Hace cien años, del 26 al 31 de julio de 1909, se produjo en Barcelona la, denominada por la burguesía, «Semana Trágica». La historia oficial relata una insurrección anarquista motivada por la guerra en Marruecos que derivó en el incendio y saqueo de decenas de iglesias y conventos y en la profanación de tumbas. Sin […]
Hace cien años, del 26 al 31 de julio de 1909, se produjo en Barcelona la, denominada por la burguesía, «Semana Trágica». La historia oficial relata una insurrección anarquista motivada por la guerra en Marruecos que derivó en el incendio y saqueo de decenas de iglesias y conventos y en la profanación de tumbas. Sin embargo, los círculos obreros de la época la llamaron «Revolución de julio» e incluso «Semana Gloriosa». Los acontecimientos de aquellos días, producidos al calor del desastre colonial de 1898 y del impacto que entre los obreros causó la revolución rusa de 1905, demostraron el potencial revolucionario del proletariado catalán, siendo un anticipo de la revolución del 19 del julio de 1936. La clase obrera en Barcelona
En 1898 en una ignominiosa guerra contra los Estados Unidos, la monarquía española perdía sus últimas colonias de ultramar: Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Fue toda una demostración de la putrefacción y decadencia del imperialismo español, un régimen atrasado, bárbaro, cuya clase dominante era incapaz de llevar adelante la modernización que se producía en otros países del mundo. Fue el punto de partida de un proceso de ascenso revolucionario que, con sus alzas y bajas, terminará provocando la proclamación de la II República y la guerra civil.
A la crisis y descomposición del régimen, se sumó el desastre económico que la derrota provocó. Afectó sobre todo a la industria catalana, especializada en la producción textil y el comercio con las ahora ex colonias (suponían el 95% de sus ventas al extranjero), pero sobre todo reveló cuáles eran sus bases: una industria obsoleta, donde no se hacían inversiones en tecnología, y que obtenía sus beneficios de los privilegios coloniales, la política proteccionista del gobierno, y, sobre todo, la sobreexplotación de la clase obrera.
La clase obrera barcelonesa se había nutrido con la llegada de miles de inmigrantes, sobre todo del Levante español, de Aragón y de la Catalunya rural. Sus condiciones de vida eran dramáticas. Más del 40% de la población era analfabeta (el 60% en los barrios obreros). El salario medio de los obreros era de cuatro pesetas al día -siendo de 3, e incluso de 2,5 pesetas en numerosos sectores- y las jornadas laborales se extendían más de 12 horas al día. Los salarios contrastaban con la suba dramática de los precios que la política de aranceles provocaba: el costo medio mínimo de una familia obrera sólo en alimentación y alojamiento era de 112 pesetas al mes.
Como hoy sucede con las favelas latinoamericanas, los barrios obreros eran enormes barriadas chabolistas sin agua corriente ni gas. Se calcula que sólo en Barcelona (en aquel momento con 550.000 habitantes) había más de 10.000 prostitutas, fundamentalmente mujeres obreras en el paro y con hijos, o jóvenes del servicio doméstico desprestigiadas por sus antiguos señores. Por supuesto, la explotación infantil era una práctica común: en torno a 20.000 menores -excluyendo el servicio domestico y tareas como recaderos, etc.- trabajaban sobre todo en la industria textil. Para colmo, en 1908 los industriales textiles habían despedido al 40% de sus plantillas y algunas empresas practicaron en 1909 el lock-out.
Antes de que comenzara la aventura militar en Marruecos, las condiciones para una huelga general ya estaban dadas en Barcelona.
Solidaridad Obrera, los anarquistas y el PSOE
A pesar de la crudeza de la represión y la persecución policial a la que el movimiento obrero se veía sometido, desde finales del siglo XIX la clase obrera trata de crear sus primeros sindicatos. En 1902 en solidaridad con los obreros metalúrgicos, la clase obrera barcelonesa protagoniza su primera huelga general, que durará toda una semana. Sin embargo, sin una dirección centralizada y sin objetivos concretos, la huelga se extinguió por agotamiento. La represión fue terrible y la mayoría de los nacientes sindicatos fueron destruidos.
No será hasta 1907 cuando el movimiento obrero muestre los primeros síntomas de recuperación. Será con la formación de Solidaridad Obrera, el primer intento serio de unificar los distintos sindicatos gremiales y de fábrica en una sola central sindical, primero de ámbito local y posteriormente de toda Catalunya. Su manifiesto fundacional fue suscrito por 35 de las 70 sociedades obreras existentes en ese momento en Barcelona. En mayo de 1909 el sindicato contará con 15.000 afilados en toda Catalunya, fundamentalmente en Barcelona y las localidades cercanas.
Aunque tradicionalmente se considera que Solidaridad Obrera era de inspiración anarquista, lo cierto es que en su interior, los anarquistas no dejaban de ser una minoría y además muy dividida. La mayoría del sindicato estaba compuesto por sociedades obreras sin una filiación política e ideológica clara.
Los viejos anarquistas bakuninistas habían dirigido una oleada de atentados terroristas en la última década del siglo XIX de la que no se habían recuperado, diezmados por la represión policial y por la visible inutilidad de sus acciones. Además muchos de estos viejos anarquistas se habían pasado a las filas republicanas. Pero también habían sufrido el impacto de la revolución rusa de 1905: la práctica clásica del anarquismo de la «propaganda por el hecho» había demostrado su ineficacia en contraste con el movimiento de masas revolucionario de la clase obrera rusa. Sería el origen de los «anarcosindicalistas» y «sindicalistas».
Por otro lado, el PSOE y la UGT jugaban un importante papel dentro de Solidaridad Obrera, hasta el punto de que uno de sus principales dirigentes, Fabra Ribas, era el portavoz del PSOE en Catalunya.
La UGT, que había nacido precisamente en Barcelona, no había logrado desarrollarse como en otros lugares del Estado fundamentalmente por el papel que jugó en la huelga de 1902, oponiéndose frontal y violentamente a la huelga general considerándola aventurera e inadecuada.
En ese momento, la política de la dirección socialista se caracterizaba por el rechazo frontal a la política de huelgas generales por considerarlas desviaciones anarquistas. Además, tenía una posición sectaria hacia las reivindicaciones democráticas (caracterizándolas de pequeño-burguesas) y centraba toda su acción en potenciar el Instituto de Reforma Social, creado por el gobierno, para conseguir mejoras económicas. De esta manera, lejos de debilitar a los republicanos pequeño-burgueses, el PSOE les entregaba el monopolio de la lucha contra algunos aspectos que realmente preocupaban a los trabajadores como era el anticlericalismo o la lucha por una educación pública laica. Esta política por un lado sectaria y a la vez conciliadora con el gobierno llevó al movimiento socialista a una crisis importante y a desafiliaciones masivas.
Esa crisis y, una vez más, el impacto de la Revolución rusa y, en ella, el uso de la huelga general revolucionaria, provocaría un giro dentro del PSOE. Sin embargo, la dirección socialista no sacaría todas las conclusiones de 1905. Aunque formalmente aceptaron el uso de la huelga general, limitaban su uso a demostraciones pacíficas. En Catalunya finalmente optarían por orientarse a Solidaridad Obrera entrando en el nuevo sindicato. Pero además, también adoptaron una política de colaboración con los republicanos pequeño-burgueses que tendría nefastas consecuencias.
El Partido Radical
En 1909 el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux era una fuerza con gran influencia en el panorama político catalán. La mayoría de la clase obrera con derecho a voto apoyaba a este partido pequeño-burgués, hasta el punto que en las elecciones municipales de mayo de 1909 fue el partido ganador en Barcelona, con mayoría absoluta, con más de 35.000 votos para concejales. Se cree que de esos, unos 20.000 eran votantes obreros.
Alejandro Lerroux, el «emperador del Paralelo» y futuro presidente del gobierno republicano durante el Bienio Negro, llegó a Barcelona en 1901 con la cartera llena de dinero del gobierno central. Su objetivo era formar un partido que, por un lado limitara la influencia de los regionalistas burgueses catalanes, pero que, sobre todo, lograra captar la atención de un movimiento obrero en ascenso para apartarlo de la senda revolucionaria.
El Partido Radical fundó la primera Casa del Pueblo en la Península Ibérica imitando las desarrolladas por los socialistas en Bélgica (modelo que posteriormente adoptaría el PSOE), creó redes sociales de alimentos, protección social y educación orientadas a los trabajadores más precarios. Contaba con una organización juvenil compuesta de milicias armadas, los Jóvenes Bárbaros, que defendían los mítines del partido -las llamadas «meriendas radicales»- y atacaban los de los demás grupos políticos. También con dos organizaciones femeninas, las Damas Rojas, de extracción obrera, que combinaba acciones reivindicativas con asistenciales, y las Damas Radicales, donde se agrupaban las mujeres pequeño-burguesas que sobre todo realizaban una acción cultural.
Sin embargo, tras esa red social sólo había un intento de desviar la energía revolucionaria de la clase obrera hacia la arena del parlamentarismo. Lerroux, aunque hacía demagógicos llamamientos a la revolución social, centraba su discurso en denunciar el catalanismo -utilizado por la burguesía catalana para dividir a los trabajadores entre catalanoparlantes y emigrantes- y, sobre todo, en un violento anticlericalismo: «alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres», exhortaba Lerroux a los Jóvenes Bárbaros.
El surgimiento de Solidaridad Obrera supuso un duro golpe para las aspiraciones de los radicales. Desde el primer momento la táctica de Lerroux fue tratar de controlar el sindicato o destruirlo: «He destruido Solidaridad Catalana -en referencia a la coalición electoral catalanista- y destruiré Solidaridad Obrera» – explicaba el líder radical. Desde octubre de 1908 hasta la Semana Trágica, se produjeron constantes enfrentamientos entre anarquistas, socialistas y sindicalistas por un lado, y radicales por otro, por el control del sindicato.
«La guerra de los banqueros»
En este contexto se produce la guerra en Marruecos. Tras la pérdida de las colonias de Ultramar, la burguesía española necesitaba un nuevo campo de acción y nuevos mercados. La burguesía catalana era precisamente de los sectores más interesados en la guerra en Marruecos. Asociados al conde de Romanones, el marqués de Comillas y el empresario Eusebi Güell eran propietarios de una sociedad minera que operaba cerca de Melilla. Además el propio Comillas era dueño de la compañía marítima encargada de transportar las tropas desde la península hasta Marruecos (por eso el transporte de tropas se hacía desde Barcelona), entre otros negocios.
A esto se sumaba la propia situación en el mando militar, humillado en la guerra contra Estados Unidos, que exigía un nuevo conflicto en el que poder recuperar el honor perdido. Los Borbones habían recuperado el trono en 1874 gracias a los militares, así que para Alfonso XIII era prioritario mantener contento al generalato.
Francia había utilizado a la monarquía española en el juego colonial para asentar su poder en Marruecos frente a las aspiraciones de Alemania y las cautelas del Reino Unido. Así se había llegado al acuerdo de dividir Marruecos en dos áreas de influencia: una francesa (con la mayoría del territorio) y otra española, con la costa mediterránea y algún que otro enclave. Sin embargo, aunque el sultán de Marruecos era un títere del imperialismo, las distintas tribus rechazaron el dominio colonial. El gobierno español era incapaz de garantizar el orden en su zona de influencia y las presiones del imperialismo francés para una intervención militar se sumaron a las causas antes citadas.
Finalmente el gobierno, presidido por el conservador Antonio Maura, preparó los planes militares. El 4 de junio cerró el parlamento y días después amplió el presupuesto dedicado a gastos militares comenzando el envío de tropas a Melilla. El 9 de julio los rifeños atacan las minas españolas dando la excusa perfecta para comenzar la guerra. El gobierno movilizó inmediatamente a los reservistas del ejército.
Los reservistas eran en su mayor parte obreros que ya habían terminado su servicio militar pero que en caso de guerra podían ser movilizados por el ejército. Se trataba por tanto de cabezas de familia de las que dependían mujeres y niños y que en muchos casos no contaban con ninguna otra fuente de ingresos. El gobierno no daba ninguna ayuda a las familias afectadas. Pero además la propia formación del ejército era profundamente clasista. Los burgueses podían librarse de ingresar en el ejército pagando 1.500 pesetas o enviando un sustituto. Desde antes de su inicio, la guerra fue conocida popularmente como «la guerra de los banqueros».
Hacia la huelga general
La orden de movilizar a los reservistas radicalizó aún más el ambiente, no sólo en Barcelona sino en todo el Estado. A partir del 25 de junio, el PSOE iniciará una campaña pública de denuncia de los planes bélicos del gobierno. El 18 de julio, con la guerra ya en marcha, Pablo Iglesias en un mitin en Madrid para denunciar el carácter imperialista de la guerra plantea, por primera vez, la idea de una huelga general para detener la guerra. Sin embargo, los acontecimientos se acelerarían.
Ese mismo día se producía en Barcelona el embarque de los regimientos compuestos por reservistas. A la ceremonia acudieron numerosas mujeres de la burguesía que tenían por costumbre despedir a los soldados entregándoles tabaco y escapularios. Para las mujeres de los reservistas la actitud de las damas burguesas fue inaceptable. Era insultante que aquellas acaudaladas señoras acudieran a despedir a sus maridos, padres e hijos cuando los de su clase se libraban del ejército. Las mujeres improvisaron una protesta que marcó el inicio de las movilizaciones callejeras contra la guerra. A duras penas pudieron embarcar a los reservistas en los barcos, pero los escapularios y el tabaco acabaron arrojados en el mar. Durante toda la tarde se sucedieron manifestaciones callejeras por el centro de la ciudad encabezadas por las mujeres.
Toda la semana estuvo marcada por manifestaciones callejeras, no sólo en Barcelona, sino también en Madrid y otras localidades. El martes llegan las noticias de los primeros enfrentamientos bélicos en Marruecos y la muerte de los primeros reservistas, lo que enciende aún más los ánimos. Al día siguiente, un mitin del PSOE en Tarrasa con 4.000 obreros aprueba una resolución a favor de la convocatoria de una huelga general. Finalmente, la enorme presión obligará a la dirección de UGT a convocar huelga general en todo el Estado para el 2 de agosto.
Sin embargo, el sábado llegará una nueva noticia desde Marruecos: el ejército español había sido derrotado por los rifeños en Ait Aixa. 26 soldados habían muerto y otros 230 estaban heridos. Las masas no podían esperar al 2 de agosto para luchar contra la guerra. Presionados por el ambiente, los dirigentes de Solidaridad Obrera se ven obligados a conformar un Comité Central de Huelga y a lanzar la movilización para ese mismo lunes en Barcelona. La dirección del Comité estaría conformada por un representante socialista (Fabra Ribas), un representante sindicalista y un representante anarquista. El domingo, la decisión sería ratificada en una asamblea con 250 delegados fabriles de toda la comarca de Barcelona.
Huelga general e insurrección
La huelga general del lunes 26 fue secundada masivamente. Los delegados de la asamblea del domingo se habían distribuido por la madrugada para preparar grupos de piquetes en las principales fábricas de la ciudad. Al grito de «¡Cerrad por nuestros hermanos de Melilla!» los trabajadores secundaban la huelga. Una vez más, el papel más activo en los piquetes corrió a cargo de las mujeres. El paro se extendió como la pólvora desde los suburbios hasta el centro. A media mañana toda la economía catalana estaba paralizada. Muchos empresarios, por miedo a los obreros, decidieron directamente cerrar sus negocios lo que añadió más amplitud a la protesta. Los pequeños comercios, unos por miedo a los piquetes, otros por simpatía a los motivos de la huelga, cerraron sus puertas. El gobierno trató de proteger el servicio de tranvías, un sector clave para la vida económica de la ciudad, sin embargo tras varios enfrentamientos entre la Guardia Civil y los manifestantes tuvieron que desistir de su empeño.
Por la tarde la ciudad estaba en manos obreras. Los trabajadores habían conseguido armas y se enfrentaron a la Guardia Civil y a la policía. También asaltaron algunas comisarías para liberar a presos políticos. Para evitar la llegada de refuerzos se cortaron las líneas férreas, al tiempo que en los barrios obreros se alzaban cientos de barricadas. La policía se había dispersado incapaz de frenar el movimiento. El aparato del Estado se dividió entre los partidarios de reprimir el movimiento para que no fuera a más (el Ministro de la Gobernación) sacando al ejercito, y el gobernador Ossorio que no quería utilizar las tropas temiendo que confraternizaran con los trabajadores. Esa misma tarde, finalmente el gobierno de Madrid obligó a dimitir al gobernador civil, Ossorio, incapaz de frenar a los trabajadores, y declaró la ley marcial en Barcelona.
Sin embargo, el general Santiago, ahora al mando de la ciudad, tampoco pudo reprimir al movimiento, cuando los soldados acuartelados, muchos de ellos reservistas, salieron a la calle, efectivamente confraternizaron con los trabajadores. Los trabajadores diferenciaban entre ellos y los policías y los recibían con vivas al ejército, y consignas contra la guerra. El poder del Estado estaba suspendido en el aire.
La cuestión del poder
El ánimo de victoria impulsó a los trabajadores a continuar la movilización. Además hasta ese mismo día las noticias que habían llegado del resto del Estado era que la movilización no se limitaba a Barcelona. Sin embargo, la huelga sólo afectaba a Barcelona y a las localidades cercanas como Sabadell, Terrassa, Granollers, Badalona o Palamós. En algunas de estas localidades surgieron Juntas Revolucionarias que se hacían con el poder municipal.
Sin embargo, este proceso no se dio en Barcelona. El Comité Central de Huelga se vio rápidamente desbordado por los acontecimientos. Habían concebido la huelga como una movilización pacífica de la clase obrera para presionar al gobierno a detener el conflicto. En ningún caso habían visto la posibilidad de hacerse con el poder a través de una insurrección obrera. Tampoco los dirigentes anarco-sindicalistas, que creían que con sólo prolongar la huelga general el gobierno caería. La pequeña minoría de anarquistas «puros» agrupados alrededor del periódico Tierra y Libertad no jugarían tampoco ningún papel, de hecho, muchos de sus miembros pasarían toda la semana en prisión.
Tras el éxito de la huelga del lunes los trabajadores por sí mismos decidieron continuarla el martes, pero el Comité Central de Huelga no jugó en esa decisión ningún papel, ni siquiera emitió algún manifiesto o proclama.
El Comité Central de Huelga había dado el pistoletazo de salida, pero lo que se estaba expresando iba mucho más allá de una movilización antibélica. Era el producto de décadas de explotación y de energía revolucionaria contenida por parte de la clase obrera. Las organizaciones obreras tenían que haber impulsado en Barcelona una Junta Revolucionaria, Consejo Obrero o Soviet que se hiciera con el poder, tomar el control de las fábricas y extender la revolución al resto del Estado. Sin embargo nada de esto hicieron. En su lugar, los dirigentes de Solidaridad Obrera y del Comité Central de Huelga trataron de convencer a los dirigentes republicanos, tanto radicales como catalanistas para que se pusieran a la cabeza del movimiento y proclamaran la república, sino en todo el Estado, al menos en Catalunya. El martes, radicales y republicanos se reunieron en el ayuntamiento de Barcelona y tras muchas deliberaciones decidieron volver a sus casas.
Las organizaciones obreras tampoco extendieron la lucha fuera de la provincia de Barcelona. El martes en Madrid Pablo Iglesias refrendó la convocatoria de huelga general para el 2 de agosto (que nunca se celebraría), sin organizar ningún movimiento de solidaridad con los obreros barceloneses. Mientras tanto el Ministerio de la Gobernación corrió la bola de que la insurrección en Catalunya formaba parte de un movimiento separatista, lo cual influyó en algunos sectores más proclives a creer al gobierno.
Ante la ausencia de una dirección revolucionaria que marcara una orientación a los trabajadores y objetivos concretos hacia la insurrección, el Partido Radical trató de ocupar ese vacío y de paso alejar el movimiento de la senda revolucionaria. Con las fábricas cerradas y el aparato represivo del Estado aparentemente impotente, los dirigentes radicales (Lerroux estaba en el extranjero, el líder radical tenía la curiosa virtud de desaparecer del mapa cuando la situación se complicaba) lanzaron a las masas contra las Iglesias y Conventos.
Barcelona arde
La Iglesia católica era una institución profundamente odiada por las masa en el todo el Estado. No sólo recibía impresionantes subvenciones del Estado (más de 20 millones de pesetas de entonces todos los años), sino que sus posesiones y vínculos económicos eran tremendos. Aún en 1912 la patronal catalana, Fomento del Trabajo, reconocía que la Iglesia controlaba un tercio del capital en España. Numerosos bancos, negocios, industrias pertenecían directa o indirectamente a la Iglesia. Su fusión con los capitalistas y terratenientes era total. Pero además no hacían ningún intento por no demostrar tal poder. Sólo en Barcelona había 348 conventos. Pero además la iglesia contaba en régimen casi de monopolio con todas las instituciones asistenciales, cuidado de ancianos, de huérfanos, comedores sociales y sobre todo el sistema educativo. Desde luego la iglesia no dudaba en utilizar a esos mismos huérfanos para hacer lucrativos negocios, empleándolos en talleres.
Para la clase obrera la educación no es un tema secundario. El que sus hijos pudieran salir de las condiciones de vida bárbaras en las que ellos se encontraban pasaba por que recibieran una educación de calidad. La iglesia cerraba ese camino. Los trabajadores eran conscientes del papel de policía espiritual que jugaban las instituciones religiosas. Por eso, precisamente, los pedagogos anarquistas que trataron de impulsar una educación laica como Ferrer i Guardia contaban con gran prestigio entre las masas.
Con un movimiento en marcha sin ninguna dirección, consigna u orientación, los políticos radicales, a través de la Juventud Bárbara o las Damas Rojas y Radicales, trataron de canalizar toda la fuerza revolucionaria hacia un frente que no cuestionara el orden capitalista. Para los radicales era mejor que los obreros quemaran conventos a que ocuparan las fábricas o establecieran sus propios órganos de poder obrero. El primer convento ardió en Barcelona el lunes por la noche, pero sería precisamente el martes y el miércoles, con la ciudad controlada por los trabajadores, cuando se desataría la oleada de incendios. Hasta 80 edificios religiosos resultarían pasto de las llamas.
Sin embargo, cabe señalar que los obreros que participaron en los asaltos a las Iglesias y conventos lo hacían con el ánimo de «rescatar a los frailes y monjas». La creencia popular era que muchos de los novicios y novicias entraban obligados en las órdenes religiosas. No sólo se garantizó la integridad física de los religiosos, sino que las riquezas encontradas en su interior fueron incendiadas junto con los edificios. No hubo pillaje.
La escena más esperpéntica se produjo el miércoles por la tarde. Numerosos rumores señalaban que bajo los huertos de los conventos había enterrados los cadáveres de novicias torturadas y de los bebés no deseados de las monjas. Dirigidos por radicales y por lúmpenes contratados por los radicales, una masa descontrolada profanó las tumbas. Y encontraron lo que buscaban: cadáveres de mujeres con las manos y pies atados y cadáveres de bebés, así que procedieron a llevarlos a la Plaza de Sant Jaume en una macabra procesión a través de las Ramblas para que las autoridades municipales comprobaran las pruebas.
Estas escenas sacrílegas serían denunciadas con violencia por la burguesía catalana al término de la Semana Trágica, pero ese histerismo contrasta con la actitud mostrada por esos fervientes católicos. Según relatan testigos directos, lejos de acudir al rescate de los religiosos, los burgueses se asomaban con curiosidad y satisfacción a los balcones de sus casas para ver con interés como se quemaban los edificios religiosos y no sus propiedades.
La verdadera tragedia
Poco a poco la energía revolucionaria se fue extinguiendo. Además, a partir del jueves el general Santiago recibió a cientos de Guardias Civiles de refuerzo con los que pudo recuperar el control de la ciudad. Para el sábado el Estado había logrado acabar con la insurrección aplastando las últimas barricadas en los barrios obreros de Clot y Horta.
Tuvieron no obstante los empresarios que garantizar que el 1 de agosto los trabajadores cobrarían con normalidad sus salarios para lograr restablecer el orden. Los dirigentes del impotente Comité Central de Huelga, de Solidaridad Obrera y del PSOE lograrían huir. Los dirigentes del Partido Radical se eximirían de cualquier culpa y responsabilidad.
Durante la semana más de 70 obreros habían sido asesinados por policías y francotiradores instalados por el gobierno en las azoteas o en el combate defendiendo las barricadas (algunas fuentes elevan la cifra a más de 104). Más de 500 obreros habrían resultado heridos. Muchos de ellos morirían en sus casas conscientes de que si acudían a las autoridades para recibir asistencia sanitaria serían encarcelados.
Pero fue entonces cuando se desató la represión. Para comenzar, los sindicatos empezando por la propia Solidaridad Obrera fueron destruidos. Hasta noviembre no se levantaría la ley marcial. Más de 2.500 personas fueron detenidas (tuvieron que habilitar barcos para almacenar a los presos porque excedía la capacidad de las cárceles barcelonesas) de las cuales se procesó a 1.725. 175 fueron condenados a destierro, 59 a cadena perpetua, 18 a reclusión temporal, 13 a prisión mayor y 39 a prisión correccional. 5 personas fueron ejecutadas por el gobierno, uno de ellos un joven con síndrome de Down acusado de bailar con el cadáver de una monja.
La ejecución más conocida fue el del pedagogo anarquista Ferrer i Guardia, fundador de la escuela moderna, que, sin embargo, no había participado en los acontecimientos (se encontraba en su finca de recreo fuera de la ciudad). Su juicio fue una de las mayores farsas de la historia de la justicia burguesa y su muerte provocó movilizaciones en varios países del mundo. Sin embargo también demostró la cobardía de los republicanos, tanto catalanistas como radicales. Nadie de la intelectualidad progresista salió en defensa del pedagogo.
El gobierno buscaba con estas sentencias sobre todo dar un escarmiento al movimiento obrero para que nunca más se levantara. Por supuesto no lo lograrían, en 1917 esos mismos trabajadores protagonizarían el Trienio Bolchevique.
Consecuencias de la Semana Trágica
La Semana Trágica marca un punto de inflexión en la lucha de clases en el Estado español. Para empezar, el sistema político de la llamada Restauración borbónica comenzó a descomponerse. La oleada de movilizaciones internacionales denunciando la represión contra los trabajadores barceloneses forzó a Alfonso XIII a destituir al impopular Antonio Maura. Desde entonces, los dos partidos políticos dinásticos, los liberales y los conservadores, que se alternaban pacíficamente en el poder amañando las elecciones a través de las redes caciquiles, entrarán en crisis y sufrirán numerosas escisiones. Ya no se recuperarían.
Por otra parte, la guerra en Marruecos sería un fiasco. Finalmente en diciembre el gobierno dio por terminada la campaña, sin embargo no se había conseguido ninguno de los objetivos militares. El control colonial español seguiría siendo tremendamente inestable, preparando una nueva guerra (la guerra del Rif, 1911-1926).
La burguesía catalana, que antes de la Semana Trágica había coqueteado con la idea del regionalismo catalán para conseguir cierto autogobierno, se fusionará políticamente con el gobierno de Madrid formando parte de futuras coaliciones ministeriales. El terror a la clase obrera convencería a estos «patriotas» de que ante todo, se trataba de preservar sus intereses de clase.
También la Semana Trágica marca el principio del fin de los partidos republicanos burgueses. La clase obrera haría pagar al Partido Radical su demagogia. Muchos de sus militantes habían participado en las barricadas y en los enfrentamientos con la policía y el ejército, sin embargo sus dirigentes habían «escurrido el bulto» una y otra vez. Toda su autoridad entre la clase obrera colapsó al desvelar su demagogia hueca. Pero al igual que la burguesía se había aterrado al ver a la clase obrera en movimiento, estos «representantes políticos» de la pequeña burguesía también cerraría filas en torno a la reacción. La propia dirección radical girará hacia la derecha abandonando cualquier tipo de discurso populista (hasta el punto de que Lerroux llegará al poder en 1933 de la mano de la reaccionaria CEDA durante el Bienio Negro).
Será el PSOE el que salve a los republicanos. Tras la Semana Trágica, Pablo Iglesias conformará una coalición con los partidos republicanos (Conjunción Republicana-socialista). Con ese paraguas, el líder socialista conseguirá el primer escaño en el Congreso de los diputados para la clase obrera en 1910. Ésta política de colaboración de clases, buscando que los líderes republicanos se pongan a la cabeza del movimiento revolucionario de la clase obrera, será, en esencia, mantenida durante el resto de la historia del PSOE, en especial durante la II República.
La influencia del PSOE y de la UGT fuera de Catalunya crecerá utilizando precisamente campañas estatales de solidaridad con los represaliados de la Semana Trágica. Sin embargo, dentro de Catalunya los socialistas pagarán las vacilaciones y la falta de dirección de la que habían hecho gala. Precisamente eran ellos los que podían haber dado una orientación política a la insurrección, así como extenderla fuera de Catalunya. PSOE y UGT eran las únicas organizaciones estatales que existían en aquel momento.
Acusando a los anarquistas de que la Semana Trágica no fuera un movimiento pacífico, la UGT abandonará Solidaridad Obrera y tratará de construir por su cuenta en Catalunya. Esa ruptura dejará el control político del sindicato a los anarcosindicalistas. Éstos, si bien tampoco habían ofrecido ninguna alternativa durante la insurrección, sí habían mostrado un perfil más combativo que los dirigentes socialistas. Conscientes de su limitación en comparación con la UGT por no contar con una organización estatal, utilizarán los restos de Solidaridad Obrera (muy mermada por la represión) para lanzar una organización anarcosindicalista en todo el Estado. En 1910 nacería la CNT, siendo desde el principio la fuerza hegemónica entre el proletariado barcelonés. La fuerza de masas con que contará el anarcosindicalismo hasta 1939 estará, desde el principio, absolutamente vinculada a la práctica oportunista y reformista de los dirigentes del PSOE y de la UGT. Aunque la dirección de la CNT, enfrentada a los acontecimientos revolucionarios de los años 30 y careciendo de una alternativa marxista caería también en la política reformista de colaboración de clases.
Cien años después, muchos de los problemas por los que lucharon los heroicos revolucionarios barceloneses siguen presentes. El capitalismo es un sistema incapaz de desarrollar la sociedad y condena a la miseria y a la degradación a millones de personas en todo el mundo. También en el moderno Estado español, se reproducen, al calor de la actual crisis del capitalismo, muchas de las plagas que parecían extintas: el paro, los desahucios, la precariedad… Otras plagas, como el poder de la iglesia, los conflictos y guerras imperialistas, el carácter represivo del Aparato del Estado o la demagogia y la corrupción entre muchos dirigentes reformistas, siempre se han resistido a desaparecer.
Contar con una organización proletaria -precisamente lo que faltó en la Semana Trágica-, que confíe en las propias fuerzas de la clase obrera, que tenga una estrategia clara para tomar el poder y acabar con el capitalismo y que no busque supuestas burguesías progresistas sigue siendo la tarea fundamental del proletariado en Catalunya, en todo el Estado y a nivel mundial.
Bibliografía:
– La Semana Trágica, Joan Connelly Ullman, 1972, Ediciones Ariel.
– La Semana Trágica, Dolors Marín, 2009, La esfera de los libros.
– Los anarquistas españoles, Murray Bookchin, 1980 Editorial Grijalbo.
– El movimiento obrero en la historia de España, Tuñón de Lara, 1972. Taurus ediciones.