intentar mantener el proceso sobre la base del ejemplo del proceso de paz irlandés. Lo primero, de ocurrir, suponía el fin del proceso mismo al desaparecer el interlocutor político de la izquierda abertzale; lo segundo, no dejaba de ser un intento desesperado de mantener la legitimidad como interlocutor de la propia ETA a partir de una analogía de imposible aplicación en el Estado español, dada la correlación de fuerzas impuesta por la movilización masiva y continua de la derecha social y política contra el proceso de paz.
Enseguida se hizo patente que, como había ocurrido en el primer proceso de paz alrededor de los contactos de Argel en 1989, el aparato militar se había acabado imponiendo a la dirección política de ETA. Bien para introducir el espectro de nuevas victimas mortales y la derrota electoral del PSOE como consecuencia, bien para cerrar el proceso de paz una vez más -como en el proceso de Argel en 1989 o el de Lizarra en 1999- constatado que implicaba un viaje sin retorno para la propia ETA en ausencia de un cambio cualitativo del marco político-estratégico de su lucha. Lo que el Barne Buletina de la organización había definido ya en marzo de 1993, al concluir el balance del primer proceso de paz, como el «síndrome de Argel».
La analogía irlandesa, a la que parecían referirse las declaraciones iniciales de Otegi, era el atentado con un coche bomba en el barrio londinense de Docklands el 9 de febrero de 1996, que había roto la tregua del IRA de 1994, ocasionando dos muertos y cientos de heridos. Un boletín interno de ETA del 2001, al hacer balance del proceso irlandés, señalaba que ello había permitido más tarde llevar el proceso de paz a un nuevo escenario.
Los tres avisos de ETA previos al estallido del coche bomba en la T-4 de Madrid hacen suponer que su objetivo no era causar victimas mortales, sino graves daños materiales. La ausencia de victimas mortales había sido uno de los argumentos fuertes de Zapatero para solicitar del Congreso de los Diputados el apoyo para el diálogo con ETA en mayo del 2005 -su principal escudo institucional frente a la contraofensiva del PP. Pero como dijo Gaspar Llamazares, «quien juega con fuego, se acaba quemando». La muerte de dos emigrantes ecuatorianos -paradigma de víctimas inocentes y ajenas al conflicto vasco- hacía imposible cualquier analogía irlandesa.
Por otra parte, los casi doscientos kilos de material explosivo abandonados en Atxondo por ETA alimentaban las tesis de quienes interesadamente defendían que el objetivo del nuevo sector dominante en ETA era lanzar una ofensiva en toda regla que cortase de raíz el proceso de paz.
La consecuencia inmediata, en cualquier caso, es que el pulso político sobre la forma jurídica de la participación electoral de la izquierda abertzale había quedado saldado a favor de mantener su ilegalización, como había venido exigiendo Rajoy antes del atentado. La movilización y preparación de la izquierda abertzale para las elecciones se cortó en seco. Como las campañas de solidaridad por las condiciones democráticas del proceso de paz, tanto en Euskal Herria como en el resto del Estado español. Y por si había alguna duda, el acto previsto el 6 de enero de apoyo a los presos vascos, organizado por el nuevo Movimiento pro Amnistía en el velódromo Anoeta de Donosti, era prohibido por la Audiencia Nacional y reprimido por la policía.
La falta de aviso formal previo del fin de la tregua por parte de ETA -a diferencia de ocasiones anteriores-, la sorpresa de la dirección de Batasuna, su reafirmación de la estrategia de Anoeta y su negativa a dar por concluido el diálogo con ETA y el proceso de paz en curso hasta ese momento, parecen apuntar en definitiva a que un sector de ETA ha sido incapaz de aguantar la tensión política de la negociación y ha cometido con este acto terrorista un grave error político.
La reacción del Gobierno y la campaña del PP
Las primeras reacciones por parte del Gobierno, más allá de la sorpresa, reflejaron en seguida el debate en curso sobre qué hacer tras el atentado.
Zapatero compareció pocos minutos después de hacerlo Otegi, confirmada la falta de condena formal por parte de Batasuna y su defensa del proceso. Tras constatar que «no se cumplen las condiciones de la resolución parlamentaria de mayo», informó que había «ordenado suspender todas las iniciativas para desarrollar el diálogo» con ETA. Pero desde ese momento mantuvo una ambigüedad semántica sobre el proceso de paz, distinguiéndolo del fin de la violencia como condición previa para una nueva «aproximación del Gobierno al diálogo» con ETA. Esa ambigüedad aparece también recogida en el comunicado emitido al día siguiente por la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE.
La ambigüedad, que parecía querer mantener un horizonte de esperanza para repensar el proceso de paz en las nuevas circunstancias políticas, fue inmediatamente detectada por el PP. Rajoy había comparecido ante los medios antes que Zapatero para exigir el fin del diálogo con ETA, la persecución de la izquierda abertzale y la completa sumisión del Gobierno al Pacto Antiterrorista PP-PSOE heredado del período Aznar, en los mismos términos que tras la reunión con Zapatero del 22 de diciembre. Pero después de la comparecencia de Zapatero, el portavoz de interior del PP, Astarloa, exigió una «declaración formal de ruptura» del proceso de paz, no su «suspensión», y la autocrítica por la «manifiesto fracaso de su política antiterrorista». Los medios de comunicación de la derecha inmediatamente recogieron la nueva línea de Astarloa.
Durante 48 horas, la ofensiva mediática del PP definió el marco de las posiciones del resto de las fuerzas políticas. El Gobierno Vasco, con el apoyo de los consejeros de las tres fuerzas políticas que lo componen, mantuvo no solo la ambigüedad, sino la necesidad política de mantener el proceso de paz. Aunque Ibarretxe era contradicho públicamente por Imaz, portavoz del PNV, que daba por acabado el proceso de paz, exigía la condena formal de Batasuna del atentado -haciéndose eco de la Ley de Partidos- y al fin del diálogo con ETA, de la que ya solo cabía esperar su disolución. Pocos días después se sumaba a esta postura Patxi Zabaleta, coordinador de Aralar, con mayor contundencia si cabe. Durán i Lleida, portavoz de CiU en Madrid, se ofreció como ministro, primero al PSOE, y después, al PP. ERC se alineó inicialmente con las tesis de Otegi, para aceptar después la disciplina del Tripartito catalán de apoyo incondicional a Zapatero. IU, con la mayoría de Llamazares apoyando a Zapatero, se encontró con posturas de algunos sectores del PCE que parecían añorar la estrategia de las «dos orillas».
Esa ofensiva del PP vino acompañada de una crítica frontal a Rubalcaba y a su gestión del diálogo con ETA. ¿Cómo era posible que las fuerzas de seguridad no hubieran detectado nada, que las conclusiones de la reunión con ETA del 14 de diciembre hubieran sido tan distintas en sus previsiones de los hechos? Pepe Blanco, secretario de organización del PSOE, hacía frente -en ausencia de Zapatero y de la portavoz del Gobierno, Maria Teresa Fernández- a la ofensiva del PP, exigiendo unidad antiterrorista a todos los partidos y asegurando que las palabras de Zapatero no contenían ninguna ambigüedad en cuanto al fin del proceso de paz y sí la voluntad de autocrítica. Mientras se acumulaban las declaraciones y presiones de los barones territoriales del PSOE y de algunos ministros para una definición mas dura en el mismo sentido, en algún caso exigiendo la vuelta al consenso antiterrorista con el PP, como defendía el ex ministro de defensa Bono desde muchos meses antes.
Según distintos confidenciales de prensa, Rubalcaba exigió de Zapatero el fin de toda ambigüedad y compareció el 2 de enero para asegurar que la polémica alimentada por el PP era falsa, porque el proceso de paz, no solo el diálogo con ETA, estaba «roto, liquidado y acabado». Que el martes 9 de enero comenzaría una ronda con todos los partidos políticos para conocer su posición ante la situación y sus propuestas para la política antiterrorista del Gobierno. Con ello tomaba directamente la iniciativa política frente al PP y trazaba las líneas generales de una estrategia antiterrorista más allá del Pacto Antiterrorista PP-PSOE, al abrirse al resto de los partidos políticos, incluidos los nacionalistas, sobre la que sustentar la política de represión selectiva sobre ETA -que nunca había cesado- y también un nuevo ciclo de represión de la izquierda abertzale, acorralada entre la kale borroka y la escisión.
La campaña del PP combinaba ya elementos extraparlamentarios -como la convocatoria de concentraciones por parte de la Asociación de Victimas del Terrorismo (AVT) en la perspectiva de una gran manifestación contra el Gobierno, y en las que reaparecieron grupos fascistas- con la agitación mediática. Pero abrió ahora un tercer frente, el parlamentario. Astarloa exigió de nuevo que fuera Zapatero quién diera personalmente por roto el proceso ante el pleno del Congreso de los Diputados, reunido de manera extraordinaria durante sus vacaciones. Al exigir el pleno y no la convocatoria de la Diputación Permanente, el PP estaba cuestionando directamente la legitimidad del Gobierno al exigir la aplicación de un artículo del reglamento previsto para casos de crisis institucional o guerra.
Zapatero, sin embargo, no reapareció hasta el día 4 de enero con su visita al lugar del atentado -donde seguían las tareas de búsqueda de una de las victimas bajo decenas de miles de toneladas de escombros-, para expresar en los términos más firmes su compromiso con el fin de la violencia y la consecución de paz, anunciar su comparecencia parlamentaria para construir el consenso de las fuerzas políticas y rechazar cualquier posibilidad de intimidación al Gobierno por parte de ETA. Pero no dijo nada más.
Soledad Gallego-Diaz, desde El País el día 5, resumía así las posiciones: «Parece evidente que siguen existiendo dos maneras de enfocar el fin de ETA. La que defiende el PP pretende alcanzar el fin de la violencia mediante la acción policial y judicial y exige cegar toda vía de diálogo. La estrategia de Zapatero ha sido otra, y probablemente seguirá siéndolo. El presidente sigue pensando, y trabajando, para lograr un fin dialogado de la violencia (…) Pero hace falta que explique a los ciudadanos por qué sigue en ese camino, aun sabiendo que no va a contar con el apoyo del PP, y que exponga las nuevas condiciones que exige a ETA y a Batasuna para ello».
Un debate con cuatro posiciones
En realidad, en el debate político que estaba teniendo lugar, no había solo dos posiciones, sino al menos cuatro, con distintos matices en cada una de ellas.
La del PP cuenta con la ventaja de ser una continuación de la contraofensiva iniciada después del 14-M de 2004, incluidas las teorías conspiratorias sobre la participación de ETA en los atentados del 11-M, para deslegitimar al Gobierno Zapatero. El atentado daría la razón a la política antiterrorista definida por el Gobierno Aznar tras la ruptura de la tregua de 1999 y que se concretó en el Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo, la Ley de Partidos y la persecución judicial del conjunto de la izquierda abertzale a través de la doctrina Garzón. El Gobierno Zapatero debería ahora reconocer públicamente su error al alejarse de esta política abrfiendo un diálogo con ETA sin el consenso del PP. En realidad, el PP ha hecho del fracaso del proceso de paz el eje de su contraofensiva desde el 14-M, cercando al Gobierno e intentando limitar su margen de maniobra con una movilización extraparlamentaria, encabezada por la AVT, que ha sacado a la calle en Madrid a cientos de miles de personas en cinco ocasiones. La vía represiva y judicial contra la izquierda abertzale es a la vez su estrategia de acoso y derribo del Gobierno Zapatero. (Dentro de esta orientación están aquellos sectores del PSOE que siempre han condicionado cualquier política socialista en relación con el conflicto vasco a un consenso previo con el PP, dándole un derecho de veto en la práctica aunque sea en nombre de la eficacia. Y tras el atentado, han exigido, con Bono, «enseñar seria y democráticamente los dientes» a ETA o, de acuerdo con la doctrina Garzón, a ETA-Batasuna, demostrando una capacidad represiva igual o superior a la del PP para evitar el corrimiento de votos del centro hacia la derecha.)
La segunda gran opción es la que parece estar construyendo Rubalcaba. Una nueva política antiterrorista, en el sentido de que no espera contar con el consenso de un PP, que mantiene su dinámica de acoso y derribo del Gobierno Zapatero, pero si apoyada por el resto de las fuerzas políticas. Una política que en sus contenidos, como se ha encargado de subrayar Rubalcaba, implicaría la represión selectiva de ETA y la extensión de la judicialización del conflicto a toda la izquierda abertzale, sin grandes diferencias con la política antiterrorista del PP. La eficacia de esa acción represiva sería la garantía de la buena fe y capacidad del Gobierno. A esta postura parecen sumarse sectores tan dispares como Imaz del PNV o Zabaleta de Aralar, con la idea de que el aislamiento y derrota policial debe llevar a una autodisolución de ETA antes de cualquier legalización de la izquierda abertzale como sujeto político y única posible mediadora ya en temas como los presos. Patxo Unzueta daba cuerpo teórico a esta postura en El País el 4 de enero.
La tercera alternativa parece surgir de la ambigüedad calculada de Zapatero. Parte de un reconocimiento de que el atentado ha acabado con las condiciones institucionalizadas para el diálogo, pero se mantiene para un futuro no determinado un horizonte de proceso de paz que reivindique la línea seguida por el Gobierno hasta ahora. Aunque se haya hecho imposible la legalización de las candidaturas de la izquierda abertzale, no implica una nueva criminalización masiva de Batasuna y su entorno -contrarios mayoritariamente a la violencia según las encuestas-, para empujar definitivamente a una autonomía política de la izquierda abertzale respecto de ETA, de manera que más allá de la represión selectiva, sea este el precio político que tenga que pagar por la ruptura de la tregua. La deslegitimación como interlocutor de ETA no implicaría la de una nueva dirección autónoma de Batasuna. El horizonte de un proceso de paz se trasladaría así a una nueva legislatura.
Por último, la cuarta postura, defiende la necesidad de mantener el proceso de paz entendido como la creación de las condiciones políticas que lo hagan posible, el desarrollo de un movimiento social por la paz que articule un consenso para evitar retrocesos y bloqueos, y la adopción de medidas unilaterales, que incluyan la actividad legal democrática de la izquierda abertzale. Se trata en definitiva de evitar un nuevo ciclo de violencia-represión-violencia en Euskal Herria, que acabaría llevando de vuelta al PP al Gobierno central. Porque la experiencia ha demostrado que solo la deslegitimación política de la vía armada a través de alternativas democráticas, y no solo la represión policial, pueden superar las causas profundas de la existencia de organizaciones como ETA. La resolución democrática -dando la palabra a los ciudadanos- del conflicto nacional vasco debe ser el punto de partida para mantener una perspectiva de diálogo con ETA para su autodisolución. Como se ha demostrado, el mantenimiento en la ilegalidad de la izquierda abertzale refuerza el carácter incontrolable del aparato militar de ETA.
Se trata naturalmente de un esquema de posiciones, en una realidad cambiante de líneas no definidas, que contribuye y cambia con la correlación de fuerzas entre fuerzas políticas y la movilización de la opinión publica. El propio Zapatero, en sus conversaciones con los periodistas durante las celebraciones de la Pascua Militar el día 6, quiso cerrar la polémica semántica mantenida con Rubalcaba: «el proceso de paz tenía su fundamento en el diálogo y, por tanto, tras el atentado, llegó a su punto final». Pero se reafirmó en la corrección de la orientación y metodología seguida por el Gobierno en el proceso de paz, definiendo el terreno de consenso en el PSOE. Su toma definitiva de posición se dará en la comparecencia el 15 de enero en el Congreso de los Diputados y en el debate que allí tenga lugar, el cual dejará sin duda marca para el resto de la legislatura y determinará el tono y el momento de las próximas elecciones generales.
La removilización de la izquierda
Durante la primera semana de enero, después del choque del atentado, el debate político ha sido un ejercicio de desconcierto, con una derecha volcada a la contraofensiva final contra el gobierno y unas izquierdas impotentes y sumidas en la pasividad. El resultado, en definitiva, de dos años y medio de gobierno minoritario del PSOE, en el que Zapatero ha intentado hacer una gestión «en frío» del mandato de cambio recibido el 14-M del 2004, apoyado en el impulso menguante del mayor ciclo de movilizaciones del post-franquismo de 2002-2004, mientras la derecha social y política se volcaba en una movilización extraparlamentaria e institucional sin precedentes.
La falta de iniciativa de la izquierda peso tanto como los escombros de la T-4 hasta el 5 de enero. Las primeras concentraciones de protesta en Madrid fueron convocadas separada pero paralelamente por la AVT y la Federación Española de Municipios y Provincias. La desventaja numérica de la izquierda en la segunda convocatoria acabó con intimidaciones por parte de piquetes de manifestantes de derechas, fascistas incluidos, ante la falta total de servicios de orden. El Foro Social de Madrid fue incapaz de encontrar el consenso para un comunicado llamando a la movilización. El peligro de desmoralización solo empezó a superarse cuando CC OO y UGT, con el apoyo posterior de IU y del PSOE, convocaron finalmente en Madrid una manifestación para el 13 de enero «por la paz y contra el terrorismo», a la que se sumó la organización de emigrantes ecuatorianos que había previsto otra ese mismo día.
La bola de nieve de una cierta recomposición política de la izquierda frente a la contraofensiva del PP, empezó a hacerse sentir también en Cataluña a partir de la iniciativa de la Plataforma Aturem la Guerra, que había estado a la cabeza de las manifestaciones contra la guerra de Irak. Se constituyó la Plataforma «Sí al Procés de Pau» y se convocó otra manifestación de todas las fuerzas políticas para el 28 de enero. Montilla y el gobierno catalán de la Entesa se pusieron detrás de Zapatero.
Por su parte, el Gobierno vasco convocó directamente su propia manifestación también para el día 13 en Bilbao, «por la paz y el diálogo», abriendo con el lema una polémica con el Partido Socialista de Euskadi y desatando el rechazo frontal del PP.
Los límites impuestos por la derecha
A la espera de la evolución de los acontecimientos, que estarán marcados por la movilización de la izquierda y el debate en el Congreso de los Diputados, los últimos días han vuelto a poner de manifiesto muchos de los problemas tácticos y estratégicos de las izquierdas en el Estado español que han comenzado a ser discutidas en Sin Permiso [véase: Búster I, Búster II, Búster III y Maurizio Matteuzzi].
El proceso de cambio social y político iniciado el 14-M del 2004 con la derrota de Aznar, tras el ciclo de luchas del 2002-2004, esta llegado a sus límites. En el terreno económico ha supuesto una continuación de las políticas neoliberales en muchos aspectos, matizados por un fuerte crecimiento económico y reformas para la extensión de prestaciones sociales gracias a la Ley de Dependencia. Pero el modelo económico sigue siendo prácticamente el mismo, basado en la construcción y el endeudamiento familiar, a pesar de no ser sostenible a medio plazo. La polarización de la renta nacional sigue perjudicando a los asalariados, que soportan el mayor índice de temporalidad de toda la UE, erosionando el voto de los sectores de centro, como han argumentando recientemente Toni Doménech y Daniel Raventós en El País el pasado 31 de diciembre.
El Gobierno Zapatero ha producido importantes avances en temas democráticos y de igualdad jurídica de los ciudadanos. Basta compararlo con el resto de los gobiernos de la UE en estos aspectos. Pero la estructura de un estado con distintas nacionalidades y la descentralización del gasto social hacia los gobiernos autonómicos ha vuelto a plantear con urgencia la mas importante de las cuestiones democráticas aun no resuelta, como es el modelo de estado. Es en este terreno de la reforma de los Estatutos de Autonomía, y del proceso de paz en Euskal Herria donde la correlación de fuerzas impuesta por la movilización de la derecha social y política tras el 14-M del 2004 ha impuesto unas «líneas rojas» que han frustrado el avance hacia un modelo federal de estado, avances democráticos mas importantes en la cuestión nacional y bloqueado el proceso de paz.
La falta de debate táctico y estratégico de cómo superarlas desde la izquierda para mantener y profundizar el cambio político y social iniciado en el 2004 es uno de los principales impedimentos. La gestión «en frío» del Gobierno Zapatero, con una izquierda social subordinada a acompañar institucionalmente las iniciativas parlamentarias de la izquierda política, no es capaz de superar los problemas de fondo que plantea la fuerte articulación social y política de la derecha después de los ocho años del periodo Aznar. Ha sido especialmente patente en los nueve meses del proceso de paz en Euskal Herria. De ahí la importancia política de los debates que están teniendo lugar y de la experiencia práctica que van a suponer para sectores significativos de la ciudadanía. Sin una política de izquierdas, claramente delimitada de las propuestas del PP -tanto en lo que se refiere al proceso de paz, como en relación con la estabilidad y seguridad laboral, la mejora perceptible del nivel de vida de la mayoría de la población tras años de perdida de poder adquisitivo-, no se podrá movilizar una mayoría social de izquierdas para ganar las elecciones y se abrirá el paso a una fuerte involución democrática con un gobierno del PP enfrentado los gobiernos de izquierdas autonómicos y dispuesto a asfixiarlos económicamente.
Pero todavía estamos a tiempo.
* Gustavo Búster es miembro del consejo editorial de SinPermiso