La crisis que comenzó en 2007 se ha utilizado para muchas cosas. Tenemos en mente los recortes de derechos y prestaciones, las reformas laborales y de pensiones, la caída salarial generalizada… Son todas reformas difíciles de revertir, de tal manera que, aunque imaginamos las crisis como un bache tras el cual recuperamos la normalidad anterior, […]
La crisis que comenzó en 2007 se ha utilizado para muchas cosas. Tenemos en mente los recortes de derechos y prestaciones, las reformas laborales y de pensiones, la caída salarial generalizada… Son todas reformas difíciles de revertir, de tal manera que, aunque imaginamos las crisis como un bache tras el cual recuperamos la normalidad anterior, de hecho, lo que se busca es que la futura normalidad sea menos favorable a las clases populares que la anterior normalidad. Y es que las crisis capitalistas son, antes que nada, una cuestión de poder.
Esta cuestión de poder tiene además una cita fija anual en todos los países y administraciones que es la aprobación de los presupuestos. Ya el tratado de Maastricht o de la Unión de 1992, estableció cuáles debían ser los criterios de convergencia, y más en concreto los que tenían que ver con las finanzas y presupuestos gubernamentales, estableciendo límites estrictos al déficit y a la deuda pública. Pero con la crisis los gobiernos, y especialmente el español, fueron bastante más allá. Se cambió (con estivalidad y alevosía) el artículo 135 de la constitución española en 2011 para priorizar la amortización de deuda sobre otro cualquier gasto del estado en los presupuestos generales. Luego vino la ley de estabilidad presupuestaria para establecer límites más estrictos en materia también de déficit y deuda. Esta ley regulará la llamada regla de gasto y techo de gasto.
Pero no nos perdamos en cuestiones técnicas y legales. Todos estos instrumentos y mecanismos tienen un único objeto: que el gasto público sea siempre inferior a la tasa de crecimiento y ello a pesar de que puedan darse (si hay crecimiento) incrementos en la recaudación. Dicho de otra manera: la crisis se ha aprovechado para introducir una serie de mecanismos que, a lo largo de los años, vayan adelgazando la inversión pública y el gasto social, y ello al margen de los gobiernos que se sucedan. Se trata de que las exigencias del capital no sean una opción sino una obligación de los gobiernos, vote lo que vote la gente en el tiempo. Y en ello han estado de acuerdo tanto la derecha como la socialdemocracia europea, representada en nuestro caso por el PSOE.
Esta es la razón por la cual sindicatos (como ELA) y partidos de izquierda (como es el caso de Podemos o EH-Bildu) han mostrado su oposición a esas leyes y a esos criterios de convergencia europea. Pero lo que llama la atención es que esa oposición ideológica ha desaparecido en las actuales coyunturas políticas. Podemos ha rubricado un acuerdo (no sólo presupuestario) con el gobierno español a pesar de que la propuesta presupuestaria de Sánchez y Calviño cumple escrupulosamente con la LEP y el techo de gasto. EH-Bildu, por su parte, va a sostener, según parece, el presupuesto navarro, y se ofrece para sostener el de Gasteiz, cuando ambos presupuestos van a respetar igualmente esos límites.
La cuestión es grave. Porque es posible, incluso cumpliendo esos criterios, incrementar de manera sustantiva la inversión y la protección social. Una vía, la más efectiva, sería incrementando los impuestos (siendo los nuestros de los más bajos de la Unión). También sería posible explorar los márgenes dentro de los límites de gasto impuestos. Pues bien, ni Podemos ni EH-Bildu están condicionando sus apoyos a modificaciones fiscales ni a la exploración de esos límites.
El mayor drama de la izquierda hoy ya no es que la derecha haga políticas de derecha y que haya logrado establecer mecanismos que acaban obligando hasta cuando no gobiernan. El primer drama, y probablemente el más grave, es que la izquierda ha dejado de llamar a las cosas por su nombre, lo cual sería decir hoy que, en este marco europeo, estatal y vasco, no hay presupuestos sociales posibles respetando las reglas vigentes. Decirlo es fundamental, porque supondría avanzar en la conciencia ciudadana sobre lo que está sucediendo. El segundo drama es trasladar a la ciudadanía que un presupuesto neoliberal se convierte en social por el hecho de que la izquierda lo apoye. Esta es la forma más burda y elemental del politiqueo, que es esa mala arte donde importa más el quién que el qué.
Decía Thatcher que su gran victoria no fue implementar las políticas que implementó, sino haber logrado que el laborismo, cuando llegó a gobernar nuevamente, liderara sus mismas políticas. Cuando se van a cumplir 40 años de su llegada al gobierno británico, debemos reconocerle su visión. La actual UE, sus estados y nuestras autonomías son la encarnación de su sueño neoliberal.
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