Ayer a mediodía, un destartalado coche Lada Pyatyorka atravesaba un pinar por una carretera cercana a la frontera entre Ucrania y Bielorrusia. En un remolque, el conductor transportaba una cruz tallada en un tronco y un cadáver en un ataúd armado precariamente con tablas de madera. Su destino era la aldea de Zamochintzi, de donde […]
Ayer a mediodía, un destartalado coche Lada Pyatyorka atravesaba un pinar por una carretera cercana a la frontera entre Ucrania y Bielorrusia. En un remolque, el conductor transportaba una cruz tallada en un tronco y un cadáver en un ataúd armado precariamente con tablas de madera. Su destino era la aldea de Zamochintzi, de donde era la muerta: la abuela Mariana, que pidió que la enterraran en su pueblo, con sus ancestros. Su hijo estaba al volante para cumplir el último deseo de su madre y sólo se paró ante una barrera que corta la calzada y advierte, en amarillo chillón y en ucraniano, Peligro. Es el primer puesto de control de Chernóbil, la puerta de entrada a la zona de exclusión de 30 kilómetros de radio decretada días después del peor accidente atómico de la historia, el 26 de abril de 1986. Entonces se formó una nube radiactiva equivalente a la de 400 bombas como la de Hiroshima, que se paseó por 150.000 kilómetros cuadrados de Bielorrusia, Ucrania y Rusia. Los pueblos cercanos a la central quedaron bañados en estroncio-90, relacionado con la leucemia, y cesio-137, vinculado a tumores en bazo e hígado.
Los 50.000 habitantes de Prípiat, a sólo tres kilómetros del reactor, fueron evacuados en apenas día y medio. Las autoridades soviéticas urgieron a sus habitantes a que salieran de la ciudad prácticamente con lo puesto, asegurando que sería cosa de unos pocos días. El próximo martes se cumplen 25 años del comienzo de la tragedia y algunos de aquellos evacuados vuelven a casa sólo ahora, con los pies por delante y en una caja de madera, como la abuela Mariana.
Unas 200.000 personas fueron realojadas tras la explosión
Un policía ucraniano de los cientos que ayer custodiaban el reactor ante la visita del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon abrió ayer la barrera de la zona de exclusión a la comitiva funeraria que se dirigía a Zamochintzi. La familia había solicitado días antes un permiso para enterrar a la anciana a la Agencia Estatal de Gestión de la Zona de Exclusión, y lo obtuvo. La caravana siguió por una carretera kilométrica, donde los pinos se han comido los poblados fantasma en las cunetas, para cumplir con el ritual de los cristianos ortodoxos de la región: enterrar el ataúd en la tierra y clavar encima una cruz de madera.
«Es una práctica habitual, porque muchos evacuados en 1986 quieren que los entierren junto a sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos», explica Yuri Tatarchuk, un trabajador del Ministerio de Emergencias de Ucrania que durante dos semanas al mes vive en el pueblo de Chernóbil, a 15 kilómetros de la central. Según detalla, cada uno de los 94 asentamientos abandonados hace 25 años ante la llegada de la nube radiactiva posee su propio cementerio, sólo en el lado ucraniano (en Bielorrusia hay una cifra similar). Y el Organismo Internacional de la Energía Atómica calcula que unas 200.000 personas fueron realojadas para siempre tras la explosión del reactor 4. «Muchos de ellos han muerto, nadie sabe cuántos. Y muchos de los que han muerto han sido traídos por sus parientes a los cementerios», relata Tatarchuk.
El hoy funcionario era un revoltoso chaval de 13 años cuando las autoridades fueron a su ciudad, Chernigov, a cien kilómetros de Chernóbil, a negar los rumores de que había un accidente en la central. «No cundió el pánico porque nos creímos lo que nos dijeron: que la situación estaba controlada», recuerda con sorna al pie del reactor número 4, donde se escucha un martilleo constante procedente de los preparativos para construir un nuevo sarcófago. El que se levantó a toda prisa en 1986 todavía exuda radiactividad. El martes, en una conferencia de donantes organizada en Kiev, Ucrania sólo consiguió recaudar 550 de los 740 millones de euros que necesita para sellar con acero el reactor soviético. Aun así, las autoridades esperan que esté listo en 2015.
Julia Marusich tiene el mejor palco para ver las obras del nuevo sarcófago: la ventana de su puesto de trabajo, a menos de cien metros del reactor 4. Es la persona no vinculada a las obras que más cerca trabaja de lo que fue un infierno radiactivo en 1986. Marusich tiene una nómina de Chernobyl NPP, la empresa estatal que gestiona las obras de la campana de acero. Su cometido es enseñar la maqueta del reactor a las visitas. Y el croquis está situado en el edificio más cercano al reactor. «Aquí tengo dos microsievert/hora, 20 veces más que en Kiev. Si salgo», dice, señalando una puerta de cristal hacia las obras, «hay seis microsievert/hora. No hay riesgo con los horarios y el control que tenemos», explica con tranquilidad. Trabaja siete horas al día y cinco días a la semana.
Para Marusich, los futuros muertos por causa del accidente de Chernóbil no procederán de la actual zona de exclusión, sino que vendrán del pasado, de cuando todo se hizo mal. «La gente nos ve y piensa: ¡Qué arriesgado! ¡Qué están haciendo!’ Pero ¿alguien puede creer que miles de personas vendríamos aquí a trabajar todos los días si no fuera seguro?», exclama. Marusichvive en Slavutich, una ciudad construida tras el desastre de 1986 para acoger a los trabajadores de la central, escapados de Prípiat y otros núcleos. Cada día, desde Slavutich, unas 3.000 personas recorren 50 kilómetros para trabajar en Chernóbil.
Ayer, Marusich tuvo unos invitados especiales: Ban Ki-moon y el presidente ucraniano, Víktor Yanukovich, conmemoraban el 25 aniversario de la tragedia. La mujer, llegada desde Rusia en 1990, muestra una planta en una maceta, situada en el ventanal que da al reactor número 4. «No es de plástico», afirma entre risas. Le acaba de salir la primera flor de la primavera.
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