Papeles de relaciones ecosociales y cambio global Para Charo Fernández Buey, para Nieves Fernández Buey Hay que notar que junto a la más superficial infautación por la ciencia existe en realidad la mayor de las ignorancias respecto de los hechos y de los método científicos… lo que conviene es que el trabajo de divulgación […]
Papeles de relaciones ecosociales y cambio global
Para Charo Fernández Buey, para Nieves Fernández Buey
Hay que notar que junto a la más superficial infautación por la ciencia existe en realidad la mayor de las ignorancias respecto de los hechos y de los método científicos… lo que conviene es que el trabajo de divulgación de la ciencia lo hagan los propios científicos y estudiosos serios.
Antonio Gramsci (1932), Cuadernos de la cárcel
1. Un joven palentino enamorado del saber
Francisco Fernández Buey [FFB] fue un estudiante de bachillerato apasionado por la literatura, la filosofía y el arte. Los grandes clásicos rusos, a los que tantas veces volvió, estaban entre sus lecturas preferidas con apenas 17 o 18 años. Tras finalizar sus estudios preuniversitarios en Palencia llegó a Barcelona a principios de los años sesenta para cursar Filosofía y Letras. Su activa (arriesgada y castigada) militancia antifranquista, su pasión política nunca interrumpida, sus atentas lecturas marxistas (y no marxistas), su permanente compromiso con los más desfavorecidos, sus iniciales trabajos de editor y colaborador editorial, su consistente lucha por una Universidad democrática, sus primeros escritos sobre Fourier, Gramsci, Lenin, los consejos obreros y las luchas de la clase obrera en Cataluña, su Marx sin ismos y sin ceguera ni fervor religioso, su aproximación crítica a Della Volpe y al marxismo cientificista, su ecosocialismo transformador, su sólido interés por Brecht y John Berger, su fructífera aproximación al pacifismo antimilitarista de Gandhi y a las corrientes cristianas de base, sus reconocidas aportaciones en temáticas afines, pueden hacer pensar en un filósofo marxista y de la praxis, original sin duda, nada talmúdico, muy centrado en la propia cultura política (sin olvido de las tradiciones libertarias próximas) en sus aristas más heterodoxas (Korsch y Rubel por ejemplo), con interesantes y reconocidos trabajos en el ámbito más general de la filosofía política, pero sin apenas incursiones en territorios alejados de este eje filosófico-político vertebrador como serían, por ejemplo, los de la metodología, la filosofía o la historia de la ciencia.
Pero no fue así, y no lo fue desde su juventud. La influencia de su maestro, amigo y compañero Manuel Sacristán [1] jugó aquí un papel decisivo. Einstein, por ejemplo, fue uno de sus referentes esenciales, y sus escritos científicos, políticos y filosóficos una de sus temáticas centrales de estudio. FFB empezó a trabajar la obra del amigo y compañero de Leo Szilard, como comentó en el prólogo de su retrato [2], mientras enseñaba metodología de las ciencias sociales en la Universidad de Valladolid. Le interesaban entonces dos cosas del creador de la teoría de la relatividad: su consideración filosófica de la ciencia y la ambivalencia de su pacifismo. «Eran aquellos años en los que, por una parte, la filosofía de la ciencia se separaba inequívocamente del positivismo y del neopositivismo y, por otra, sentíamos la posibilidad de una guerra librada con armas nucleares como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas». La singular concepción einsteniana de la ciencia, al igual que su antimilitarismo, constituían una excelente brújula «para orientarse en tiempos de perplejidades ideológicas y de tinieblas».
No fue, por supuesto, el sabio alemán el único caso de aproximación, estudio y cercanía a un científico-filósofo. Wolfgang Harich, Barry Commoner, Nicholas Georgescu-Roegen, Ettore Majorana, Alexandre Zinoviev y Stephen Jay Gould, entre otros muchos, son nombres que no deben ser olvidados. La pasión por las humanidades del gran lector de Platónov y Tolstoi no fue nunca incompatible con su amor por la ciencia ni con su conocimiento en absoluto empobrecido de las grandes teorías científicas contemporáneas [3].
La necesidad de una tercera cultura, la urgencia cívica de una instrucción pública no demediada, formativa, las diversas problemáticas que rodean a esta aspiración filosófico-cultural, y también política, fue una de sus preocupaciones centrales a lo largo de su trayectoria filosófica y, especialmente, en sus últimos años. Dar sucinta cuenta de sus reflexiones y de algunas de sus tesis y conjeturas en este ámbito es el objetivo de estas páginas. Para la tercera cultura, un libro claro e intelectualmente poderoso en palabras de Antonio Izquierdo, nos servirá de referencia básica. Empero, un escrito de 2004, muy próximo a las ideas vertidas en este libro póstumo, puede servirnos de introducción. También aquí el filosofo moral que declinó la presidencia de Estado de Israel le sirvió de guía e inspiración. Así escribía en su retrato del científico alemán:
En 1917, el propio Einstein publicó una exposición de la teoría de la relatividad (especial y general) que prescindía en lo esencial de su aparato matemático. La exposición estaba pensada para un público con estudios secundarios y con intereses científicos o filosóficos, aunque, eso sí, dispuesto a tener mucha paciencia a la hora de leer, imaginar y seguir la ilación deductiva. Dice entonces sacrificar, en su exposición, la elegancia a la claridad y cita expresamente una frase del teórico Ludwig Boltzmann (1844-1906), cuya obra había estudiado años antes: «La elegancia es cosa de sastres y zapateros».
Con el tiempo, concluía el autor de La gran perturbación, Einstein iba a dar cada vez más importancia a la comunicación de los resultados de las investigaciones científicas en un lenguaje claro y sencillo, asequible para un público amplio, para toda la ciudadanía sin exclusiones, alejado de toda perspectiva de élites y minorías. Este era el punto, ésta era la cuestión [4].
2. Si blanco, conejo; si blanca, coneja.
En el prólogo de 2004 a la reedición de La Ilusión del método [5], FFB señala que en el momento de la escritura del libro (1989, 1990) estaba convencido de que «la mejor filosofía de la ciencia del siglo XX es la que han elaborado, a veces fragmentariamente, los propios científicos», sobre todo aquellos estudiosos de la naturaleza y de la vida, que habían dedicado «una parte de su tiempo (y tal vez no la principal) a reflexionar sobre lo que estaban haciendo realmente al hacer ciencia».
La convicción le seguía pareciendo razonable años después. Había sido expresada frecuentemente por científicos de la naturaleza, empezando por el más universalmente apreciado, otra vez Einstein, quien había escrito en una ocasión, polemizando con metodólogos y epistemólogos, «que nadie mejor que los propios científicos para decir, cuando se habla de ciencia, dónde aprieta el zapato», o sea, cuáles eran los problemas de fondo y procedimiento con que «el investigador se encuentra, en su búsqueda, al tratar de establecer una hipótesis o de formular una teoría».
FFB argumenta a favor de esta última consideración tomando pie en una broma muy de su gusto de Alexandr Zinoviev, un gran filósofo y un lógico enorme que había sido al mismo tiempo «uno de los grandes autores satíricos del siglo XX». La aguda ocurrencia epistemológica del autor de Cumbres abismales: «si hay que determinar el sexo de un conejo, el científico de verdad caza el conejo y lo examina, mientras que el metodólogo le mira por encima, si es blanco dictamina que es conejo y, si blanca, coneja».
Con ese irónico veneno como antídoto, FFB pretendía en La ilusión del método llamar la atención «sobre la cautela que conviene adoptar frente a las pretensiones excesivas de la epistemología y de la metodología académicas». Había escrito, además, en un momento en el que todavía se tendía a creer, en ambientes académicos en absoluto marginales, «que el método es algo así como la llave maestra (o la ganzúa) que abre todas las puertas de la ciencia», como el pasaporte que abría todas las fronteras del conocimiento. Alguien fuera de la Academia como su admirado y estudiado Antonio Gramsci, había señalado razonablemente, y en circunstancias muy trágicas, hacia otra dirección muy distanciada.
La institucionalización académica de la epistemología y la metodología tenía sus razones, eran conocidas. La mayoría de los miembros de las comunidades científicas en activo no tenían tiempo ni ganas «para ocuparse de teorizar sobre lo que hace cuando hace ciencia y si dispone de ese tiempo suplementario no suele dedicarlo a escribir sus reflexiones teóricas o metodológicas. Deja, pues, ese campo a otros». Nada distinto de lo que ocurría en otros ámbitos. Al igual que sucedía con poetas y narradores, «tampoco los científicos suelen ocuparse de los problemas de justificación y fundamentación, salvo cuando realmente sienten, en la investigación práctica, que les aprieta el zapato». O sea, como en el caso de poetas y narradores, «cuando hay que razonar el por qué de una nueva poética o los motivos de la obsolescencia de las poéticas anteriores».
En situaciones de normalidad, el epistemólogo, el metodólogo, hacían lo que solía hacer el crítico literario o el teórico de la literatura: tratar de aclarar lo que el poeta había inventado pero no anunciado, explicar lo que había «por debajo de lo que el narrador ha contado o de situar lo que el cuentista ha ocultado en su ficción» [6]. El metodólogo- epistemólogo venía a cubrir un hueco en el campo del saber. Si lo hacía bien, con información y solvencia sobre el asunto tratado (lógica de la ciencia, estructura de teorías, validación de hipótesis) incluso podía «acabar ayudando al científico en su tarea, de la misma manera que el crítico de arte o el crítico literario puede echar una mano amiga al poeta en la suya, o al menos acompañarle, haciéndole ver algo que él no vio cuando estaba manos a la obra» [7].
El epistemólogo-metodólogo y el crítico literario solían decir que su reflexión era de segundo grado, «un discurso sobre el hacer o sobre el discurso sustantivo». Ciertamente: el científico, el poeta, el creador en general, solían considerar la actividad del otro, sobre todo cuando estaban de mal humor, como parasitaria. Sin embargo, en los buenos ratos, unos y otros reconocían «que en la naturaleza hay parásitos bondadosos y beneficiosos».
Criticados los excesos ilusorios de una buena parte de la teoría general del método que se había elaborado desde fuera de la investigación propiamente dicha y desatadas las ínfulas que a veces se ponían los parásitos, «no para acompañar sino para posar de originales en los teatros académicos», matiza FFB recordando reflexiones al respecto de Manuel Sacristán, lo que quedaba y quedaría en la consideración teórica de eso que llamábamos ciencia era «la ilusión positiva, en la acepción leopardiana de la palabra: el impulso fecundo de las ilusiones de origen natural». Puesto que natural era, tanto para el científico como para el amigo o acompañante, «tratar de operar con método». No es casual, por ello, el título de otro de sus grandes trabajos: Utopías e ilusiones naturales [8]
FFB prosigue su prólogo con navegaciones y valores, con Leopardi y la modestia, virtud principalísima en la vida y el conocimiento, y con los gigantes del saber:
He vinculado aquí la ilusión del método, en lo que tiene de positiva, con la idea, también leopardiana, del navegar. En este caso se trata de un navegar que vuelve los ojos a la práctica de las ciencias con un criterio falibilista y no dogmático. Esta idea no es nueva. Tiene que ver con la modestia, que es una virtud antigua en la historia de la ciencia. Fue expresada hace tiempo diciendo que, en los campos de la ciencia, caminamos a hombros de gigantes. Así lo pensaba ya Newton y así lo pensó Einstein.
La idea del navegar se podía precisar algo más con una imagen de otro de sus referentes científico-filosóficos más estimados, Otto Neurath, una metáfora sobre el destino de los científicos, una imagen que había sido la inspiración principal de su propio libro: «como marineros que en alta mar tienen que cambiar la forma de su embarcación para hacer frente a los destrozos de la tempestad, no podrán llevar la nave a puerto y, mientras trabajan en alta mar, tendrán que permanecer sobre la vieja estructura de la nave y luchar contra el temporal, contra las olas desbocadas y los vientos desatados». Quien piensa de este modo sobre el hacer científico, sobre la práctica real de los científicos, sostiene FFB, ya no cree en métodos como ganzúas o pasaportes. Y por eso, y porque quien así pensaba algo sabía de lo que significaba probar el fruto del árbol del conocimiento, «atempera el racionalismo que durante tiempo ha caracterizado a una parte sustancial de la consideración teórica de la ciencia». «Por un racionalismo temperado», nunca desatado ni fáustico, ni tampoco negador de otras aproximaciones gnoseológicas al mismo tiempo que sensible a otros saberes (los populares, los derivados de las prácticas ciudadanas por ejemplo), era el subtítulo de su ensayo.
Lo que había visto o entrevisto del navegar de las ciencias, la epistemología y la metodología en los últimos quince años, desde 1989 hasta 2004, le había reforzado en otra de las convicciones que había argumentado en su libro: «no hay que descartar el efecto benéfico de un diálogo entre el científico y el mero amigo del saber tocado por la docta ignorancia para, en este diálogo, actuar a la manera como en ocasiones el artista y el literato conversan con el teórico crítico que ha decidido dedicarles un trozo de su vida reflexiva». Al menos dos episodios de aquellos años podían contribuir a reforzar ese punto de vista.
3. La mediación entre ciencia y ciudadanía
El primero, «negativo y varias veces denunciado en los últimos tiempos», era la impostura de la consideración posmoderna de la ciencia, de los que hablaban y escribían de oídas «sobre relatividad, incertidumbre, lógica borrosa, fractales, entropía y disipación, para acabar dando en un metarrelato de ecos premodernos paradójicamente elaborado en nombre de cualquier relativismo». Sobre episodios así, no cabía reaccionar haciendo la vista gorda pero «tampoco añorando el viejo positivismo o el no tan viejo neopositivismo» [9]. Lo que convenía era subrayar, una vez más, el meollo de la cuestión: la permanente dificultad del traducir sin traicionar algunas nociones o teorías científicas a un lenguaje filosófico, natural, no técnico, que fuera apropiado. Siendo así, teniendo además en cuenta el creciente y acelerado ritmo de los descubrimientos científicos, se tenía que acentuar «la prudencia en la elección de las metáforas con las que se comunica tal o cual investigación». Porque, previsiblemente, eran esas metáforas las que hacían mella en el público en general, en la ciudadanía interesada.
El segundo episodio, positivo esta vez, tenía que ver «con la forma de mediación teórica entre la ciencia y el público». Hace aquí referencia FFB al desarrollo que había alcanzado en aquellos últimos años la comunicación científica. No sólo el periodismo científico, también el ensayo «con el que el hombre (o la mujer) de ciencia comunica al resto de los mortales sus descubrimientos». Constituía un colectivo respetable «el de los físicos, astrofísicos, biólogos, genetistas, paleontólogos, neurólogos, etc. que trabajan en investigaciones punteras y que se han decidido a comunicar a los ciudadanos interesados, y en un lenguaje asequible», no sólo los resultados más importantes de sus investigaciones en determinada disciplina sino también los problemas -metodológicos, filosóficos, ético-políticos- con que se habían encontrado y se encontraban «al volver a probar en nuestra época el fruto del árbol del conocimiento».
El desarrollo que había ido alcanzando la comunicación científica brotaba de la conciencia cada vez más extendida ya entonces de que «la ciencia era también una pieza cultural, tal vez lo más importante de la cultura en el mundo en que vivimos», por lo que además de suscitar investigaciones y de ser enseñada en el lenguaje de los especialistas debía llegar hasta la ciudadanía. Era éste un punto decisivo: sin el conocimiento de los resultados de algunas investigaciones -no de todas por supuesto- «ni siquiera es posible hoy en día entrar con solvencia en la discusión racional de muchos de los asuntos controvertidos que nos preocupan.» A partir de esta situación, la comunicación propiciada por las comunidades de investigadores estaba inventando, construyendo poco a poco, un lenguaje propio que no había sido tomado en préstamo «de la especulación externa o del diletantismo» y que facilitaba en gran medida el diálogo con el humanista sensible y, más en general, con el amigo del saber. De eso se trataba.
Todo ello formaba parte de una tendencia que venía llamándose desde hacía algunos años «tercera cultura». Enlazaba bien con lo que se argumentaba en La ilusión del método a propósito de la importancia de la metáfora en la ciencia y en la comunicación de la ciencia. «Pues si, como se dice, hemos de aspirar en el siglo XXI a una tercera cultura y a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración no dependerá ya tanto de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos y científicos» como de la habilidad y precisión de la comunicación científica, tal como apuntó Einstein, «a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales».
Esta última consideración obligaba a prestar atención no sólo a la captación de datos, a su elaboración, a la estructura de las teorías y al papel de la lógica en la formulación de hipótesis o en el método de investigación, al ámbito clásico de la epistemología, «sino también a la exposición de los resultados, a lo que los antiguos llamaban método de exposición». Si se concedía importancia a este tema a veces desatendido, y parecía que convenía hacerlo para religar (tarea central) ciencia y ciudadanía, había entonces que volver la mirada hacia dos de los clásicos que vivieron cabalgando entre la ciencia propiamente dicha y las humanidades y a los que, ciertamente, tan próximo él estuvo. Se refiere FFB, por supuesto, a Goethe y Marx. «Pues, independientemente de lo que ahora se piense de los resultados sustantivos por ellos alcanzados en el ámbito de las ciencias de la naturaleza y de la sociedad, a Goethe y a Marx les debemos, entre otras cosas valiosas, consideraciones y reflexiones sobre el método de exposición cuyo valor se apreciará tanto más cuanto mayor sea nuestra atención a la ciencia como pieza cultural».
Esa quería ser la inspiración de fondo de La ilusión del método, una perspectiva igualmente central en la aproximación a la dialéctica marxiana de Sacristán al igual que en sus reflexiones sobre las consideraciones metodológicas del revolucionario de Tréveris. Otro gran y estimado científico-filósofo de referencia, Stephen Jay Gould, abonaba la misma mirada, una apuesta informada por una cultura integral.
4. Por una cultura tercerista no demediada
Con motivo de una conferencia pronunciada en la Cátedra Ferrater Mora de la Universidad de Girona, recuerda FFB, George Steiner había hecho una declaración llamativa: hasta que los estudiantes de humanidades no aprendieran seriamente un poco de ciencia, «hasta que la gente que estudia lenguas clásicas o literatura española no estudie también matemáticas», no estaríamos preparando la mente humana para el mundo en que vivimos. Si no entendíamos algo mejor el lenguaje de las ciencias no podríamos entrar adecuadamente en los grandes debates que se avecinaban. A los científicos, señalaba Steiner, les gustaría hablar con los humanistas, «pero nosotros no sabemos cómo escucharles». Este era, éste seguía siendo el problema.
Es posible, comenta FFB en los compases iniciales de Para la tercera cultura [10], que Steiner, decepcionado de lo que habían sido en el siglo XX las humanidades clásicas y lo que se había llamado alta cultura humanística, exagerase un poco en su vejez al poner todas sus esperanzas en lo que denominaba «la moral implícita en la metodología científica». Tendía Steiner a identificar «la alegría que suele acompañar a la investigación científica en acto con la gaya ciencia nietzcheana». Y tal vez exagerase otro poco «al declarar, gozoso, que, finalmente, las matemáticas, la computación y el cálculo han venido a ocupar el lugar que ocuparon las humanidades» y al confesar que se encontraba mucho más a gusto entre los colegas científicos dedicados a la demostración del teorema de Fermat que leyendo la enésima tesis doctoral sobre Shakespeare o Baudelaire.
Para ubicar en su lugar exacto las esperanzas del sabio y viejo humanista decepcionado de la alta cultura de los «letreros», bastaría tal vez, señala FFB, con recordar alguna que otra reflexión de uno de los más eminentes físicos de la segunda mitad del siglo XX, Richard P. Feynman. Dejando aparte las exageraciones acerca de los estados de ánimo, se tenía que admitir que Steiner no era el único humanista grande del siglo XXI que estaba diciendo cosas así. Al afirmar que si no entendemos algo mejor el lenguaje de las ciencias no se podría ni siquiera entrar en los grandes debates públicos que se avecinaban, el autor de Presencias reales estaba apuntando a un problema muy real de nuestro tiempo. Para FFB si se quería hacer algo en serio
[…] a favor de la resolución racional y razonada de algunos de los grandes asuntos socioculturales y ético-políticos controvertidos, en sociedades como las nuestras, en las cuales el complejo tecno-científico ha pasado a tener un peso primordial, no cabe duda de que los humanistas van a necesitar cultura científica para superar actitudes sólo reactivas, basadas exclusivamente en tradiciones literarias. A lo que habría que añadir, como suelen hacer algunos de los grandes científicos contemporáneos, también ellos desde las alturas de la edad, que tampoco hay duda de que los científicos y los tecnólogos necesitarán formación humanística (o sea, histórico-filosófica, metodológica, ética, deontológica) para superar el viejo cientifismo de raíz positivista que todavía tiende a considerar el progreso humano como una mera derivación del progreso científico-técnico.
Este era el motivo de fondo por el que en los últimos tiempos, y desde perspectivas diferentes, científicos sensibles y, al mismo tiempo, humanistas comprometidos estaban dando tanta importancia a la indagación de lo que podría ser una tercera cultura.
La mayoría de los asuntos públicos controvertidos en las sociedades actuales, señala FFB, solían incluirse académicamente bajo los rótulos de «ética práctica» y «filosofía política». Así las controversias sobre los problemas derivados de la crisis medioambiental, o sobre los avances de la ingeniería genética y el uso de las nuevas tecnologías. También «es el caso de algunos de los debates acerca del concepto de democracia y su adecuación a las democracias realmente existentes o sobre lo que entendemos por justicia social». Eran éstos, además, asuntos discutidos por igual en la calle y en los parlamentos, en los movimientos sociales críticos y en los departamentos de filosofía moral y política de todas las Universidades. Las implicaciones éticas, jurídicas y políticas de estos asuntos controvertidos apuntaban hacia la necesidad de una filosofía pública o civil, en el sentido en que habían empleado estas expresiones Norberto Bobbio y Salvatore Veca.
Este último, en un libro titulado Una filosofia pubblica describía su proyecto señalando que se tenía que hacer frente a genuinos problemas filosóficos, que éstos no podían reducirse a problemas políticos, económicos, sociológicos, matemáticos, tecnológicos, eróticos o estéticos. Veca no creía que la filosofía, ni tampoco la filosofía pública desde luego, permitiera resolver problemas, al menos, señala FFB, «del modo en que esta resolución parece darse (para los no expertos) en otras actividades o profesiones intelectuales». Sin embargo, el argumento filosófico podía «permitirnos dar alguna coherencia y un cierto orden a nuestra manera corriente de discutir cuestiones que nos parecen importantes. Eso requiere pasión por y compromiso con la claridad, la distinción y la precisión en la identificación de lo que son nuestros dilemas, de lo que es problema precisamente para nosotros». Una filosofía pública tiene que atenerse a la claridad y distinción cartesianas. No era necesario molestar a Kant para reclamar el núcleo del proyecto ilustrado de la «publicidad» como un deber moral de la profesión (filosófica).
Sin descartar la permanencia y validez de otros enfoques filosóficos, el de la filosofía pública o civil («o mundana o mundanizada, como dijeron otros pensadores anteriores a Bobbio y Veca para distanciarse de la antigua metafísica») es, en opinión de FFB, el enfoque que se correspondía al filosofar de nuestro tiempo. Podía resultar productivo para abordar asuntos contemporáneos controvertidos siempre y cuando «la defensa, justa, de la autonomía del filosofar respecto de otras formas de conocimiento no se exagere hasta el punto de dar por definitivo el hiato existente entre ciencias y humanidades». Y eso tanto más cuanta mayor fuera la atención que se prestase a aquellos asuntos controvertidos contemporáneos que rebasasen «los temas que fueron habituales de la filosofía moral y política desde la Ilustración hasta las últimas décadas del siglo XX».
El hecho de que, por lo general, la referencia a la ética práctica surja en nuestras sociedades «como respuesta a una serie de problemas que las nuevas ciencias o el llamado complejo tecno-científico crean a los hombres del presente» conducía en ocasiones a una visión unilateral de la dialéctica entre ciencia y ética. En los últimos tiempos, y como consecuencia del gran desarrollo alcanzado por algunas ciencias (la etología, la biología, la sociobiología), a los filósofos de la moral les habían salido competidores. Para uno de ellos, para E. O. Wilson por ejemplo, había llegado el momento de sacar por un tiempo la ética de manos de los filósofos y biologizarla.
No era ese el punto de vista de FFB. Hacía ya varias décadas que Ferrater Mora había contestado a esa pretensión aceptando en principio un enfoque naturalista en un contexto evolucionista. El argumento era el siguiente: «puesto que las teorías éticas son producciones culturales y las producciones culturales son elementos del continuo socio-cultural, y puesto que este continuo se halla, a su vez, insertado en un continuo biológico-social y en un continuo físico-biológico, parece razonable, al tratar de la ética, tener en cuenta los factores biológicos, sociobiológicos o biosociales». Empero, resaltaba FFB, la aceptación de este punto de partida no negaba, no tenía por qué negar, «el carácter autónomo de la reflexión ética o filosófico-moral, sino que la refuerza». Implicaba, más bien, la necesidad de incorporar la cultura científica a la discusión ética, jurídica y política.
Sin cultura científica no existe posibilidad alguna de intervención razonable en el debate público actual sobre la mayoría de las cuestiones que importan a la comunidad. La ciencia es ya parte sustancial de nuestras vidas. «Buena parte de las discusiones públicas, ético-políticas o ético-jurídicas, ahora relevantes, suponen y requieren cierto conocimiento del estado de la cuestión de una o de varias ciencias naturales (biología, genética, neurología, ecología, etología, física del núcleo atómico, termodinámica, etc.)». Con una larga lista de ejemplos significativos ilustra FFB su posición. Bastarán los siguientes: para orientarse en los debates sobre la actual crisis ecológica, sobre el uso que se hace de las energías disponibles y sobre la resolución de los problemas implicados en ese uso desde el punto de vista de lo que seguimos llamando sostenibilidad, ayuda mucho la recta comprensión del sentido de los principios de la termodinámica, en particular de la idea de entropía, como mostraron hace ya años, desde perspectivas diferentes, Nicolás Georgescu-Roegen y Barry Commoner. Para entender la necesidad de una ética medioambiental no antropocéntrica (o al menos no-antropocéntrica en el limitado sentido de la ética tradicional) ayudaba mucho la recta comprensión de la teoría sintética de la evolución (y no sólo en su formulación darwiniana), como había venido mostrando S. J. Gould. Para diferenciar, con la necesaria corrección metodológica, entre diversidad biológica, defensa de la biodiversidad y aspiración a la igualdad social (un asunto que había producido y seguía produciendo innumerables equívocos) ayudaba mucho la comprensión de la genética y de los resultados alcanzado por la biología molecular, como puso de manifiesto Teodosius Dobzhansky. Para empezar a combatir con argumentos racionales el racismo y la xenofobia que algunos veían implicados en los choques culturales del cambio de siglo y de milenio, podía ayudar el conocimiento de los descubrimientos relativamente recientes de la genética de poblaciones, como venía mostrando en las últimas décadas L. L. Cavalli Sforza.
La lista podía ser mucho más larga. La moraleja que se podía inferir de los ejemplos anteriores era ésta: desconocer que la cultura científica era parte esencial de lo que llamamos cultura (en cualquier acepción no muy demediada del concepto) y despreciar la base naturalista y evolutiva de las ciencias contemporáneas equivalía, en última instancia y en las condiciones actuales, «a renunciar al sentido noble (griego, aristotélico) de la política, definida como participación activa de la ciudadanía en los asuntos de la polis socialmente organizada». Este era también el punto cívico, el nudo verdaderamente democrático de la cuestión.
Pero, por otra parte, si deseábamos tener una noción clara y precisa de hasta dónde llega y podía llegar razonablemente la ayuda de las ciencias naturales en la resolución de los problemas éticos-políticos contemporáneos, era también evidente que los científicos en activo necesitaban formación humanística. Lo otro era unilateralismo. «Pues la ciencia sin más no genera conciencia ético-política, del conocimiento científico no se deriva directamente la conciencia ciudadana», y las ciencias de la naturaleza y de la vida dicen poco acerca de las mediaciones, siempre complejas, «por las que el ser humano pasa de la teoría en sentido propio a la decisión de actuar, por ejemplo, en favor de la conservación del medio ambiente, en favor de un modo de producir y de vivir ecológicamente fundamentado, del respeto a la diversidad o de la sostenibilidad ecológica».
En líneas generales se puede afirmar que existe conciencia de la necesidad de un acercamiento o reconciliación entre ciencias y humanidades desde la década de los sesenta del pasado siglo y que el debate provocado por Charles Percy Snow a propósito de lo que él mismo llamó «las dos culturas» había sido un elemento central en la difusión de esta conciencia. La en ocasiones denostada objetividad científica había sido un punto nodal en estas discusiones. El racionalismo temperado de FFB permite una prudente aproximación a la temática.
Notas.
[1] Cuando en 1984, escribía FFB en 2005, empecé a trabajar en este ensayo de Einstein pensaba dedicárselo a Manuel Sacristán «para celebrar sus sesenta años». Siendo un joven estudiante de filosofía, proseguía, «Sacristán me hizo ver la importancia de Einstein no sólo como científico sino también como pensador influyente en el filosofar no-licenciado del siglo XX». Por desgracia, señalaba con afable y poética ironía, «fui muy lento en la redacción del texto, o tal vez quise mirar demasiado el diente del caballo antes de regalarlo, como aconseja Juan Ramón Jiménez, y Sacristán murió antes de lo que esperábamos quienes le queríamos». Ahora, en 2005, «mejorado el texto, o al menos eso espero, lo dedico a su memoria».
[2] Francisco Fernández Buey, Albert Einstein. Ciencia y consciencia, Los Retratos de El Viejo Topo, Mataró (Barcelona), 2005.
[3] En comunicación personal de 8 de noviembre de 2013, Nieves Fernández Buey comentaba: «En 1967, cuando tenía 13 años y Paco 24, yo terminaba lo que entonces se llamaba «Bachillerato Elemental» y tenía que decidir si hacía el «Bachillerato Superior» por Ciencias o por Letras. Siempre quise hacer Medicina y en aquel momento se podía hacer por ambas ramas. Me inclinaba más, en principio, por las Letras. Se me daban mal las Matemáticas y, por otro lado, me gustaba mucho la Literatura, sobre todo la poesía (ya leía con pasión a Machado, Lorca y otros poetas españoles). Recuerdo claramente que Paco me dijo: «tienes que hacer Ciencias; hoy en día no se puede ir por la vida sin cultura científica». Esta afirmación me resultó sorprendente, viniendo de alguien que estaba haciendo una carrera de Letras. Y entonces no la entendí muy bien… Más de 40 años después, en julio de 2012, cuando ya sabía que a Paco le quedaba muy poco tiempo de vida, mantuve con él una de nuestras últimas conversaciones sobre ciencia, a propósito del bosón de Higgs, cuyo descubrimiento salió por esos días en la prensa. Me volvió a sorprender la claridad con la que entendía y explicaba una teoría científica que a mí siempre me había resultado complicada (pese a que la Física sí me gustaba). Era evidente que había adquirido a lo largo de su vida una formación científica, imagino que autodidacta».
[4] Francisco Fernández Buey, Albert Einstein. Ciencia y consciencia, ob cit, p. 37.
[5] Francisco Fernández Buey, La ilusión del método. Por un racionalismo bien temperado, Crítica, Barcelona, 1991 (reedición en bolsillo en 2004). Una obra que, como los clásicos, crece con el transcurso del tiempo.
[6] Sin que FFB desconociera las dificultades de la cuestión, la inexistencia de éxitos asegurados. En el prefacio de La ilusión del método (Crítica, Barcelona, 1991, pp. 8-9) señalaba: «[…] la conversación entre el artista y el crítico, entre el científico y el aficionado generalista amigo del saber, suele dar a veces en un jardín, para decirlo en el lenguaje de los cómicos, o en la comedia de los errores. Pero hay otras veces en que precisamente de esta conversación que aparenta ser jardín del cómico, por la oscilación de los lenguajes y en la búsqueda de conceptos comunes y precisos, brotan sugerencias de método, y hasta sustantivas, de no poca importancia para la ciencia misma».
[7] Miguel Casado entre nosotros, un gran amigo de FFB desde los tiempos vallisoletanos de El signo del gorrión, es una magnífica ilustración de ello con creación propia.
[8] El Viejo Topo, Barcelona, 2009. El trabajo de edición de su esposa y compañera Neus Porta Tallada fue esencial en este libro.
[9] Para un ejemplo muy destacado de esto último: Gabriel Andrade, El postmodernismo, ¡Vaya timo!, Laetoli, Pamplona, 2013. Una reseña en Salvador López Arnal, «Sin matices». El Viejo Topo, 310, noviembre de 2013, pp. 74-77.
[10] FFB, Para la tercera cultura, Barcelona, El Viejo Topo, 2013 (edición de Salvador López Arnal y Jordi Mir; prólogo de Jorge Riechmann, Alicia Durán, Jordi Mir y S. López Arnal), pp. 33-36.
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