Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza.
Muchos han sido los motivos esgrimidos para explicar la drástica caída del precio del petróleo hasta los 60 dólares por barril (casi la mitad de lo que costaba hace un año): la desaceleración de la demanda debido al estancamiento global; la sobreproducción de los yacimientos de esquisto en Estados Unidos; la decisión de Arabia Saudita y otros productores de Oriente Medio miembros de la OPEC de mantener los actuales niveles de producción (probablemente para castigar a los productores con mayores costes de producción en Estados Unidos y otros lugares); y el fortalecimiento del dólar frente a otras monedas. Sin embargo, existe una razón de la que no se habla y que podría ser la más importante de todas: el colapso del modelo de negocio de las grandes petroleras basado en maximizar la producción.
Hasta el pasado otoño, cuando se consolidó la disminución del precio, los gigantes de la energía estaban funcionando a todo gas, bombeando más petróleo que nunca. En parte lo hacían, naturalmente, para beneficiarse de los altos precios. Durante la mayor parte de los seis años anteriores el Brent, como valor de referencia para el precio del petróleo crudo, se habían estado vendiendo a 100 dólares o más. Por otro lado, las grandes petroleras estuvieron funcionando con un modelo de negocio que asumía una demanda de sus productos cada vez mayor por muy costosos que pudieran resultar su producción y refinado. Esto hizo que ninguna reserva de combustibles fósiles, ninguna fuente de suministro potencial -sin importar lo apartada o difícil de acceder que estuviera, lo lejos que se encontrara mar adentro o en las profundidades, ni lo atrapada en la roca que estuviera- fuera considerada intocable en la lucha enfermiza por aumentar la producción y los beneficios.
En los últimos años, esta estrategia de maximización de la producción generó una riqueza fabulosa para las grandes empresas petroleras. Solo en 2013, Exxon, la mayor productora de petróleo estadounidense, ganó la impresionante cifra de 32,6 miles de millones de dólares, más que cualquier otra compañía estadounidense salvo Apple. Ese mismo año, Chevron, la segunda productora de petróleo, contabilizó unas ganancias de 21,4 miles de millones de dólares. Las compañías nacionales, como la saudita Aramco y la rusa Risbeft, también obtuvieron unos beneficios colosales.
Pero cómo han cambiado las cosas en cuestión de meses. Con la demanda estancada y el exceso de producción como protagonistas del momento, la misma estrategia con la que se habían alcanzado beneficios récord se ha vuelto de repente totalmente disfuncional.
Para poder entender la difícil situación que atraviesa la industria energética es necesario retroceder una década, hasta el año 2005, cuando se utilizó por primera vez la estrategia de maximización de la producción. En ese momento, las grandes petroleras se encontraban en una coyuntura decisiva. Por un lado, muchos de los yacimientos petrolíferos existentes estaban siendo agotados a un ritmo desenfrenado, lo que llevó a los expertos a predecir un inminente «cenit » en la producción mundial de petróleo, seguido de un descenso irreversible; por el otro, el rápido crecimiento económico de China, India y otros países en desarrollo estaba provocando un aumento estratosférico de la demanda de combustibles fósiles. En esos mismos años la preocupación por el cambio climático empezaba a cobrar fuerza, amenazando el futuro de las grandes petroleras y presionando para invertir en formas de energía alternativas.
Un «mundo feliz» de petróleo difícil
Nadie captó mejor aquel momento que David O’Reilly, entonces presidente y consejero delegado de Chevron. «Nuestra industria se encuentra en un punto de inflexión estratégico, un lugar único en nuestra historia», dijo en una reunión de directivos de la industria petrolera celebrada en febrero. «El elemento más visible de esta nueva ecuación», explicó en lo que algunos observadores bautizaron como su discurso de un «mundo feliz», «es el relativo a la demanda, ya no dispondremos de petróleo abundante». A pesar de que China estaba succionando reservas de petróleo, carbón y gas natural a un ritmo pasmoso, O’Reilly tenía un mensaje para ese país y el resto del mundo: «La era del petróleo fácil se ha terminado».
Para prosperar en ese ambiente, explicó O’Reilly, la industria petrolera tendría que adoptar una nueva estrategia. Tendría que mirar más allá de los recursos de fácil extracción que la habían sostenido en el pasado y realizar enormes inversiones para extraer lo que la industria llama «petróleo no convencional» y lo que yo denominé entonces «petróleo difícil » [«tough oil»]: recursos que se encuentran localizados muy lejos de la costa, en los hostiles ambientes del extremo norte, en lugares políticamente peligrosos como Iraq, o en formaciones rocosas de esquistos. «El abastecimiento futuro» insistió O’Reilly «dependerá cada vez más de encontrar recursos en aguas ultraprofundas y en otras zonas remotas, proyectos de desarrollo que requerirán nuevas tecnologías y la inversión de billones de dólares en nuevas infraestructuras».
Para los grandes ejecutivos de la industria como O’Reilly parecía evidente que los gigantes de la energía no tenían alternativa. Habría que invertir esos billones de dólares en proyectos de petróleo difícil o perder terreno respecto a otras fuentes de energía, cortando el chorro de beneficios. Cierto, el coste de extraer petróleo no convencional sería muchísimo mayor que el de obtener petróleo convencional fácilmente accesible (por no hablar de los peligros ecológicos), pero eso sería problema del mundo, no suyo. «Estamos asumiendo el reto de manera conjunta», declaró O’Reilly. «La industria está realizando importantes inversiones para aumentar la capacidad de producción futura».
Sobre esta base, Chevron, Exxon, Royal Dutch Shell y otras grandes compañías invirtieron enormes cantidades de dinero y recursos en una carrera por el petróleo y el gas no convencional, una epopeya extraordinaria que narré en mi libro The Race for What’s Left . Algunas, incluyendo Chevron y Shell, empezaron a perforar en aguas profundas del Golfo de México; otras, entre ellas Exxon, pusieron en marcha proyectos en el Ártico y en Siberia Oriental. Prácticamente todas ellas comenzaron a explotar las reservas de esquito de Estados Unidos mediante fractura hidráulica.
Solamente un alto ejecutivo cuestionó el enfoque «perfora, chico, perfora» [drill-baby-drill]: John Browne, el entonces director ejecutivo de BP. Al señalar que la base científica del cambio climático resultaba lo suficientemente convincente como para negarla, Browne argumentó que los gigantes energéticos deberían mirar «más allá del petróleo » y dedicar importantes recursos a las fuentes alternativas de abastecimiento. «El cambio climático es una cuestión que plantea interrogantes fundamentales respecto a la relación entre las compañías y la sociedad como un todo, y entre una generación y la siguiente», declaró ya en 2002. Para BP, indicó, eso significaba desarrollar la energía eólica, la solar y los biocombustibles.
No obstante, Browne fue apartado de BP en 2007, justo cuando estaba despegando el modelo de negocio de las grandes petroleras basado en maximizar la producción, y su sucesor, Tony Hayward, abandonó rápidamente la estrategia que apuntaba «más allá del petróleo». «Se podría cuestionar si el crecimiento [de la energía mundial] debe provenir de los combustibles fósiles», dijo en 2009. «Pero aquí es vital que nos enfrentemos a la dura realidad [de la disponibilidad de energía]». A pesar del creciente énfasis en las renovables, «aún contemplamos que para 2030, el 80% de la energía producida provendrá de combustibles fósiles».
Bajo la dirección de Hayward, BP interrumpió en gran medida su investigación sobre formas alternativas de energía y reafirmó su compromiso con la producción de petróleo y gas, cuanto más difícil mejor. Siguiendo los pasos de otros gigantes energéticos, BP corrió a explorar el Ártico, las aguas profundas del Golfo de México y las arenas bituminosas de Canadá, una forma de energía particularmente sucia y muy difícil de producir. En su campaña para convertirse en el mayor productor del Golfo, BP apuró la perforación de un yacimiento petrolero en el mar a grandes profundidades al que llamó Macondo, provocando la explosión del pozo Deepwater Horizon en abril de 2010 y el devastador derrame de petróleo de enormes proporciones que siguió.
Al borde del precipicio
A finales de la primera década de este siglo, las grandes petroleras abrazaron juntas la nueva estrategia de maximización de la producción, «perfora, chico, perfora». Realizaron las inversiones necesarias, perfeccionaron la tecnología para extraer el petróleo difícil y, de hecho, se impusieron al declive de los yacimientos de «petróleo fácil» existentes. En esos años lograron aumentar la producción de manera notable, incorporando yacimientos de petróleo cada vez más difíciles de acceder.
Según la Administración de Información de Energía de Estados Unidos (EIA, por sus siglas en inglés), la producción mundial de petróleo subió de 85,1 millones de barriles diarios en 2005 a 92,9 millones en 2014, a pesar del declive continuado de muchos yacimientos en Norteamérica y Oriente Medio. Hace un año, cuando afirmó que las inversiones de la industria en nuevas tecnologías de perforación habían ahuyentado el fantasma de la escasez de petróleo, el último consejero delegado de BP, Bod Dudley, aseguró al mundo que las grandes petroleras se estaban expandiendo y que la única cosa que había tocado techo era «la teoría del cenit del petróleo».
Eso, por supuesto, ocurrió justo antes de que el precio del petróleo se despeñase e inmediatamente puso en tela de juicio la pertinencia de seguir extrayendo petróleo a niveles récord. La estrategia de maximización de la producción diseñada por O’Reilly y los otros consejeros delegados se basaba en tres premisas fundamentales: que, año tras año, la demanda continuaría aumentando; que esa demanda creciente aseguraría precios lo suficientemente altos como para justificar las costosas inversiones en petróleo no convencional; y que la preocupación por el cambio climático no alteraría la ecuación de manera significativa. Hoy, ninguno de esos supuestos es válido.
La demanda seguirá aumentando -eso es innegable, dado el crecimiento esperado de población e ingresos mundiales- pero no al ritmo al que estaban acostumbradas las grandes petroleras. Hay que tener en cuenta lo siguiente: en 2005, cuando muchas de las inversiones más importantes en petróleo no convencional estaban en su fase inicial, la EIA pronosticó que la demanda de petróleo alcanzaría los 103,2 millones de barriles diarios en 2015; en este momento ha rebajado esa cifra hasta los 93.1 millones de barriles. Esos 10 millones de barriles diarios de consumo esperado «perdidos» quizá no parezcan mucho considerando el número total, pero no hay que olvidar que las inversiones multimillonarias de las grandes petroleras en energía difícil se basaban en la materialización de esa demanda añadida, la cual justificaría los altos precios necesarios para compensar los crecientes costes de extracción. Sin embargo, con la desaparición de mucha de la demanda anticipada, los precios estaban destinados a hundirse.
Las indicaciones actuales sugieren que el consumo seguirá siendo inferior a lo esperado en los próximos años. En un análisis de las tendencias futuras publicado el mes pasado la EIA señalaba que, debido al deterioro de las condiciones económicas globales, muchos países experimentarán una ralentización del crecimiento o bien una reducción real en el consumo. El consumo de China, por ejemplo, se prevé que crezca solo en 0,3 millones de barriles diarios durante este año y el próximo; muy lejos del aumento de 0,5 millones de barriles diarios que experimentó en 2011 y 2012 y del de un millón de barriles en 2010. Entre tanto, en Europa y Japón se prevé un descenso del consumo durante los próximos dos años.
La Agencia Internacinal de Energía (AIE), uno de los brazos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, el club de los países ricos e industrializados), sugiere que esta ralentización de la demanda probablemente continúe más allá de 2016. Aunque la AIE predijo que los bajos precios de la gasolina podrían estimular un incremento del consumo en Estados Unidos y otros pocos países, la mayoría de ellos no experimentará dicha mejora y por eso, según este organismo, «[e]l reciente declive de los precios solo tendrá un impacto marginal en el crecimiento de la demanda en lo que queda de década».
Dicho esto, la AIE cree que el petróleo mantendrá un precio medio de unos 55 dólares por barril en 2015 y no volverá a alcanzar los 73 dólares hasta el 2020. Estas cifras están muy por debajo de lo que sería necesario para justificar la inversión y la explotación del petróleo difícil como las arenas bituminosas canadienses, el petróleo del Ártico y numerosos proyectos de esquisto. De hecho, la prensa económica está llena de informes sobre mega proyectos energéticos parados o suspendidos. Shell, por ejemplo, anunció en junio que había abandonado sus planes para construir una planta petroquímica en Qatar, cuya inversión era de 6,5 miles de millones de dólares, aludiendo al «clima económico actual que prevalece en la industria energética». Al mismo tiempo, Chevron aparcó su plan de perforar en el mar de Beaufort, y la noruega Statoil dio la espalda a la perforación en Groenlandia.
Existe además otro factor que amenaza el bienestar de las grandes petroleras: el cambio climático ya no puede excluirse de ningún modelo de negocio energético futuro. Las presiones para afrontar un fenómeno que podría aniquilar, en el sentido más auténtico de la expresión, la civilización humana son cada vez mayores. Aunque en estos años las grandes petroleras han gastado ingentes cantidades de dinero en una campaña para levantar dudas sobre la base científica del cambio climático, cada vez son más las personas que están empezando a preocuparse por sus efectos -condiciones meteorológicas extremas, tormentas más intensas, periodos más largos de sequía, aumento del nivel del mar, y otros- y exigen que los gobiernos actúen para reducir el alcance de la amenaza.
Europa ya ha adoptado medidas para reducir las emisiones de carbono en un 20% para 2020, comparado con los niveles de 1990, y para lograr mayores reducciones en las próximas décadas. China, aunque sigue aumentando su dependencia de los combustibles fósiles, finalmente ha prometido al menos alcanzar el tope de sus emisiones de carbono en 2030 y aumentar el uso de fuentes de energía renovable hasta llegar al 20% de la energía total ese mismo año. En Estados Unidos, los cada vez más rigurosos estándares de eficiencia energética obligarán a que los coches vendidos en 2025 rindan una media de 54,5 millas por galón, lo que reducirá la demanda estadounidense de petróleo en 2,2 millones de barriles diarios. (Por supuesto, el Congreso, con mayoría republicana y fuertemente subsidiado por las grandes petroleras, hará todo lo posible para erradicar las restricciones al consumo de combustible).
Sin embargo, a pesar de la insuficiente respuesta que se ha dado hasta ahora a los peligros del cambio climático, la cuestión sigue siendo el mapa energético, y su influencia global en la política solo puede aumentar. Tanto si las grandes petroleras están preparadas para admitirlo como si no, la energía alternativa está ya en la agenda mundial y no hay vuelta atrás. «Estamos en un mundo diferente del que existía la última vez que vimos una caída estrepitosa del precio del petróleo», dijo en febrero Maria van der Hoeven, directora ejecutiva de la IEA, refiriéndose al derrumbe económico de 2008. «Las economías emergentes, en particular China, han entrado en fases de desarrollo menos intensivas en petróleo… Además, las preocupaciones sobre el cambio climático están influyendo en las políticas energéticas [y por eso] las renovables están cada vez más generalizadas».
Naturalmente, la industria petrolera está esperando que la actual caída del precio se invierta pronto y que con niveles de 100 dólares el barril vuelva su modelo de maximización de la producción, que ahora está derrumbándose. Pero estas esperanzas de retorno a la «normalidad» son quimeras energéticas. Como sugiere van der Hoeven, el mundo ha cambiado de manera significativa y por el camino ha destruido las bases sobre las cuales descansaba la estrategia de maximización de la producción de las grandes petroleras. Los gigantes energéticos tendrán que adaptarse a las nuevas circunstancias reduciendo su actividad, o bien afrontar el riesgo de ser absorbidos por compañías más hábiles y agresivas.
Michael T. Klare es profesor de estudios por la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College y colaborador habitual de TomDispatch.com. Es autor de «The Race for What’s Left: The Global Scramble for the World’s Last Resources» (Metropolitan Books) y en edición de bolsillo (Picador). La versión documental de su libro «Blood and Oil» está disponible en Media Education Foundation. Contactos: michaelklare.com.