Cada vez más indisimulablemente el rasgo dominante de nuestra época es la contaminación. Los agentes de relaciones públicas hablan de la «era del automóvil». Los propagandistas cibernéticos hablan de la «era digital». Los ideólogos del american way of life nos hablan todavía desde Hollywood, la Casa Blanca, y el Pentágono, una santísima trinidad que nos […]
Cada vez más indisimulablemente el rasgo dominante de nuestra época es la contaminación. Los agentes de relaciones públicas hablan de la «era del automóvil». Los propagandistas cibernéticos hablan de la «era digital».
Los ideólogos del american way of life nos hablan todavía desde Hollywood, la Casa Blanca, y el Pentágono, una santísima trinidad que nos quiere persuadir que ya estamos o vamos llegando al «mejor de los mundos»… algo un poco arduo si pensamos que un sexto de la humanidad pasa hambre diaria, que un tercio de la humanidad carece de agua potable, que un número récor de niños en el mundo sobreviven con jornadas matadoras de trabajo, que nunca como antes hay militares yanquis (y cada vez más israelíes) detrás de las matanzas sistemáticas a civiles, a familias, a mujeres, viejos y niños en Pakistán, en Sudán, en el Congo, en Sierra Leona, en Palestina, en Haití, en México, en Irak, en Libia, en Colombia, en Honduras, en Afganistán…
Pero aunque esto último nos podría llevar a pensar que la violencia y el terror organizado desde la seguridad es el rasgo dominante de nuestra época, vamos a ver que el tratamiento otorgado a estos humanos periféricos tiene mucho que ver con la relación que ha establecido la sociedad dominante con el resto del planeta, incluido sus humanos: la sociedad de origen occidental, hipertecnificada, sólo produce desechos. Parece que no en un primer momento, puesto que los desechos son durante un cortísimo y fugaz momento, inicial, vistosísimos gadgets, comodísimos avances en la comunicación, el transporte y el alcance de bienes a los miembros de una sociedad, pero en un lapso cada vez más corto todos los productos de este sistema aparentemente productivo termina produciendo un solo elemento: desechos, menos visibles, claro, que aquellos hallazgos comunicacionales, ingenieriles, arquitectónicos, porque los desechos no logran la resonancia mediática de los «grandes inventos de la humanidad» y menos todavía la de los disparos, las bombas y la sangre.
Lo que va invadiendo todo el planeta, los campos, su fauna y flora, los mares desde donde se originó la vida en todo el planeta y, ciertamente, nuestros cuerpos, son los desechos. Los desechos de una sociedad hipertecnificada, quimiquizada que, al parecer, al ir otorgándonos tanta capacidad tecnocientífica, tanta precisión en el conocimiento de la materia mega- y nanocorpuscular −como en esos relatos de poderes extraordinarios que se obtienen o se pierden− nos fue debilitando el viejo y probado sentido común.
Porque somos una sociedad hipertecnificada pero cegata. No nos damos cuenta, ni que-remos, del rastro de muerte que vamos dejando con nuestros tachos de desperdicios, con nuestros automóviles, con nuestros refrigerios al paso, con la supresión de la mano −como explica Vandana Shiva− convertida en agente criminal al rozar nuestros alimentos y objetos fetiche, sistemática-mente sustituida por envases y bolsas que van dejando el tendal en calles, campos, ríos, mares.
El planeta, incapaz de reabsorber la masa brutal de desechos, en mayor proporción cada día, no biodegradables, ha ido «generando» −a la par de los humanos sus grandes sumideros de desechos cada vez más transitados por otros humanos− islas de basura flotante en todos los mares, que compiten cada vez más y más ruinosamente con las capas de plancton, como la del «mar de los sargazos», que han constituido la fuente nutricia para enorme variedad de fauna y flora. Las islas de basura, en cambio, son una fuente mortuoria −valga la contradicción de los términos−, para la fauna que ingiere sus elementos confundidos con presas o bocados comestibles.
La cuenca del Riachuelo, por ejemplo, en Argentina, recibe efluentes de unos 23 mil establecimientos fabriles, y prácticamente todos «espontáneamente» descargan sus residuos, ligeramente contaminantes o supervenenosos, en el río.
La basura aparece, casi siempre, por motivos de nobilísimas causas. El envenenamiento de los campos, ante el cual hoy siguen resistiendo campesinos pequeños, trabajadores artesanos rurales, organizados como es el caso del MOCASE santiagueño o del MST brasileño con sus millones de adherentes, o aislados y diezmados en «La República Unida de la Soja» [1] se disparó cuando los laboratorios dedicados a la actividad militar quedaron desocupados con «el estallido de la paz» luego de la 2GM y buscaron ubicar sus mortales productos en algún otro «frente». Se les ocurrió algo genial: en lugar de matar humanos enemigos, matar plagas ancestrales de todos los cultivos y causa de tantos padeceres de los campesinos. Con lo cual salvaban su rentabilidad y le iban a hacer un enorme favor a la humanidad. Porque sentirse buenos es siempre primordial.
Y así se empezó a envenenar los campos. Es decir, primero a sus «sabandijas», luego a la flora y fauna silvestre que caía bajo el tratamiento, pero que poco importaba −total, si son yuyos− y así sucesivamente. Poco a poco los residuos tóxicos se fueron alojando en los tejidos musculares o grasos de los animales mayores hasta llegar finalmente al hombre, cerrando un maléfico círculo, no sabemos si más malévolo por sus venenos o por la arrogante petulancia de sus promotores. En el camino, se habían ido atrofiando, sufriendo mutagénesis o diversas enfermedades −cutáneas, vinculadas a la fertilidad, cánceres, del sistema nervioso o del inmunitario, hormonales− los anfibios, los peces, los animales domesticados, y lo que ni conocemos de lo que le puede haber pasado a insectos y microorganismos. Así estamos ahora en «La República Unida de la Soja»
John Peterson Myers, Dianne Dumanovski y Theo Colborn, tres biólogos estadounidenses, hicieron durante años un cuidadoso relevamiento de apenas un tipo de elementos patógenos en todo el mapa de EE.UU.: los disruptores endócrinos, producidos por la difusión de falsos estrógenos producidos por la industria, fundamentalmente a través de materiales plásticos, de PCB, DDT, disfenol-A (un componente habitual de biberones desde que «el mercado» decidiera la sustitución de los de vidrio por los sintéticos) y algunos otros productos químicos similares.
El balance, 1996, fue desolador. Se estima que en EE.UU. (y en general en los países del llamado Primer Mundo) la infertilidad afecta un quinto de las parejas. Pero no se trata de un cuadro estanco: Peterson, Dumanovski y Colborn [2] verificaron que durante las cinco décadas de la segunda mitad del siglo XX sus varones registran siempre menor cantidad de esperma cada década, lo que se llama una decadencia sostenida y ya no casual.
Pero así como el guionista Ted Perry puso en boca del cacique Seattle las sabias palabras de que «lo que le pase a los animales, nos va a pasar ineluctablemente a los humanos«, y así como Einstein advirtió que si llegaran a desaparecer las abejas, la humanidad seguiría sus pasos muy poco después («tres años», se dice que dijo), ya sabemos que lo que está pasando en EE.UU. o el Primer Mundo en cuanto al grado de contaminación ambiental, −lo que verificaron los biólogos norteamericanos mencionados− está llegando muy rápidamente a nuestras periféricas costas, puesto que los afanes globalizadores que han puesto en movimiento tanto las élites de los países centrales como sus adalides e imitadoras élites de los países periféricos −tanto los Macri como los K− no nos van a privar de compartir semejantes «trofeos».
En Argentina, tenemos pruebas por doquier. Con la sojización y con el aumento de desechos per capita en la capital y ciudades ricas, mejor dicho enriquecidas del país, con guarismos que se van acercando al Primer Mundo: un porteño deposita alegremente más de un kilo diario en su bolsita de plástico para hacerla, ¡zas! desaparecer en los camiones del CEAMSE. Y a ese kilo y cuarto diario de cada uno de los millones de habitantes capitalinos, hay que agregarle todo lo que ese mismo habitante contribuye con sus desechos en la órbita laboral, en la calle, y con la llamada «basura especial» que se produce con cada recambio de un electrodoméstico, una mejora edilicia, con cada renovación de mobiliario, de elementos de higiene o de escritorio… y ni hablar de la «producción» de desechos que insumen todos los artículos y renglones cotidianos que este satisfecho habitante consume; carne de feed-lot, pollos a hormonas, tomates transgénicos enlatados… En general cada kilo de mercancía significa el desgaste o la contaminación de quintales de «insumos», desde agua hasta otras materias primas, sólidas, líquidas o gaseosas, provenientes de todos los niveles bióticos.
La pregunta elemental es, no si es sustentable, ociosa pregunta, sino: ¿hasta cuándo?
Luis E. Sabini Fernández es miembro de la Cátedra Libre de Derechos Humanos, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, periodista, editor de futuros del planeta, la sociedad y cada uno, www.revistafuturos.com.ar.
[1]»Territorio» diseñado por las laboratorios productores de la soja transgénica, que abarca millones de km2 en el corazón de América del Sur, englobando todo Paraguay, buena parte de Bolivia, Uruguay, la llamada Argentina del Medio y cada vez más provincias norteñas y buena parte del Mato Grosso y de la superficie mediterránea de Brasil.
[2] Our stolen future. Hay traducción al castellano, Nuestro futuro robado, Ecoespaña Editorial, Madrid, 2001, que por curiosa coincidencia jamás llegó a Buenos Aires.
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