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Entrevista a Isabel Alba sobre "La verdadera historia de Matías Bran"

«La verdadera historia de Matías Bran es literatura. No me gusta hablar de literatura comprometida y no comprometida. Y no creo en la literatura como mero juego estético»

Fuentes: Rebelión

Su libro se inicia con un dicho alemán citado por Benjamin: «Si uno hace un viaje, algo podrá contar». ¿Qué viaje nos propone La verdadera historia de Matías Bran? ¿Qué nos va a contar usted sobre él? Un viaje contra el olvido. El dicho de Benjamín me gusta porque insiste en la idea de contar. […]

Su libro se inicia con un dicho alemán citado por Benjamin: «Si uno hace un viaje, algo podrá contar». ¿Qué viaje nos propone La verdadera historia de Matías Bran? ¿Qué nos va a contar usted sobre él?

Un viaje contra el olvido. El dicho de Benjamín me gusta porque insiste en la idea de contar. Narrar es la mejor manera de luchar contra el olvido, implica no solo la voluntad de recordar, sino también la de transmitir lo recordado.

Matías Bran, el electricista que saca la pistola de la caja de herramientas en la primera línea de la narración, carece de frases propias. ¿Por qué? ¿Por qué sus cincuenta y dos cuadernos de notas sólo incluyen frases, citas, consignas y pintadas que le han llamado la atención a lo largo de su vida?

Matías Bran no tiene frases propias porque construirlas no es para él una prioridad. En lugar de esforzarse por crear sus propias frases, dedica sus energías a la conservación de aquellas construidas por otras personas que, desde su punto de vista, destacan por su lucidez y buen juicio. Como recolector de reflexiones ajenas, la mayoría anónimas, tiene acceso a una fuente inagotable de conocimientos. Fijándolos en su cuadernos participa en su preservación.

Le copio un párrafo de la obertura del libro: «En la foto, Matías Bran no sabe que su padre desaparecerá tres días más tarde. Matías Bran, cada vez que ve la foto, recuerda que en la foto no sabe que su padre desaparecerá tres días más tarde». Al leerlo pensé en Berger, en Brecht, luego en otras ocasione en Benjamin, incluso en Primo Levi, Marx y en el Engels de La situación de la clase obrera en Inglaterra, incuso en Carroll. ¿Me faltan referencias? ¿Me he despistado al hablar de ellas?

No, al contrario, con excepción de Primo Levi, con quién he tenido un contacto literario muy superficial, ha mencionado a algunos de mis referentes esenciales. Berger, Brecht o Benjamín han sido lectura continuada a lo largo de mi vida, y en los últimos años he redescubierto a Engels. Lo curioso, es que, exceptuando a Marx, no pensé en ellos mientras escribía, sino posteriormente, cuando me han preguntado sobre la novela.

La última cita que Matias Bran ha copiado dice así: «La inseguridad es el seguro de vida de los explotadoras». ¿Es de Bran? ¿Refuta con ella la externalidad del resto de reflexiones? Por lo demás, ¿es así, es la inseguridad el seguro de vida de la explotación?

Se trata de una pintada leída en la calle, sobre la fachada de un banco, que Matías Bran ha anotado desde el autobús. Pienso que da en el clavo. El seguro de vida de los explotadores es nuestro miedo, que ellos se encargan de fomentar y potenciar. El poder no entiende de razones, solo de temores. Hay un pulso permanente entre sus miedos y nuestros miedos. Cuanto más inseguros se sienten los detentadores del poder económico y político, más se esfuerzan por atemorizar a la población. La única manera de pararles los pies, de que aflojen la mano, es que su miedo sea superior al nuestro. En la novela, Annuska Mickiewicz se encarga de decirlo: «solo dejando nosotros de lado el miedo habrían ellos empezado a temer y a andarse con ojo».

Una maleta misteriosa aparece también en esta obertura. Bran nunca la ha abierto. Al leerlo pensé en Luckács y en la maleta que dejó depositada en un banco alemán si mi memoria no me falla. ¿Es esa maleta un homenaje al autor de Historia y consciencia de clase?

Es un homenaje a muchas, muchísimas maletas, todas las que se perdieron en su paso por las fronteras de Europa durante el siglo veinte. Sabemos de algunas de ellas, extraviadas para siempre como la de Benjamín o recuperadas milagrosamente como hace poco la de los negativos de Capa, Taro y Chim, pero hay otras muchas, las de todas aquellas personas anónimas que lucharon por el pan y la libertad y en las que depositaron su identidad, sus afectos, sus esperanzas y deseos, y que, como ellas o mejor dicho con ellas, han ido a parar a la fosa del olvido. Esas maletas no solo formaban parte de la memoria individual sino que son piezas desaparecidas, eslabones rotos, insustituibles, de la memoria colectiva.

El viaje que nos propone recorre diferentes parajes. El primero lleva por nombre «El recinto Weiser». ¿Cuántos parajes más hay en total? ¿Están ya acabados o en período de construcción?

Son tres libros. Los dos siguientes, se titulan Los Bran e Isabelle y están ya estructurados, los elaboré al mismo tiempo que El recinto Weiser. Ahora estoy trabajando en la escritura del segundo, Los Bran. La acción comienza donde termina el primer volumen, en Barcelona, a finales del año 1920.

El recinto Weiser, propiamente, se abre con un texto de Benjamin. «Quizá sean las revoluciones el cable del freno de emergencia que el género humano que viaja en ese tren acciona». ¿Las revoluciones deben ser eso? ¿Lo han sido?

Al usar la cita de Benjamín pensaba en las revoluciones perdidas. «Que habría sido de nosotros sin las revoluciones perdidas», dice Örzse Brasz en la novela, «sin los que dejaron sus vidas en la lucha ¿dónde estaríamos ahora?». Las luchas aparentemente perdidas son en realidad grandes victorias. Gracias a ellas la clase trabajadora ha arrebatado al capitalismo todos los derechos adquiridos durante los pasados siglos y que ahora estamos tan cerca de perder. No obstante, una revolución realmente ganada sería la que transformara de raíz el sistema económico mundial. Está todavía por hacer. En esa línea va el último texto de Rosa Luxemburg, El orden reina en Berlín, cuando habla de la cadena histórica de derrotas, y la enlaza con la victoria final y definitiva.

¿ No es demasiado generoso hablar de «género humano»? La humanidad que se hace presente en El recinto Weiser está lejos de ser una comunidad homogénea, fraternal y en buena armonía.

Es valioso hablar de genero humano, es una buena manera de manifestar que la lucha revolucionaria va más allá de las vicisitudes personales y presentes, que se trata, por encima de todo, de la supervivencia colectiva, cada vez más amenazada. Sin embargo, también es esencial señalar que la humanidad está formado por una multiplicidad de individuos, con sus diferencias y afinidades. Tendemos en exceso a una dicotomía entre lo individual y lo colectivo. En ese sentido en El recinto Weiser me he esforzado por mostrar los estrechos vínculos que nos unen a la colectividad. Lo común influye, aun en contra de nuestra voluntad, en nuestras vidas individuales y, por otro lado, nuestras acciones individuales repercuten inevitablemente en la comunidad. Hay que resaltar los lazos que nos atan a ese genero humano que mencionas, insistir en esa «cadena invisible» de la que habla Örzse Brasz en la novela, que nos permite relacionar acontecimientos lejanos espacial y temporalmente y, a su vez, estos acontecimientos con nuestra cotidianidad.

Esta primera entrega se centra en la revolución húngara de 1919. ¿Qué le atrajo de esa revolución finalmente derrotada? ¿Qué opinión le merece la figura de Béla Kun?

El punto de partida de la novela fue precisamente una cita de Bela Kun que leí en el 2003. Decía: «La democracia burguesa es una forma modificada del dominio capitalista, que sólo aparece o bien cuando la clase detentadora de la propiedad es tan fuerte que puede permitir sin peligro a las masas trabajadoras hacer oír su voz en la cámara legislativa del estado burgués, o cuando es tan débil que no puede conservar el dominio del capital sin hacer tales concesiones a las masas». Esta cita, aún más vigente en el 2012 que en el 2003, fue la que me llevó a interesarme por la revolución húngara del 19. Descubrí que se trataba de una revolución incruenta que en tan solo 133 días de existencia y acosada desde el exterior por los ejércitos checo, rumano y francés, apoyados por Inglaterra y los Estados Unidos, y en el interior por una guerra civil, llevó adelante cambios económicos y sociales que ahora apenas nos atrevemos a imaginar, para después ser aplastada, reprimida y sustituida por la primera de las dictaduras de perfil fascista que asolarían Europa en la época de entreguerras.

Bela Kun se incorporó a la novela de tal manera que llegó a ser un personaje más, inseparable de los de ficción. En este sentido, me atrae en especial el Bela Kun joven, que solo se menciona de pasada en El recinto Weiser, el entusiasta socialdemócrata enviado al frente ruso como soldado, luego hecho prisionero, para participar más tarde en la revolución rusa y después regresar a Hungría y colaborar en la fundación del partido comunista húngaro. Si me detengo a analizar las acciones posteriores del personaje histórico real, creo que cometió -no solo él, evidentemente, sino el conjunto de la dirección del partido comunista húngaro- dos graves errores.

¿Qué errores son esos?

El primero, del que tanto él como buena parte de la militancia comunista húngara fueron conscientes posteriormente, pactar con la socialdemocracia para gobernar Hungría. Se puede justificar, y así se ha hecho a menudo, en base a la corta trayectoria del partido comunista húngaro, apenas recién nacido y formado por un grupo heterogéneo de personas de muy diversa procedencia, cuya dirección, además, se encontraba integra en la cárcel, sin verdadera perspectiva de lo que estaba sucediendo en la calle y con la moral muy baja, pero ¿luego? Una vez en el gobierno y habiendo ganado las elecciones a las asambleas ¿por qué siguieron los designios de la socialdemocracia? Creo que hubo una ceguera enorme en relación con sus propias fuerzas y que se debió a que subestimaron, como ha pasado en otras muchas ocasiones, a las masas trabajadoras. Éstas habían logrado avances y una madurez que sus dirigentes no fueron capaces de ver ni compartir. Las asambleas habían dado pasos gigantescos hacía la transformación económica y social: habían ocupado las fabricas y los campos, los cuarteles, los bancos. La calle, durante la Republica asamblearia, tomo incluso iniciativas en contra de las decisiones del gobierno, como cuando la socialdemocracia se opuso a desarmar a la policía y los comunistas en el gobierno acataron su decisión, no así la población que se echó a la calle y la desarmó. El partido comunista no fue consciente en ningún momento de la fuerza del movimiento obrero, por lo que no lo apoyó en su avance, es más, incluso lo frenó. En justicia también hay que decir que la situación era muy mala, con una guerra dentro y otra en las fronteras, y la presión internacional en contra de la República asamblearia. El segundo error comunista fue dejar el gobierno precisamente por estas presiones de los aliados. Bela Kun, al presentar la dimisión, alegó que lo hacía para evitar «un inútil derramamiento de sangre», pero ni los aliados ni la dictadura posterior de Horthy compartieron su sensibilidad: la represión fue feroz y la dictadura se alargó hasta la segunda guerra mundial. La mayor parte de la dirección del partido comunista abandonó Budapest dejando el país en manos de la socialdemocracia que, como se demostró más tarde, era lo mismo que dejarlo en manos del enemigo, mientras que la población, resistente, moría en las calles y las cárceles.

Los obreros, mujeres y hombres, protagonistas de su novela trabajan en una fábrica de municiones de la isla de Csepel, Budapest. ¿Por qué esa ubicación? ¿Por qué una fábrica de municiones?

Era importante que la acción se desarrollara en una fábrica de armamento por la contradicción que esto generó en las obreras de los países en guerra que trabajaban fabricando munición. Así lo explica Bóske en la novela: «si os vais (a la guerra) el capataz nos hará trabajar todavía más horas para fabricar las balas con las que mataréis a los hombres de las obreras rusas que trabajan día y noche, sin descanso, para fabricar las balas con las que sus hombres os mataran a vosotros». En este caso la realidad estaba a mi favor, en Csepel existía una fábrica de municiones que tuvo un papel protagónico durante la revolución.

En las discusiones que se reproducen en la novela, los obreros-protagonistas discuten apasionadamente, con rigor, documentadamente, y, si me permite, con orgullo y consciencia. ¿Sigue discutiendo así la clase obrera?

Supongo que se refiere a Europa.

Sí, me refiero a Europa.

Después de la segunda guerra mundial la situación de la clase obrera europea fue mejorando poco a poco, el aumento de su poder adquisitivo se tradujo en un cierto grado de bienestar que adormeció su conciencia de clase. Ahora ese bienestar se está acabando, de hecho, se ha acabado ya en muchos sitios, solo hay que ver lo que está sucediendo en Grecia, y toca despertar. El problema es cuál va a ser ese despertar: una clase obrera atemorizada, sin conciencia clara de su situación, que ve como cae su nivel de vida, como pierde derechos e ingresos, con unos sindicatos al servicio del poder político y económico y una izquierda prácticamente inexistente. La impotencia, el miedo, son peligrosos, muy aprovechables por regímenes populistas y de corte claramente derechista.

La narradora habla de un sindicato socialdemócrata, «el único que está permitido en Hungría». Kornél, por su parte, sostiene que «trabajan para el gobierno, por eso precisamente les permiten tener un partido político y un sindicato, para que domestiquen a los obreros». ¿Fue esa la función de la socialdemocracia en aquella coyuntura histórica?

La historia de la socialdemocracia y su traición a la clase obrera es larga y compleja y se centra en la disyuntiva revolución o reforma. Rosa Luxemburg fue no solo testigo, sino parte activa en la fricción dentro del partido socialdemócrata alemán. Los partidarios de la reforma relegaban la revolución, dando prioridad a la lucha electoral y el sindicalismo como medio para alcanzar la igualdad y el socialismo. La corriente mayoritaria de la socialdemocracia alemana, reformista, votó a favor de los presupuestos de guerra durante la primera guerra mundial y posteriormente se prestó a reprimir la revolución alemana del 18-19, lo que incluyó los asesinatos de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. La socialdemocracia había tomado ya entonces la dirección que aún hoy mantiene: colabora con el capital y su función sigue siendo, como la de sus sindicatos, la desmovilización obrera. El caso de Hungría es fiel reflejo del alemán. La corriente mayoritaria antes de la primera guerra mundial era reformista. El partido socialdemócrata participaba en la vida política, su sindicato era legal, apoyó la guerra. Después de la segunda oleada revolucionaria del 19 pactaron con el partido comunista para acceder al poder y finalmente lo devolvieron sin lucha a manos capitalistas.

¿Son las mujeres las verdaderas heroínas de su historia? ¿No ha escrito usted propiamente literatura feminista?

El hilo que conduce del relato es masculino, pero el protagonismo es de las mujeres, la novela refleja en su forma lo que ha sido y aún es la realidad hombre mujer: la historia pertenece a los hombres , las aportaciones de las mujeres quedan a su sombra incluso en aquellos casos en que, como en la Europa revolucionaria de finales de la primera guerra mundial, cumplen un papel crucial. Durante la guerra los hombres habían sido movilizados y las mujeres llevaban el peso de la economía. Fueron ellas quienes se echaron a la calle reclamando sus derechos y pidiendo el fin de la contienda, en Hungría, en Rusia y en muchos otros lugares. En la revolución húngara el peso especifico de las mujeres en la revolución es aún más indiscutible si se tiene en cuenta que una de las primeras cosas que hizo el gobierno de la nueva república fue concederles los mismo derechos y salarios que a los hombres. También es verdad que quienes se los dieron, los dirigentes de la república asamblearia, eran hombres.

¿Es ficción histórica el contexto en el que se desarrolla la narración o se ha documentado usted exhaustivamente?

Me he documentado exhaustivamente, diría incluso que de manera obsesiva. En la novela he emprendido mi particular rescate de la memoria, una de las cosas que nos están hurtando. Recogí personajes reales, momentos históricos, citas, consignas, anécdotas con la pretensión de arrancarles un nuevo sentido: conectadas de forma creativa en la ficción recobraban su valor pasado, pero con la fuerza de lo nuevo y presente. Por ejemplo, en la parte dedicada al segundo estallido revolucionario en Hungría introduje en el relato multitud de consignas y declaraciones supuestamente anacrónicas, procedentes de revoluciones anteriores y posteriores, incidía así en que todas las revoluciones forman parte de una única revolución aún inconclusa, y bien, funciona perfectamente. No puedo dejar de pensar en Benjamín y en El libro de los pasajes.

Da usted varias noticias de la revolución febrero y de la de octubre de 1917. ¿Qué cree usted que significó para las clases trabajadoras del mundo el triunfo de la revolución soviética? ¿Esperanza? Pero Isabelle, no usted, no habla bien de la esperanza tomando pie en Anders.

Anders desdeña la esperanza en su sentido etimológico. Esperanza tiene la misma raíz que espera. El diccionario la define como «la confianza en que ocurrirá lo que se desea». La esperanza, así entendida, es sin duda, como dice Anders, «la renuncia a la propia acción». No fue este tipo de esperanza pasiva lo que significó la revolución rusa para los trabajadores europeos sino una esperanza exenta de expectación, un soplo de viento fresco que les impelía a la acción. La revolución rusa les permitió creer que la victoria, si se afanaban en conseguirla, era posible. Durante un par de años las revoluciones se sucedieron sin tregua por todo el territorio europeo. Fue un momento único, que se recuerda muy poco, supongo que porque si estas revoluciones hubieran triunfado tal vez ahora las cosas serían muy diferentes. Pero la clase dominante capitalista no podía permitirlo -ya se les había escapado la rusa-, fueron abortadas una tras otra, y para ello no dudaron en utilizar todos los métodos que encontraron a mano, por sangrientos e inmorales que fueran.

¿Por qué el sentido homenaje que rinde a Rosa Luxemburg, a esa mujer que «a pesar de la cojera, sube a buen paso por la avenida Under den Linden»?

La figura de Rosa Luxemburg, maltratada por la historia, utilizada como arma arrojadiza por unos y por otros a lo largo del siglo veinte, buscó su lugar en el libro sin mi participación consciente. Se fue haciendo hueco en ese recabar datos que me iba llevando, en apariencia fortuitamente, de un lado a otro. Si me detengo a pensar en ella, creo que lo que más me atrae es su valentía para, acertada o equivocadamente, defender siempre su criterio aún cuando esto la llevara a enfrentarse con personajes a los que respetaba y admiraba, y que por cierto la respetaban y admiraban a su vez, como es el caso de Lenin. Rosa Luxemburg era una mujer inteligente, valerosa, honesta, que amaba por encima de todo la libertad. Estas características procedían, no creo equivocarme, del hecho de haber tenido que imponerse, hacerse respetar en un mundo enteramente masculino. También me interesan, y mucho, sus contradicciones. Rosa Luxemburg se debatía entre su deseo de plenitud personal y la lucha política, lo que ella consideraba su deber moral, pienso que la conciencia de su propia problemática interna le dio una tolerancia, una ternura, una empatía poco habituales, como testimonia sobre todo su correspondencia. Las páginas de la novela dedicadas a Rosa Luxemburg fueron muy costosas de escribir. Quería que en pocas líneas quedara reflejada una parte esencial de la historia de Europa en el siglo veinte a través de una de sus figuras representativas. Por otra parte, y de esto me he dado cuenta después, Rosa Luxemburg se situó ahí, en las paginas centrales de El recinto Weiser, como contrapunto necesario de la figura femenina que abre el libro, la emperatriz Elisabeth de Austria.

Incorpora diferentes estilos o géneros en la narración. A veces recuerda un guión de cine; otras un diálogo teatral (el octavo por ejemplo acaba con la indicación «Los actores descansan»); otras, una narración épica. Veo también mucho prosa poética, mucha poesía. ¿Es una heterogeneidad estilística que planeó inicialmente o la narración se la impuso? Añado otra: por otra parte, es una tontería si quiere, ¿por qué los cambios en el tipo de letra y en su tamaño? Incluso una más: incorpora también fotografías. Una, por ejemplo, reproduce una pintada de un muro de Granada de marzo de 2008: «Lucha por tu clase, no por tu país». ¿Por qué ese recurso?

Tengo que unir las tres preguntas porque tanto la diversidad de géneros, como los cambios de letra, el uso de imágenes, o incluso la utilización del espaciado en las páginas, forman parte de un mismo proceso creativo que en absoluto fue premeditado sino el resultado de una larga búsqueda. Hice varios intentos de escritura fallidos, pero que me descubrieron que el relato no podía ser lineal si quería mostrar la relación existente entre acontecimientos históricos distantes en el tiempo o cercanos entre sí temporalmente pero lejanos en el espacio, y entre estos acontecimientos y las vidas individuales. Un día surgió el capítulo sobre la emperatriz Sissi que abre la novela y a partir de ahí se puso en marcha una estructura narrativa fragmentada, con saltos temporales, en la que se mezclaban diferentes formas narrativas, citas y textos originales, personajes reales y ficticios. La parte gráfica se impuso como esencial: las imágenes, el tipo de letra. Me dejé llevar. Creo que esta estructura tiene mucho que ver con mis otras facetas artísticas todas cercanas al campo de la imagen.

La memoria, escribe Salvador Bran, es la facultad que nos resta a los vencidos. Matías Bran anotó a continuación: «Borrarla es el objetivo de los vencedores». Isabelle comentó años después: «Preservarla es nuestro deber para con la humanidad». ¿Su novela es también eso, parte de su deber con la humanidad?

Por supuesto, y más en estos momentos. Si nunca es posible librarse del todo de los lazos que nos unen con la colectividad, dependiendo del momento histórico estos se aflojan o se tensan, dejan más o menos espacio para lo personal. Ahora se están tensando de tal manera que pronto apenas quedará un resquicio para las vicisitudes individuales. Es tiempo de recuperar la memoria, pero en su función detonante. La literatura, la poesía, el arte, no pueden ser ajenos a la realidad.

La tarde del lunes 27 de septiembre de 1920 Matías Bran entrará en el pueblo de Port Bou. Muchos años después de lo haría Benjamin. Y 55 años después de ese día, el fascismo hispánico asesinó a cinco luchadores antifranquistas. No en Port Bou, en Madrid esta vez. ¿Ha pensando en todo ello al acabar El recinto Weiser?

Todos esos acontecimientos, y muchos otros, son inseparables, forman parte de una misma secuencia, ese era mi pensamiento al escribir El recinto Weiser y continúa siéndolo ahora, mientras escribo Los Bran. Como digo en la novela, el que coincidan o no las fechas «no altera en absoluto la estrecha vinculación que existe entre ellos».

¿La verdadera historia de Matías Bran es literatura comprometida? Si lo fuera; ¿cómo entiende usted este tipo de literatura? ¿Con qué o quienes está comprometida?

La verdadera historia de Matías Bran es literatura. No me gusta hablar de literatura comprometida y literatura no comprometida. No creo en la literatura como mero juego estético. En la creación artística no existe la neutralidad, es una mirada sobre la realidad e inevitablemente implica un posicionamiento. Al escribir siempre tomas partido, te comprometes. Brecht decía que en «en arte, permanecer imparcial significa ponerse al lado del partido dominante». En mi caso, basta con leerme para saber de qué lado estoy.

Déjeme finalizar con una pregunta fuera de guión, externa a su narración. La situación que describe en esos años, ¿le recuerda lo que estamos viviendo en algunos países europeos actualmente? ¿También ahora el capitalismo nos llevará o nos está llevando al infierno? ¿Ve usted indicios revolucionarios en algunas sociedades europeas?

Mientras escribía El recinto Weiser, las similitudes entre el pasado y el presente, entre la época previa y posterior a la primera guerra mundial y la actualidad, se hicieron cada vez más evidentes y quedaron reflejadas en él, al menos eso fue lo que intenté. De alguna manera, El recinto Weiser cuenta lo que sucedió en Europa en el pasado pero también lo que está pasando ahora, en el presente. No es extraño, la realidad no ha cambiado: el siglo 21 ha heredado del 20 un capitalismo cada vez más salvaje, pero esta vez no va a ser suficiente con tirar del freno de emergencia, hay que cambiar, con urgencia, la locomotora.

¿Y qué nueva locomotora deberíamos usar en su opinión?

Una locomotora -no es nueva, sino casi tan vieja como la humanidad- que nos permita discurrir por una senda en la que todas las individualidades que formamos ese género humano del que hablábamos tengamos igual derecho, en palabras de Emma, otra de las obreras de El recinto Weiser, «a nuestra modesta porción de felicidad». Eso, sin duda, supone otro modelo de producción, sostenible y justo, que no busque el beneficio económico de una minoría a costa de la destrucción de la naturaleza y la explotación de la mayoría sino el bienestar de todas las personas. En estos momentos, en Europa, negarnos a pagar una deuda ilegitima, odiosa, una deuda que no es nuestra, exigir la nacionalización de los bancos -los culpables de la crisis-, juzgar y condenar a sus responsables, reclamar una verdadera democracia y defender, a ultranza, nuestro derecho a un trabajo digno, a la vivienda y a la salud y la educación públicas, sería un buen punto de partida para lograr ese reemplazo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes