Al reducir el valor mercantil de toda riqueza, de todo producto, de todo servicio, al tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción, la ley del mercado tiene por objeto volver conmensurable lo inconmensurable, asignar un precio monetario a lo que es difícilmente cuantificable. Como equivalente general, el dinero tendría así el poder de metamorfosearlo […]
Al reducir el valor mercantil de toda riqueza, de todo producto, de todo servicio, al tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción, la ley del mercado tiene por objeto volver conmensurable lo inconmensurable, asignar un precio monetario a lo que es difícilmente cuantificable. Como equivalente general, el dinero tendría así el poder de metamorfosearlo todo. Agente de una universal traducción, «confunde e intercambia toda cosa, es el mundo invertido, la conversión y la confusión de todas las calidades generales y humanas» [1]. La mercantilización generalizada tiene por objeto dar un precio a lo que no tiene: «Este esfuerzo por conferir un precio a todo lo que puede intercambiarse es considerablemente elevado, constata a Marcel Hénaff. Se desliza hacia una concepción de la mercantilización sin límites: todo puede evaluarse en un mercado, por lo tanto todo puede ser vendido, incluido lo invendible.» (2)
El servicio público puede o debería ser gratuito, pero el profesor o la enfermera deben alimentarse y vestirse. Cuestión de actualidad: ¿a qué corresponde entonces el salario de un profesor-investigador universitario? No vende un producto (un conocimiento-mercancía), pero recibe una remuneración financiada por la distribución fiscal del tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción y para la reproducción de su fuerza de trabajo (tiempo de formación incluido). ¿Se trata solamente del tiempo que pasa en su laboratorio o del tiempo que transcurre delante de la pantalla de su ordenador (cronometado por un reloj integrado)? ¿Se detiene su pensamiento cuando toma el metro o hace su jogging? La cuestión resulta todavía más espinosa ya que la producción de los conocimientos es altamente socializada, difícilmente individualizable, e implica una gran cantidad de trabajo muerto. Ahora bien, las reformas en curso tienden a transformar a nuestro profesor-investigador en vendedor de prestaciones comerciales. De ahora en adelante se supone que vende ideas o conocimientos cuyos procedimientos de evaluación (como la bibliometría cuantitativo) deberán medir el valor mercantil.
La crisis actual es una crisis histórica -económica, social, ecológica- de la ley del valor. La medida de toda cosa por el tiempo de trabajo abstracto se convirtió en, como Marx lo preveía en sus Manuscritos de 1857, una medida «miserable» de las relaciones sociales. Pero «no se puede administrar lo que no se sabe medir», afirma el Sr. Pavan Sukhdev, antiguo director del Deutsche Bank de Bombay a quien la Comisión de la Unión Europea pide un informe «para obtener una bitácora de los dirigentes de este mundo», ¡»asignando muy rápidamente un valor económico a los servicios prestados por la naturaleza»! [3] Medir toda riqueza material, social, cultural, según el patrón del tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción, se vuelve sin embargo cada vez más problemático a causa de una mayor socialización del trabajo y de una incorporación masiva de trabajo intelectual a este trabajo socializado.
¡El tiempo largo de la ecología no es, definitivamente, el tiempo corto del curso de la Bolsa! Asignar «un valor económico» (monetario) a los servicios de la naturaleza tropieza con el espinoso problema de establecer un denominador común a los recursos naturales, a los servicios personales, a los bienes materiales, a la calidad del aire, al agua potable, etc. Debería existir otro patrón que el tiempo de trabajo y otro instrumento de medida que el mercado, capaz de evaluar la calidad y las contrapartidas a largo plazo de las ganancias inmediatas. Sólo una democracia social sería capaz de conceder los medios a las necesidades, de tener en cuenta la temporalidad larga y lenta de los ciclos naturales, y de colocar los términos de las elecciones sociales integrando su dimensión ecológica
La desmercantilización de las relaciones sociales no se reduce a una simple oposición entre pagar y gratuidad. Inmersa en una economía de mercado competitiva, la gratuidad puede también revelarse perversa y servir de máquina de guerra contra una producción rentable de calidad. Eso es lo que ilustra la multiplicación de los diarios gratuitos en detrimento de un trabajo de información e investigación que cuesta.
Se pueden imaginar y experimentar ámbitos de intercambio directo -no monetario- de bienes de uso o servicios personalizados. Pero este «paradigma del don», como procedimiento de reconocimiento mutuo, no podría generalizarse, excepto si se concibe una vuelta a una economía autárquica del trueque. Ahora bien, toda sociedad de intercambio ampliado y con una división social compleja del trabajo, requiere una contabilidad y un método de redistribución de las riquezas producidas.
La cuestión central de la desmercantilización es, por consiguiente, la de las formas de apropiación y de las relaciones de propiedad, cuya gratuidad (de acceso a los servicios públicos o a los bienes comunes) no es más que un aspecto. Es la privatización generalizada del mundo -es decir, no solamente de los productos y los servicios, sino de los conocimientos, de lo vivo, del espacio, de la violencia- lo que hace de todo una mercancía vendible. Se asiste así, a mayor escala, a un fenómeno comparable a lo que se produjo a principios del siglo XIX con una ofensiva en toda regla contra los derechos consuetudinarios de los pobres: privatización y mercantilización de bienes comunes y destrucción metódica de las solidaridades tradicionales (familiares y aldeanas ayer, de los sistemas de protección social hoy) [4].
Las controversias sobre la propiedad intelectual son a este respecto ejemplares: «A la menor idea susceptible de generar una actividad se le pone a precio, como en el mundo del espectáculo donde no hay una intuición ni un proyecto que no esté cubierto inmediatamente por un copyright. En vías de apropiación, para los beneficios. No se comparte: se captura, se apropia, se trafica. Vendrán tiempos, quizás, dónde será imposible avanzar una declaración cualquiera sin descubrir que se protegió debidamente y se sometió a derecho de propiedad.» [5] Con la adopción en 1994 del acuerdo TRIPS (Trade Related Aspects of Intellectual Property Rights), en el marco de los acuerdos de la Ronda de Uruguay (de los cuales es resultante la Organización Mundial del Comercio), los gobiernos de los grandes países industrializados consiguieron imponer el respeto mundial de las patentes. Antes, no sólo su validez no se reconocía mundialmente, sino que cincuenta países sencillamente excluían las patentes de sustancias y sólo reconocían las patentes sobre los métodos de fabricación.
Desde los años setenta se asiste así a un absolutización de los derechos de plena propiedad, a una formidable apropiación privada por las multinacionales del conocimiento así como las producciones intelectuales y artísticas en general. Ante la eventualidad de una puesta a disposición de los usuarios de los programas informáticos, el préstamo gratuito de las bibliotecas se cuestionó a partir del final de los años 80. A partir de entonces, la información se han convertido en una nueva forma de capital y el número de patentes registradas cada año ha estallado (156 mil en 2007). Por sí solos, Monsanto, Bayer y BASF registraron 532 patentes sobre genes resistentes a la sequía. Sociedades llamadas «gnomos» compran carteras de patentes con el fin de atacar con juicios a los productores cuya actividad utiliza un conjunto de conocimientos inextricablemente combinados. Nueva forma de erigirse contra el libre acceso al conocimiento, este curso de regular las patentes genera así una verdadera «burbuja de patentes».
Esta extensión del derecho de las patentes autoriza patentar variedades de plantas cultivadas o animales de ganadería, así como sustancias de un ser vivo, confundiendo al mismo tiempo la distinción entre invención y descubrimiento, y abriendo la vía al pillaje neoimperialista para la apropiación de conocimientos zoológicos o botánicos tradicionales. Lo grave no es que patentar secuencias de ADN constituya un ataque a la divina Creación, sino que la elucidación de un fenómeno natural pueda, de ahora en adelante, ser objeto de un derecho de propiedad. La descripción de una secuencia génica es un conocimiento y no un hacer. Ahora bien, patentes y derechos de autor tenían inicialmente, por contrapartida, la obligación de divulgación pública del conocimiento en cuestión. Esta regla ha sido desviada alguna vez (en nombre, principalmente, del secreto militar), pero Lavoisier no patentó el oxígeno, ni Einstein la teoría de la relatividad, ni Watson y Crick lo doble hélice del ADN. Si, desde el siglo XVII, la divulgación favorecía las revoluciones científicas y técnicas, en adelante la parte de los resultados científicos puestos en el ámbito público disminuye, mientras que aumenta la parte confiscada por las patentes, que funcionan para venderse o cobrar una renta.
En 2008, Microsoft anunciaba la puesta en línea en libre acceso en Internet de datos relativo a sus programas informáticos y autorizaba su utilización gratuita para desarrollos no comerciales. No se trataba, se apresuraba a precisar en una entrevista a Médiapart el director de los asuntos jurídicos Marc Mossé, de un cuestionamiento de la propiedad intelectual, sino solamente de una «demostración de que la propiedad intelectual puede ser dinámica». Ante la competencia de los programas informáticos libres, los programas informáticos comerciales como Microsoft se veían forzados a adaptarse parcialmente a esta lógica de la gratuidad, cuyo fundamento es la contradicción creciente entre la apropiación privativa de los bienes comunes y la socialización del trabajo intelectual que comienza con la práctica de la lengua.
En su tiempo, la apropiación privada de las tierras se defendió en nombre de la productividad agraria argumentando que terminaría por erradicar escaseces y hambres. Asistimos hoy a una nueva ola de privatizaciones, justificadas por el curso de la innovación y la urgencia alimentaria mundial. Pero el uso de la tierra es «mutuamente exclusivo» (lo que uno se apropia, otro no puede utilizar), mientras que el de los conocimientos y saberes no tiene rival: el bien no se extingue por el uso que se le hace, ya se trate de una secuencia genética o de una imagen digitalizada. Esta es la razón por la que, del monje copista al correo electrónico, pasando por la impresión o la fotocopia, el coste de reproducción no dejó de bajar. Y por eso se alega hoy, para justificar la apropiación privada, el estímulo de la investigación más bien que el uso del producto.
Frenando la difusión de la innovación y su enriquecimiento, la privatización contradice las pretensiones del discurso liberal sobre sus beneficios competitivos. El principio del programa informático libre registra, al contrario y a su manera, el carácter fuertemente cooperativo del trabajo social que se encuentra cristalizado. El monopolio del propietario se impugna no, como para los liberales, en nombre de la virtud innovadora de la competencia, sino como obstáculo a la libre cooperación. La ambivalencia del término inglés «free» aplicado al programa informático hace así rimar gratuidad y libertad.
Como en la época de las privatizaciones, los expropiadores de hoy pretenden proteger los recursos naturales y favorecer la innovación. Se puede enviarles la contraparte que ya hacía, en 1525, la «Carta de los campesinos alemanes» insurgentes:
«Nuestros señores se apropiaron de los bosques, y si el hombre pobre necesita algo, es necesario que lo compre por un doble precio. Nuestro dictamen es que todos los bosques deben devolverse a la propiedad de la entera comunidad, y que se debe dejar libre a cualquiera de la comunidad el tomar madera sin pagarla. Debe solamente informar a una comisión elegida a tal efecto por la comunidad. De ese modo se impedirá la explotación.» [6)
Daniel BENSAÏD
Notas
[1] Marx, Manuscritos de 1844
[2] Marcel Hénaff, » Cómo interpretar el don «, en Esprit, febrero 2002. Marcel Hénaff es el autor, principalemente, de El precio de la verdad. El don, el dinero, la filosofía, Paris, Seuil, 2002.
[3] Libération, 5 enero 2009.
[ 4 ] Ver Daniel Bensaïd, Les Dépossédés. Karl Marx, les voleurs de bois et le droit des pauvres, Paris, La Fabrique, 2006. En ESSF, ver la introducción a la edición argentina de esta obra: Daniel Bensaïd, Marx et le vol de bois : Du droit coutumier des pauvres au bien commun de l’humanité .
[5] Marcel Hénaff, op. cit.
[6] Citado por K. Kautsky, La question agraire, Paris, 1900, p. 25.
* Contribución al libro colectivo bajo la dirección de Paul Ariès, » Viv(r)e la gratuité » aparecido en las ediciones Golias, 2009
Traducción de Andrés Lund Medina