Un grupo de historiadores analiza los malos tratos institucionales desde la Transición. De los abusos y encubrimientos de entonces a la situación actual de los presos de los CIES, los menores y los migrantes
Es invisible. Ahí radica su fuerza para someter a personas y colectivos a lo largo de la historia. Su capacidad y sus efectos imprevisibles se estudian y se debaten, especialmente en el mundo del Derecho, casi siempre en la misma línea crítica y de denuncia de la utilización política y social de las penas, empezando por la pena de muerte. Una delgada línea, cada vez más fina, que ha girado, desde comienzos del siglo XXI, hacia una nueva versión de la polémica entre “garantía” y “seguridad”, ante una opinión pública conmocionada por los efectos del terrorismo y las amenazas globales. La tortura sigue siendo una de esas cosas feas de las que nadie quiere hablar, y mucho menos estudiar, razón por la que mantiene un marcado acento teórico. Su trayectoria y evolución práctica, fragmentaria e incompleta, ya que no suele dejar rastro, sigue siendo una asignatura pendiente y su historia pasa todavía por poder ser documentada a lo largo del tiempo. Tarea desalentadora que a menudo conduce a la frustración o desemboca en algún tipo de relato, narrativa personal o ficción. Valga un ejemplo cercano, ya que aquí no se ha realizado un estudio sistemático desde el trabajo que hiciera Francisco Tomas y Valiente sobre la historia de la tortura en España, publicado en 1973. Por aquel entonces se vio obligado a limitarse temporalmente a los siglos XVI-XVIII y a una definición casi estricta de la tortura inquisitorial, como una serie de procedimientos habituales en la administración de justicia para conseguir las declaraciones de los acusados y testigos acorde con el proceso. Algo similar le había ocurrido a Pierre Vidal-Naquet diez años antes, cuando su historia sobre la tortura en Francia, recién terminada la guerra de Argelia, tuvo que publicarse fuera del territorio francés. En esa línea de interés por la violencia institucional como una característica de los Estados modernos, un grupo de historiadores, coordinados por el profesor Pedro Oliver, han recogido el guante para ver qué ha pasado desde la abolición de la tortura judicial, allí donde lo dejara Tomas y Valiente, hasta nuestros días, fraguando esta obra, La tortura en la España contemporánea (Catarata, 2020).
A pesar de que comparten una idea de continuidad de este tipo de prácticas inhumanas y vejatorias, a diferencia de otros trabajos que ajustan una tesis a un tiempo mucho más inmóvil y estructural, los autores han seguido las reglas del juego de las discontinuidades y los ritmos desiguales que suponen las divisiones cronológicas de la historia política. Y, aunque parten o comparten también un enfoque biopolítico de las relaciones sociales, beben de una definición del poder mucho más amplia. La tortura es una de sus anomalías, de sus reacciones ilógicas, que permite desmenuzar y entender el funcionamiento de los aparatos de Estado. La dificultad, una vez más, es cómo historiar esta realidad cambiante, en modelos políticos tan distintos y distantes entre sí a lo largo del tiempo.
La tortura es el último ejercicio sobre la dominación de los cuerpos e ideas pero no es desde aquí, insistimos, de donde parte este estudio. Para llegar a este punto, los autores han hecho explícita la necesidad de reconstruir, no deconstruir, el repertorio de violencia colectiva. La aproximación al castigo no pende ya solo del hilo de la lógica disciplinaria que va de la modernidad al capitalismo, enfoque todavía muy utilizado en otros estudios, sino como ha demostrado la historiografía para el caso de los Estados de la Europa del sur, a través de una de sus formas: la violencia política. El campo de lo penal se abre, pues, a una historia social del castigo, sin perder de vista nunca su objetivo principal: la tortura, su marco institucional, su arquitectura y su hábitat común, no en casos aislados o excepcionales.
Excepcionales o anormales fueron los periodos de la Restauración, y sobre todo el de la II República, en el que los casos de tortura y las denuncias de malos tratos, se investigaron y desembocaron en responsabilidades políticas y judiciales. No es solo el estatus del poder judicial, con todo lo que conlleva su fijación e inamovilidad en la historia contemporánea española, el que queda cuestionado con la práctica y la impunidad de la tortura. Es todo el engranaje, la dinámica y la maquinaria de la Administración pública, compuesta por una serie de figuras que recorren de arriba abajo y de abajo a arriba los cimientos del Estado, el que queda en entredicho al ser parte activa o necesaria de esa oscuridad que precede a la desaparición forzosa de los seres humanos. De ahí la trascendencia de casos que marcan la entrada en una época, como los sucesos de Cullera, que afectó a varios miembros de la CNT en 1911 o el más conocido Crimen de Cuenca, del mismo período, que inspiró la película de Pilar Miró en 1979, pero que no se pudo estrenar hasta la autorización del Tribunal Supremo dos años después.
De ahí la importancia también de analizar una época en la que la tortura se puede entender por la quiebra de la normalidad y la convivencia, y a la que de hecho se atribuye prácticamente todo el convulso legado del siglo XX, como fue la Guerra Civil. Se aborda, en efecto, desde la deshumanización del enemigo que se produjo en ambos mundos enfrentados ya abiertamente desde el fracaso del golpe de estado, pero sobre todo, desde un punto absolutamente fundamental en la comprensión de los conflictos armados modernos: la obtención de información. La tortura, mucho más porosa y atomizada, aunque no por eso carente de dirección, alcanzó en la retaguardia republicana una enorme dimensión, que se mostró compatible e inseparable de la gestión de los núcleos rurales o de los grandes centros urbanos. Mientras, en el mundo sublevado, la utilización de la fuerza alcanzó un objetivo sagrado desde el primer momento: el orden público militar. En el se incluía un repertorio de castigos consagrados, al menos desde el siglo XVIII, a un modelo de orden público fuerte, con la utilización del destierro, la mano de obra forzada, y, muy especialmente, la pena de muerte, atenuada por largas penas de prisión de forma masiva. Este fue su núcleo tradicional e involucionista, en cuyos mecanismos se solaparon especialmente bien los poderes locales que vieron realizada su aspiración de promoción social, junto con todos aquellos que aprovecharon la ventana de oportunidades abierta con las denuncias, las delaciones y las depuraciones profesionales de la posguerra. Entonces, la tendencia de ocultar la tortura se invirtió, con la eliminación de la justicia ordinaria, y la omnipresencia de una justicia militar cuyas actuaciones se sustentaban sobre la base permanente de la amenaza y la coacción. El sistema penitenciario, que afectaba y controlaba por igual a los presos y sus familias, y la policía política, heredera profesionalmente de la etapa anterior y de parte de los servicios de información creados durante la guerra, fueron sus agentes principales. Las cárceles y las comisarías, sus espacios predilectos. Ambos marcos ajustaron las costuras de un sistema de larga duración que incorporó innovaciones y préstamos, como bien muestra este trabajo (acuerdo de cooperación hispano alemán de 1940, cursos de contrainsurgencia en Estados Unidos en los años 60 etc) pero que, en esencia, estaba definido antes de terminar la guerra civil. Se desmiente igualmente uno de los mitos franquistas mas del gusto de nuestros días, la ansiada paz social, y la armonía entre todas las familias del régimen, algunos de cuyos disidentes también sufrieron tortura aunque se mantuvo un trato especial para los procedentes de la protesta universitaria, frente a otros grupos activos en la oposición a la dictadura. Malos tratos habituales que en los comienzos de la Transición, cuya relectura hoy es mucho más conflictiva y violenta que hace unos años, siguieron costando muchas vidas por abusos, encubrimientos y, finalmente, se convirtió en método para acabar con ETA, cuya influencia se prolongó a lo largo de varias décadas.
Queda tal vez hacer una reflexión sobre la deriva de toda esa violencia hacia dentro, hacia la esfera privada, donde esa mentalidad autoritaria ha seguido creciendo convertida en violencia doméstica, en violencia de género, y que ha terminado impregnando y proyectando odio hacia todo lo que ha limado y socavado su poder. Aunque el trabajo se detiene cronológicamente en la legislatura de José María Aznar, con la alternancia política, su análisis continúa hasta fechas muy recientes, como 2017, momento en que se identifica los picos de denuncias relacionados con la irrupción del 15-M y sobre todo, con el desplazamiento hacia los colectivos susceptibles de mayor violencia institucional: los presos de los CIES, los menores, y los migrantes, aquellos que no se ven y se han convertido además en el chivo expiatorio de todos nuestros males. Seguimos, pues, esperando a los bárbaros.
Gutmaro Gómez Bravo es historiador y profesor en la UCM.
Fuente: https://ctxt.es/es/20201201/Firmas/34416/Gutmaro-Gomez-Bravo-torturas-transicion-impunidad-CIEs.htm