En su libro La ruta cruel, Ella Maillart narra su viaje a Turquía, Persia y Afganistán cuando en Europa está a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial: parte con una atractiva y atormentada compañera de viaje, Cristina, una joven que también aparece en unas fotografías de Marianne Breslauer, que destilaban aquel perfume de entreguerras, […]
En su libro La ruta cruel, Ella Maillart narra su viaje a Turquía, Persia y Afganistán cuando en Europa está a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial: parte con una atractiva y atormentada compañera de viaje, Cristina, una joven que también aparece en unas fotografías de Marianne Breslauer, que destilaban aquel perfume de entreguerras, con escenas de la España de 1933, con guardias civiles y niños pobres. Aquella hermosa y equívoca mujer que conducía un Mercedes descapotable y que acompañó a Breslauer por España, y la Cristina que viajó con Maillart por Persia, eran la misma: Annemarie Schwarzenbach.
Conocemos su vida con detalle: la biografía escrita por Dominique Grente y Nicole Mülleren, y la de Areti Georgiadou, La vita in pezzi, nos dan cuenta de su desazón. También la escritora italiana Melania G. Mazzucco urdió una biografía novelada con el título Lei così amata (Ella, tan amada), además de sus propios textos, donde se hallan numerosas referencias autobiográficas: Annemarie Schwarzenbach había escrito ya muchas páginas, capturado escenas en Europa, Oriente Medio, Estados Unidos, realizado estimables fotografías de la miseria en que vivían muchos trabajadores norteamericanos del norte industrial, en Pittsburgh, y el racismo que padecían los negros en el sur, en Georgia o Alabama. Annemarie nunca pasaba desapercibida, por su belleza y un frecuente velo de tristeza: cuando visita a los Mann, en Küsnacht, en noviembre de 1935, Thomas Mann la describe: «encantadora y morfinómana». A su vez, Roger Martin du Gard la describió como un «bello rostro de ángel inconsolable».
En marzo de 1942, Annemarie Schwarzebach navegaba en un buque de carga portugués, el SS Quanza, el mismo barco que, en agosto de 1940, había llevado a Nueva York y Veracruz a más de trescientos refugiados europeos que huían del nazismo. Era una mujer joven, de vida errante, que, tras dejar el Congo, había embarcado en la angoleña Luanda, colonia portuguesa en África, para dirigirse a Lisboa, y que pasaba las horas tecleando en su camarote un texto que titularía Beim Verlassen Afrikas (Al dejar África), sin saber que apenas le quedaban unos meses de vida.
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Annemarie nació en Zúrich, en 1908. Estudia historia en la universidad, vive en la lujosa mansión de Landgut Bocken con sus padres (Alfred Emil Schwarzenbach, rico industrial de la seda, y Renée Schwarzenbach-Wille, una mujer aficionada a la fotografía y la equitación, y partidaria del fascismo) y sus hermanos. El padre es un empresario sin escrúpulos, que no duda en imponer durísimas condiciones de vida a los obreros de sus fábricas, y la madre, hija de un general, es muy autoritaria, y vestía a Annemarie como si fuera un chico: siempre fue obedecida por ella. Su madre (que mantuvo una relación amorosa, durante muchos años, con una soprano, Emmy Krüger, asidua intérprete en Bayreuth) era posesiva e incluso estimulaba la inclinación masculina de su hija, y desaprobaba además la relación de su Annemarie con los hijos de Thomas Mann; tendía a aislarla, aunque sabía que Erika Mann se había convertido en una referencia imprescindible para su hija. Erika era tres años mayor que Annemarie, y una mujer decidida, independiente, de fuerte carácter.
Desde jovencita, Annemarie impugna la establecida superioridad masculina, en esa sociedad suiza tan conservadora. Admira a Stefan George, y, con veinte años, va a París, frecuenta los cafés, cabarets, y rechaza las formas patriarcales de dominio, que le repugnan profundamente, asumiendo que un matrimonio convencional ocultaría con eficacia su inclinación por las mujeres, pero le restaría libertad. A su vuelta de París, estudia de nuevo historia en la universidad de Zúrich, y conoce a Erika Mann, hija del escritor que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1929. Tras finalizar sus estudios en la universidad, Annemarie escribe, veloz, su tesis doctoral, y decide dedicarse a la escritura: termina su primera novela, Freunde um Bernhard, que publica ella misma en 1931, y que fue escrita para su amiga Erika Mann, con quien mantiene desde 1930 una relación amistosa, igual que con su hermano Klaus.
Las dos son mujeres jóvenes, atrevidas, valientes, sin preocupaciones económicas. Erika, con su Ford, y Annemarie, con su Victory, son jóvenes al volante, en busca de la libertad en esos peligrosos años treinta del siglo XX. Viaja a Múnich, a casa de los Mann, y a París; a Venecia, donde se hospeda en el palazzo Vendramin, que tenía alquilado el escritor Karl Vollmöller (que había rechazado los altos cargos que el gobierno nazi le ofreció, y a quien Mussolini le incautaría el palazzo y su colección de arte). Annemarie, se interesa por las cuestiones políticas, y, por su proximidad con los Mann y su admiración por Erika, se aproxima al mundo antifascista, alejándose de las ideas de su familia.
Entre 1931 y 1933, pasa mucho tiempo viviendo en Berlín, donde escribe tres novelas y una obra de teatro. En una de ellas, Lyrische Novelle, narra un amor entre un joven y una cantante, obra que esconde sus propios amores lesbianos. A partir de 1932, Annemarie había empezado a consumir morfina, costumbre y adicción que no abandonará nunca. Se la facilita Mopsa Sternheim (hija del escritor judío Carl Sternheim, cuyas obras prohibió el nazismo), también lesbiana y próxima a los comunistas, una fascinante mujer que colaborará con la resistencia comunista, y será enviada por los nazis al campo de exterminio de Ranvensbrück. Mopsa mantiene un apasionado amor con Ruth Landshoff-Yorck, otra joven actriz y escritora de ascendencia judía y de aspecto andrógino que era también amiga de Annemarie, amante de su coche y de viajar para atrapar la libertad, como ella misma y como Erika Mann. En esos días berlineses, Annemarie milita en el antifascismo con pasión, recorre la noche, acude a cabarets, cervecerías y garitos, bebe compulsivamente, va a dormir al amanecer, con somníferos, aspira el aire alemán que empieza a envenenarse con el nacionalismo, las camisas pardas y los correajes.
En los años treinta, la familia Schwarzenbach no oculta su simpatía por los nazis, aunque vive en Suiza. Hacia 1930, cuando ya el partido nazi se ha convertido en la segunda fuerza política alemana, todavía muchos intelectuales no son capaces de descifrar el horror que anuncian las secciones de asalto, Sturmabteilung , que desfilan por Alemania. El propio Stefan Zweig cree que la victoria nazi es una revuelta de los jóvenes, y Thomas Mann no acierta a interpretar el destino que anuncia Hitler al pueblo alemán. En cambio, Heinrich Mann, consciente de la catástrofe que se anuncia, trabaja denodadamente por impulsar un frente antifascista, y su sobrino Klaus Mannn alerta sobre la guerra de exterminio que apunta en el horizonte. Lo mismo hace Erika Mann, pero el desastre se aproxima: toda la familia abandona Múnich, donde había nacido la bestia, en marzo de 1933.
Un año antes, en 1932, Annemarie organiza un viaje a Persia, abandonado en la víspera de la partida porque uno de los participantes, viejo amigo suyo, se suicida. Va a Venecia, con los Mann, vuelve a Berlín, regresa a la residencia familiar a finales de año, donde le regalan un Mercedes-Mannheim, y, en mayo de 1933, viaja a España con la fotógrafa Marianne Breslauer. Su madre, como el resto de su familia, defiende el nazismo, con pasión: su tío, Ulrich Wille, hermano de su madre, invita a Hitler a visitar su mansión en Zúrich (la famosa villa Schöenberg, donde Wagner había compuesto parte de Tristán e Isolda) para recaudar fondos para el NSDAP. No era la primera muestra de apoyo, ni mucho menos: tras el incendio del Reichstag, la madre de Annemarie envía a una decena de sus criados alemanes para que voten al partido nazi en las decisivas en las elecciones de marzo de 1933, tras las que Hitler se hará con todo el poder. A Annemarie le repugna el nazismo, pero está rodeada en su familia de exaltados partidarios de Hitler.
En octubre de 1933, acompaña a una expedición arqueológica al Próximo Oriente, a Siria e Irán hasta abril de 1934, y costea ella misma la publicación del diario del viaje, Winter in Vorderasien (Invierno en Oriente Próximo). Visita Beirut, Damasco, Alepo, Baalbek, Biblos, Jerusalén, Bagdad, Babilonia, huyendo de sí misma, merodeando por zocos y excavaciones arqueológicas, cazando chacales. En Ur, se encuentra con Leonard Wooley, el arqueólogo británico que había descubierto el cementerio real de la ciudad sumeria; y también con el alemán Erich Schmidt, que excavaba en Ray y Persépolis: Annemarie quiere trabajar con los cráneos de Ray para desmentir las delirantes teorías raciales de los nazis, y envía artículos a periódicos suizos: aunque está lejos, no olvida la lucha antifascista. En ese viaje, conoce además a los arqueólogos norteamericanos George Carpenter Miles y Van W. Knox.
Vuelve a casa, y, poco después, va a Berlín para encontrarse con la baronesa Maud Thyssen-Bornemisza, con quien rompe su relación sentimental, que había iniciado durante su estancia allí. Su padre le escribe para que Annemarie participe en la construcción de la nueva Alemania fascista. Ella, sin embargo, colabora con la revista antifascista Die Sammlung que había fundado Klaus Mann en el exilio holandés, publicación donde escriben Thomas y Heinrich Mann, Stefan Zweig, Alfred Döblin, Bertolt Brecht, Ernst Toller, Albert Einstein, Lion Feuchtwanger , Joseph Roth, Ernst Hemingway, entre otros. La nueva Alemania es cada días más peligrosa: los colaboradores de Die Sammlung se arriesgan a que sus obras sean prohibidas en Alemania: por eso, Hermann Hesse da marcha atrás, exigiendo que su nombre desaparezca de la redacción, y Stefan Zweig se muestra reticente, mientras Annemarie financia la publicación, a consecuencia de lo cual el gobierno nazi prohíbe su presencia en Alemania a partir del verano de 1934.
En agosto de 1934 parte a Moscú, con Klaus Mann, para participar en el I Congreso de escritores soviéticos, donde se entusiasma viendo el interés popular por los escritores y la literatura; conoce a Malraux, pasea por Moscú y por Leningrado, toma notas de todo lo que ve, del esfuerzo por una vida digna, de la pasión revolucionaria, y se conmueve viendo rasgos sorprendentes de la vida soviética, como el hecho de que las fábricas anuncien en sus talleres la publicación de nuevos libros. Annemarie concluye: la información negativa que circula en Europa sobre la Unión Soviética se basa en falsedades.
Después, viaja en tren hasta Tiflis, en Georgia, y vuelve a Persia, donde, en Teherán, conoce al diplomático francés Claude Achille Clarac, y permanece allí tres meses, pero sus demonios personales continúan acosándola. Europa camina hacia el desastre, y Annemarie lo intuye: ve cómo en la propia Suiza neutral se persigue a los exiliados, a los refugiados, algunos detenidos son entregados a la Gestapo alemana, y declaran indeseables a los judíos, mientras su amiga Erika Mann tiene serios problemas con su cabaret antifascista en Zúrich, con los nazis suizos acosando las representaciones. Annemarie insiste en su adicción a las drogas, se pelea con su familia, teme la ruptura con Erika, a quien ha defendido públicamente, y, a principios de 1935, tras ingresar en un sanatorio, intenta suicidarse. En abril, parte hacia Trieste, y se embarca hacia Beirut: allí la espera Claude y ambos viajan por carretera hacia Persia, pasando por Palmira, donde se hospedan en el hotel Zenobia de Marga d’Andurain, una espía francesa de origen español que trabajaba al servicio de Gran Bretaña, a quien Annemarie dedicará un relato. Un mes después, se casa en Teherán con Claude Achille Clarac: él, prefiere los hombres; ella, las mujeres. Es un matrimonio de ocasión, como el de su amiga Erika Mann con Wystan H. Auden, que consigue así pasaporte británico, como Annemarie consigue pasaporte francés por su matrimonio con el diplomático, pero sigue siendo una mujer libre, sin ataduras, dispuesta a preservar su territorio. Annemarie contrae la malaria, vive un apasionado amor con Yalé, la hija del embajador turco, con quien sueña en escapar a Estambul, y empieza a escribir Muerte en Persia. La inesperada muerte de Yalé es un duro golpe para ella, pero encuentra otro amor con la fotógrafa Barbara Hamilton-Wright, con quien viajará después a Estados Unidos. Las malas noticias se encadenan: recibe también la noticia del suicidio de su amigo el escritor René Crevel. En Muerte en Persia da cuenta de su desesperación, y, a diferencia de sus obras anteriores, muestra los amores lesbianos. Ese viaje a Persia dura de mayo a septiembre, tras el cual Claude desaparece de su vida, aunque lo vea después en alguna ocasión. Él mismo confesará que el enlace matrimonial fue «una locura».
Vuelve a Suiza: en ese momento, Annemarie sólo tiene veintisiete años, y está prisionera de la droga: ingresa en una clínica a orillas del lago Leman; la cura es un infierno. Además, la ruptura con su familia la sume en agobios económicos, hasta el punto de que no tiene dinero ni para el alquiler de la casa donde vive en Sils, ese lugar que quiere, dice, «como se quiere a una mujer hermosa». Tiene dificultades para publicar un volumen de relatos, Der Falkenkäfig, y Klaus Mann y Stefan Zweig median para que lo consiga, pero el editor vienés de Zweig teme problemas con Alemania si publica a Annemarie: hay alusiones políticas y un relato, «La tierra prometida», donde judíos alemanes y austriacos llegan a las costas de Palestina, y las autoridades nazis vigilan con severidad.
En junio de 1936, va de vacaciones a Mallorca, con Klaus y Erika Mann, sin saber que la guerra en España está a punto de estallar, y se encuentran con André Gide. Después, vuelve a Sils, donde verá a Thomas Mann. El 26 de agosto de 1936 embarca para América, en Le Havre. Menos de un mes después, le siguen los Mann, que la encuentran gravemente enferma. A inicios de 1937 se va con Barbara Hamilton-Wright y visita fábricas norteamericanas, tomando fotografías que muestran la miseria obrera en los Estados Unidos. Vuelve a Europa y, en mayo de 1937, viaja a Riga, Leningrado y Moscú. En septiembre, de nuevo vuelve a Estados Unidos, con Barbara y Klaus, y recorre el sur del país, donde, en las plantaciones y en el interior rural constata situaciones muy cercanas a la esclavitud. Viaja a Austria en 1938, anexionada poco antes al Reich alemán y, con su pasaporte diplomático, ayuda a pasar a Suiza a muchos antifascistas austriacos. De vuelta, la droga le pasa factura: tiene que ingresar tres veces en la clínica. Vive intensamente el combate antifascista en Europa, aunque ella esté prisionera de la droga, y, pocos días antes de los acuerdos de Múnich, viaja a Praga, y, en octubre, ingresa, de nuevo, cuatro meses en la clínica de Yverdon. Escribe sin descanso, con desasosiego, y sus relatos tienen la sombra de Hemingway, mientras teme perder la amistad de Erika, siempre tan importante para ella.
En 1938, conoce a Ella Maillart, con quien hará su cuarto y último viaje a Persia, y visitará Afganistán. Maillart es una escritora y fotógrafa suiza, experimentada viajera, que había estado en la Unión Soviética, China, la India, Irán. Durante meses, ambas preparan el viaje a Afganistán, y consiguen el patrocinio de un museo de Zúrich y Annemarie un adelanto editorial para las páginas que piensa escribir. Viajan a París, Londres y Berlín para documentarse sobre la ruta, y el 6 de junio de 1939, parten con el Ford Roadster con matrícula del cantón de Graubünden 2111, de Annemarie. En dos meses, atraviesan los Balcanes, Turquía (su Ford, escribe, «en la cubierta del vapor turco Ankara, bordea la costa de Anatolia»), Teherán y llegan, finalmente, a Kabul. Allí, Annemarie enferma, se enamora de Ria Hackin, esposa del arqueólogo Joseph Hackin, y cuatro meses después, en octubre, Ella y Annemarie se separan. El viaje ha sido tormentoso, y las dos concluyen que lo mejor es dar término a su «ruta cruel», como titulará Maillart su libro sobre el periplo, que le dedicará a Cristina (Annemarie), in memoriam. Annemarie parte hacia Kunduz en busca de Ria, y sufre una grave crisis que hace temer por su vida. Ha vuelto a las caravanas, a la Gongad-e Qābus , a los peregrinos de Mashhad, a los afganos de turbante blanco en la ruta de la seda, a las escolares de Kabul, en la primera escuela femenina de la ciudad, que Annemarie teme que un día queden confinadas «al lóbrego cautiverio del chador».
El retorno a Europa es trabajoso: desde Afganistán, recorre con su automóvil los polvorientos caminos que atraviesan el oeste de la India británica, el futuro Pakistán, y, en enero de 1940, Annemarie se embarca con su Ford en Bombay en el buque italiano Conte Biancamano: pasa todo el mes a bordo, y, cuando llega a Génova, la Segunda Guerra Mundial se ha apoderado de Europa.
Consigue publicar ese año El valle feliz, en la editorial Morgarten de Zúrich, donde narra su angustia, y cita el suicidio de su amigo el arqueólogo Carl Bergner, «en un jardín de Isfahán, completamente solo, se disparó una bala en la cabeza.» No aguanta mucho tiempo en Sils: el 3 de mayo, embarca en Lisboa hacia Nueva York: una semana después, Hitler lanza sus tropas sobre Bélgica y Holanda, y, al mes siguiente, el mundo asiste con espanto a la capitulación de París: Hitler se fotografía ante la torre Eiffel con Albert Speer y Arno Breker; es el dueño de Europa. Annemarie se encuentra con los Mann, colabora en un comité que ayuda a los refugiados que huyen del fascismo, y vuelve con la baronesa Margot von Opel, con quien decide ir a vivir su amor unos meses, en Estados Unidos; primero, cerca de Boston, y después a la isla de Nantucket, al sur de la bahía de Cabo Cod, en Massachusetts. Consigue colaborar con el Washington Post, y, en junio, conoce a Carson McCullers, que sólo tiene veintitrés años y publica ese mismo año su primera novela, El corazón es un cazador solitario, un título que parece definir a la inconsolable Annemarie. Su segundo libro, Reflejos en un ojo dorado (donde Tennessee Williams encontró la «intensidad y nobleza de espíritu que no veíamos en nuestra prosa desde Herman Melville»), se lo dedica a Schwarzenbach, de quien se enamora perdidamente, pero su relación sentimental se rompe.
En esas tinieblas trastornadas del amor, Annemarie sigue prisionera de sus demonios, se distancia de Carson, y todo se precipita: en noviembre, muere su padre, se pelea violentamente con Margot von Opel en un hotel de Nueva York, e intenta suicidarse. Ingresada en un hospital, le diagnostican esquizofrenia y es trasladada a un manicomio en Greenwich, al norte de Manhattan, donde la maltratan, y de donde logra escaparse y llegar, tras andar toda la noche por los bosques, sin dinero, aterida, a Nueva York. Los Mann la rehúyen; sólo Carson McCullers, Alfred Wolkenberg y Ruth Landshoff-Yorck la socorren. Intenta reconciliarse con Margot, pero fracasa, y, desesperada, se corta las venas; la policía la traslada entonces al hospital psiquiátrico de Bellevue, en la Primera Avenida de Manhattan. Ha llegado al fondo de un pozo de espanto y desesperación. Finalmente, gracias a su hermano Alfred, la policía le permite salir de la clínica White Plains y es trasladada directamente al puerto para embarcarse a Lisboa, donde pasará casi un mes.
En marzo de 1941, vuelve a Suiza, pero su madre la expulsa de la casa familiar, y, al mes siguiente, viaja al Congo: quiere ir a Brazzaville, capital del gobierno francés en el exilio que dirige Charles de Gaulle, para colaborar con la resistencia. Parece a punto de conseguir trabajo en Radio Brazzaville, pero las sospechas de espionaje a favor de Alemania, en el enrarecido ambiente de la guerra, se lo impiden. En julio, para escapar de la trampa en que se ha convertido para ella Léopoldville, sube a un vapor que recorre el río Congo hacia el corazón de las tinieblas. Se detiene en Lisala, y llega a Molanda, a principios de agosto, una plantación, tras recorrer doscientos cincuenta kilómetros en un camión, exhausta. A finales de octubre, regresa a Léopoldville, y escribe, aislada, infatigablemente, recibiendo algunas cartas, como las de Carson McCullers, quien, trémula y tierna, la sigue amando desde tan lejos. Annemarie acaba la novela que estaba escribiendo, Das Wunder des Baumes, y decide volver, dejando a otro amor, una mujer inglesa, allí, en África. El 14 de marzo de 1942, sube al barco en Luanda, y entretiene los días escribiendo Beim Verlassen Afrikas, (Al dejar África), libro que nunca publicará. Llega a Lisboa, donde permanece seis semanas, y viaja a Madrid y a Sevilla, y, a principios de junio vuela a Marruecos para reunirse con su marido Claude, cónsul del gobierno de Vichy. Vuelve, de nuevo, en julio de 1942, a Bocken, a la casa familiar. Escribe, con pasión, pero el 6 de septiembre cae de una bicicleta y entra en coma: no reconoce a nadie, y muere el 15 de noviembre.
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Había frecuentado los fumaderos de opio de Samarcanda, los desiertos y los jardines persas, y su amor perdido de Muerte en Persia, le había hecho soñar: «algún día, todo se esclarecerá. La muerte de Yalé y mi vida amargamente errada», escribió, acariciando el sueño de que podría escapar del desamparo. Nunca supo qué era lo que buscaba, aunque lo persiguiese con ahínco; solitaria, quiso huir de una vida banal y de la insatisfacción burguesa, pero siempre recurrió a la fortuna familiar para vivir. Estaba cansada de Europa, y quería vivir la aventura, viajar era huir, Como Klaus Mann, siempre con su vida nómada, como Rimbaud o Thomas E. Lawrence, Annemarie arrastraba su vida errante por países remotos, pero la soledad era su fatalidad y su destino, siempre prisionera de la melancolía. A la muerte de Annemarie, aquella madre posesiva y burguesa, educada bajo el rigor de la milicia, quemó los papeles de su hija, los diarios donde escribió sus obsesiones, los manuscritos que no había publicado, las cartas que intercambió con los Mann o con Carson McCullers, y lo hizo el mismo día de su muerte, como si quisiera callarla para siempre,
«He ensayado en Persia todas las formas de vida posibles, pero siempre he fracasado». «Nuestra vida se asemeja a un viaje», escribió en Todos los caminos están abiertos, el relato de su odisea a Afganistán con Ella Maillart. Viajar era la vida; y la literatura, un viaje. La Katharina Petronova del relato «Un aviso», una rusa de Kiev que ha roto con su marido austriaco en Teherán, ve como su amor Iván va a recoger al hijo de ambos: «No te dará miedo esperar aquí sola, ¿verdad?», escribe Annemarie, como si hablase de sí misma. «Siempre sola, empujada hasta el mismo borde del abismo», expresó en El valle feliz, el valle del río Lahr. «Sólo vivo cuando escribo», anotó también, aunque su madre pretendió alejarla de la escritura; porque escribió para sobrevivir: la vida y los viajes, unidos por la escritura, Triste, inclinada a la soledad, magnética y presentándose en sus páginas como si fuera un hombre, nunca renunció a nada.
«Ver a una mujer, y sentir en ese mismo instante que también ella me ha visto», escribió Schwarzenbach en Eine Frau zu sehen. Como Radclyffe Hall, en El pozo de la soledad, o Virginia Woolf en su Orlando para Vita Sackville-West, Annemarie escribió muy joven, con veintiún años, un texto (Ver a una mujer, inédito en vida y publicado por su familia casi ochenta años después) donde recoge el derecho al amor entre mujeres, sin tener que justificarse ante el mundo, pero vivió siempre huyendo. Como su protagonista de Muerte en Persia, su fulgor termina en el fin del mundo, aunque la muerte estuviera agazapada tras una sencilla bicicleta para poner fin a la vida errante de Annemarie Schwarzenbach.
Fuente: El Viejo Topo – núm. 369. Octubre 2018