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Las drogas en la sociedad tecnológica

Fuentes: Rebelión

En la actualidad tendemos a analizar las drogas bajo sus dos aspectos más destacables: daño individual y perjuicio social. Para ello hemos de remitirnos en el primer caso al concepto de «salud médica» y, en el segundo, al que denominamos «salud pública». Pero ambos conceptos aparecen alterados en su percepción objetiva y «viciados» por el […]

En la actualidad tendemos a analizar las drogas bajo sus dos aspectos más destacables: daño individual y perjuicio social. Para ello hemos de remitirnos en el primer caso al concepto de «salud médica» y, en el segundo, al que denominamos «salud pública». Pero ambos conceptos aparecen alterados en su percepción objetiva y «viciados» por el desconcierto general en el que nuestra sociedad tecnológica sitúa a las drogas y sitúa a los consumidores frente a ellas.
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Tendemos también a soslayar en el examen de las drogas el derecho a reivindicar sus usos recreativos, cuestión primordial ésta con respecto a la utilidad colectiva o al placer individual que en cada sustancia podamos encontrar. Sobre todo, si no se insiste en considerar algunas drogas como posible factor de cohesión social, sin dejarnos ganar por el temor al goce que ellas proporcionen y sin caer en el rechazo moral que conturba mediante la propagación de miedos cervales -sida, violencia, pobreza, incomunicación, marginación, futuro arriesgado o incierto y otras variadas enajenaciones- en muchos casos atribuidos por la propaganda oficial a las drogas.
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Por tanto, la diferencia que viene a desquiciar el statu quo de las cosas en nuestra sociedad conscientemente consumista, legalmente drogada por expreso consentimiento del Estado farmacrático, no estriba sólo en el argumento que justifica a la Prohibición, que se ha confirmado ya hace tiempo como hipócrita y moralmente viciado, sino en el afán religioso con que el empeño en prohibir parece querer imponérsenos apelando a la doble causa motivadora salud y salvación que la Medicina erigida en salutífera Iglesia construye a diario como condensador del prohibicionismo, cerrando el paso al disfrute de cualquier tóxico psicoactivo que la persona desee consumir bajo su propia responsabilidad.
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Semejante vía represiva no parece tomar en cuenta el tiempo en que vivimos, ni que los comportamientos sociales, en base a sus mismas costumbres, van cambiando progresivamente para adaptarse a las tendencias actuales, llegando a integrar hechos tan impensables no hace mucho tiempo como el aborto, el matrimonio entre homosexuales o, incluso, la aceptación de una posible e inminente regulación de la eutanasia. Tales cambios de actitud social sí se corresponden con el concepto democrático garante de derechos y libertades, pero en absoluto se compaginan con la furibunda «guerra contra las drogas» que sigue cercenando el derecho de la persona a disponer de su propio cuerpo en legítima búsqueda del placer. Y ello lesiona gravemente el consagrado e inviolable concepto del uso del libre albedrío al creer a la población adulta incapaz de responsabilizarse de sus actos, obrando el Estado farmacrático sobre ella de exagerada forma paternalista, por no aplicar un peor eufemismo.

Gaspar Fraga
Director Editorial

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