Para entender la importancia que tiene sobre los seres humanos la biodiversidad o, mejor dicho, el resto de la biodiversidad, es interesante remontarnos a 1992, a la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, donde se propuso la definición de biodiversidad que usamos en la actualidad.
Si bien la respuesta automática que solemos tener al pensar en este término hace referencia a la variedad de animales y plantas existentes en la Tierra, en Río se hizo referencia a los otros dos componentes de la biodiversidad: no solo la variedad del conjunto de especies, sino también la variedad dentro de las especies, lo que se conoce como variedad genética, y la variedad ecosistémica, es decir, cómo se organizan las distintas especies en su medio.
Dentro de ese componente ecosistémico destaca la diversidad funcional, clave para entender la relación entre composición, estructura y funcionamiento de los ecosistemas. La diversidad funcional hace referencia a la diversidad de roles que desempeñan los organismos en sus ecosistemas, a qué procesos contribuyen y, en consecuencia, a sus interacciones con otros organismos y a las modificaciones de su propio hábitat. Por supuesto, esto no es exclusivo de animales y plantas: el resto de seres vivos, como las bacterias, los hongos o las algas, también tienen importantes funciones en el mantenimiento de la biosfera.
Si retomamos la pregunta de por qué debería importarnos la biodiversidad, la respuesta es clara. Toda esa diversidad en las formas de vida da como resultado la generación de procesos ecosistémicos. Estos procesos son independientes del ser humano pues, estemos presentes o no, los pinos acumulan carbono en sus troncos, las abejas transfieren el polen de unas flores a otras y las bacterias se alimentan de los desechos orgánicos, degradándolos en moléculas de menor tamaño. Sin embargo, los seres humanos sí que somos dependientes de esos procesos. Sin la inmensa mayoría de los mismos no podríamos vivir, ya que de la polinización depende que podamos cultivar alimentos, de la fotosíntesis que podamos tener leña en invierno y de la descomposición, algo tan sencillo como que los ecosistemas sean capaces de reciclar los nutrientes que los sostienen. A estos beneficios para el ser humano es a lo que llamamos servicios ecosistémicos.
El cuidado y la protección de la biodiversidad tienen una fuerte dimensión ética, pues nada más allá de una cosmogonía antropocéntrica, que nos separa y pone por encima del resto de especies, nos permitiría moralmente masacrar al resto de seres con los que compartimos este momento en la historia de la Tierra. Sin embargo, dado que esta cosmogonía ha terminado por derivar en una brecha metabólica como derivado de los procesos de producción y acumulación capitalista, hasta desde la visión más antropocéntrica sigue siendo una necesidad reconciliar lo que es bueno para nosotras con lo que es bueno para el resto de especies.
Por ello, cuando hablamos de biodiversidad, no nos referimos solo a aquello que ocurre en los bosques, sino que también observamos de cerca los efectos sobre la vida humana. Y, en consecuencia, hablar de pérdida de biodiversidad es hablar de pandemias, de migraciones masivas y de hambre. Y en última instancia, es hablar de extinción humana.
La crisis que no es un meteorito, sino humanos quemando petróleo
Aceptada la importancia de la biodiversidad sobre la vida humana, la siguiente pregunta es referente al estado de conservación de ésta y, en consecuencia, cuál es el nivel de seguridad de nuestra especie. Si bien la respuesta es predecible por el propio título del artículo, es necesario desgranar a qué nos referimos al hablar de sexta extinción masiva y justificar que esta vez la historia de la Tierra no está marcada por volcanes o meteoritos, sino por humanos quemando petróleo, de forma desigual y a una velocidad tristemente impresionante.
La propia dinámica evolutiva lleva a algunas especies a extinguirse y a otras a emerger, en un balance más o menos constante geológicamente y capaz de mantener relativamente estables los nichos ecológicos 1. Esto es lo que entendemos como extinción de fondo. En contraposición, las extinciones masivas suceden en espacios de tiempo más cortos y son capaces de eliminar miles de especies, cambiando completamente la dinámica y estructura de muchos ecosistemas. La última extinción masiva ocurrió hace 65 millones de años, la extinción masiva del Cretácico-Paleógeno, y en ella desapareció el 70% de las especies terrestres a lo largo de un periodo de tiempo en discusión (Sahney y Benton, 2008), pero cuyo valor inferior es de un millón de años, que en tiempo geológico es efectivamente un periodo corto.
En la actualidad, no podemos hablar de extinción de fondo, pues la tasa de pérdida de especies es entre 1.000 y 10.000 veces superior a la que correspondería. Por otra parte, la sexta extinción masiva no está ocurriendo en 1 millón de años, sino en poco más de 200 si tomamos como referencia la Revolución Industrial. En cuanto a la magnitud de la pérdida, según el Informe Planeta Vivo (Almond, Grooten y Petersen, 2020), estamos viviendo una disminución del 70% de las poblaciones de animales salvajes en las últimas décadas. Animales salvajes que no representan más de un 4% de la biomasa animal actual. Es por esto que cuando Rokstrom (2009) presentó los límites planetarios, los márgenes de seguridad para la especie humana en este marco de degradación ambiental, si bien todos los límites sobre los que teníamos datos nos situaban en claro riesgo, había uno que sobrepasaba el nivel de riesgo de los demás, la pérdida de biodiversidad. Y por supuesto, en estos 14 años, no es solo que las tendencias no hayan mejorado, sino que han seguido empeorando.
A pesar de esta situación grave de por sí, a la pérdida de biodiversidad se suman distintas crisis ecosociales. La misma industria de los pesticidas que genera el declive de los polinizadores contamina el suelo y los cursos de agua, contribuye a acelerar las emisiones de gases de efecto invernadero y rompe la promesa de la revolución verde de lograr parar el hambre en el mundo, como si esta fuese resoluble a través de la tecnología y no de una redistribución de la riqueza y los recursos. La misma industria de la moda, tantas veces criticada por las deplorables condiciones laborales que la sustentan, también es una de las principales responsables del aumento de microplásticos o de vertidos químicos sin tratar. El impacto del ser humano es tan grave que ya ha dejado su huella en el registro geológico. Que una sola especie genere toda esta complejidad de cambios es una anomalía histórica que nos lleva a catalogar este periodo de la historia de la Tierra como el Antropoceno.
Esta situación de cambio global está mediada por distintos motores, interrelacionados entre sí, entre los que se suele destacar el cambio en los usos del suelo, el cambio climático, las especies invasoras, la contaminación y la sobreexplotación de los recursos. Estos motores tienen tendencia temporal cambiante, con un impacto creciente del cambio climático y, también, efectos distintos según el hábitat, dependiendo en gran medida de la influencia humana. Por poner un ejemplo, el cambio climático está generando que la termoclina, la zona que separa las cálidas aguas superficiales de las zonas profundas, más frías, se fortalezca (Barba Campos y Rojo, 2023). El refuerzo de ésta supone que las corrientes marinas, que mueven los nutrientes de los fondos oceánicos, donde se acumulan como fruto de la descomposición de la materia orgánica, no sean capaces de llegar en la cantidad necesaria a las zonas cálidas. La reducción de nutrientes limita la materia orgánica que pueden generar las plantas o las algas y altera, en consecuencia, el resto del ecosistema. La consecuencia de todo esto es muy clara para el ser humano: la disminución de los peces que muchas comunidades necesitan para alimentarse. Peces que, por la sobreexplotación a la que están sometidos sus caladeros, son ya más escasos que nunca.
Otro ejemplo que nos ha tocado muy de cerca es el relacionado con las enfermedades transmitidas por animales, las zoonosis, como la covid-19. Los virus siempre han estado en la naturaleza; sin embargo, la propia Organización Mundial de la Salud reconoce el aumento claro de las enfermedades zoonóticas en las últimas décadas. Representan el 75% de las enfermedades surgidas en los últimos 40 años y generan pandemias tan conocidas como el Ébola o la gripe A. ¿Qué ha pasado entonces? Pues podemos destacar la pérdida de complejidad de las redes tróficas o alimenticias, que hace que sea mucho más difícil que haya una especie que se alimente de otra que porta el virus; el aumento sin control de la urbanización, que nos pone en mayor contacto con animales transmisores, o la brutal expansión de la ganadería industrial que genera condiciones para los animales, además de muy poco éticas, proclives a la transmisión de enfermedades y a la creación de cepas víricas resistentes a los antibióticos.
Por toda esta complejidad es importante salir del túnel de carbono en el que nos encontramos como sociedad, e incluso como movimiento ecologista. La oleada de acciones que comenzó en 2018 con el surgimiento de Fridays for Future y Extinction Rebellion, incluidos en el movimiento climático alineado con otros movimientos internacionales, ha servido para mover la ventana de Overton 2 y ha puesto la crisis climática en el centro del debate social, haciendo que quienes nos preocupamos por estas cuestiones no seamos únicamente el espectro radical del tablero político. Pero es necesario trascender esto y que el movimiento valore como igualmente crítica la situación de la pérdida de suelo fértil o de polinizadores, ambos con una importancia determinante en la estabilidad agrícola y, en consecuencia, en la seguridad alimentaria.
Del mismo modo que necesitamos una comprensión más amplia y sistémica de los retos ecológicos que tenemos por delante, es imperativo tratarlos como los retos ecosociales que son, no únicamente por los impactos de estos motores sobre la vida humana, sino por ser la causa principal de estos. Aquí el ecologismo también ha tardado mucho tiempo en desarrollar una posición crítica. La Primavera Silenciosa de Rachel Carson (1962) ya dejaba entrever los vínculos entre el sistema económico y la pérdida de biodiversidad y, diez años después, los Límites del crecimiento de Donella Meadows (1973) ya nos confirmaron esto. Por no hablar de toda la crítica de movimientos decoloniales e indígenas, muy anterior a estas autoras, y que alertaba de cómo el capitalismo y otros ejes de opresión se alineaban y conjugaban dando resultado a la destrucción de los cuerpos y de la Tierra. En cambio, el movimiento conservacionista, que ha sido el actor principal en ese conjunto de movimientos que hoy entendemos por ecologismo, tiene limitaciones de análisis y, por tanto, una tendencia muy fuerte a tratar de resolver las consecuencias de la destrucción de la naturaleza sin prestar especial atención a las causas subyacentes. Tendencia que aún se mantiene en muchos colectivos y organizaciones.
Por ello, globalmente, necesitamos dar dos pasos. El primero, asumir que hablar de cambio climático debe implicar hablar de quema de petróleo, de cambios de uso del suelo, de agricultura industrial y deforestación, o que hablar de especies invasoras implica hablar de comercio internacional. El segundo, entender que esa quema de petróleo, esa agricultura industrial o ese comercio, no son resultados del azar, sino de una compleja maquinaria construida para la acumulación de capital.
Además, creo que esto es importante por tres cuestiones. En primer lugar, asumir que las dinámicas de acumulación son la causa de la crisis ecológica nos permite desterrar esa idea de que el ser humano es malo/negativo para la naturaleza. Cientos de pueblos y civilizaciones han convivido nutriendo y nutriéndose del territorio que habitaban. Esos mensajes que tanto escuchamos en 2020, y que llegaban a equiparar al ser humano con un virus, no son más que retórica ecofascista que profundiza en la separación entre nosotras y la naturaleza y nos aleja de cualquier posibilidad de cambio de conductas. En segundo lugar, porque es necesario ser certeras en el objetivo de nuestras acciones. El 1% más rico del mundo produce el doble de emisiones que el 50% más pobre (Harrabin, 2021). Las élites contaminantes no solo no nos dejan vivir dignamente, ni a las clases trabajadoras ni a los países del Sur Global, sino que están fulminando, con cada vuelo privado y cada campo de golf, cualquier esperanza de esa vida digna en el futuro. Es necesario cambiar nuestro modo de vida, pero es imperativo para esa transición obligar a pagar a quienes la han causado. En tercer lugar, y casi como conclusión, el ecologismo no debe luchar por salvar la naturaleza, sino que debe hacerse cargo de la misma tarea que siempre nos ha encomendado la historia, la lucha de clases. Pero esta vez tenemos una anomalía: que la degradación ambiental no solo es un motivo central en este proceso, sino que nos da un margen temporal para llevarlo a cabo.
¿Y de esta cómo salimos?
En términos generales, queremos transformar y reparar las relaciones de nuestras sociedades con los sistemas ecológicos, de los cuales la humanidad forma parte. Es hora de un cambio transformador en la manera en que organizamos nuestras sociedades y economías y de la forma en que éstas se relacionan entre sí y con la naturaleza. Tenemos que acabar con siglos de injusticia, revertir las normas que protegen privilegios y liberarnos de los paradigmas que han dejado atrás a demasiada gente durante demasiado tiempo.
La base es la necesidad de un cambio de sistema, pero también el desmantelamiento del resto de ejes de opresión, como única forma de parar y reparar el daño que hemos causado globalmente. Con estos mimbres, quiero dejar una serie de apuntes que desde la perspectiva de la biodiversidad considero interesantes en este proceso.
De entre los múltiples escenarios de conservación de la naturaleza que nos quedan, creo que es importante apostar por el ecologismo de la convivencia. Esta propuesta, desarrollada por Büscher y Fletcher (2020), asume lo imprescindible de unir al ser humano con el resto de la naturaleza, así como de cambiar el modelo de producción y consumo. Esto nos facilita evitar tanto los esquemas de conservación de la fortaleza, que al considerar que la protección de la naturaleza depende en gran medida de la no influencia humana han expulsado a miles de personas del territorio, sin valorar el grado de influencia, a veces incluso positiva, sobre la naturaleza, como los esquemas de protección dentro del capitalismo, que nos llevan a falsas soluciones, por no decir soluciones ridículas, como los mercados de carbono, que además de ineficaces e injustas, siguen sin resolver el problema de base.
Igual que la definición de paisaje ha trascendido la idea de ecosistema, añadiendo al medio físico y biológico y sus interacciones cuestiones como la historia, la percepción humana o la economía, el concepto territorio nos permite entender también la interacción de la biodiversidad con nuestras formas de vida (Díaz Carro, 2022). De esta manera, entendemos que los procesos de extracción y acumulación que se dan en el marco del sistema político y económico y que, a su paso, destruyen la biodiversidad, lo hacen también con el medio, con las tradiciones e historias de los pueblos, o con las relaciones sociales que se dan sobre éste, lo que nos da un marco de análisis mucho más completo y aterrizado en nuestra cotidianidad. Aquí, el movimiento francés de Les Soulèvements de la Terre ha convertido el análisis en praxis, congregando a más de 30.000 personas el pasado marzo, entre las que se encontraban activistas ecologistas, pero también organizaciones agrarias formadas por agricultores que ven cómo cada día se dificulta su modo de vida.
Es necesario cambiar la forma en la que nos movilizamos. Desde cambiar los objetivos políticos, donde tenemos que asumir la ambición de cambiar la historia, pero también reconocer todo aquello que ya hemos dejado por el camino, lo que en muchos casos significa incluso condicionar el mantenimiento de la diversidad de la vida para mantener las condiciones para la complejidad de la biosfera. Pero también cambiar nuestras tácticas y estrategias, desafiándonos a nosotras mismas a ser más resilientes, a superar los egos que dificultan el avanzar en común. Aquí, quizá una de las cuestiones más prioritarias es la de aprender a pensar, no en organizaciones, sino en competencias (Tufekci, 2017); ningún colectivo o movimiento va a conseguir por sí mismo el cambio que necesitamos, por lo que nuestra intervención no debe solo valorarse en términos de qué queremos conseguir, ni de cómo queremos conseguirlo, sino también en: de todas las condiciones necesarias para que nuestro objetivo político ocurra, ¿cuáles están sucediendo y cuáles no? ¿El ecologismo ha conseguido una capacidad de disrupción suficiente? ¿Somos un movimiento resiliente capaz de afrontar el reto que tenemos por delante? ¿Estamos coordinadas para lograr lo que nos proponemos? Como indicaba el activista Sinan Eden (2021),
un movimiento puede tener diversos grupos organizando un montón de acciones disruptivas mientras otros consolidan algunas de sus victorias dentro de las salas de reuniones. Mientras tanto, otros pueden estar transmitiendo el mensaje. Todos estos grupos pueden ser muy poderosos, simultáneamente. Seguirán fracasando si no se hablan entre ellos. Y no hablarán entre ellos si no invierten en recursos para hablar entre ellos. Y su conversación no tendrá ningún propósito si los grupos no crean un mandato para que esa conversación produzca decisiones en cada grupo.
Quizá el miedo al fracaso es el mayor condicionante del movimiento por la justicia ecológica. Sin embargo, parafraseando a Donella Meadows (1973), la situación es demasiado mala como para justificar la complacencia, pero existen suficientes posibilidades de vida buena como para que no caigamos en la desesperación.
Referencias:
Almond, Rosamunde; Grooten, Monique y Petersen, Tanya (eds.) (2020) Informe Planeta Vivo 2020: Revertir la curva de la pérdida de biodiversidad. Gland, Suiza: WWF.
Barba Campos, Emilio y Rojo, Carmen (2023) “Mucho más que cambio climático: otros motores del cambio global” en Barba Campos, Emilio. La biodiversidad valenciana ante el reto del cambio global. València: Universitat de València.
Büscher, Bram y Fletcher, Robert (2020) The conservation revolution: radical ideas for saving nature beyond the anthropocene. Londres: Verso Books.
Carson, Rachel (1962) Primavera Silenciosa. Barcelona: Crítica.
Díaz Carro, Miguel (2022) Manifiesto por la biodiversidad. Amigos de la Tierra.
Eden, Sinan(2021) “System Change Not Climate Change as a directive”, Abstrakt Journal, Dossier 9.
Harrabin, Roger (2021) “La ‘élite contaminante’: cómo los más ricos están en ‘el centro del problema del clima’”, BBC News, 22/04. Disponible en https://www.bbc.com/mundo/noticias-56734297
Meadows, Donella (1973) Los límites del crecimiento. México: Fondo de Cultura Económica.
Rockström, Johan et al. (2009) “Planetary Boundaries: Exploring the Safe Operating Space for Humanity”, Ecology and Society 14, p. 32.
Sahney, Sarda y Benton, Michael J. (2008) “Recovery from the most profound mass extinction of all time”, Proceedings of the Royal Society: Biological 275, 1636, pp. 759-765.
Tufekci, Zeynep (2017) Twitter and tear gas: the power and fragility of networks protest. New Haven: Yale University Press.
Notas:
1.Espacios que ocupan los organismos en su ecosistema.
2. Para más información se puede consultar The Overton Window en la web de Mackinac Center for Public Policy
Miguel Díaz-Carro es responsable de Biodiversidad y Territorio en Amigos de la Tierra
Fuente: https://vientosur.info/la-sexta-extincion-masiva-de-especies-destruyendo-la-red-de-la-vida/