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Sobre ciencia, violencia y poder

Las gafas de Gandhi

Fuentes: Rebelión

Para Eric, de quien todavía espero aprender mucho más.

«No se me objete que los animales son en su mayor parte seres feroces, incapaces de sentir el mal que hacen, pues, ¿acaso los hombres distinguen mejor los vicios y las virtudes? Ferocidad hay en nuestra especie como en la de aquéllos. Los hombres que tienen el hábito bárbaro de transgredir la ley natural no se sienten tan atormentados como los que por primera vez la infringen, puesto que a éstos la fuerza del ejemplo no los ha endurecido».1

Una de las más nefastas consecuencias del desarrollo tecnológico bélico de los últimos siglos, quizás la peor, puede observarse a diario con la constatación de que dicho progreso no ha venido acompañado en la misma medida por el acrecentamiento de las armas morales de las que la racionalidad humana es perfectamente capaz. Sin duda, la posibilidad de que la evolución del comportamiento humano emparejara por igual ambos elementos resulta a priori contradictoria, ya que daría lugar a un doble esfuerzo en sentidos antagónicos: la elaboración, por un lado, de la estrategia y la técnica del ataque (aunque fuera meramente defensivo, si es que ello es dable más allá del ámbito de la excusa) y, por el otro, el desarme moral, esto es, la aceptación del abandono de la racionalidad como base del propio comportamiento y su sustitución por el uso de la fuerza, aceptación presupuesta en esa concepción que proclama la solemne sinrazón de la agresión y del abocamiento al recurso violento. Sin embargo, es muy posible también que esa actitud esquizoide se vea agravada por la situación creada, entre otras razones, por el alejamiento físico de los escenarios reales de los acontecimientos, a los que nos ha llevado la creciente tecnificación y monitorización de lo bélico, a través de la aparición del poder remoto de provocar sucesos cruentos en otros en latitudes lejanas. Claro está, este no-querer-poder-ver debió iniciarse con la piedra y con la azagaya, y bien pudo convertirse en ceguera crónica con la invención del gatillo. Konrad Lorenz lo dejó escrito hace casi medio siglo con lucidez meridiana: «Las profundas capas emocionales de nuestro ser, sencillamente, ya no registran el hecho de que apretar el gatillo significa destrozar con el tiro las entrañas de otro individuo».2 Nos ahorraremos los detalles de extrapolar las consecuencias de lo dicho hasta aquí al uso de las armas nucleares de destrucción masiva, que no provocan unívocamente la muerte de un individuo sino el horror de una barbarie dantesca en las antípodas. Pero ello no nos puede evitar la consideración, ciertamente banal, de que nuestro registro perceptivo del entorno, cercano o lejano, funciona mucho más allá de nuestros meros sentidos y de que, aunque no sean directamente observados, los efectos catastróficos del uso de gatillos y botones atómicos no pueden obviarse ni tan siquiera con el descaro del cinismo o el de una pretendida excusa de orden pretendidamente superior a la de la propia preservación de la vida humana. No se tratará aquí, por lo tanto, de una cuestión que ataña al ámbito de las meras sensibilidades sino a algo mucho más esencial. El alejamiento antropológico que se produce con la toma de partido por el recurso a la violencia no puede concebirse sin una intoxicación previa de los valores considerados básicos de la fundamentación histórica de la moralidad. Intoxicación que introduce en nuestras mentes, como se ha repetido muchas veces, los elementos suficientes indispensables de alteridad en el vecino como para convertirlo en nuestro enemigo mortal. Es precisamente por eso que la guerra, cualquier guerra, requiere, junto a la piedra, la pólvora o el plutonio, el elemento generalizador y propiciatorio que sólo la propaganda podrá aportar. Curiosamente, ninguna de las multitudinarias guerras atroces que han sembrado el siglo XX y que siguen haciéndolo en el XXI, ha sido concebible sin ese esfuerzo, a veces titánico y siempre con el mejor dominio técnico asequible en cada época, por captar, controlar y manipular mentalmente primero a la intelectualidad más predispuesta y posteriormente al grueso de la población, con la finalidad de la aceptación de la pretendida inevitabilidad del giro de tuerca mortífero. Por eso, aceptar, como hace Eduardo Subirats en un artículo suyo que lleva por título «Violencia y civilización»3, que: «Nuestra civilización es violenta en cuanto a sus premisas epistemológicas y en cuanto a sus últimas consecuencias a la vez tecnológicas y militares», o que: «la violencia no es el origen negativo contra el cual la civilización construye su sentido, sino el final que revela el sinsentido de su empresa» es, cuanto menos, no querer ver el gigantesco esfuerzo que han debido desplegar históricamente los gobernantes (y con ellos sus servicios de propaganda) de los países en períodos pre-bélicos, para convencer y conseguir obligar a asumir a sus respectivas poblaciones esa aparente inevitabilidad de la guerra y de los sacrificios que todo ello comporta. Los recursos destinados a la generación de opinión pública o, mejor dicho, para los tiempos que corren, al mantenimiento del atolondramiento de la opinión, sólo ellos puede hacer posible que sean concebibles y socialmente aceptables esos discursos primarios (y esas prácticas bélicas) que se caracterizan por el uso de términos insultantemente primarios y maniqueos como, por ejemplo, «la madre de todas las guerras» (S. Hussein), «la lucha contra el eje del mal» (Bush Jr.) o, incluso, aquel patético y viejo grito legionario: «¡Viva la muerte!» (Millán Astray). El tono y la elección semántica en el uso del lenguaje bélico propagandístico permite ir difundiendo dosificadamente el clima de opinión que calará, según corresponda a cada ámbito, en la permeable conciencia del tejido social. A este efecto, el uso de los eufemismos pretendidamente técnicos, por no decir del cinismo más políticamente correcto, resultará crucial. No en balde, el siglo que ha visto crecer desmesuradamente el poder de los media y de la propaganda es el que mayor cinismo ha empleado en el uso de su vocabulario público. Las múltiples caras de la barbarie han sido aceptadas públicamente como moneda corriente cuando para ellas han sido acuñadas las expresiones propicias: «solución final», «tratamiento especial», «traslado», «limpieza étnica», «efectos colaterales», «tratamiento eugenésico», «apartheid», «internamiento», etc. ¿Debemos asumir, como hace Subirats en su artículo que, independientemente de las épocas, de los estratos de poder, de los consorcios industriales, de la mansedumbre apática de las poblaciones ante el omnímodo poder de las propagandas institucionales belicistas, «la violencia es inherente al concepto de civilización», o que «el papel civilizador y ordenador de la violencia puede reconstruirse asimismo a partir de la propia estructura epistemológica del conocimiento científico-industrial»?.4

La habitual indistinción ideológica a la que se ven abocados gustosamente los intereses corporativos empresariales, pero quizás de manera más ansiosa en época de pre-guerra o de guerra declarada, con tal de ver acrecentar el volumen de sus arcas, fue ya curiosamente puesta de manifiesto por el propio J. Maynard Keynes, el cual argumentó, al finalizar la 1ª Guerra Mundial, su oposición a las condiciones de la Conferencia de Paz de París (y su correspondiente dimisión como representante oficial británico ante la misma), entre otros razonamientos, por el de la debilidad moral de la «clase de los capitalistas negociantes», debido a la voracidad de sus prácticas especuladoras y corruptoras del sistema. Keynes llegará a decir de ellos lo siguiente: «Estamos, pues, colocados en Europa frente al espectáculo de una debilidad extraordinaria por parte de la gran clase capitalista que ha surgido de los triunfos industriales del siglo XIX y que hace unos cuantos años parecía nuestra dueña todopoderosa. El terror y la cobardía personal de los individuos de esta clase son ahora tan grandes; la confianza que tenían en su papel en la sociedad y en la necesidad que de ellos tiene el organismo social está tan disminuida, que son víctimas fáciles de la intimidación. (…) Ahora tiemblan ante cualquier insulto; llamadlos germanófilos, financieros internacionales o especuladores, y os darán cualquier cosa que pidáis para que no habléis de ellos tan duramente».5 Pero, probablemente, uno de los ejemplos más claros de esa voluntaria indistinción ideológica, y no por esperable menos espeluznante, es el del concurso técnico y humano, durante los años cuarenta, de la norteamericana IBM en el control (esto es, identificación, clasificación, cuantificación, localización, etc.) de la población considerada indeseable por el III Reich y que fue masivamente detenida, distribuida y en buena medida dramáticamente exterminada en los Lager centro-europeos. Como ha mostrado Edwin Black: «En la Alemania de Hitler, la comunidad de estadística y censos, dominada por nazis doctrinarios, se jactaba públicamente de los nuevos adelantos demográficos que lograrían sus maquinarias. Todas las tareas estadísticas emprendidas por IBM para Alemania se relacionarían con la política racial, la dominación aria y la identificación y persecución de los judíos».6 Lejos de reforzar tesis primarias, fruto de una generalización precipitada, como la de la predeterminación de la violencia civilizatoria, si nos molestamos en estudiar transversalmente los períodos históricos, descubriremos que las alianzas de los estamentos de poder, institucionales o bien privados, y su propia necesidad de permanencia en los mismos hace que, en determinadas circunstancias, acaben muy a menudo por ser suprimidas las condiciones imprescindibles del mantenimiento de la paz y sean potenciados otros elementos considerados paradójicamente esenciales para la preservación de dicha paz, como el propio conocimiento científico-técnico de posible aplicación militar, aunque provenga del espionaje, de la extorsión, o de la asimilación de la comprometida intelligentzia universitaria e industrial del enemigo. Eso fue precisamente lo que hizo el gobierno de EEUU con ciertos científicos nazis y japoneses cualificados al término de la II Guerra Mundial, haciendo tabula rasa de su pasado, mientras simultáneamente organizaba a bombo y platillo los tribunales de Nuremberg. Hoy sabemos de la existencia de la denominada «Operation Paper Clip», con la que los servicios de inteligencia del Ejército norteamericano tenían carta blanca, una vez terminada la 2ª Guerra Mundial, para rastrear y localizar científicos centroeuropeos (alemanes, austríacos, etc.) que pudieran serles de utilidad en sus investigaciones, para ofrecerles contratos de trabajo, una nueva nacionalidad y redimirles así de su oscuro pasado nazi. Hacia 1955 eran ya unos 800 los científicos alemanes nacionalizados norteamericanos. Esa perversión de los estamentos de poder y esa vulneración de la moralidad básica del científico, acompañadas por el indispensable secretismo impuesto en circunstancias parecidas, constituyen claramente una usurpación de funciones que atañe, como se ha dicho más arriba, a determinadas alianzas de poder cívico-militares y en ningún caso pueden ser considerados grosso modo como tradición civilizatoria. El riesgo de un excesivo efecto generalizador y globalizador al que suelen condenarnos ciertas reconstrucciones estetizantes, mistificadoras, transhistóricas o posmodernas del devenir civilizatorio es patente cuando nos resignamos a que la metáfora o el símil se conviertan prácticamente en nuestra única herramienta de trabajo y nos limitamos asimismo a tener de la Historia o de la Ciencia una mera concepción fílmica, la cual nos encorsetará un grupo de sucesos a un cierto tipo de presentación dramática, con la que inexorablemente estaremos forzados a bajar el telón, a colgar el end como imagen postrera y a declarar públicamente el final de la historia. Es probable que la tentación de arriesgar cierto tipo de propuestas venga dada por la necesidad no reconocida, esto es, por la insinceridad, de seguir presentando modelos a gran escala de reconstrucción de sucesos civilizatorios, cuyos elementos parciales nos plantean hoy una tal complejidad técnico-científica de comprensión, que acabamos comprensiblemente optando por la novelización, cuando no por la simulación con pretensiones realistas. Dichos intentos, en ocasiones, trocan nuestra percepción hasta tal punto que desenfocan nuestra visión de la realidad cotidiana, mientras acrecientan el pulido y la brillantez de las innumerables lentes que nos separan de ella. Quizás por ello, no es posible reprimir cierta sonrisa resignada cuando alguien como Gandhi, a pesar de los problemas de vista que le obligaban a usar gafas, nos ofrece su visión a ojo desnudo y con cierta provocación en la utilización del sentido común. Hace prácticamente un siglo, esto es, antes de esa indeleble cicatriz histórica de Hiroshima y de Auschwitz, y en plena lucha contra la atroz colonización británica, aquél escribía: «El hecho de que todavía haya tantos hombres vivos en el mundo muestra que éste reposa no sobre la fuerza de las armas, sino sobre la de la verdad o del amor. Por lo que, la prueba más grande y la más irrefutable del éxito de esta fuerza reside en el hecho de que a pesar de las guerras el mundo existe todavía. La vida de millones, de decenas de millones de seres depende de la actividad de esa fuerza. Ante ella ceden las pequeñas querellas cotidianas de millones de familias. Centenares de países viven en paz, pero la historia no los menciona».7 Justo en el punto meridianamente contrario a la idea central del artículo de Subirats, este texto de Gandhi, como si fuera en un espejo, nos devuelve otra imagen de la historia radicalmente opuesta, igualmente mistificada pero esta vez no por la fuerza de la violencia que «ha desempeñado en la historia de las ideas y de las instituciones un papel fundador y ordenador»8, sino por ese apacible equilibrio fruto de la actividad de la verdad y del amor. Curiosamente ambas interpretaciones apelarán al olvido sistemático al que se han visto relegadas, según cada autor, sus respectivas fuerzas primigenias. Gandhi, lo acabamos de comprobar en el propio texto citado más arriba, tira académicamente de las orejas a los historiadores. Subirats, a su vez, irá mucho más lejos, no sólo al pretender enmendarles la plana a aquéllos, sino al establecer en el propio pecado original de la existencia humana el germen de la destrucción: «… nos resistimos a comprender la violencia como parte integral de nuestro orden civilizatorio, de su progreso científico y tecnológico, de su sistema jurídico o sus mitologías mediáticas. Somos reacios, en primer lugar, a reconocer la violencia como un principio interior a nuestra existencia».9 A pesar de la tremenda realidad que Gandhi tuvo que observar a través de los cristales de sus gafas y que además fue obligado a sentir en propia piel, tanto en Sudáfrica como en la India, realidad teñida con toda la gama de los rojizos de la sangre derramada, difícilmente podremos encontrar un solo texto suyo en el que atribuya dicha violencia civilizatoria, racista y colonizadora a algún genérico principio interior de la existencia humana. Precisamente, a través de dichos cristales será capaz de observar la proyección histórica de las diferentes sensibilidades, la brutalidad de determinados mecanismos de poder y, entre otras muchas cosas, ciertas estrategias individuales y colectivas de resistencia contra todo ello que, de manera imperativa, negarán por sí mismas patentemente la justificación de cualquier innatismo o atavismo de cariz violento en el comportamiento humano.

Es de sobras conocida la atracción y la fascinación que ejerce la violencia cuando de ella se tiene una imagen mediatizada y hasta cierto punto ajena. Es el caso de la percepción general ante un televisor encendido en plena emisión agresiva (esto es, casi siempre) o ante un relato más o menos realista de alguna contienda habida. Ahora bien, cuando de lo que se trata es de la vivencia interiorizada, es decir, de la propia rememoración como actor en vivo de los sucesos violentos acaecidos, como por ejemplo los soldados destinados al frente, resulta sorprendente comprobar la extensa gama de sensibilidades que afloran espontáneamente en ellos (desde la angustia al hambre o desde el frío sepulcral hasta el pánico metafísico), y que prácticamente nunca constituyen esas otras actitudes que tradicionalmente asociamos a la violencia más directa o primaria como el odio, el resentimiento, el escarnio, la agresividad, etc.

Quizás fuera eso, esa humanidad escondida tenuemente en las trincheras europeas de la Gran Guerra, lo que provocó un enorme interés y una general expectación en Francia hace unos años, cuando desde las ondas de Radio France, Jean Pierre Guéno y Yves Laplume solicitaron a los oyentes de hoy que recuperaran de los cajones y baúles de sus casas las cartas, las notas personales o los diarios de sus abuelos, combatientes de antaño, en aquella feroz contienda de 1914 – 1918, con el compromiso «humanista y literario», según afirmaron, de «hacer oír todos esos gritos del alma, confiados a la pluma o al lápiz, y que acabaron convirtiéndose en otras tantas botellas lanzadas al mar y cuya misión sería la de forzar la memoria de las generaciones futuras». A las pocas semanas, más de 8.000 personas respondían al llamamiento e iban entregando a los convocantes mucho más que 8.000 escritos de anónimos «poilus»10: podemos asegurar que con ello volvían a reescribir, desde un punto de vista radicalmente distinto, ese período histórico. Efectivamente, una lectura de la parte de esos escritos que ha sido publicada en forma de antología (la colección completa está depositada en los archivos del Ministerio de la Defensa de Francia y en los fondos del Historial de la Grande Guerre, en Péronne), vuelve a poner en cuestión el fondo y la forma de las reconstrucciones usuales de la memoria colectiva incorporadas a los manuales al uso, por lo que se refiere a la exposición de los conflictos violentos de la historia más o menos reciente. A parte de denunciar el evidente poco peso que se ha dado a un acontecimiento que en total causó más de 10 millones de muertes y el doble de heridos, J.P. Guéno, en la introducción de dicha antología, no esconde su irritación al afirmar: «nuestros libros de historia (…) han silenciado durante demasiado tiempo el verdadero estado de ánimo de esos poilus, que en su mayor parte no se hacían ninguna ilusión sobre las bases reales del conflicto y que, sin embargo, no dejaban por ello de cumplir con su deber con un coraje sobrehumano. Dichos libros han silenciado durante demasiado tiempo la incompetencia criminal de ciertos oficiales de alta graduación, los cuales, a pesar de todo ello, curiosamente no han acabado dejando ninguna huella negativa en la memoria colectiva».11 Un ejemplo de esas pocas ilusiones y de ese estado de ánimo descorazonado lo encontramos en una carta de mayo de 1916, en la que su autor, alguien que firma sólo con su nombre de pila («Fernand»), explica a sus padres: «Es inútil que intentéis reconfortarme con historias sobre el patriotismo, sobre el heroísmo, o mediante cosas semejantes. ¡Ay, pobres padres! Queréis volver a meterme en la cabeza mis ilusiones de antaño. Pero es que yo ya me he dado cuenta, he podido ver y finalmente he comprendido. Aquí abajo, no existe otra cosa más que la mentira, e incluso los sentimientos más elevados, al observarlos minuciosamente, se nos presentan como viles y vulgares. En estos momentos siento que me importa todo un comino, que recrimino, que me exalto, y que en el fondo todo eso me da exactamente igual. ¡Para mi la vida no es más que un viaje! Qué puede importar el fin, más lejos o más cerca, mientras consigamos que las peripecias sean lo más placenteras posible. Esa es la única razón por la que no me siento desgraciado aquí. Lo único que deseo es poder seguir con buena salud. Fernand».12

En otras muchas cartas, ese ánimo deprimido y pesimista se convierte en actitud dura y crítica contra los propios mandos militares a los que se acusa de convertir la situación bélica en un callejón sin salida, sólo para su exclusivo provecho personal. En esta línea, otro combatiente, Henri Aimé Gauthé, con ocasión de una inesperada visita de inspección efectuada por el mismísimo Clemenceau a las trincheras del frente de batalla, se molestará en recoger en su diario personal la actitud prepotente de éste último ante sus subordinados y en denunciar la insinceridad de su interés por la vida en primera línea de fuego, al formular algunas preguntas directamente a los soldados, estando éstos únicamente autorizados, bajo pena de sanción severa, a responder con un simple monosílabo. Asimismo, dejará constancia de las circunstancias de dicha visita con las siguientes amargas palabras: «La explicación menos plausible que se puede dar de su visita de inspección es que con ella se haya querido informar de la situación. Muy humildemente yo podría proponerle una manera mejor para poder hacerlo, si es que realmente él quiere informarse, cosa de la que dudo. De nada le servirá desplazarse hasta la primera línea del frente; que vaya completamente solo, sin las alharacas de los galones, a los acantonamientos de descanso de los Bons, que se mezcle entre los soldados y que, habiendo elegido algunos de entre ellos que tengan aspecto de inteligentes -teniendo en cuenta su actitud y su uniforme-, que se gane su confianza y si es suficientemente hábil -a pesar de las órdenes que tenemos de mantener la boca cerrada y de desconfiar de todo el mundo- en sólo un par de horas podrá escuchar cosas bien gordas. Entonces se enterará de verdad de dónde ha estado».13

Los fragmentos citados más arriba, lejos de ser la expresión palpable del ardor guerrero inmarcesible y de la defensa por la vía violenta de un determinado orden frente a la agresividad de un enemigo que pretende forzar el establecimiento de un orden distinto, ideales todos ellos que a buen seguro hay que suponer en todo soldado modélico y bien adiestrado, dichos fragmentos, como decíamos, proponen una visión radicalmente distinta, a partir de la cual tenemos claramente la impresión de que son las propias circunstancias de la guerra, probablemente las de cualquier guerra, las que en buena medida condenan y obligan a la población a convertirse en soldados y a actuar en forma violenta y agresiva. Con esa nueva perspectiva se irá poniendo de manifiesto esa peculiar situación de violencia interior existente dentro de las propias filas y que permanecerá siempre ensombrecida y escondida por debajo del clamor de la batalla, debido tanto a razones de evidente secretismo militar, como a causa de la incomodidad que suele provocar la amoralidad de ciertos acontecimientos que resulta conveniente guardar en privado. Dicha situación, que bien podríamos definir como de violencia interior larvada o latente, acabará por encumbrar, después de siglos de gestación, uno de los mecanismos sociales de mayor concentración de poder y, por qué no decirlo, de mayor impunidad por lo que hace a la generación y ejercicio de la violencia. Amalgama de instancias relacionadas con el control y la fuerza en todos sus ámbitos, organización y fomento de aquellas regiones del conocimiento que permitan asegurar y ampliar el ejercicio de la primacía, en su centro neurálgico se parapetarán las organizaciones científico-militares establecidas a espaldas de la propia población.

La propia existencia de los ejércitos nacionales (y de los transnacionales), junto a sus respectivos departamentos de defensa, siguen mostrándose hoy como una de las amenazas más serias de la civilización. Y, sin embargo, paradójicamente, es más que probable que buena parte de la punta de lanza de la sabiduría tecno-científica contemporánea deba ahora mismo su existencia y sus mejores descubrimientos a la potente actividad de las mal denominadas organizaciones institucionales de defensa. Organizaciones cuya consolidación, tal como hoy las conocemos, fue justificada en su momento por ciertas razones coyunturales establecidas durante el siglo pasado, esto es, durante la guerra fría y la denominada carrera de armamentos y que, a principios del tercer milenio, bien podríamos acabar considerando caducas y obsoletas, cuanto menos debido a que no responden ya a los fines específicos para los que fueron creadas.

En la época de Arquímedes era ya de sobras conocido que el potencial inventivo con finalidad destructiva de los hombres de ciencia en períodos bélicos o pre-bélicos era sufragado y muy bien recompensado, en dinero y honores, por quienes detentaban las riendas de una hegemonía disfrazada en forma de orden local, que hoy denominaríamos nacional. A lo largo del devenir histórico, el mantenimiento en el sentimiento público, aunque fuera artificialmente, de un clima socio-político parecido al de las situaciones pre-bélicas fue permitiendo la justificación, sin posibilidad de contestación alguna, de un derroche humano y económico sin precedentes en la actualización y modernización de organizaciones de «defensa» y, por otro lado, claro está, fue reforzando con creces los bastiones de aquella hegemonía. Hoy menos que nunca eso no representa ninguna novedad. Lo novedoso de la modernidad, si quiere llamarse así a ese indefinido y relativamente reciente período histórico que se inaugura con aquel premonitorio «Knowledge is Power» («El Conocimiento es Poder») de Francis Bacon, es que en él se absorberán y se incentivarán sistemática e institucionalmente las posibilidades bélicas del conocimiento, con la incorporación a la ciencia militar, sin paliativos ni indecisiones, del propio planteamiento civil de la generación de conocimiento, esto es, de la sabiduría adquirida y transmitida en los propios laboratorios y departamentos de la universidad y de la industria. Y esto se hará, como ya antes se ha insinuado, tras la forja institucional de las indispensables condiciones exculpatorias de salvaguardia del interés nacional y cuando desde los departamentos de defensa se vaya organizando y administrando a gran escala esa violencia latente o larvada en las propias filas. Y esto último sólo será posible manteniendo sin escrúpulos a buena parte de la propia población rehén del estudio experimental, de los secretos de la tecnología y de la estrategia militares y manteniéndola sometida a las decisiones cruciales tomadas a bien alto nivel, en esos ámbitos encumbrados que, como ocurre asimismo con el Vaticano, no conocen las más elementales reglas de la democracia. Referente a esto último, tal como J.J. Salomon ha puesto de manifiesto hace unos años, se da una situación paradójica que merece la pena reseñar: ¿cómo es posible que, habiéndose desarrollado una tecnología militar tan poderosa y tan potentemente destructiva (recordemos aquí, no sólo Hiroshima y Nagasaki, sino también la famosa y muy gráfica expresión «destrucción mutua asegurada», acuñada a finales de la penúltima guerra fría), eso mismo, ese enorme aumento de la capacidad agresiva de los ejércitos de ciertas sociedades, no haya provocado una mayor o una completa militarización de esas mismas sociedades. En palabras de J.J. Salomon: «Aunque es cierto que las sociedades industriales no han acabado por suprimir la guerra, la vida guerrera no es lo que permite definirlas de una manera precisa. La paradoja de la guerra tecnológica consiste en que se ha conseguido incrementar el carácter mortífero de la guerra, sin por ello reforzar necesariamente el carácter guerrero de las sociedades que la preparan: se puede llegar a destruir a millones de personas mientras, desde un punto de vista general, se puede seguir siendo una sociedad no esencialmente militar».14 Referente a dicha paradoja, no sin cierta precipitación, pero no con menor convicción, podemos recordar aquí la inmejorable efectividad de la que ha hecho gala el trabajo, científico por otra parte, de aquellas instancias que, durante el último medio siglo, han ido regulando los mecanismos de generación, incentivación, control, aplicación y, aunque esté en último lugar no por ello será el elemento menos importante, de silenciación y confusión de la violencia latente en las propias filas de la sociedades militarmente desarrolladas. Se tratará, por ejemplo, de aquella situación de incentivación de violencia interna impuesta a las poblaciones de los dos lados del telón de acero, durante los años posteriores a la 2ª Guerra Mundial (aunque de hecho había empezado mucho antes), de rastreo sistemático, de denuncia y persecución, de procesos judiciales sin garantías, de «caza de brujas» contra cualquier disidencia considerada peligrosa.

Con el establecimiento del clima político-neurótico propicio, serán las propias instancias civiles de poder las que desbloquearán nuevos fondos académicos y monetarios con el fin de redoblar las investigaciones y las experimentaciones con fines ideológicos y/o militares. En ese contexto, es más que probable que la certera efectividad y la magnífica fecundidad del conocimiento científico-técnico de aplicación bélica de las últimas décadas hayan sido fruto, en primer lugar, de una extraordinaria financiación, en segundo lugar, de cierta selecta colaboración académica y, finalmente y en muy buena medida, del desprecio olímpico por las más elementales normas éticas del trabajo científico (esto es, por ejemplo, en el campo bio-médico y genético, la obtención del indispensable consentimiento informado, con garantías y libremente, de los sujetos sobre los que se experimenta, la creación de comités éticos de control de los ensayos, la supervisión de los procedimientos por especialistas distintos a los que realizan las pruebas, etc.). En una palabra, aquél ha resultado ser un progreso basado en la impunidad ética y moral con la que se han desarrollado las investigaciones de base y las estrategias de aplicación y que, a su vez, ha sido herméticamente blindado ante la opinión pública con el argumento clásico del secreto militar y de la defensa a ultranza del interés público. Vivimos ahora, como reacción a los atentados del 11 de septiembre de 2001, una nueva vuelta de tuerca en la escalada de creación y sofisticación tecnológica de las condiciones de violencia interna (aparte, claro está, de la otra): intromisión militar en las atribuciones civiles de control de poblaciones, sobre todo en pasos fronterizos, vulneración de los derechos legales de los detenidos, intoxicación de la información en los media, prepotentes exigencias de impunidad de ciertos ejércitos o tropas de interposición destinados en misiones no de guerra en terceros países, vulneración repetida tanto de acuerdos bilaterales como de ciertas normas básicas del derecho internacional, etc. Pero eso es sólo lo que podemos leer en los periódicos, lo que viene siendo el pan de cada día en los últimos tiempos. Ahora bien, a parte de lo anterior, ¿cuál no será la realidad, hoy mismo, de la investigación científico-técnica con finalidad hegemónica que sólo unos pocos elegidos conocerán y que a buen seguro estarán desarrollando a pleno rendimiento y con los mejores medios (públicos, por supuesto), desde los campos más clásicos referidos a la obtención, gestión y archivo rápido y completo de grandes volúmenes de información sobre actividades de personas o grupos, criptografía y transporte seguro e instantáneo de la misma, etc., hasta esos otros campos más sofisticados, relacionados con la mejora de la identificación automatizada y remota de individuos, tanto a través de imágenes en directo como a través de otras huellas personales consideradas intransferibles (pruebas de ADN, tests y perfiles génicos, etc.), con los ensayos de ciertas vacunas y antídotos contra enfermedades fruto de la guerra bacteriológica (como la famosa y funesta «pyridostigmina» de la Guerra del Golfo) o, como ya se ha avanzado públicamente hace meses y ha sido confirmada su puesta en marcha, con el proyecto norteamericano de seguridad estratégica antiterrorista, basado en la localización y destrucción de cualquier blanco móvil considerado hostil dentro de un territorio, cuanto menos continental, delimitado por el perímetro de un paraguas de protección vía satélites militares ofensivos.

Habrá, como no, quien no quiera distinguir el entramado de poder que subyace, ideológica y organizativamente, bajo esos confusos entresijos de la evolución histórica de la práctica tecno-científica reciente, quien se niegue a distinguir los difusos y entremezclados márgenes que separan las lógicas de la guerra y las de la paz en su aprovechamiento mutuo del conocimiento científico y finalmente proponga, a partir de una visión muy pretendidamente trascendente, sólo porque al final lo acaba emborronando todo, que se trata de un único fenómeno civilizatorio, es decir, de un supuesto uso indiscriminado y único que de «la Ciencia» hace, o ha hecho, «la Humanidad». Algo parecido a esto último es lo que parece estar en sintonía con la percepción de E. Subirats cuando afirma: «La destructividad inherente a muchas formas de la producción científica, la opacidad de sus objetivos económicos y políticos, que en bastantes ocasiones son altamente problemáticos desde un punto de vista moral, y la eliminación de cualquier forma de responsabilidad social y política por parte del científico, son condiciones normalizadas de la práctica científica y académica tardomoderna. Es, en el peor de los casos, una hipótesis bastante plausible que la administración político-académica de muchas investigaciones científicas de vanguardia han seguido, hasta el día de hoy, la misma estrategia de amurallamiento y fragmentación frente a la reflexión intelectual y social sobre sus efectos que el coronel Groves impuso en la fase ejecutiva del Manhattan Project», esto es, el programa del Departamento de Defensa norteamericano de construcción, en los años cuarenta, de la bomba atómica.15

El grado de destructividad o de «toxicidad» de una ciencia no puede evaluarse en absoluto atendiendo esencialmente a su grado de secretismo o de sectarismo («amurallamiento y fragmentación»): esos suelen ser elementos organizativos y funcionales de gestión en fases más o menos embrionarias o de gestación y que responden en esencia a su eticidad metodológica. El rasgo fundamental de dicha toxicidad radicará en su proyección y en su intencionalidad al devenir sabiduría técnica y en su capacidad, no para mejorar la condiciones generales de preservación de la vida, sino precisamente para empeorarlas, o directamente para acabar con ella. Por eso no es de recibo, en este punto menos que en cualquier otro, la transposición a modelo, sin más, de unos concretos casos de práctica tecno-científica genocida, por muy cruciales y devastadores que hayan resultado para la civilización, como lo fueron Auschwitz e Hiroshima, dando con ello por perdida toda una tradición de conocimiento que se ha mantenido durante siglos como telón de fondo histórico que ha ido permitiendo, al mismo tiempo que aquella devastación, lo queramos o no, el establecimiento de las vías de incremento de la esperanza y de la calidad de la vida humana, a pesar de su evidente nefasta distribución social y geográfica.

La revisión activa de las condiciones de eticidad metodológica y funcional de las investigaciones científicas, actuales o del pasado, junto a la denuncia de la inmoral apuesta por la desigualdad que implica el uso de ciertas tecnologías que suelen tener como fin inmediato la mera predación económica a gran escala del ser humano o del entorno natural y/o la imposición violenta de hegemonías político-geográficas frente a fuerzas (o culturas) pretendidamente enemigas deberían ser, cuanto menos, los dos ejes que nos permitieran superar la fácil tentación, al abordar estos temas, de caer en cierto tipo de visiones drásticamente integradoras, teleológicas y en el fondo meramente estetizantes. Sin embargo, y a pesar de la legitimidad de las propuestas que podamos hacer, es indudable que las mayores dificultades, entre otras de orden secundario, que entorpecen hoy más que nunca la evaluación de las condiciones éticas de la investigación y de la aplicabilidad tecnológica suelen ser las que están relacionadas, como no, con el secretismo que rodea éstas últimas. Sólo con el paso de los años, es decir, con la consolidación del conocimiento y a través de ciertos relevos en las estructuras de poder, tanto en los escenarios nacionales como en el juego de fuerzas internacional, se ha ido produciendo una desclasificación parcial de documentos y de información que ha permitido saber de la evolución de la investigación de cariz bélico, desde las propias instancias oficiales. Este será un proceso que, con variantes importantes aunque con un planteamiento semejante, se duplicará durante el siglo XX, con el desvelamiento de las pugnas entre las grandes corporaciones científico-industriales, las cuales acabaron por asimilar determinados vicios de procedimiento de la órbita militar al fomentar investigaciones blindadas en su aspecto publicitario pero también en cuanto al planteamiento de la rentabilidad inmediata de las aplicaciones, financiando sólo estudios pre-dirigidos, cerrados en sus posibilidades de descubrimiento inventivo y con análisis de previsión de mercado y de estrategia incluidos.

No será sino hasta bien entrados los años noventa, con la desclasificación de cierta información confidencial orquestada por la administración Clinton (comenzando a atender así, finalmente, las innumerables denuncias presentadas y los derechos de los afectados) y con la puesta en marcha de una comisión investigadora oficial, que finalmente podrá irse estableciendo un cuadro aproximado de lo que fueron las funestas secuelas del Manhattan Project y de la planificación de los sucesivos programas de experimentación científico-militar norteamericanos después de la 2ª Guerra Mundial. En buena parte de ellos, sin tener aquí en cuenta los dedicados exclusivamente a la mejora del potencial destructivo del armamento, la investigación y el interés militar se centrarán en el propio cuerpo humano, empezando por los diversos efectos que, fruto de la bomba atómica y de los experimentos nucleares, producirá en el mismo la radiactividad. Había sido abierta precipitadamente una caja de Pandora y ahora había que conocer a fondo las consecuencias de un acto tal. Para ello no se reparó en gastos, ni económicos ni humanos. No estamos hablando aquí de las filmaciones secretas realizadas por el propio ejército de los EEUU en Hiroshima y Nagasaki pocas semanas después de explosionar las bombas, para poder conocer y documentar los efectos inmediatos sobre la vida (y la muerte) de sus ciudadanos, tampoco nos estamos refiriendo a los miles de militares y civiles afectados por la radiactividad en las zonas de las detonaciones de prueba (en ciertas islas del Pacífico, en Nevada, en Nebraska, en Nuevo México, etc.), forzados los primeros a exponer sus cuerpos en sucesivos círculos concéntricos o «niveles» en torno al epicentro de la explosión y recibiendo inesperadamente los segundos el viento y el polvo radioactivos. Todo eso, a pesar de todo, sólo fue fruto directo de las órdenes dictadas por el mando militar. A lo que aquí nos estamos refiriendo es a algo más sofisticado, más «científico»: a todo un programa bio-médico de investigación, con más de 400 subprogramas de aplicación, auspiciado por el Departamento de Defensa de los EEUU y desarrollado en alrededor de una veintena de instalaciones universitarias y hospitalarias norteamericanas, a partir de mediados de los años cuarenta y, según parece, hasta los sesenta o incluso después: se trata de la aplicación en seres humanos (muchos de ellos enfermos hospitalizados por dolencias graves, otros en fase terminal, otros en coma …) de inyecciones de plutonio, de uranio, de polonio, de radio, de torio, de americio, de circonio, de plomo radioactivo, etc.), de los ensayos de «total body irradiation», de la investigación no-terapéutica con isótopos radioactivos en niños, en soldados, en prisioneros de las cárceles, etc. Y todo ello, claro está, sin las más mínimas garantías exigidas hoy a cualquier protocolo clínico de investigación; garantías que, por otro lado, fueron bien conocidas en aquel momento, ya que a partir de 1945 habían sido fijadas en los diez puntos recogidos en el famoso Código de Nüremberg. El objetivo de dichas investigaciones era conocer, entre otras cosas, los «procesos metabólicos de asimilación», según reza literalmente en los informes de la época, y conseguir establecer los distintos grados de tolerabilidad del cuerpo humano y los efectos a corto plazo, según las cantidades de producto suministrado o según los diferentes niveles de radiación a los que se les sometía, antes de la aparición de los correspondientes cánceres. Dicho conocimiento debería beneficiar en el futuro a los propios soldados desplegados en zona comprometida, a aquellos otros que montaban y manipulaban el armamento atómico y también, en general, a los trabajadores de la industria nuclear.

En el informe final («ACHRE Report») de la comisión investigadora de los experimentos sobre los efectos de la radiación en humanos («Advisory Committee on Human Radiation Experiments»), presidida por Ruth R. Faden, en las conclusiones al capítulo dedicado a las inyecciones de material radioactivo, esto es, el capítulo V, se dice literalmente: «Resulta también relevante que cuando la Comisión de Energía Atómica (Atomic Energy Commission) sucedió al Manhattan Project, el 1 de enero de 1947, los oficiales decidieron mantener en secreto las inyecciones de plutonio. Según parece, la decisión se basó en consideraciones referentes a la responsabilidad legal, a la reacción adversa de la opinión pública y en absoluto se debió a asuntos relacionados con la seguridad nacional. Los documentos muestran que la A.E.C. reaccionó ante el hecho de que el consentimiento no había sido obtenido en los experimentos con plutonio y que no había en ellos beneficios terapéuticos, estableciendo los requerimientos referentes al consentimiento informado y a los beneficios terapéuticos para futuras investigaciones, dejando sin embargo por el momento los experimentos en secreto. (…) Como resultado de dicha decisión de mantener las inyecciones en secreto, tanto a los sujetos experimentales, como a sus familias, así como al público en general, les fue denegada cualquier información sobre estos experimentos hasta los años setenta»16. Como puede observarse, el secretismo que se impuso a esas investigaciones, a parte de no permitir la posibilidad de que los nuevos médicos que visitaran posteriormente a los pacientes pudieran conocer lo sucedido y poder así establecer los diagnósticos y tratamientos adecuados para aquellos que tuvieron la fortuna de seguir en vida años después, (es preciso recordar que los propios sujetos no fueron informados de que se experimentaba con sus cuerpos -salvo en el caso, parece ser, de las inyecciones de polonio- , aprovechando su situación de pacientes ingresados en los hospitales donde trabajaban los propios médicos experimentadores), dicho secretismo, como decíamos, no se debió a la preservación de información considerada reservada y de interés nacional, sino pura y simplemente al ocultamiento de posibles pruebas inculpatorias, tanto para los médicos implicados en las pruebas como para los responsables político-militares de los programas.

Otros programas de investigación hoy desvelados y conocidos, de índole diversa aunque también relacionados con intereses primariamente bélico-militares, concebidos a espaldas de la población aunque experimentando secretamente con ella, fueron desarrollados en EEUU por organismos institucionales desde los años de la posguerra hasta bien entrados los años setenta. Son, por ejemplo, el Proyecto CHATTER, de la U.S. Navy, que desde 1947 hasta 1953 se dedicó, entre otras cosas, «a la identificación y experimentación de drogas para su uso en interrogatorios y en el reclutamiento de agentes», el Programa BLUEBIRD, auspiciado por la CIA desde 1950, para intentar «prevenir la extracción de información» y » el control hostil del personal de la agencia», mejorar «el control de individuos a través de interrogatorios técnicos especiales» mediante «métodos no convencionales» como la hipnosis y ciertas sustancias novedosas en aquel momento en dichos ambientes como el pentotal sódico17. Serán asimismo los programas desarrollados a partir de los años sesenta basados en el descubrimiento y almacenaje de material para la guerra bacteriológica, como el Proyecto MKNAOMI, organizado por la CIA y la SOD (Special Operations Division, del Laboratorio Biológico del Ejército en Fort Detrick), con el que se pretendía, fundamentalmente, «la acumulación de material fuertemente incapacitante y letal para su uso específico por la División de Servicios Técnicos (TSD)», o el alucinante proyecto que desencadenó un verdadero escándalo en EEUU al ser descubierto por azar a finales de los setenta, y que llevaba el nombre genérico de Proyecto MKULTRA, detrás del cual se organizaban 149 subproyectos de aplicación, desarrollados entre 1953 y 1964. Entre aquéllos cabrá destacar, según la propia declaración, ante el correspondiente comité del Senado, del director de la CIA durante esos años, el almirante Stansfield Turner, investigaciones en torno a los cambios producidos en el comportamiento humano y que pudieran tener relación con las sesiones de psicoterapia, estudios sobre las variaciones generales de la motivación personal, sobre la evolución del sueño y sus distintas fases, sobre métodos hipnóticos, sobre poligrafía y criptografía, sobre los cambios psicológicos inducidos por el alcohol y por la administración de determinadas toxinas, de distintos elementos patógenos de origen exótico, de medicamentos psicotropos, de alucinógenos como el LSD, etc. Las razones que llevaron a la CIA a poner en marcha tamaño proyecto, según parece, habría que buscarlas en las sorprendentes reacciones adversas para los intereses de EEUU, manifestadas por algunos soldados norteamericanos hechos prisioneros durante la Guerra de Corea y que, llegado el momento, se negaban a regresar a su país, declarando públicamente su paso al enemigo y su nuevo credo comunista. Todo ello desencadenó una verdadera paranoia en la CIA y en el Departamento de Estado referente a los inauditos avances de la neuropsiquiatría soviética, china, coreana, etc., avances que debían ser convenientemente contrarrestados con nuevos programas de investigación científica. Otra vez con el argumento de la seguridad nacional por delante, se movilizó para tal fin a 44 «colleges» y universidades, a 15 fundaciones dedicadas a la investigación y compañías farmacéuticas y químicas, a 12 hospitales y clínicas y, finalmente, a 3 grandes instituciones penitenciarias. Parte de los sujetos experimentales fueron, según parece, voluntarios. Otros, como el malogrado Dr. Frank Olsen, suicidado después de una ingesta experimental de LSD, nunca otorgaron su consentimiento para prestar sus cuerpos a dichos ensayos. La propia Comisión gubernamental de investigación, en su informe final de 1977 afirma: «Los datos más significativos que recientemente han sido descubiertos son, en primer lugar, la lista en la que figuran los nombres de los investigadores y de las instituciones que participaron en el proyecto MKULTRA y, en segundo lugar, la posible indebida colaboración de la CIA con instituciones de carácter privado. Conocemos en estos momentos los nombres de 185 investigadores y colaboradores no gubernamentales, los cuales han sido identificados gracias al material recuperado referente a aquellos 149 subproyectos».18

Algunos años más tarde, a principios de los noventa, cuando a raíz de los preparativos de la Guerra del Golfo se desencadenó el temor a que las tropas norteamericanas pudieran ser repelidas con armamento químico o bacteriológico, se pensó de entrada en determinados productos inmovilizantes o letales como el gas sarín, el soman u otros, o en compuestos con toxinas de botulismo, con esporas de ántrax, etc. Aunque las vacunas contra la transmisión de estas dos últimas enfermedades aún estaban en las primeras fases de experimentación y no había ni la seguridad ni la certeza suficientemente contrastadas sobre su eficacia general, el Departamento de Defensa se enfrentó durante meses, mientras iba realizando ensayos parciales a toda prisa, con el organismo oficial norteamericano encargado de la regulación de los medicamentos y la alimentación, la FDA («Food and Drug Administration»), con el fin de conseguir unas condiciones favorables de experimentación, no convencionales, basadas en el secreto y en la rapidez, que consistían fundamentalmente en poder investigar con los sujetos (esto es, los soldados) sin obtener de ellos el correspondiente consentimiento informado. El acuerdo final, según parece, se consiguió en base a cierta información verbalizada, más o menos detallada, que se daría a los soldados vacunados. Un tercer compuesto, también experimental, el bromuro de pyridostigmina, se añadiría a las dos vacunas anteriores, con el fin de contrarrestar el posible envenenamiento debido a ciertos agentes nerviosos en forma de gas. Todo ello fue planificado en la denominada Operación Escudo del Desierto («Desert Shield»), que se inició el 8 de agosto de 1990, casi medio año antes de que se iniciara efectivamente la Guerra del Golfo. El informe de la correspondiente comisión investigadora gubernamental, presentado en 1994, afirma: «Según el Departamento de Defensa, a la totalidad de los 696.562 soldados USA destacados en la Guerra del Golfo Pérsico se les suministró bromuro de pyridostigmina, en concepto de pre-tratamiento contra el envenenamiento por agentes nerviosos y los mandos estiman que aproximadamente las dos terceras partes tomaron dicho medicamento durante distintos períodos de tiempo. De los 150 soldados entrevistados por el personal del comité investigador, 73 ingirieron pyridostigmina y el 74 % de ellos manifestaron que no pudieron negarse a dicha ingesta. A aproximadamente 8.000 sujetos se les administró la vacuna contra el botulismo en el Golfo Pérsico. Dada la alta proporción de los que han informado que no tuvieron otra elección, de ello se concluiría que centenares de miles de soldados USA recibieron la orden de ingerir un medicamento experimental o una vacuna sin poder tener la oportunidad de negarse».19 Los efectos adversos en la salud denunciados por los soldados, que siguen afectándoles todavía muchos años después, están recogidos en la última parte del informe, agrupados en los 25 síntomas más frecuentemente reportados: fatiga, problemas dermatológicos (sarpullidos), pérdida de memoria y de conocimiento, dolores articulares, dolores de cabeza, cambios de personalidad, diarreas, dolores musculares, problemas de visión, insomnio, problemas reproductivos, náuseas, vómitos, hijos nacidos con malformaciones, etc.

Es posible que lo resumido hasta aquí referente a algunos aspectos concretos de la investigación científico-militar norteamericana centrada en el cuerpo humano, forzosamente parcial y fragmentario respecto de lo conocido, sea sólo una mera punta respecto de lo que desconocemos, bien porque hoy siga estando considerado oficialmente reservado, bien porque haya sido destruido. Da sin duda la impresión que otros servicios de inteligencia u otros responsables científicos de investigación, como por ejemplo los soviéticos o los ingleses han sido, a escalas distintas, más capaces de nadar y guardar la ropa. No hay que olvidar que buena parte de esa información ha devenido pública de manera forzada y clamorosa al irse poniendo de manifiesto el registro de secuelas físicas, psicológicas, radiológicas, genéticas, etc. que han ido emergiendo en los cuerpos de los seres humanos supervivientes sobre los que se ha ejercido esa práctica científica que, según parece, tenía por misión salvaguardar los intereses nacionales, tanto en época de paz como de guerra. Es probable que esto último sea del todo indiferente para los que hacen de la violencia (la larvada o la otra, da igual) su profesión de fe, su trabajo cotidiano y su visión de la historia. Quizás sea cierto, como opina Subirats, que «nos complace representarnos la civilización como un orden armónico», que «nos sentimos más seguros al invocar la violencia como algo ajeno, cuando no lo radicalmente opuesto al orden civilizatorio» y que no queremos ver ese «principio interior a nuestra existencia», marcado en origen por «un instinto agresivo o una pulsión originaria de muerte», pero ahora mismo, tal y como soplan los vientos en el umbral del tercer milenio, y visto lo visto, quizás prefiramos seguir identificando las responsabilidades donde nacen las acciones, escrutando en la urdimbre de la historia y en las perversiones del poder.20 Para ello, quizás nada mejor que escuchar y transponer a las distintas realidades nacionales las agudas insinuaciones de Einstein, quien desde su sagacidad serena y clara, aunque desde otros contextos, nos pregunta: «¿Quién es el enemigo potencial que sirve de blanco a todas estas maniobras? ¿Quién provoca tanto miedo entre los ciudadanos norteamericanos para que éstos se sientan obligados a aceptar la sumisión permanente a los militares?».21

1 J. O. De La Mettrie, L´homme machine (1748), París, 1921, parágrafo 97.

2 K. Lorenz. Sobre la agresión: el pretendido mal. México, Siglo XXI, 1984. Pág. 268.

3 Artículo publicado en El Viejo Topo, núm. 165 de mayo de 2002. Citas pág. 55.

4 Ibíd., pág. 48.

5 J. M. Keynes, Las consecuencias económicas de la paz. Barcelona, Crítica, 2002. Pág. 154.

6 E. Black. IBM y el Holocausto. Madrid, Atlántida, 2001. Pág. 56.

7 M.K. Gandhi, La civilización occidental y nuestra independencia. Buenos Aires, Sur, 1959. Pág. 84.

8 Subirats, pág. 49.

9 Subirats, pág. 48. El subrayado es nuestro.

10 Ese es el nombre genérico que se da en Francia a los alrededor de 8 millones de ciudadanos de entre 17 a 30 años o incluso más que, desde todos los sectores de la produción, fueron mobilizados para luchar en la 1ª Guerra mundial. Una cuarta parte no regresó jamás a sus casas y más de la mitad resultó gravemente herida. Literalmente, «poilu» podría traducirse como «velludo» o, en sentido más figurado, como no, «valiente».

11 Paroles de Poilus. Lettres et carnets du front (1914-1918), bajo la dirección de J.P. Guéno y Y. Laplume. Librio, 2001. Pág. 8.

12 Ibid, pág. 121.

13 Ibid, págs. 77-78. Resulta realmente asombrosa la semejanza entre lo que denuncia el soldado Gauthé en estos fragmentos sobre la visita de Clemenceau a las trincheras y algunas escenas de Paths of Glory (Senderos de Gloria), de S. Kubrick.

14 Del artículo «La terreur et le scrupule», en el volumen colectivo coordinado por el propio Jean-Jacques Salomon titulado Science, Guerre et Paix. Paris, 1989. Pág. 15.

15 Subirats, pág. 51. El subrayado es nuestro.

16 Puede leerse el informe completo, con todas las investigaciones detalladas y las conclusiones finales de la comisión investigadora gubernamental en la página de internet: http:// tis.eh.doe.gov/ohre/index.html.

17 Los fragmentos aquí citados están extraídos del libro de George Andrews, MKULTRA. The CIA´s Top Secret Program in Human Experimentation & Behavior Modification. Healthnet Press, 2001.

18 Ibíd, pág. 59.

19 The 1994 Rockefeller Report Examining Biological Experimentation on U.S. Military. Parte III. Apartado B. Puede leerse la totalidad de dicho informe en la siguiente página de internet: http:// prop1.org/2000/du/reports/941208rr.htm

20 Citas del artículo de E. Subirats, pág. 48 y 49.

21 A. Einstein, Escritos sobre la paz. Barcelona, Península, 1967. Pág. 155. Fragmento de una carta de enero de 1946, referente al proyecto de Congreso Nacional de Científicos (de EEUU), que finalmente no llegó a celebrarse.